Unos ojos muy seductores
Me gustaban sus ojos detrás de los lentes.
La verdad es que tenía unos lentes preciosos, con una montura muy finita y delicada que dejaba ver un par de ojos azules, nada frío, risueños, pícaros.
Ojos sonrientes que me recorrían toda y me intimidaban.
No podía dejar de cruzar mi mirada con la suya.
Trataba de mirar para otro lado, de seguir la conversación con la persona con que estaba hablando, pero ahí siempre estaban sus ojos, mirándome y riéndose de mí, sabiendo que yo sabía y que me ponía nerviosa y me mordía los labios.
Seguramente, todos se están dando cuenta, pensaba, pero la reunión seguía transcurriendo como si nada pasara y mi novio, sentado tan cerca de mí, seguía conversando animadamente con un amigo, de fútbol y otras bobadas.
Yo trataba de seguir la conversación de una chica que me contaba los detalles más íntimos de su terapia, haciendo como si me interesara.
En otras circunstancias, hubiera estado encantada con sus confesiones, pero esa noche, lo único que quería era quedarme con esos ojos adentro de los míos y sorbérmelos.
Había tomado demasiado y sabía que era hora de empezar a tomar agua para después no sentirme mal, así que agarré el vaso y me fui a la cocina.
Ya había abierto la canilla y estaba apoyada en ella, dejando correr el agua para que estuviera más fresca, cuando sentí que él estaba atrás de mí, cerquita, muy cerquita…
Una corriente eléctrica me recorrió toda y una puntada de deseo se me clavó entre las piernas. Él estiró el brazo, como para servirse agua también.
Yo estaba tan nerviosa y palpitante… Se sirvió un vaso y se lo bebió entero ahí mismo, a sólo unos centímetros de mi espalda.
Cuando terminó, me puso la mano izquierda en la cintura, se limpió la boca con la derecha y me agarró por el mentón y me dio un beso increíble en el cuello.
Gemí sin querer, de puro placer. El agua seguía corriendo mientras él subía por mi mandíbula y me comía la boca.
Tenía la lengua fresca por el agua y me recorría los labios y me los mordía. Yo no tenía voluntad propia.
Sólo me quedé ahí, pasiva, como un gatita dejándose acariciar…
Entonces, puso la mano sobre mi mano que todavía estaba en la canilla y la cerró. Cuidemos el medio ambiente, me dijo sonriendo y salió de la cocina.
No podía moverme, estaba borracha de sensaciones y todo el alcohol que había tomado no ayudaba tampoco.
¿Cómo iba a hacer para volver al living? Me moría de vergüenza de haber estado tan regalada, de no haberle dicho nada, de no haberlo rechazado o por lo menos haberme hecho la ofendida, aunque más no fuera para no quedar como una puta.
Cuando al final me decidí y volví al living, mi asiento estaba ocupado y el único lugar libre era un minúsculo espacio en el sillón en que estaba él.
Siéntate acá, me dijo, rodeando con el brazo todo el respaldo.
Me senté despacio en el borde, incómoda, mirándolo pero sin sonreírme ni nada. No dejó de mirarme un instante, mientras me sentaba, me recorrió toda, me sentí desnuda y molesta.
Entonces, con total naturalidad, como si estuviéramos hablando de cualquier cosa, se acercó y me dijo al oído: ¿Sabías que estás cada vez más linda?.
Me reí con ganas, totalmente incrédula: ¡me estaba seduciendo a un metro de mi novio, que para colmo se conocían desde hacía años!
Nos habíamos visto un par de veces antes. Trabajaba con mi novio en Facultad, en el Departamento de Biología.
Mi novio era mucho más joven y tenía un cargo de asistente, mientras que él era profesor y había escrito varios libros.
Me había gustado de entrada, porque tiene ese tipo físico que enloquece a las mujeres: cuarentón, buen mozo, pelo canoso, alto, seguro, simpático y con un enorme par de ojos que te seducen y te desvisten automáticamente, inocentemente escondidos detrás de esos anteojos del intelectual que era.
– Parece que de viejos, después de los cuarenta, los hombres empiezan a descubrir el encanto y la belleza de lo femenino y ajeno, le dije para pelearlo, para que supiera que yo no estaba interesada, que lo de la cocina había sido un accidente, no había sido nada, no había pasado nada.
– Y a vos no te gustan los viejos, ¿verdad?, me susurró travieso.
– No, nunca me gustaron, contesté secamente. Silencio… Me miró decepcionado y sorprendido. Silencio… Se sonrió pícaro, otra vez, descreído y me miró muy largamente de nuevo. No quería que me mirara más, esos ojos que me leían entre líneas me hacían sentir mal y excitada de nuevo.
Silencio…Yo no sabía qué decir, de qué hablar, tenía miedo que los demás nos oyeran. Pero nadie parecía percatarse.
Sin saber que hacer, me encogí de hombros y le dije que me disculpara, que iba al baño.
Tal vez tuviera suerte y alguien ocupara mi lugar, se pusiera a conversar con él o tal vez, cuando volviera, mi novio tuviera la brillante idea de decirme que nos íbamos a casa.
Pero cuando iba atravesando el pasillo largo que llevaba hasta las habitaciones y los baños, vi que venía detrás de mí, caminando lentamente, deslizando un dedo por la pared, recorriéndola.
Abrí la primera puerta que encontré.
Era un baño, pero me dijo: Ése no. Siguió caminando y lo seguí.
Abrió apenas otra puerta, dejando un espacio mínimo para que yo pasara e inevitablemente lo rozara.
El lugar estaba oscuro y no pude encontrar la luz.
No veía nada, mis ojos no se habían acostumbrado a la oscuridad. Sólo vi que había una banderola mínima abierta y entraba una brisa fresca y se veía el cielo tan oscuro y tan luminoso.
Sin saber bien cómo, él ya estaba encima de mí, acariciándome los brazos y apretándome contra la mesada del baño, mientras me metía la lengua en la boca.
Me mordía y me hacía daño.
Estaba excitado y furioso, refregando todo su cuerpo contra el mío.
Su calentura me calentaba, me mojaba y me hacía suspirar y decirle mi amor, muy bajito para que no nos escucharan.
Me dio vuelta contra la mesada y me vi de frente en el espejo, y a él en segundo plano.
Me agarró la cara y me dijo con la voz ronca del deseo: Viste que estás linda en serio, mientras con la otra mano me desabrochaba los jeans y metía una mano por debajo de mis bragas. Y mojada, muy mojada, siguió, sin dejarme de mirar, mientras los ojos se me entrecerraban sin que yo atinara a nada más que a suspirar.
Se desabrochó sus pantalones sin dejar de tocarme, me bajó los míos con las bragas, me empujó la espalda hacia adelante, miró mis nalgas pulposas a su merced, las acarició apenas, con la mano toda abierta, las separó y me penetró sin interrupciones, abriéndome, abriéndome, abriéndome y fue tan larga la entrada… Shhhh, me susurraba en el oído.
Shhhh, que nos van a oír todos.
No me había dado cuenta de que estaba gimiendo demasiado alto, casi sollozando.
Me cogió despacio, moviéndose para atrás y para adelante, para los costados, sin dejar de acariciarme el clítoris y los senos por entre la blusa entreabierta, subiendo hasta el cuello, mirándome siempre la cara en el espejo…hasta que vino el orgasmo entre sus dedos y una descarga me inundó toda por dentro y fue tan fuerte el placer que me sacudió la espalda, doblegándome más sobre la pileta, haciéndome temblar las piernas.
Entonces salió, me dio vuelta, me besó en la boca y sin quitarme los ojos de los míos, me dijo: Esto no pasó nunca… pero me encantó que pasara.
Se subió el cierre del pantalón con un movimiento seguro y elegante y salió sigiloso, entreabriendo la puerta en silencio.
Me quedé sola en el minúsculo baño, parada, mientras su esperma me corría por las piernas y me manchaba el pantalón que tenía enredado en los tobillos.
Me limpié con un pedazo de papel higiénico, llorando de rabia.