Después de veinte años de convivir junto a un hombre muchas cosas se estancan. Sobre todo luego de criar hijos, trabajar…es decir, cuando lo cotidiano es monótono y sacrificado y los momentos dulces de la pareja se vuelven más escuetos.
Porque los hijos nos dan alegría pero nada tienen que ver con la pareja, es un mundo privado que sólo dos conocen a fondo.
Yo disfrutaba de las cosas simples y siempre pensé que ese era mi mundo y que el otro -el de la aventura, la pasión, la trasgresión era solo de ficción o para personas signadas, especiales.
Esa forma de pensar, que es la de muchos, me permitía vivir en una supuesta paz. Por ejemplo tener una vida sexual de uno por semana, a la noche, sin mucho barullo (por los chicos) y directo al orgasmo, sin muchas vueltas, ya que conocemos nuestros cuerpos y sensaciones al centímetro y para fantasear es necesario pensar en lo desconocido.
Un día al pasar por el quiosco de revistas vi una que tenía un título rimbombante «Fiesta de las parejas liberales». Me entusiasmó tanto esa frase que la pedí sin saber de qué revista de trataba. Por esa situación vergonzosa por la que uno a veces atraviesa la guardé rápidamente en la cartera y recién la saqué cuando llegué a casa.
Cuando leí su título me di cuenta que era una publicación dedicada a los «swingers» y sin saber bien de qué se trataba supuse que comentaría casos de las parejas del jet set viviendo a lo loco emociones desenfrenadas.
Cuando la hojeé comprendí que en mis manos estaba el pasaporte a una zona de transgresión y que quienes surcaban esa zona no eran divas, modelos, artistas o empresarios en sus cruceros, sino gente como yo, parejas y matrimonios que se atrevían a vivir a contramano de la moral y las sanas costumbres. Escondí la revista pues sentía vergüenza de que me vieran con ella.
A los pocos días, después de leerla detenidamente en horarios donde estaba sola se la mostré a mi marido y recién ahí descubrí que él se sentía como yo, abúlico y necesitando que algo nuevo pasara en su vida.
Me confesó que conocía la revista y que nunca me había comentado de ella porque pensaba que yo rechazaría la idea de integrarnos a algunos de los grupos que en ella se anunciaban.
Un mes después estábamos sentados en un cómodo sillón. El lugar era muy lindo, un loft decorado con buen gusto. Nos habíamos conectado con un grupo «swinger» y era nuestra primera experiencia en la materia.
Fuimos los primeros en llegar. El dueño de casa trató de apaciguar nuestra ansiedad y mi miedo (que por lo visto se hacía evidente). Pasados unos minutos el lugar se llenó de gente.
Todos hablaban compartiendo sus historias. Por suerte estaban vestidos con ropa de noche ya que yo había comprado un vestido muy elegante y atrevido y me hubiera deprimido de haber sido la única exótica vestida así.
Sentí que varios hombres me miraban y me gustó. Pensé que recobraba mi individualidad así que abandoné la postura de ser chiquito y me senté como una mujer fatal.
Corrí el tajo de mi vestido para que se vieran mis piernas y el bronceado de lámpara que había logrado con diez sesiones en las últimas semanas. La sangre corría por mis venas como si tuviera burbujas. ¡Qué lindo!
Un hombre joven y guapo me invitó una copa de champagne. La tomé sugestivamente al tiempo que arriesgaba miradas provocativas a cuanto varón pasara frente a mí.
Luego de bailar salsa, lo que hice con mi esposo, pusieron lentos y en ese momento las parejas comenzaron a intercambiarse. No lo podía creer, pero estaba bailando apretada con dos hombres al mismo tiempo.
Ellos me rodeaban con sus brazos y sus atrevidas manos ya invadían mis partes púdicas. Sentí que uno de ellos penetraba en mi escote acariciando los pezones y mi cuerpo se erizó. Entonces empecé a buscar a mi marido con la vista. Él estaba sentado hablando con una bella mujer. No reparaba en mí o trababa de no hacerme sentir vigilada.
El hombre que tenía a mi espalda subió mi falda y lentamente metió sus manos entre mis piernas. Lo detuve. Era muy fuerte lo que me pasaba y deseaba vivir cada momento con plena conciencia. Me senté al lado de mi esposo, pero antes de que pudiera hablar con él, buscar su estímulo, alguien me tomó del brazo y preguntó si no quería acompañarlo a la habitación, es decir derecho a la cama.
Miré a mi esposo y él me impulsó con un gesto.
Cuando entré en la habitación me senté en la cama. A mi alrededor había parejas disfrutando del sexo sin medias tintas. Me di cuenta que no saldría de allí, si así lo deseaba, sin que cada uno de esos hombres me poseyera.
Pensé en mi casa, en los líos que los chicos le estarían haciendo a mi madre, en la ropa que tenía que lavar y planchar al otro día, en las cuentas que restaban por pagar…
Me paré, me saqué el vestido y me zambullí en aquella cama que, como si tuviera mil brazos, me atrapó. Casi no podía distinguir las bocas. Los penes cambiaban sin que yo perdiera ni un minuto de sensaciones.
Hasta me encontré besando senos ajenos. Tuve allí una cantidad de orgasmos tal que en números equiparaban a tres meses de mi vida sexual normal. Compartí el calor de cuerpos desconocidos y recibí los fluidos de hombres que me desearon por un instante. Salí de la habitación tratando de arreglarme el pelo, buscando a mi esposo, preocupada por mi audacia.
Lo encontré sentado tocándole los senos a la misma mujer con la que lo había dejado antes de entrar a esa lujuria que no era como en las películas, ni cómo viven las diosas.
No lo era porque esa era real y nunca podrían filmarla capturando su esencia, como que allí las grandes divas serían mujeres frívolas e intrascendentes.
Mi esposo me confesó que no había podido lograr su erección ya que le costaba adaptarse a tanto placer a su alcance.
Me susurró al oído que cuando llegáramos a casa le contaba todo lo que había hecho y él se hacía su fiestita privada. Sin duda lo iba a hacer, teníamos mucho para llevarnos a nuestra cama.