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Un matrimonio interesante I

Un matrimonio interesante I

Tal vez fue una reacción exagerada, pero leer la respuesta a mi mensaje me provocó una inmediata erección.

Desde hacía algún tiempo, enviaba respuestas a un sitio de contactos en Internet.

Esta vez, la respuesta me llegaba de un matrimonio que había anunciado su deseo de conocer un tercero (hombre) dominante.

Además del morbo que siempre me ha producido coger a la mujer de otro, y especialmente de hacerlo delante de su marido o novio, en este caso se sumaba un morbo adicional: el de ejercer el arte de la dominación.

La respuesta traía un número de teléfono.

No había más que llamar.

Y fue eso exactamente lo que hice.

Respondió una voz femenina, de hablar suave.

– Habla Ángel, el del aviso.

– Por supuesto, Ángel, ya sé quién eres. Yo soy Silvia. ¿Cómo estás?

– Con la verga dura, de las ganas que tengo de hacerte mi puta.

Se rió, con una risa franca y halagada. Lanzado a acelerar las cosas, no dejé pasar un momento.

– ¿Cuándo nos vemos?

– Ernesto está trabajando ahora.

– Podemos empezar sin él.

– Todavía no me conoces. ¿Cómo sabes si seré de tu gusto?

– Justamente por eso. Tengo que verte pronto.

El argumento era imbatible y me dio una calle y un número.

Milagrosamente, por tratarse de una ciudad tan grande, era un lugar al que podía llegar en una media hora, si evitaba el tránsito callejero y me trasladaba en el subterráneo.

Así fue y en poco más de media hora estaba tocando el timbre en la entrada de un edificio de departamentos verdaderamente promedio: ni lujoso ni pobre, ni muy nuevo ni muy viejo; era la medianía misma.

La puerta de entrada, como suele ocurrir en esta ciudad, estaba cerrada con llave, de modo que Silvia debía bajar para abrirla.

Ella era tan promedio como la propia casa.

Una mujer de unos 35 años, más bien baja y menuda.

Los pechos, sin ser de gran exuberancia, tampoco eran pequeños y se realzaban bajo una camiseta tejida, ajustada y con generoso escote.

El canal entre las tetas era bien visible y bajo la camiseta podía percibirse la ausencia de corpiño, pues los pezones se marcaban en la tela.

Sus caderas eran anchas y el culo redondo y turgente. Los muslos gruesos, como a mí me gustan.

Una minifalda de jean ponía de relieve esos encantos.

Unos zapatos de taco alto le prestaban ese porte que destaca los puntos culminantes del cuerpo femenino.

Una cara bonita, enmarcada en una melena rulienta de color rojo, mostraba con su esmerado maquillaje que la media hora de mi tardanza había sido bien aprovechada para preparar su aspecto para un encuentro deseado.

Al inclinarme para besarla (por primera y por última vez, en la mejilla) sentí la nube de perfume que la envolvía.

Podía considerarse que se había perfumado en exceso, pero yo lo interpreté positivamente, como un signo del deseo de agradarme.

Mientras subíamos hasta el departamento, mantuvimos una distancia prudente y hablamos de tonterías de circunstancias.

Pero apenas estuvimos adentro, la tomé de un brazo, la atraje hacia mí y, sin decir una palabra, apliqué mi boca a la suya.

Su primera reacción fue de sorpresa, pero no tardó más que unos segundos en responder al beso.

Nuestras lenguas se cruzaban, se lamían, se separaban para explorar cada punto de la boca ajena.

Fue un beso largo y profundo, durante el cual nos abrazamos con fuerza.

Mi pija, dura y caliente, se apretaba contra su vientre.

Mi mano izquierda la retuvo con fuerza y la derecha fue sin vacilaciones a acariciar sus nalgas.

Levanté su minifalda y hundí la mano en la raya del culo.

Su ropa interior era minúscula y rápidamente mis dedos se abrieron paso hasta el agujero posterior.

Cuando sintió el roce, se estremeció, se apretó con más fuerza contra mí y redobló furiosamente el movimiento de su lengua en mi boca.

Casi sin aliento, separamos nuestros labios y dijo coquetamente:

– Me arruinaste el maquillaje.

– Todavía falta lo mejor, le contesté, dirigiéndome hacia un sillón sin dejar de retenerla con la mano que hurgaba en sus caderas.

Me senté en el sillón y la empujé hacia el suelo para que se arrodillara entre mis piernas.

– Ahora vas a rendir homenaje a tu amo.

No hubo necesidad de repetirlo ni de aclararlo.

Se acomodó en la postura, bajó el cierre de mi bragueta, sacó suavemente la verga y los huevos (con mucha facilidad, porque yo no uso ropa interior), los cubrió de besos, lamió los huevos, los metió uno a uno en su boca para chuparlos, se detuvo un instante para sacarse de la boca algunos pelos, comenzó a recorrer el tronco con los labios y la lengua hasta llegar al glande, que exploró con la lengua una y otra vez, hasta que se lo metió en la boca y comenzó a chupar ansiosamente.

Apoyé mi mano derecha en su mejilla, con las puntas de los dedos ligeramente flexionadas en la nuca.

Es un gesto que habitualmente hago cuando me la chupan, porque es tanto una caricia como una forma de controlar la cabeza de la mamona.

Tiene tanto de ternura como de dominación.

En eso estábamos cuando se oyó el ruido de una llave en la puerta.

Silvia insinuó el movimiento de separarse de su caramelo, pero mi mano la retuvo, sin violencia pero con firmeza.

Estaba gozando de una maravillosa mamada y no tenía intención de interrumpirla.

Ella entendió perfectamente el mensaje de mi mano y siguió aplicando labios y lengua a darme placer.

Apenas le eché una mirada distraída al hombre, de estatura mediana, unos 40 años, de impecable ropa de oficinista y maletín colgando de su mano izquierda.

Miraba el espectáculo que se le ofrecía con una mezcla de sorpresa y fascinación.

Ni siquiera recordó cerrar la puerta y tuve que llamarle la atención:

– La puerta, dije, y volví a concentrarme en el placer, que me arrancaba gruñidos y gritos.

Sentía que estaba al borde de la eyaculación y aumenté la presión de mis dedos sobre la nuca.

Ella entendió lo que quería y redobló la intensidad de la mamada.

Con un grito más sonoro que los anteriores, descargué en su boca mi semen, que ella tragó con gula.

Por un largo rato todavía, permaneció con la pija en la boca, rodeando una y otra vez la cabeza con la lengua, hasta que estuvo segura de que ya no saldría ni una gota más del sabroso jugo.

Entonces soltó ruidosamente la pija y apoyó su cara sobre mi pubis.

– Hola, amor, saludó entonces al hombre. Y elevando la mirada hacia mí, aclaró: Es mi marido, Ernesto.

– Tú eres Ángel, dijo el cornudo.

– Para todos, Ángel. Para ti, amo, le contesté secamente. Y, apartando mi mano de la cara de Silvia, se la tendí con la palma hacia abajo. El gesto no dejaba lugar a dudas y Ernesto hizo lo que se le indicaba: me besó la mano.

Continuará

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