Capítulo 2

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Humo sagrado II

A Patricia ya a la conocemos. Es alta, elegante, hermosa, de cabello negro recogido y mirada penetrante.

Está apoyada en el marco de la puerta.

Chasquea el mechero y enciende un cigarrillo, dejando que las volutas de humo broten de sus labios, ascendiendo por la tenue luz del cuarto.

Patricia dice:

– No me lo puedo creer… ¿porqué nadie me había dicho que tenía una sobrina tan guapa?

Andrea es nueva en esta historia.

Es la chica sentada ante su tocador, la sonriente chica que aun no se ha quitado el uniforme del colegio privado (medias verdes, falda corta escocesa, camisa blanca con corbata negra).

Es esa tierna sonrisa, sorprendida después de tanto tiempo, es el cabello negro recogido en una coleta, los ojos dulces y enormes, la piel oscura y suave.

Sin embargo, está un poco inquieta. Lo primero que Andrea dice es:

– Oh… Perdona tía: si mi madre huele que alguien ha fumado en mi cuarto, me mata. ¿Podrías…?

– No te preocupes. Si tu madre dice algo, le diremos que he sido yo, ¿de acuerdo? Yo a tu madre la manejo como quiero.

Y ambas ríen. Por fin van la una hacia la otra y se abrazan.

– Madre mía, no me lo puedo creer… Estás tan… -Patricia duda un momento. Muchos adjetivos pasan por su cabeza- … mujer. ¿Qué te dan de comer? ¿Y cuánto tiempo hace que no nos vemos?

– Pues creo que la última vez fue en la boda de Ángeles. ¿Recuerdas?

– Sí, sí que me acuerdo. Pero recuerdo que tú llevabas aun un vestidito de niña, es increíble… Espera, entonces, ahora debes tener… ¿dieciocho años?

– ¡No, tonta! Sólo dieciséis.

– ¡¿Dieciséis?!

– Sí -Andrea ríe por la reacción de su tía.

– Caray, pues podrías engañar a quien tú quisieras. Te has hecho en seguida toda una mujer, ¿sabes?

– Venga ya, tía…

– Pero si, fíjate, tienes todo el cuerpo de una mujer. Te lo digo de verdad.

– Bueno, supongo que eso es bueno, ¿no?

– No sé -Patricia se pone en plan pensativo, aprovecha para dar una calada-. ¿Te gusta estar convirtiéndote en mujer?

– Creo… Creo que vale la pena, sí -dice Andrea, muy decidida.

Patricia se sienta en la cama de la niña, y ella vuelve a sentarse ante su tocador.

Tiene un espejo enorme, redondo y bien iluminado, y una mesilla con sitio para todo lo que ella desee: revistas, perfumes, cepillos, maquillaje, cajitas de música… Incluso seguro que hay algún cajoncito donde guarda sus prendas íntimas favoritas.

Puede que ya haya empezado a tomarse molestias pensando en los chicos, y que alguna vez se ponga uno de esos tangas súper-finos, por si acaso. Y, quién sabe, puede que ya algún chico afortunado lo haya visto.

Hace mucho que no se ven y tienen tantas cosas que contarse… Andrea pone a su tía al día de prácticamente todo lo que es su vida, su adolescencia.

Todos los viajes, las anécdotas familiares, las visitas, los encuentros, los buenos y malos momentos en la escuela, los amigos y las amigas… No menciona su relación con ningún chico.

– ¿Y tú?

Patricia apenas tiene nada que contar. Al menos nada disponible para los oídos de una niña.

Acabó la carrera de Filología Inglesa y, después de varios años sobreviviendo a base de trabajos bastante insulsos y poco gratificantes, adquirió por fin un puesto como profesora en la universidad, y actualmente su reconocimiento como tal va aumentando.

Vive sola en un piso enorme y maravilloso en el centro de la capital.

Siempre que puede conquista a alguna mujer hermosa, la lleva a su piso y allí le hace el amor salvajemente, hasta que la relación dure. Pero claro, eso no se lo cuenta.

Andrea sigue hablando y hablando. Patricia la escucha embelesada, asiente con la cabeza, da una calada al cigarrillo. Han hablado tanto que se ha fumado ya tres. Ha tenido que ir a buscar un cenicero a algún lugar de la casa.

Es increíble.

Está tan guapa, ha crecido tan deprisa… Su vestido de colegiala no le hace justicia a su cuerpo de mujer.

Parece como si hubiera tenido prisa por madurar. Sus piernas largas y fuertes, ya ha tenido que empezar a depilárselas, le cuenta. Su voz suave de mujer.

Su rostro de rasgos atractivos, redondeados, le recuerda a la belleza de las mujeres hindúes.

La India, el país con las mujeres más hermosas del mundo, dicen algunos, y Patricia piensa que puede ser cierto.

Su forma de hablar, decidida y segura, como si ya supiera todo lo que tiene que saber y lo que tiene que hacer.

Sus pechos ya bastante crecidos, pidiendo una buena talla de sostén, asomando la piel morena brevemente por el escote desabrochado de la camisa. En definitiva, su cuerpo grande, largo, atractivo.

Patricia se ha encendido el tercero.

– Hay que ver cómo fumas, ¿no? -dice su sobrina.

– Me gusta fumar. No lo hago por vicio. Bueno, quizá a veces sí… -admite riendo- Pero es que me gusta el sabor, y sobre todo, el ritual, sabes, todos los pasos y la parafernalia alrededor del acto de fumar… -para demostrarlo da una larga calada, y saborea el humo en su interior- El humo elevándose lentamente, haciendo espirales, el color, el aroma… El pedir fuego o el compartir un cigarro con alguien especial… Seguro que tú ya lo has probado, ¿eh? -le pregunta con una sonrisa malvada.

– Bueno… -Andrea se hace la inocente.

– Me lo imaginaba. ¿No quieres uno?

– Pero mi madre…

– Tu madre es mi hermana. Créeme, yo te protegeré de lo que sea, ¿de acuerdo? Además, no lo va a notar, seguro.

– Bueno, si tú me proteges…

Patricia saca uno de su pitillera. Andrea lo coloca en sus labios y espera a que su tía saque el mechero y se lo encienda.

– Gracias… -le dice, soltando un hilo nuevo de humo.

– ¿Ves? Ahora no fumo sola. Es mejor así, ¿no? ¿Sabes? Yo tuve una… amiga… Bueno, todavía somos muy amigas, la verdad. El caso es que esta amiga cree que la escena de una mujer bonita y elegante fumando es lo más excitante del mundo.

– ¿En serio? Qué cosas se oyen. En fin, pensándolo bien, puede ser -Andrea da unos golpecitos con el dedo, tirando la ceniza en el cenicero-. De todas formas no creo que yo le pareciera muy sexy.

– ¿Estás de coña? -Patricia usa su voz más grave y perturbadora- Eres bonita y tienes mucho estilo, incluso con esa ropa, lleves lo que lleves en cualquier momento. Seguro que le encantabas. Seguro que le parecías súper sexy.

– Oye, pero ¿qué tipo de amigas tienes tú? -bromea la inocente Andrea.

– Amigas -dice Patricia, por toda respuesta.

¿Qué más pueden hacer tía y sobrina, aparte de compartir un cigarrillo en secreto, para pasarlo bien, después de tanto tiempo sin verse?

Patricia enseña a Andrea a maquillarse.

Ella ya sabe lo que hay que saber, pero Patricia le va a enseñar los verdaderos secretos, los detalles que marcan la diferencia entre un rostro maquillado y un rostro que cautiva tu mirada.

Se sienta junto a ella ante el tocador y comienza la lección.

Su maestra le va a hablar de cómo los colores deben combinar bien entre sí, del colorete, nunca demasiado, pero sí bien visible, haciendo un rostro sonrosado y apetecible; le habla de las sombras de ojos, los tonos azules, los verdes, y los más oscuros como el negro, que dan la impresión de una mujer dura y dominadora.

Estos términos van cayendo en los inocentes oídos de la chica sin que ella parezca saber qué significarían en otro contexto. Es el juego perverso y pervertidor de Patricia.

De vez en cuando, una u otra da una calada al cigarrillo.

De vez en cuando, no lo puede evitar. Desde su posición, sus ojos se asoman sin querer al escote.

Entonces sí que puede ver unos pechos redonditos y morenos. Con mucho esfuerzo se concentra en el maquillaje y vuelve su mirada al rostro de Andrea. Se diría que ella no se da cuenta.

Con los mofletes sonrosados, los párpados sombreados de un verde muy difuminado, unas pestañas negrísimas y unos labios carmín oscuro perfilados suavemente, con una capa de brillo, que a la vista son tres veces más gruesos y grandes que antes, no hay más que mirarla bien para decidir que ha sido una gran lección.

Ambas miran el resultado, divertidas, en el espejo. Luego intercambian sus miradas.

La mano de la chica se posa en el muslo de su tía.

– ¿Sabes?… Ojalá pudiéramos vernos más veces. Sería muy divertido.

– Eso no es tan difícil. Si de verdad es lo que quieres, podríamos…

– Sí, sí que quiero. Siento que no te conozco, y que me estoy perdiendo algo.

– Vas a hacer que me ponga colorada.

– ¡Más que yo no, seguro! ¡Mírame! -dice riendo a su reflejo en el espejo- ¡Parezco una..!

– ¿Una qué…?

– Iba a decir… una puta -completa ella la frase, arrobada por la vergüenza.

Su tía ríe.

– Pues sí -dice-. Me gustaría que nos viéramos más a menudo a partir de hoy. Pasar más momentos juntas.

– ¿Salir de compras, quizá?

– Salir de compras, fantástico. Te compraría algo bonito.

Y por fin el silencio. El silencio previo al beso. Hacía mucho tiempo que Patricia no sentía esta emoción genuina e inocente, estos nervios.

Ha besado mucho, y muy bien, hasta morir de excitación, pero lo que se siente en este momento de no-beso casi lo había olvidado.

Ha llegado ese silencio que tan bien conoce, esas miradas que se esquivan, esa inmovilidad.

Por un momento parece que sólo va a ser ese beso familiar que la sobrina le da a su tía.

Parece que sólo será eso y nunca nada más, pero ahí llega. Los rostros se acercan y las bocas se tocan. Un beso tan inocente y dulce como hacía tiempo que no experimentaba. Se miran y se vuelven a besar.

La mano sigue sobre su muslo.

Sus labios se succionan mutuamente, con suavidad. Cuando las lenguas se tocan por fin, apenas la punta, el beso se corta.

– Lo… lo siento… -dice Andrea ruborizada- Espero que no te haya molestado. Sólo quería probar. Yo… No sé.

– Tranquila -susurra Patricia-. No me ha molestado, te lo prometo -tiene que sujetar su barbilla para lograr que la mire-. Ha sido un beso muy bonito, gracias.

– Vale. Sólo quería saber qué se sentía. Alguna vez lo he hecho con alguna amiga, y pensé que no sería malo probar contigo. Pero ahora… En fin, lo siento.

– No, tonta, no te preocupes por nada. Mi niña…

La abraza para tranquilizarla, la besa en la mejilla.

– Gracias, tía -dice, muy sinceramente, casi con lágrimas en los ojos. Apaga el cigarrillo en el cenicero y se levanta-. Tengo que… ir un momento al baño, ¿vale? Me cambio la ropa y vuelvo. No es plan de ir todavía con el uniforme del colegio, estando tú…

– ¡No, no te molestes! No te pongas ahora elegante por tu tía. De verdad, a mí me parece una ropa muy bonita.

– Bueno, entonces voy sólo al baño y vuelvo.

– Hasta ahora.

Sale del cuarto. Patricia resopla. La excitación casi no la deja respirar. La excitación y la carga de saber que ha besado a su sobrina adolescente.

Necesita calmarse, no quiere dejarse llevar y acabar haciendo algo malo. Apaga el cigarrillo y se levanta, pasea por el cuarto respirando profundamente.

Observa las pertenencias de la chiquilla: revistas juveniles en las estanterías, un armario lleno de ropa escogida con muy buen gusto, ni de niña pija y pendón, ni de mojigata.

Colores bonitos, un poco apagados, en general. Dibujos de paisajes y personas, hechos por ella seguramente, con un profundo sentido poético quizá algo difícil de captar.

Sobre la cama, todo un séquito de muñecos de peluche que, imagina Patricia, la acompañan en los momentos de incomprensión o de soledad, o quizá de necesidad insatisfecha. Patricia acaricia la graciosa trompa de un pequeño elefante de pelaje gris.

La curiosidad también puede remorder, como la buena o mala conciencia. Patricia acaricia el tirador del cajón de la mesilla de la niña, jugando en su cabeza con la posibilidad de violar su intimidad. ¿Quién lo sabría?

Despacio, sin hacer ruido, abre el cajón. La visión del contenido la golpea como un piropo tremendamente obsceno.

Una revista femenina, y no precisamente de las que te aconsejan qué hacer para conquistar al chico que te gusta.

Bajo unos pañuelos, un objeto alargado, y no precisamente un tampón.

Cierra el cajón de golpe y vuelve deprisa al tocador. Su respiración excitada la traiciona.

– ¿Con que sí, eh…? -murmura para sí, sonriendo.

La chica vuelve al cuarto, fresca como una lechuga.

– Bueno… ¿Qué hacemos ahora?

Patricia se levanta del asiento. Hace ademán de dirigirse hacia la puerta, pero sin mucha prisa. Le da un beso a su extrañada sobrina.

– Andrea, cariño, me tengo que ir. Eres un encanto. Tenemos que pasar más ratos juntas. Llámame un fin de semana, ¿vale?

Andrea la coge por el brazo.

– ¡No! O sea… No te vayas todavía. ¿Tienes mucha prisa?

Patricia hace como que se lo piensa.

– Mmmmh… Regular.

– ¿No vas a quedarte a compartir el último? Nos lo fumamos a medias, ¿Vale? Anda, sólo eso, y luego te dejaré marchar.

– Vaya, vaya. ¿Ya no tienes miedo de tu madre?

– No. Sé que tú me defenderás.

– Está bien. Fumémonos el último.

Patricia saca un cigarrillo de su pitillera y lo coloca en los carnosos labios de su sobrina. Le da fuego. Mientras se lo enciende, sostiene la mirada penetrante de su sobrina.

No sabe lo que significa, pero sí lo que le gustaría que significara.

Su cuerpo tiembla sólo de pensar que esa ha estado dentro del cuerpo de su sobrina.

– ¡No tengas tanta prisa! Ven, siéntate conmigo.

«Siéntate» en realidad quiere decir «túmbate» conmigo. Andrea se arrellana en su cama, entre sus fieles muñecos, mientras el humo gris asciende desde sus dedos.

Patricia se sienta en el suelo. Está enmoquetado, no es para nada incómodo. Durante ese rato, tan sólo se miran y comparten el último cigarrillo. No hablan.

Cuando la droga se apaga en el cenicero, Patricia vuelve a levantarse, muy despacio, calcula todos sus movimientos para que tengan el efecto deseado. La seda de sus medias negras susurra.

– Bueno, se nos acabó. Ahora sí que me tengo que ir, lo siento, cariño.

Y la vuelve a besar en la mejilla. Cuando va a salir del cuarto, oye a sus espaldas más o menos las palabras que quería oír.

– ¡Espera, jo! No te vayas. ¿No hay nada que pueda hacer para que te quedes?

Patricia se vuelve. Se toca la barbilla en gesto pensativo.

– Para que me quede… Emmmm… Pues… Lámeme los zapatos.

La mueca de la niña es cómica.

– ¡¿Qué?!

– Lo que has oído, nena. Lámeme los zapatos y me quedaré.

Andrea sigue riendo. Aun no lo cree. Es una broma extraña, quizá de un mal gusto que no comprende, pero al fin y al cabo, una broma.

– Hazlo, si no quieres que tu mamá se entere de que has estado fumando. Y… de otras cosas peores. Como los secretos que guardas en tu cajoncito.

Andrea está al borde del puchero. Por un momento, Patricia casi siente pena por su sobrinita.

– No serías capaz…

– ¿No? No lo sé.

– No te creía así. Todavía no entiendo…

– Yo sólo sé una cosa -y aquí es donde por fin utiliza su famoso tono de voz, el que la ha hecho cosechar éxitos con las mujeres más exigentes y hermosas de todo el mundo, su tono de voz melifluo y amenazante de mujer dominadora:- Lámeme los zapatos, y te aseguro que te alegrarás de haberlo hecho.

Andrea duda. Se rinde. Sin dejar de mirar a los ojos de su tía -para poder ver en todo momento si se trata por fin de una broma- se baja de la cama y se arrodilla.

A cuatro patas, se acerca a sus pies. Al inclinarse, el principio de su tierno trasero asoma por el borde de la faldita.

Al final de dos largas piernas negras, los pies están embutidos en sendos zapatos de charol negro, de tacón. Muy elegantes.

Vuelve a mirar a su tía. No es broma.

Asoma la punta de la lengua y lame. Sólo la imagen ya valdría cien orgasmos juntos.

La lengua de Andrea es pequeña, sonrosada, como si toda su vida su boca no hubiera probado más que agua cristalina, fresas, nata y terrones de azúcar.

Patricia se retuerce de placer, del placer que entra por sus ojos.

– Y no me refiero a una lamida corriente. Quiero que repases mis zapatos bien con tu lengua, hasta dejarlos más brillantes que antes.

Increíblemente, obedece. No hay duda: hay una química especial. Una nació para dominar, y la otra para ser dominada. Y ambas nacieron para encontrarse en este preciso momento.

Andrea, muy aplicada, lame con su lengüetita el charol, de arriba a abajo, de una punta a otra, sin quejarse.

– Ahora túmbate… Eso es… Bésame los tacones, bésalos…

Andrea se tumba bocarriba y besa los tacones que se posan sobre sus labios.

– Dales una lamida, vamos… Sólo una, quiero ver esa lengua tan bonita que tienes…

Andrea lame los costados del tacón, no la punta, porque está sucia. No obstante, no importa.

Patricia se inclina sobre ella hasta que sus bocas están casi juntas, al revés. La mira con adoración.

– ¿Cómo es posible que seas tan buena chica? Dime…

– Lo he hecho porque… Porque tú me lo has pedido.

Patricia apenas da crédito a lo que oye.

– Eres una chica buena, y mereces un premio…

La besa profundamente, sin recatos. Sujeta su cara entre sus manos e introduce su lengua en lo más profundo.

Muerde sus labios, los chupetea, los lame, inspecciona toda su boca.

La niña tampoco se queda atrás, va aprendiendo cada movimiento y los repite como buena alumna.

Pronto están la una comiéndose y chupándose a la otra, compartiendo saliva y labios, besándose con desesperación, como si intentaran derretir a la otra con energía calorífica.

– Ven…

La toma de la mano y la levanta, la lleva a la cama, la tumba.

– ¿Cuándo volverá tu madre? -le susurra al oído.

– Está muy ocupada… Aun puede tardar dos horas por lo menos.

Patricia se eriza.

– Perfecto. Entonces tenemos mucho tiempo. Sobrinita, te voy a hacer cosas que te van a encantar, estoy segura. De todas formas, eres libre de pedirme que pare en cualquier momento. ¿De acuerdo?

Andrea asiente.

Mientras la besa, le coge los pechos. Lo hace por encima de la camisa, por encima de la pequeña corbata infantil, no le importa.

Comienza a moverlos en círculos, hasta que arranca los primeros gemidos de su garganta, que se ahogan en lo profundo de la suya, a través del beso.

Le desabrocha la camisa, aparta el sostén, y vuelve a acariciárselos, amasárselos en círculos caprichosos.

El tacto es maravilloso: dos tetas tan jóvenes, y a la vez ya tan grandes. Cambia una y otra vez el sentido de los círculos, ahora los para, ahora vuelve a empezar, ahora acaricia con lentitud demencial, ahora los retuerce acelerada, con ansia…

Le da un último chupetón a su pequeña lengua y se separa de su boca. Quiere oír sus gemidos, su respiración animal. Quiere ver sus ojos cerrados, su deliciosa expresión de sufrimiento.

– ¿Te gusta?

– … Mmm-hm.

– ¿Quieres que pare?

– ¡No! -se le escapa un gritito- No, por favor… Sigue… Sigue… Me… Ammmmh… Me gusta mucho…

Andrea ya despide calor por cada uno de sus poros, por su aliento, por sus movimientos. Patricia también arde, pero tiene mucho trabajo aun que hacer.

Sujeta un pezón y comienza a juguetear con él, como si quisiera enrollarlo sobre sí mismo.

La otra mano va bajando, se interna bajo la falda del uniforme y se encuentra con una húmeda declaración de deseo.

Sus medias verdes están salpicadas con gotitas de flujo que han ido escapando muslo abajo.

Prueba el placer irrepetible de acariciar unos muslos adolescentes: blancos, puros, cubiertos por un vellito suave, casi invisible.

Acaricia la tela de las bragas e introduce un dedo bajo ellas.

Al vello púbico le queda mucho aun por crecer.

Aquí la humedad es desbordante, le da la bienvenida a todas las intenciones y proposiciones, borra cualquier duda. Sumada a la mirada de entrega de su sobrina, hacen a Patricia imparable.

Con un dedo acaricia sus labios resbaladizos. La chica se estremece. Encuentra el clítoris. Le da suaves toques, muy espaciados, torturadores. La chica gime.

Su pecho es abandonado un momento. Le extrae las bragas, las examina, y las arroja a un rincón con desdén. Vuelve al pecho, esta vez con la boca. Atrapa el montículo, succiona suavemente, le da leves caricias en la punta con la lengua.

– Ooooh… No… Por favor… Por favor… -lloriquea Andrea.

– ¿Qué? ¿Qué? ¿Quieres que pare?

– No, por favor, no pares, por favor… Mmmmh…

Mientras saborea su pecho, le sube la falda todo lo que puede.

Comienza una lenta masturbación, acariciando su tierna rajita de arriba a abajo.

No la penetra, aun no. Ahora es el momento para las caricias.

El clítoris ya ha crecido y espera su turno. Lo atrapa fuerte entre el corazón y el anular y lo acaricia en rápidos círculos.

Andrea bota en la cama. Patricia apenas puede retener su pecho en la boca.

– Oh… Oooh… Ooooh… ¡Oooooooooh!

Andrea queda rendida con el primer orgasmo verdadero de su vida. Se desploma sobre la cama. Los muñecos de peluche se desparraman a su alrededor en solidaridad.

– Ah-ah… ¡Pero si acabamos de empezar! No te quedes así.

Como Andrea no se mueve, Patricia continúa. La penetra con mucha delicadeza con el dedo corazón. Le hace la paja más dulce que se ha visto jamás. El cuerpo de la chica lo agradece con otro orgasmo y un montón de besos.

Patricia la obliga a darse la vuelta, poniéndola a cuatro patas sobre la cama.

– Pero… ¿es que todavía me vas a hacer más cosas?

– No hemos hecho nada aun, cariño.

Se aleja y la observa un momento. Qué deliciosa imagen: la colegiala en su cama, rodeada de animalitos de peluche, inclinada hacia adelante, la falda subida, las medias húmedas, la camisa abierta y la corbata colgando sobre el colchón.

Abre el cajón. Seguramente Andrea ha reconocido el sonido. Extrae el consolador a pilas, un ejemplar realmente bueno. Algún día le preguntará de dónde lo sacó, y cómo llegó a sus manos sin que nadie lo supiera.

Lo enciende, comprueba que tiene pilas. El aparato rosa zumba. Es bastante largo, pero estrecho, adecuado.

Vuelve con su sobrina. Comienza a lamer. Su lengua, sus labios de besos húmedos suben de sus labios vaginales hasta su diminuto ano, y vuelta hacia abajo. Quiere asegurarse de que su niña estará bien húmeda, pero sin hacer aun que se corra.

– Sólo te pido… -gime Andrea- que no me hagas -uh- daño, porque -mmmh- alguna vez que lo he usado, me he hecho un poco de daaaaahhh…

No puede seguir articulando palabras. La boca de su tía acaba su trabajo. Está húmeda, lubricada y a punto.

Aprieta el interruptor. El aparato zumba. El sonido se va acercando. De pronto se vuelve a apagar.

Se sobresalta cuando siente por fin el plástico caliente en sus labios. No está vibrando. Parece que a su tía le gusta siempre pillarla por sorpresa.

Separa con cuidado los labios y comienza a penetrar, muy despacio, girando un poco el aparato, abriéndose paso. Patricia aprieta hasta que lo nota: a la niña no le cabe más aparato.

Entonces vuelve a activarlo. El aparato vibra en su interior. Grita. Lo apaga. Lo mueve un poco. Lo saca un poco y lo vuelve a empujar.

Zumba de nuevo. La niña grita, al borde del llanto. Sigue con el infernal juego de arrancadas y parones mientras le lame el agujerito del culo. Cuando está bien húmedo y algo abierto, intenta introducir un dedo.

– Oooh, nooo… Por ahí no, tía, por favooor… Ten cuidado…

Está claro que no puede hacer mucho con esta zona o la niña sufriría mucho. Introduce el dedo corazón todo lo que puede, apenas hasta la primera falange, y se conforma con ello, con estimular su esfínter al mismo ritmo que el consolador en su coño, acelerando cuando él se acelera, parando cuando se para, deprisa cuando hay que ir deprisa, y a un ritmo frenético y terminal cuando ya no se puede aguantar más.

– ¡AAAAAAAAAAH! ¡SIIIIIIIII! ¡QUIERO! ¡QUIEROOOOOOOOOOAAAAAAHHHH!

– ¡Algún día! ¡Algún día te daré por este culito que tienes! ¿Me oyes? ¡¿Me oyes?!

Andrea tiene su último orgasmo del día. Andrea se desploma con la respiración agitada. Patricia le coloca bien la falda antes de dejarse caer en la cama junto a ella. La besa largo rato para que se relaje.

Después, saca un cigarrillo y se lo enciende.

– Yo también quiero uno… -dice la vocecita de Andrea.

Patricia lo enciende ella misma y lo pone en los labios de Andrea. Ambas fuman tranquilamente en la cama, mirando al techo, cogidas de la mano.

Al cabo de un rato, Patricia mira su reloj.

– ¿Qué? -pregunta Andrea.

– ¿Faltará aun mucho para que llegue tu mamá?

– Un rato aun, sí. Depende para qué… -dice, simulando inocencia.

Patricia se sienta cómodamente en una silla. Se saca las bragas y las arroja sobre las de su sobrina. Se arrellana y se abre bien de piernas. Dando una profunda calada dice:

– Te toca, cariño. Mámame el coño.

Andrea deja el cigarrillo en el cenicero.

– Sabrás que nunca lo he hecho, ¿verdad?

– No importa, cielo, eres maravillosa. Sé que lo harás perfecto.

Se dan un húmedo beso, y Andrea comienza a lamerle el coño. Patricia se deshace de placer.


Muy pocos meses después, Andrea se fue a vivir con su tía a su apartamento. Según ella, tenía motivos suficientes.

Las broncas con su madre eran constantes debido a su carácter obsesivo y agobiante, a su manera de hacer un problema y un llanto con cosas tan normales como un suspenso o un día en el que su hija tenga el ánimo un poco bajo.

Andrea decía necesitar cosas que no tenía ya en casa con su madre: tranquilidad, intimidad, reconocimiento, un buen ambiente para, por lo menos, estudiar, y una visión no-paranoica de los hechos cotidianos.

Patricia le propuso a su hermana aceptar la mudanza temporal como un experimento que seguro enriquecería en algo su experiencia. Aprendería durante un tiempo lo que es vivir lejos de casa, valiéndose por sí misma, medianamente sola.

Casi le fallaron las piernas cuando ella aceptó.

La vida con Andrea es una delicia. Cuando vuelve del trabajo, muchas veces se encuentra con que le ha preparado una buena cena, o un baño caliente, o le ha hecho la limpieza.

A veces se encuentra con sorpresas: flores nuevas, una rosa sobre la almohada, barillas de incienso perfumando el ambiente, o todas las luces apagadas, excepto la de un montón de titilantes velas dispuestas por toda la casa.

Era una chica maravillosa.

A veces, en mitad de la noche y sin aviso previo, Andrea salía de su cuarto y se introducía en la cama de su tía. La besaba suavemente en el cuello, en los hombros… Hasta que se despertaba y, durante unas horas, dejaban de ser familiares. Sólo mujeres.

Durante el trabajo, un pensamiento perturbaba a Patricia: «Estoy cometiendo incesto. Esto tiene nombre, y se llama incesto. Vivo con mi sobrina y le hago el amor cuando se me antoja… Estoy cometiendo incesto… Y me gusta».

Una mañana muy temprano, Patricia entra a su cuarto. Andrea se está vistiendo para ir al colegio.

– ¿Qué vas a hacer con eso?

– Hoy no vas a ir al colegio. Estoy harta de que cada mañana te vayas de casa y te pases el día por ahí, haciendo vete a saber qué y con quién. Me preocupas mucho. Hoy te quedas aquí hasta que yo vuelva. ¡Y no quiero protestas!

Con una buena cuerda de nylon le hace un nudo no muy apretado alrededor del cuello y la ata a una tubería de calefacción del salón. Le trae un cojín mullido.

– Quédate aquí hasta que vuelva.

Se va sin darle siquiera un beso de despedida. Increíblemente, ella no rechista.

Cuando vuelve, ella está ahí, sobre el cojín, sonriente, sin señas de haber desobedecido. Patricia está extasiada. La besa profundamente. La desata de la tubería y, con la soga aun al cuello, la lleva a su cama. Allí le dedica una mamada de locura.

A partir de entonces, a veces a Patricia le apetece prohibirle a Andrea ir al colegio. Le escribe justificantes de asistencia perfectamente válidos para presentárselos al director. A veces ella tampoco va al trabajo.

Se quedan las dos en casa haciendo el amor, hasta que los vecinos que aun quedan a esa hora en el edificio comienzan a extrañarse con esos ruidos tan raros.

Otras veces le apetece que Andrea le coma el coño mientras come, o mientras cena.

Otras se sienta cómodamente en el sofá, se enciende un cigarrillo, se abre de piernas y deja que Andrea se lo coma durante horas, hasta que ya no puede más, hasta que lo tiene hinchado y dolorido. Pero Andrea parece una esclava incansable.

Otra vez le ordena que vaya al colegio sin braguitas. Otra vez volvió del trabajo y abrió su armario para encontrársela aun allí, tal como la dejó: desnuda, esposada de pies y manos, paciente, deseosa de amar a su ama.

Un día Patricia volvió, encontrándose la casa sumida en la voluptuosa luz de una lámpara cubierta con un pañuelo rojo.

No se oía nada en toda la casa. Sobre el sofá, un uniforme de colegio, que seguramente no le vendría, junto a una nota.

Por un momento se le pasó lo peor por la mente. A pesar del evidente clima preparado, a pesar de la luz roja. Pensó que se había marchado.

Leyó la nota y se convenció de que no era así.

Obedeció aliviada.

Se puso el uniforme con gran esfuerzo: la camisa, la corbatita, la falda, las medias.

Todo era tan pequeño que su ropa estaba a punto de romper la ropa. Fue a su cuarto, allí, fumando, sentada en una silla de mimbre, había una mujer que tal vez era una chica de dieciséis.

Su perfecto maquillaje, sus zapatos de tacón, su ropa negra, sus medias, decían que era una mujer. Una mujer seria.

– Arrodíllate delante mía…

La colegiala obedeció. Andrea le hizo esa noche cosas que Patricia aun no había probado en su vida. Le dio azotes en el culo. Se había portado mal en el colegio. La golpeó hasta dejarle el culo rojo, lleno de huellas blancas de manos, hasta que de verdad le dolía.

Descubrió que, a pesar del escozor, la excitaba tremendamente. La poseyó por el ano, hasta introducirle tres dedos.

Creyó romperse. La obligó a introducirse una zanahoria en el coño… y luego otra… y otra. La hizo beber champagne conforme lo derramaba en su vientre y caía por su coño. Se masturbó mientras contemplaba cómo se chupaba sus propios dedos de los pies en una pose imposible. Al final de la noche el uniforme quedaría reventado. Habría que comprar otro.

Acabaron en la cama, barnizadas en nata y sudor, en un sesenta y nueve colosal y escandaloso. El sol las sorprendió dormidas una entre las piernas de la otra.

El porqué de la furia y variedad de aquella noche, lo comprendió Patricia dos días después. Por qué se había empeñado en poner en práctica tantas fantasías disparatadas en una sola sesión, por qué habían hecho el amor con tanta desesperación.

Dos días después la chica se había ido del piso, dejando sólo una nota de explicación. Hacía tiempo que había planeado fugarse con unas amigas a recorrer el país, en libertad y armonía con la naturaleza, tocando la guitarra por la calle y esas cosas tan bonitas. Podía decírselo o no a su madre, eso ya no le importaba. «Ahora por fin soy libre», decía en la nota.

Patricia se despidió de ella con una copa de vino y un cigarrillo en el balcón. La vista nocturna de la ciudad era preciosa. Tantas luces, tanto ruido, tanto calor ya…

No es el mejor final, pero es el único que hay, pensó Patricia.

Continúa la serie