Carta íntima IV
Un mes sin vernos habíamos estado y ya casi nos subíamos por las paredes, pero el momento llegó y ahora que ha pasado lo revivo perfectamente.
Cogí el tren desde Madrid para llegar a la ciudad de mi amada y pasar con ella la semana santa.
Tras 6 malditas y agotadoras horas de viaje, llegué y la vi, allí estaba en la estación, esperándome con los brazos abiertos y me apresuré hasta acercarme a ella y poder abrazarla, solo fue un abrazo discreto frente a todo el público, pero por la fuerza e intensidad de aquel, para nosotras significaba mucho más.
Llegamos a la casa y después de ir corriendo al baño – mi necesidad más urgente en esos momentos – nos miramos sonriendo y por fin pudimos fundirnos en un ansiado abrazo y en mil besos que desatan nuestra pasión contenida desde hacía tiempo.
Creo que sin más preámbulos de repente ya estábamos en su habitación desnudándonos rápidamente, con ansia del otro cuerpo, con ganas de poseernos sin más miramiento, estábamos desesperadas por amarnos otra vez y como es evidente así lo hicimos; lo hicimos durante horas y durante días, a penas salimos de la habitación para comer e ir al baño y mucho menos pisamos la calle, una breve visita al supermercado en una mañana por pura necesidad.
Estuvimos pegadas de día y de noche, de tarde y de madrugada, lloviera o hiciera sol y nos encontrábamos felices, no parábamos de mirarnos, de acariciarnos, y besarnos, de achucharnos, de sentir una piel con otra piel, los cuerpos de dos amadas, de dos mujeres que se profesaban deseo, amor y pasión, esas éramos mi novia y yo y a pesar de las dificultades para llevar nuestro amor fuera de casa, esos momentos no podría quitárselos nadie.
Nos amamos con delirio y recorrimos cada centímetro de nuestros cuerpos; a veces era yo quien me colocaba encima y besaba absolutamente toda su piel, era tan suave, daban tantas ganas de tomarla, que no me resistía a su poder de atracción y caía rendida a sus pies, por todos sus infinitos encantos, si me miraba como ella sabía, me encendía como un verdadero volcán, entonces yo ya no tenía remedio, nadie jamás podría arrancarme de ella y me dedicaba a besar, chupar y lamer su boca, a succionar su lengua, pasaba por su cuello y por sus orejas, la mordía suavemente sus hombros, bajaba hasta sus pechos y los cogía entre mis manos para sentirlos bien, me acercaba a ellos y con mi boca los engullía sin piedad, yo sabía que a ella eso le gustaba y los chupaba y chupaba deleitándome en sus enormes pezones que se ponían duros para mí.
Pasaba mis manos y mi lengua por su vientre y su ombligo, le cogía de las caderas y me colocaba aún más abajo para besarle sus muslos, esa zona interior tan suave y que me gusta.
Luego levantaba la cabeza y la miraba, muchas veces volvía a subir para besarla de nuevo en la boca y después meterme de lleno en su tarrito de miel.
Sentía su calor, solo con acercarme un poco a ella y tras sonreír pícaramente, pasaba la lengua dentro de su chumi, comiendo aquel manjar de dioses que ella mortal me ofrecía, haciendo que se desgarrará por dentro, haciendo que explotara hacia fuera…
La tocaba sus lindos pechos, poniendo sus pezones mientras la comía y adentrando uno de mis dedos traviesos en su más profunda intimidad, dándole así más placer del que tenía; la sentía moverse, la sentía gemir y la sentía disfrutar por mis caricias en su cuerpo, sabía que le gustaba, sabía que me quería y también sabía que yo la amaba más que a nada.
Cuando terminábamos yo estaba más agotada, ella siempre viva, más aún llena de energía y se acercaba a mí eufórica para tomarme entre sus brazos y darme un beso de amor que me dejaba en la gloria, entonces a ella le tocaba su turno, pero eso queda para la siguiente ocasión…
Continuará…