Los retos de la condesa D´Or I: Prólogo
Prólogo
Esto iba a ser el capítulo introductorio a una serie de relatos que giraban en torno a una mujer poderosa, la condesa D´Or, que se puede permitir cualquier capricho sexual, aficionada a ofrecer grandes cantidades de dinero a mujeres atractivas que va conociendo, a cambio de hacerla protagonizar una de sus fantasías.
La idea prometía, pero no me atrae demasiado, así que la serie queda aquí, el resto dependerá de vuestra imaginación.
Perdón por dejar mis tareas a medio, y muchas gracias por vuestra atención.
ESCENARIO: Extramuros de la enorme mansión de la Condesa D´Or. Dos limusinas negras esperan frente a la puerta enrejada. El sol pega fuerte.
PERSONAJES: Dos chóferes femeninas al servicio de la condesa. Gorras negras de chofer, camisa blanca ajustada, chaqueta, corbata y minifalda falda negras. Medias oscuras. Guantes de cuero de conducir. Ambas, como todas las subalternas de la duquesa, son mujeres preciosas y voluptuosas. Maquillaje muy suave. Carmín y sombra de ojos, color rosa.
Paula: melena corta, rubio dorado, ojos castaños y rasgados, inquietos. Anna: También rubia, con el pelo recogido bajo la gorra, ojos azules.
Paula pateó la piedra con fuerza. Esta no llegó siquiera a golpear el tronco del árbol, como la anterior. Bufó, harta de pasar el tiempo de una manera tan absurda. Llevaba dos horas allí fuera, esperando como la simple chofer que era, mientras dentro de aquella mansión de muros altísimos, con toda seguridad, estaba teniendo lugar la verdadera acción. Qué exactamente, no podía saberlo. No le estaba permitido aun. Cosas que sólo suceden alrededor de las personas que nadan en dinero y que tienen unos caprichos exquisitos, difíciles de saciar. Personas como la condesa.
Sacó un cigarrillo del paquete de tabaco que escondía en la guantera de la limusina. Si la condesa se enteraba, sería su ruina. Pero, ¡eh!, ¿Quién iba a mirar allí? Lo sujetó entre sus dedos enguantados y lo encendió. Volvió a esconder el paquete y cerró la puerta del coche, dispuesta a darse un paseo alrededor.
Detrás de la suya, había aparcada otra limusina. Se llegó hasta ella, sin prisas, disfrutando del cigarrillo. Anna seguía en su puesto de chofer, tal como les estaba mandado. Concentrada, leía una revista. Paula se dedicó unos instantes a mirarla. Qué hermosas están las personas cuando no saben que hay unos ojos que las admiran.
Paula golpeó con un nudillo el cristal del piloto. Anna la miró y la saludó, sonriendo.
-¿Puedo pasar? -dijo Paula, a través del cristal.
Anna se encogió de hombros. Se estiró para levantar el pestillo del lado del copiloto. Aquello era una invitación, así que Paula entró. Se sentó junto a ella y cerró la puerta. Inmediatamente la rodeó, como un envoltorio de algodón, la atmósfera de confort de la limusina. El cambio era notable con el tórrido ambiente del exterior. Asiento mullido, tapicería de cuero, aire acondicionado, inodoro e insípido. Y sobre todo, silencio. Afuera las chicharras te taladraban el tímpano con su monotónico canto de cortejo.
Las dos choferes intercambiaron miradas y sonrisas.
– ¿Qué tal te va? -dijo Anna.
– Bien. Muy bien. Vaya trabajitos, ¿eh? -contestó Paula, dejando escapar humo al hablar.
– Ya lo creo. Es nuestra obligación. La condesa es la que manda.
Paula le ofreció el cigarrillo y ella lo aceptó, cogiéndolo con sus dedos, también enguantados. Le dio una profunda calada. Bajó rápidamente su ventanilla y expulsó el humo fuera.
– Es que no creo que a la condesa le guste que fumemos en horas de servicio. Es muy detallista, ya sabes -explicó Anna.
– Bueno, nada, en ese caso lo apago ahora mismo -dijo Paula, que apagó el cigarrillo en el cenicero y lo arrojó por la ventanilla. Anna la subió y volvieron a estar aisladas del tórrido y chicharrero mundo exterior- Decía -continuó Paula- que me da algo de rabia este trabajo. Vamos, estar aquí fuera, mientras todas las demás chicas están ahí dentro. No es justo si lo piensas. Quisiera saber qué coño hacen. De verdad, daría lo que fuera por entrar y verlo.
– Ya sabes cómo es este trabajo -dijo Anna, muy seria-. Te lo explicaron a tí tan bien como a mí, y aceptaste.
– Sí, pero…
– Ya sabes cómo funciona esto. La condesa tiene sus reglas. Si cumplimos bien con nuestro trabajo, si la satisfacemos, quizá un día se fije en nosotras. Entonces, ese día quizá nos pida algo especial, o nos dedique por fin unas palabras sugerentes, y entonces subiremos un escalón. Créeme, sólo hace falta paciencia. Tú piensa en todas las otras chicas que ahora están dentro de la casa. ¿Crees que todas entraron directamente? Ni hablar.
– Lo sé, pero… -se lamentó Paula- Llevo ya casi dos años trabajando para esa tía, y yo creo que ya va siendo hora de que se fije un poco en mí, joder. ¡¿Es que no lo valgo?!
– Ssshhh…
Anna se apresuró a callarla con un dedo sobre sus labios. Miró a su alrededor, inquieta, como buscando espías o intrusos invisibles. Después de unos segundos, pareció volver a la Tierra.
– Calla, tonta -dijo-. Claro que vales. ¡Mucho! Sólo hace falta un poco más de paciencia. Tú puedes subir un montón de escalones, te lo digo yo.
– Sí, claro…
– Que sí, lo presiento. Eres preciosa. Guapa, rubia, con un cuerpo escultural. Si no, ¿crees que te habría contratado la condesa? Ya sabes lo selectiva que es con sus chicas. Tú piensa en eso, ¿vale? Ya verás.
Quedaron en silencio. Anna volvió a su revista. Paula la miró con ternura, con agradecimiento, pero su compañera no le devolvió la mirada. Se mordió el labio inferior. Dudaba. Un par de veces su mano se movió imperceptiblemente, y otras tantas se refrenó y volvió a su lugar, como una serpiente que acechase a su víctima, esperando el momento perfecto. Vencida por el temor y el sentido común volvía a su lugar, que era descansando sobre la falda, sobre sus muslos.
Su compañera no reaccionó. Seguía enfrascada en su revista.
Paula casi temblaba. Ojalá no hiciera falta el tacto, ojalá el placer y la piel, el deseo y el movimiento no fueran siempre cogidos de la mano. Si bastara sólo con oler su perfume… Desde su lugar, inmóvil, podía captarlo. Olfateó el aire y las sugerencias y recuerdos penetraron bruscamente hasta lo más profundo de su su subconsciente, sin llamar a la puerta siquiera, hasta un lugar que quizá estaba asentado en su vientre, o quizá en su columna vertebral, o quizá escondido en su sudor, o en sus pestañas, o en sus huellas digitales.
Ropa limpia, cuero, sombra de ojos, lápiz de labios, una cabellera rubia escondida, un leve toque inevitable de sudor y un perfume tan suave y diluido que se hubiera dicho que estaba hecho de agua y de nada más.
La mano de Paula se atrevió por fin. Suavemente se posó sobre el muslo de Anna, sobre la suave tela de la media, muy cerca del borde de la minifalda. Allí la dejó, inmóvil, temerosa.
Anna dejó la revista y la miró. No pudo decir si mostraba enfado, extrañeza o lástima por ella.
– ¿Qué haces…?
Paulade dejó que las yemas de sus dedos acariciaran suavemente aquel muslo.
– Oh, Anna, cuánto te estoy echando de menos… -y mientras decía esto iba acercando su rostro al de su inmóvil compañera- Te lo juro, no es otra mentira, no puedo más… Esto está durando demasiado, no puedo seguir trabajando tan cerca de tí y…
Como su compañera no se moviera en absoluto, la besó en la mejilla. Sus gorras de chofer, que no debían quitarse en ningún momento, chocaron. Anna reaccionó por fin.
– Ya hemos hablado de esto -susurró-. Me has hecho mucho daño.
– Pero yo… -suspiró Paula- Quiero pedirte perdón. Escúchame bien, Anna: te pido perdón y te juro que no volveré a portarme mal contigo. Me he dado cuenta. Te quiero. Eres demasiado importante como para tratarte como te he tratado. Y ahora te juro por lo más sagrado en mi vida… -y para resaltar dramáticamente la última parte de su juramento, la volvió a besar con cariño en la mejilla- … que quiero cambiar. Ya estoy cambiando. Hablo en serio…
Las caricias en el muslo consiguieron acelerar la respiración de Anna. El hecho de llevar guantes no parecía restarle habilidad y tacto.
Aventuró la mano un poco por la cara interna de las piernas. Abarcó la carne y la apretó. Las caricias fueron ganando altura, hasta atreverse a adentrarse bajo la cueva de la falda. En este punto, Anna saltó y sujetó firmemente su brazo.
La miró con dureza, con esos ojos grandes y azules que parecían capaces de atravesar el mar hasta el fondo de las simas abisales.
Paula adoraba aquellos ojos y las miradas que repartían en contadas ocasiones. Paula los conocía ya y había leído mensajes en ellos, que iban desde el «no vuelvas a decir eso, o te arranco la cabeza», hasta el «fóllame como a un animal».
Ahora era Anna la que dudaba. Su corbata negra subía y bajaba sobre el pecho, con su respiración excitada.
– Cariño, yo… -se lamentó- Compréndelo: traicionaste mi confianza. Eso es algo que no estoy dispuesta a soportar.
Paula volvió a la táctica de los besos para convencerla. Le dio pequeños besos en la mejilla, en la frente limpia, en la barbilla infantil, en la oreja tímida.
– Anna… Trabajamos juntas. Nos vemos casi cada día, entrando y saliendo del coche. Nos miramos cada día. Estamos hechas la una para la otra, ¿es que no lo ves?
Quizá su entrepierna era un objetivo demasiado atrevido. Su mano aterrizó suavemente en su pecho, en uno de sus enormes y carnosos pechos.
De nuevo se cruzaron sus miradas, y no encontrando obstáculos, Paula comenzó a acariciarla. La segunda cosa que más le gustaba de su cuerpo eran sus pechos. Eran uno de esos pechos perfectos que tienen pocas chicas sin recurrir a la cirugía. Grandes, redondos, firmes en su torso.
Aplastó con fuerza la teta y comenzó a torturarla en círculos. Anna se revolvía, presa de las dudas y el miedo. Miraba a su alrededor, fuera del coche, temerosa de ser descubierta.
– Vuelve conmigo, Anna… -susurró Paula, mientras la besaba por el cuello- Vuelve conmigo, vuelve conmigo… Por favor, vuelve…
– Eres una zorra… -gimió Anna, con el aliento entrecortado- Crees que me puedes dominar como quieras…
La mano enguantada volvió bajo la falda. Se apoderó de su monte de Venus y comenzó a manosearlo.
– No podemos… -susurró Anna- No podemos hacerlo. La condesa no nos lo permite. Joder, ya lo sabes, no podemos hacerlo en horas de trabajo sin su permiso… Quiere que estemos… Por favor, para…
– Pero, tonta… -dijo Paula, mientras le magreaba la entrepierna y le abrillantaba la barbilla a base de besos- Llevan dos horas dentro de la casa, y suelen estar el doble… Estamos solas… ¿cómo quieres que se entere la condesa?
– No sé… Pero… Yo…
– Calla y bésame de una vez…
Efectivamente, la calló con un beso en la boca. Franqueó la resistencia inicial de Anna. Definitivamente, una vez más era suya. Era su chica. Disfrutaron del arte del beso, con todos sus jugueteos de labios, dientes y lengua. Mientras, Paula seguía estrujando las bragas.
Acompañando un beso especialmente ardiente en que Anna le mordió la lengua con fuerza, tiró hacia arriba de la prenda. Estiró la tela hasta el límite, haciendo que se ajustara entre sus carnes. Se separó de su boca para contemplar su obra. Rió al ver las bragas blancas metidas en su rajita, con los elásticos dados de sí colgando sobre el asiento.
También resultó divertido ver que el cuero de dicho asiento comenzaba a estar húmedo bajo el trasero de la chofer, en parte por el sudor, en parte por los primeros jugos destilados. Para ella, aquella era la mejor declaración de amor.
Metió la mano bajo las bragas y buscó su clítoris para acariciarlo. Anna se estremeció como si le hubieran clavado una aguja en el trasero. El tacto allá abajo de unos dedos enguantados era algo nunca antes experimentado para ella.
Paula era muy, muy lenta en sus masturbaciones. Era una de sus virtudes amatorias. Con la mano libre hizo a un lado la corbata e intentó desabrocharle los botones de la camisa, pero le fue imposible con una sola mano. Le pidió a Anna que lo hiciera. Contempló extasiada el paisaje de los preciosos pechos cubiertos por el sujetador.
– Dios, Anna… No sabes cuánto he echado de menos tus tetas… Llevo meses soñando con tenerlas de nuevo, todas para mí…
Las liberó de la tela del sujetador. Posó sus labios sobre uno de los pechos. Una vez más, sin prisas, como se pinta un cuadro, como se pasea con un amante junto al mar, como se saborea tu helado favorito. Recorrió con besos toda su piel pectoral.
De nuevo sus labios saboreaban aquellos pechos tan amados. De nuevo se cerraban y abrían por su superficie, como dos piececitos andando, de nuevo los besaban tiernamente, los acariciaban abiertos. De nuevo los saboreaba a lengüetazos y, una vez húmedos y brillantes de saliva, les daba soplidos que hacían a su dueña gemir y estremecerse por la sensación inesperada de frío.
Besó y lamió ambas tetas, mientras sus dedos masturbaban a su compañera, lentamente, siempre al borde del éxtasis, pero sin querer acabar de llevarla hasta él, siempre alargando el sufrimiento, siempre haciendo esperar la llegada.
Sus besos pusieron firmes ambos pezones, gruesos como su dedo meñique, aunque no tan largos, claro está. Jugueteó con ellos, cruel, entre sus dientes, amenazando con ser una descuidada, una niña mala, y apretar demasiado, cortándoselos.
– Pero qué puta… Qué puta eres, Paula… -gemía Anna, mientras tanto.
Tras la lentitud eterna de Paula, venía siempre la recta final: el frenesí. Cuando la respiración acelerada y los movimientos desesperados de su amada le indicaron el momento oportuno, se dejó de contemplaciones. Sus caricias se fueron acelerando, acelerando, acelerando…
Sus besos se convirtieron en potentes chupetones, y sus mordisquitos en peligrosas mordidas. La penetró con un dedo, no sin antes embadurnarlo bien con los lubricantes naturales que manaban del interior de su amiga. No obstante, Anna se quejó:
– ¡Ay! ¡Cuidado! -alarmada por su grito, miró alrededor del coche, comprobando que seguían solas, para entonces repetir en voz baja- Cuidado, bestia… Me lo estás metiendo con guante y todo, eso raspa…
– Caray, con lo mojada que estás… Hay una solución: chupa, pequeña mía. Vamos, chúpamelo… Así, eso es…
Le llevó el dedo penetrador a la boca y obligó a Anna a chupárselo, hasta que el cuero negro quedó viscoso.
– Muy bien… -dijo Paula, con cara de niña traviesa- ¿Ahora?
– Sí, pero ten cuidad… ¡Uff!
La penetró a un ritmo acelerado, haciéndola dar botes en el asiento. La limusina comenzaba a menearse delatoramente. Con tanto bote, le costó volver a sus pechos, pero cuando logró atrapar un pezón en su boca, aspiró con fuerza y se ancló a él, no soltándolo por nada del mundo.
Otro dedo de cuero se unió al segundo. El ritmo de entrada y salida se duplicó.
– ¡Oooh! ¡Oooooh! ¡Ooooooooh! ¡Aaaaaaaaaaaaaaaahmmmmm!
– ¿Ya? Ya, ¿verdad? Te vas a correr, lo sé, puedo sentirlo. Te conozco como si te hubiera parido, Anna. Vas a correrte, ¿verdad? ¡Dilo!
– ¡Mmmmhsíiiiiii! -gritó, ya sin cuidado alguno, agitando la cabeza.
– Muy bien. Pero ven aquí -dijo, buscando su boquita pintada de rosa-. Dame, quiero que me estés besando cuando te vayas a correr.
Unieron sus bocas, trenzaron sus lenguas. El clímax inundó el cuerpo de Anna a oleadas, se corrió gritando en la boca de Paula, justo como a ella le gustaba. Se corrió mojando el guante, justo como a ella le gustaba. Se corrió y siguió agitándose, sin poder parar, hasta que las fuerzas abandonaron sus músculos, y quedó inmóvil, con los dedos de su novia dentro de su coño, dándole suaves caricias que parecían buscar en su interior, pero que no buscaban nada.
Paula la miraba, sonriente. Anna conocía aquella sonrisa. Había intentado varias veces antes ponerle un nombre, al menos definirlo con una frase. Veamos, ¿podía ser la cara de «me encanta que digas que no y luego sí»? O tal vez era la carita de «¿ves que mala soy?», o la de «si es que hago lo que quiero contigo siempre, niña». En fin, sería una mezcla de cada una.
Anna quedó extenuada, como dormida. Apoyó la cabeza en la ventanilla y dejó el tiempo correr y verla de aquella gisa: los muslos abiertos, chorreantes, la boca abierta en una sonrisa lúbrica, la gorra torcida, la camisa abierta con los pechos fuera, brillantes de saliva.
Paula se inclinó sobre ella y la besó. Se dieron pequeños besos que decían muchas cosas, sobre lo que acababa de suceder en el presente, pero también sobre cosas que habrían de suceder en el futuro.
– Eres una zorra -gimió Anna-. Crees que me puedes manejar siempre con el sexo, pero un día…
– Eso ya lo has dicho, estúpida. Reconócelo, no puedes vivir sin mí -la besó en los labios-, igual que yo no puedo vivir sin ti -la volvió a besar.
– Me pregunto quién te enseñó a follar tan bien a las chicas…
– No me enseñó nadie. Aprendí yo so…
Ni siquiera pudo acabar la frase. La puerta de hierro de la mansión se abrió con un ruido metálico. Las conductoras se separaron rápidamente. Paula se secó los flujos del guante restregándolos frenéticamente con la camisa, allí donde la cubría la chaqueta, para que no quedara la mancha a la vista. Anna se abrochó a toda prisa la camisa, no pudo recomponerse el sujetador: sus pechos quedaron en contacto directo con la tela de la camisa.
¿Ya estaba todo? ¡No! Paula le sacó rápidamente las bragas por los pies y se las guardó en un bolsillo de la chaqueta. Habían quedado inutilizadas, y habría sido inútil intentar volver a ponérselas, de tan estiradas que habían quedado.
Una guardia salía por la puerta de la mansión. Anduvo hacia la limusina. Una mujer uniformada, grande y fuerte, que jugueteaba con una porra en sus manos. La visera de la gorra ensombrecía sus ojos, dándole un aspecto aun más amenazador. No obstante, quedaba a la vista el buen gusto de la condesa para escoger incluso a sus guardias.
Cuando llegó al coche y les ordenó bajar la ventanilla, a Anna le comenzó a recorrer un sudor frío: sólo le cabía rezar para que la guardia no se fijase en el charquito de humedad que manchaba la tapicería de su asiento.
– Bueno-bueno-bueno… -se guaseó la guardia- ¿Qué, pasando el rato?
– Eeeh… Sí, señor… ¡Señora! -contestó Paula con su mejor cara de niña buena- Aquí, esperando órdenes de la condesa.
– Sí, ¿eh? Pues tiene gracia. Las órdenes de la condesa ahora son… Que entréis ahora mismo en la mansión para recibir vuestro castigo. ¡Venga, bajando!
– ¿Có-cómo? -tartamudeó Anna, viendo el mundo desmoronarse bajo sus paranoicos pies- ¿Ha dicho castigo?
– Eso mismo…
– ¿Castigo por qué?
– Ya sabéis lo que habéis hecho, zorras. Las reglas de la condesa son muy fáciles de entender, creo yo. Nada de follar para las chicas sin su permiso. ¡Andando!
– Pero, pero, pero… ¿Cómo puede ser que…?
– Cámaras, querida, cámaras. Cámaras de vigilancia y micrófonos por todas partes. Bajad ahora mismo y entrad conmigo, si no queréis entrar acompañadas de cinco guardias más, mucho menos delicadas que yo.
Anna, aterrorizada, alargó la mano hacia la llave de arranque.
– Ah-ah -negó la guardia-. Créeme, a la condesa no le gustaría que hicieses eso. Te acabaría encontrando y el castigo sería aun peor. Vamos, bellezas: además de un contrato, firmasteis un juramento, igual que todas. Bajad del coche.
Con la cabeza gacha, salieron de la limusina y se encaminaron hacia la mansión. La gran puerta metálica comenzó a cerrarse tras ellas.
– ¿Cuál es el… castigo? -preguntó Paula, temblorosa.
– A ver… -dijo la guardia con una extraña sonrisa- ¿Alguna vez te ha follado un caballo, pequeña rubia?
– ¡Joder, no!
– Pues cuando las amiguitas de la condesa acaben con vosotras preferiréis que hubiera pasado eso.
Muertas de miedo, Paula y Anna se cogieron de la mano, camino a la entrada de la mansión de la condesa D´Or.