Esclavos de Lucía I
Me llamo Juan y tengo 32 años.
Estoy casado con Irene desde hace 6 años.
Ella ahora tiene 29 años.
Yo soy un tipo normalito, la verdad, supongo que la gente debe de extrañarse cuando se entera que Irene es mi esposa, pues la verdad es que ella es una mujer que quita el sentido: castaña de melena rizada, una cara preciosa donde resaltan sus voluminosos labios y su expresión de niña buena.
Y si es así de cara, de cuerpo está todavía mejor: es de mi estatura, tiene un tipo envidiable, un culo imponente y una delantera de ensueño.
Todavía me excito como la primera vez cuando se desnuda ante mí, no lo puedo evitar.
Mi mujer es de bandera y, claro, a veces la simpatía, el trato cariñoso y las atenciones que tengo con ella me parecen insuficientes para retenerla a mi lado.
Nuestra vida sexual es envidiable, no hay día en que no hagamos el amor.
O eso creía yo. Todo cambió con la llegada de Lucía, una amiga de Irene a la que no veía hace mucho tiempo, antes de que nos casáramos.
Avisó de que pasaría con nosotros el fin de semana.
Vivimos en un chalé de la Moraleja, así que no hay problema.
A mí esa chica no me había caído bien nunca, la consideraba una loca despendolada. Luego comprobé que no había cambiado.
Llegó el viernes por la tarde. Su aspecto era similar al de la última vez que la vi.
Seguía igual de bajita, de regordeta y con su peculiar estilo de ropa, marcando sus abultadas formas y enseñando más de lo que debería para una persona de su talla.
En fin, que la llevamos a cenar a un restaurante y luego nos fuimos de copas con ella.
Bebimos más de la cuenta y acabamos hablando del tema que a Lucía más le apasiona: el sexo.
Lucía me estuvo provocando diciendo que qué había hecho con su Irene, que se la había cambiado, que ahora era un muermo, una estirada, que ya no se divertía como antes, porque antes era más lanzada y más salvaje.
Más o menos me vino a decir que Irene era una zorra que se acostaba con cualquiera.
-Como tú, ¿no? –le dije muy mosqueado.
-A mí me encanta el sexo, no tengo ningún problema. No reprimo mis deseos, no soy como otros.
-Nosotros follamos como conejos, así que tranquila –había entrado al trapo.
-Bueno, bueno, pero siempre lo mismo, hay que cambiar. Irene, ¿cuántas veces le has sido ya infiel a este pringao?
-Ninguna.
-Eso por ahora, pero va a llegar un momento en que se va a aburrir y te la va a pegar con el primero que pille. A no ser que pongas imaginación en el asunto, Juan. A ver, confesad vuestras fantasías sexuales. Tú primero.
No me atreví a comentar mis deseos, que tampoco eran nada allá, simplemente practicar sexo anal y sexo oral con más frecuencia y alguna postura atrevida que otra. Irene tampoco expresó los suyos.
Nuestras evasivas le sirvieron a Lucía para reafirmarse en su opinión.
Nos dramatizó nuestra existencia como pareja y nos ofreció una solución.
«Para eso», dijo, «tenéis que obedecerme en todo lo que os diga, sin rechistar».
Irene fue la primera en aceptar y me vi obligado a hacerlo.
No me fiaba nada de ello, pero se lo juré con la esperanza que el alcohol nublara su memoria.
No fue así. Al día siguiente empezó el juego de Lucía.
Al levantarnos de la cama vimos que nos había cogido la ropa y la había reemplazado por la más sexy que había encontrado.
Así, yo me tuve que vestir con los slip y los pantalones ajustados, así como un jersey ceñido.
E Irene se puso su ropa interior más sugerente que tenía.
Al verla así me empalmé y la agarré de la cintura.
Pero Lucía estaba por ahí y nos prohibió mantener sexo sin su aprobación.
Así que Irene terminó de vestirse: una minifalda muy agresiva y un top con un escote brutal.
He llamado a la pizzería. Irene, abres la puerta a quien la traiga y te muestras sugerente, solícita y caliente.
Si el chico responde, os desnudáis y ya te diré lo que tienes que hacer. Protesté, pero estaba obligado a mi promesa y me callé.
Llamaron a la puerta. Irene hizo lo que Lucía le había dicho y se insinuó al pobre chaval, que como mucho llegaría a los 17.
Era alto, espigado, imberbe y un melenas. Entró a casa cuando mi mujer le dijo que se había dejado el dinero adentro.
Lucía y yo estábamos observando a escondidas.
Entra, no tengas miedo, le volvió a decir para que saliese de debajo de la puerta.
Cuando ella se dio la vuelta para buscar el monedero, el chico examinó el cuerpo de mi mujer de arriba abajo. Lucía me dijo que el chico estaba empalmado.
Parecía ser verdad y no me extrañó, Irene se agachaba y le mostraba el culo en pompa o su generoso escote.
Cuando le fue a pagar, se acercó a él y le acarició el brazo.
¿Cómo te llamas?, le preguntó. Aitor, contestó el chico.
Luego Irene le susurró algo. Creo que le dijo que era muy guapo y que si tenía prisa.
Yo estaba alucinando, no me podía creer lo que oía: mi recatada mujer, que se corta cuando cualquiera la piropea o le fija la mirada, estaba insinuándose a un niño.
El chico dijo que tenía que hacer unos encargos, aunque casi enmudece cuando mi esposa le sobó la entrepierna. Mmm…
Me gustan los hombres apasionados. Se lo dijo tan cerca de la boca que el chico la besó.
Los besos de mi esposa eran los que tanto me enloquecen, abriendo sus lascivos labios y mezclando su lengua con la lengua, en este caso, del chico, que poco a poco se iba soltando y le iba tocando más partes del cuerpo a Irene.
Me enfureció mucho cuando vi que le metió una mano en la falda y con otra le apretujó los senos por encima del vestido.
Quítate la camiseta, le ordenó Irene. El chico no dudó.
Los pantalones. Se los bajó hasta los tobillos. Sus bóxer no podían disimular su erección.
Irene se quitó el top y se bajó la falda. Aitor se avalanzó sobre ella y la besó con lujuria, apretándole los muslos, el culo, las tetas.
Quería abarcar todo su cuerpo. Irene tampoco se estaba quieta e iba sobre todo al culo y a su pene, aunque por fuera del calzón.
El crío le desabrochó el sostén y posó su boca en sus pechos.
Miré la cara de mi esposa.
Estaba con los ojos cerrados, casi suspirando. El chico bajó su cabeza y llegó hasta sus bragas.
Se las bajó de un golpe y le chupó el chocho.
¡Qué buena estás!, dijo antes de darse la merienda. Ahora sí que Irene estaba en el cielo.
¿Has visto cómo disfruta?, me dijo la cabrona de Lucía. Veo que tú también. Y es que estaba empalmado viendo como un niñato estaba saboreando a mi mujer.
El chico se levantó y le dijo que se la chupara. Irene le dijo que iba a buscar un condón.
Aunque le molestó al pizzero, se tuvo que aguantar.
Quien mandaba era mi mujer.
Se fue hacia el armario donde estábamos y le preguntó a Lucía qué hacía ahora.
Su voz estaba agitada.
Lucía le dijo que se lo pusiera y que se la chupara como ella sabía, pero sin hacerle correrse.
Tenía que follárselo para que el chico aprendiera. Irene ni me miró. Lucía le dio un preservativo y fue al chico.
Se arrodilló y le bajó el calzón.
La herramienta del crío estaba mirando al cielo, algo torcida, sin descapullar, y soltando un líquido transparente desmesurado.
Era grande su polla, pero no gruesa.
Su cuerpo era lamentable, con matojos de pelos sueltos en diferentes zonas.
Irene, con la maestría que le caracteriza, le enfundó el condón con facilidad y empezó a recorrer su lengua desde la base hasta la punta del capullo, aunque no tardó en metérsela en la boca.
Estuvo dándole cabezadas hacia delante y hacia atrás no más de un minuto, pese a que el chico le agarraba la cabeza para que no parara.
No, guapo, no quiero que te corras sin haberme follado. Lo atrajo hasta el sofá y se tumbó. Venga, date prisa, no nos vaya a pillar mi marido.
El chico se tumbó sobre ella, que estaba abierta de piernas, y la besó en el cuello.
Su polla no acertaba con el agujero, así que Irene le cogió el mango y apuntó para metérselo en el coño.
Aitor empezó a culear como un conejo. Mi mujer, aunque le decía que fuera lento, no lo conseguía frenar.
Sigue, sigue, Aitor, sigue así, sí, sí, sí, cada vez más fuerte.
Aitor se movió compulsiva y frenéticamente. Se está corriendo, me dijo Lucía. Luego redujo la velocidad y se levantó.
Mi mujer le quitó el condón y le dio las gracias.
El chico, colorado, se vistió y salió de casa disparado, con una sonrisa boba en la cara.
Lucía me dijo que no podía dirigirle la palabra a mi esposa, ni ella a mí.
La felicitó y le preguntó qué tal. Irene le dijo que para haber sido la primera vez del chico no había estado mal.
Estaba todavía excitada y me miró con picardía. Cómo la habría follado entonces de haber podido.
Aproveché una distracción y me fui al cuarto de baño a descargarme.
Pero Lucía, atenta, me dijo que nada, que ya llegaría mi turno.
Tampoco dejó que se vistiera Irene. Paséate por el jardín cinco minutos y luego ven.
El vejete de mi vecino disfrutaría del panorama.
Los pezones rosados de Irene aún estaban duros, se le notaba, la aureola rosada que los rodeaba estaba algo comprimida.
Salió al jardín y fingió tender la ropa.
El cerdo de mi vecino, que estaba en la ventana, cuando la vio se bajó los pantalones y se la empezó a cascar. Lucía le hizo una señal para que le mirara.
El vecino no se paró pese a que ella le miró fijamente. Tampoco Irene se cortó y se empezó a acariciar el pecho y su rasurado coño.
Mi vecino se corrió en un periquete. Irene le lanzó un beso y se metió en casa.
Se quiso poner la ropa, pero Lucía no le dejó. Espera. ¿Qué has sentido al ver a ese hombre masturbándose?
Me he sentido bien, me ha gustado. Bien, como eres una chica mala, comes desnuda.
Comimos la pizza y Lucía manchó de tomate y de grasa su cara y su pecho. Luego le dijo que se lo iba a limpiar ella.
La tumbó sobre la moqueta y pasó su lengua por la cara.
Besó a Irene con la lengua, pero la dejó a medias ya que siguió bajando por el cuello hasta las tetas. Irene estaba en el séptimo cielo, pero más aún lo estuvo cuando bajó por el vientre hasta su coño.
Rasurado, sugerente, bajó un poco más hasta su raja, le abrió los labios vaginales con los dedos y hundió su boca en él.
Luego le metió un dedo por el culo. Le dijo que hacía tiempo que no se la follaba.
Ella asintió sin abrir los ojos.
Volvió a besarla en la boca, sin parar de masturbarla. Irene le correspondió con un abrazo e intentó desnudarla, pero Lucía no se dejó.
La follada fue increíble entre las dos. Mi mujer tenía una cara de salida enorme.
Cuando terminó me dijo que ahora llegaba mi turno.
Yo seguía empalmado del todo.
Mi papel debía de ser de sumisión con la mujer que había llamado.
Lucía me dijo que subiera al cuarto y que esperara.
Oí allí la puerta y los pasos. Entró una mujer enorme.
Gorda hasta casi no caber por la puerta y de unos cincuenta años. Lucía e Irene, ya vestida, sonreían con malicia.
La mujer, Berta, me dijo que estaba buenísimo. Me besó con pasión y me metió mano.
Como seguía empalmado, le di una gran alegría. No está mal, me dijo. Me bajó los pantalones y los calzones.
Estaba mojada mi polla a lo bestia.
Podría ser más grande, pero está bien de grosor, me dijo agarrándome mis 16 cms de polla y retirando la piel hacia atrás.
Berta se quitó la ropa y la besé como si mi vida dependiera de ello.
Al retirarle el sostén, sus pechos se desparramaron casi hasta el ombligo.
Los pezones marrones eran inmensos y resaltaban sobre su palidez.
Le bajé la falda y las bragas, que parecían sábanas.
Su coño peludo no acababa nunca.
Olía a pescado podrido, pero metí mi nariz en él, saboreándolo y lamiéndolo, buscando su clítoris con la lengua.
Quería follármela y la tumbé. Ella estaba entregada.
Mi polla, que le había goteado la tripa, dentro de ella parecía más poca cosa de lo que era, pero suplí tal defecto con mi entrega.
Empezó a gritarme insultos variados.
Encima me buscaba la boca y me metía la lengua hasta el paladar.
Lo peor era que yo respondía a sus besos.
Aunque terminamos en pocos minutos debido a mi excitación, ella se llegó a correr hasta dos veces.
Solté leche a montones.
Lucía apuntó que no podía dejarla así de sucia.
Tuve que comerme mi propio semen, para disfrute de Berta, que, al irse, me pellizcó en el culo y me emplazó para otra cita.
Pero esto sólo fue la tarde, la noche fue todavía más fuerte aún, ya lo veréis otro día, después de que hubiese follado con aquella gorda que tanto gusto me dio, Lucía volvió a darnos órdenes, aunque eso ya lo explicaré otro día.