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Marta I

Marta I

Capítulo I

El sabor de la sangre que se derramaba por mi mano trajo de forma fulminante a mi memoria el sabor de la sangre de aquella ocasión que fue clave en mi relación con Marta.

Ella había llegado hacía pocos meses al instituto, después de acabar la carrera de filología clásica con excelentes resultados y haber aprobado a la primera las oposiciones.

Tenía 23 años y se incorporó con la ilusión que los acompañaba, aún no mutilada por el día a día con los alumnos de secundaria.

Yo era un profesor relativamente veterano: llevaba 16 años dando clases de Química, y había desempeñado cargos directivos en el centro, siendo una persona respetada por padres, alumnos y profesores.

Profundamente comprometido con el trabajo docente, intenté no caer nunca en esas estúpidas pretensiones de amistad entre profesor y alumno que tanto daño hacen.

Ella se integró bien en el equipo de profesores y se estableció una buena relación entre nosotros el día que descubrimos que a los dos nos encantaba el mismo cine expresionista alemán.

Tuvimos algunas conversaciones sobre el tema y fuimos juntos a algunas sesiones de la Filmoteca, a algunos conciertos de cabaret de entreguerras y a alguna representación de obras de Brecht, pero nuestra relación, hasta ese momento, se mantenía en la cordialidad, en algún interés común y en compartir el trabajo en el centro.

En cierta ocasión, los alumnos de Bachillerato estaban preparando una obra de teatro y pidieron colaboración a los profesores.

Solamente ella y yo estuvimos dispuestos a echar una mano para el montaje.

Pasamos tres meses colaborando en la preparación del texto, los ensayos, la preparación del escenario y la publicidad de la obra.

En todo ese tiempo, nuestra relación seguía siendo de buenos compañeros, pero no más.

Mi natural reservado y su juventud, que hacía que me mirará con un cierto respeto, que la acercaba más a los alumnos que a mi en gustos y costumbres, no propició ningún acercamiento más.

El día del estreno, con los nervios habituales, se hicieron los últimos retoques al vestuario. Yo estaba ayudando a un alumno a coserse un dobladillo cuando me hice, con las tijeras, un pequeño corte en el dedo, del que salió abundante sangre.

Marta, que estaba a mi lado, al verlo, me acompañó al botiquín del centro y mientras caminábamos empezó a reírse al verme chupar la sangre del corte.

Justo en ese momento, entre los nervios y un cierto sentido del ridículo, atiné a mirarla con ojos diferentes.

Era morena, llevaba el cabello corto algo despeinado, ojos melosos, labios notables pero no excesivos, bien perfilados bajo un ligero carmín oscuro.

Sus orejas eran preciosas.

Llevaba una camisa negra ancha, desabotonada en sus botones superiores y metida en unos vaqueros ajustados también negros.

Sus botines eran rojo oscuro.

Llevaba un sujetador calado del que se veía la tira en un hombro cuando la camisa se corría al ladear la espalda.

Estaba simplemente preciosa, extremadamente interesante, muy sensual, con un toque de elegancia.

Y se reía de una forma perfecta. Me quede impresionado.

Capítulo II

La representación fue un éxito rotundo.

Cuando los alumnos nos obligaron a salir a saludar, entre los aplausos de todo el público, Marta y yo nos dimos por primera vez la mano y nuestro primer beso en las mejillas.

Sólo recuerdo que al acercar mis labios a su mejilla para besarla me invadió un aroma a limpio, nada dulzón, muy femenino.

No pude evitar que mi vista se perdiera en la insinuación de su escote cuando nos inclinamos.

Acabado el espectáculo, los alumnos que habían participado propusieron ir a tomar algo y nos invitaron.

En contra de mi costumbre no supe negarme, en parte por la euforia del éxito, en parte porqué Marta había también aceptado y me apetecía pasar una rato más con ella, aunque fuera rodeados de alumnos.

Capítulo III

Nos habíamos sentado uno al lado del otro al entrar en el bar, aunque formando parte de un círculo de mesas en el que habría, además de nosotros dos, una quincena de alumnos.

Ella pidió cerveza, como hicieron la mayoría de los chicos, y yo pedí un vino blanco, seco. Al cabo de un rato la conversación dejó de girar entorno a la obra y los alumnos, empujados por la euforia, los nervios y la bebida, empezaron a interesarse por nuestras vidas privadas.

De mí lo sabían casi todo (es sabido que soy casado, con dos hijos) pero de ella no sabían casi nada.

Eso me dio la oportunidad de enterarme de que era soltera, sin pareja, aunque sí con algunos pretendientes (que yo supuse amantes ocasionales), pero que estaba en una fase de recuperación después de una separación traumática con su antigua pareja, de eso hacía un año.

Pasadas un par de horas los chicos fueron marchando y nos quedamos solamente Marta y yo y siete alumnos más (cuatro chicas y tres chicos), que propusieron cambiar de local.

Aunque era tarde, decidí llamar a casa, advertir que la celebración se alargaría un poco y que no me esperasen, y irme con ellos.

Fuimos a un pub musical, donde charlar era más difícil pero bailar y tomar alguna copa más fácil.

Nos sentamos los dos en la barra mientras los alumnos bailaban en la pista.

Pedimos whisky de malta los dos y estuvimos charlando de banalidades hasta que nos dimos cuenta que se formaron dos parejas entre nuestros alumnos que empezaron a insinuarse: bailaban más pegaditos, se sonreían sin mucho motivo, hablaban de boca a oreja, y las manos empezaban a ser más atrevidas.

Cuando se dieron el primer beso, casi insinuado, Marta y yo no pudimos evitar sonreírnos.

– ¿Que envidia, no? – dije – El placer de las primeras seducciones, de los primeros besos, es algo casi irrepetible, ¿no te parece?, y que lejos lo veo.

– Sí, irrepetible, pero no tan lejano: tampoco eres tan viejo – contestó.

Me miró fijamente a los ojos, sonriendo.

Dudé sobre qué sentido darle a su sonrisa, pero decidí descartar la ironía y eso solo me dejaba como posibilidad que estábamos jugando a tantearnos.

Su camisa ladeada, dejando casi al descubierto todo su hombro me decidió.

– Comparado contigo soy un abuelo, pero es cierto que ahora, sentado aquí contigo y viendo a los chicos, me llega como una punzada de atrevimiento- dije.

– ¿Te estás insinuando, profe? – me contestó con ironía.

– No, no es una insinuación en toda la regla. Pero hacía tiempo que no sentía el deseo de tirarle los trastos a una mujer como lo siento ahora contigo. – dije con una cierta seriedad, intentando no sonar ridículo.

Ella, por toda respuesta me miró fijamente, supongo que calibrando mi deseo, y recogió su chaqueta, diciéndome “Busquemos un lugar más tranquilo” con una tranquilidad pasmosa.

Nos despedimos de los alumnos que aún no se besaban, y nos fuimos.

Capítulo IV

La coctelería a la que entramos tenía sillones de cuero, una luz tenue y una música de jazz muy suave.

Escogimos un rincón tranquilo, apartado, y sendos maltas.

Nos sentamos muy juntos.

Ella me contó que su último novio la había dejado por otra hacía un año y que desde entonces no había salido con ningún otro hombre.

Que desde el verano anterior no había compartido su cama con nadie.

Que su interés por mí había crecido a lo largo del curso, pero que no se había ni planteado que pudiera realizarse.

Que estos últimos días de preparación de la obra los había vivido con una cierta euforia por la posibilidad de estar más tiempo juntos.

Finalmente, añadió que me deseaba, cogió mi cara entre sus manos, acerco sus labios a los míos, y me dio el primero de una serie infinita de besos, algunos suaves, otros risueños, otros mordisqueando mi labio superior, otros, en fin, buscando con su lengua abrir mi boca y encontrar mi lengua, con suavidad, para deleitarse en el roce exacto de las humedades.

Recibí sus labios húmedos de whisky y saliva con los ojos cerrados, dejándome llevar por la sensación de sentir la tersura de su piel y el gusto de una nueva boca, de un nuevo aliento.

Mis manos volaron hacía su cintura para sentir el tacto de la ropa sobre su piel y para acariciar el nacimiento de su espalda y subir por sus costados hasta el inicio de sus pechos.

Me detuve para mirarla, para ver sus ojos cerrados y su boca entreabierta, y supe que esa noche sería larga para los dos.

Capítulo V

El taxi que nos acogió de camino a su casa era amplio, pero nos recostamos los dos pegados en el asiento trasero, detrás del conductor, casi aislados del radio del retrovisor.

Ella recostó su cabeza en mi hombro y llevo su mano a mi muslo primero, y después, lentamente, hacía la apertura de mis pantalones.

Su mano voló por encima de mi sexo durmiente, y empezó a jugar con él, frotándolo con suavidad por encima de los pantalones, marcando su forma creciente, hasta que sintió que notaba su dureza, que notaba como adquiría la dimensión que le daba la excitación del momento.

Cuando hubo conseguido su propósito, levantó sus labios, me beso profunda y húmedamente, y abrió la cremallera para hundir su mano en ella, buscando la piel de los muslos y el contacto con mis huevos.

Gemí cuando por primera vez su piel entró en contacto con la de mi polla, en ese momento ya en plena erección.

Dejó su mano quieta mientras sentía el latido de la sangre en el sexo, y siguió besándome con fruición.

Mientras tanto, dirigí la mano que rodeaba su espalda hacía la apertura de su chaqueta y la deslice por la abertura de su camisa hasta entrar en contacto con su sujetador.

Acaricié su pecho redondo, duro, nada excesivo, por encima del sujetador, concentrado en sentir la tensión de su pezón contra los encajes.

Al notarlo erecto, lo acaricié como si fuera un botoncito, lo apreté, lo pellizqué, lo retorcí suavemente.

Mi otra mano siguió un recorrido paralelo a las suyas, pasando del muslo a la ingle, desabrochando sus vaqueros para bucear por encima de su tanguita, hasta acariciar un coñito que olía a perfume y que se percibía perfectamente rasurado.

Aparté la tela para poder humedecer mis dedos y esparcir el flujo de su vagina por sus labios, hasta acariciar por vez primera al clítoris que escondían.

Entonces gimió, y desperté a la realidad del taxi, en la que el conductor ya no podía ignorar nuestros movimientos y estaba mirando más por el retrovisor que a la carretera. Nos reímos los tres.

Capítulo VI

Su casa no tenía ascensor, y subimos los cinco pisos casi a la carrera.

Al llegar yo a la puerta ella ya había entrado.

Cerro tras de mí, y me apoyó en la puerta cerrada, me beso por encima de mis soplidos de cansancio, apretó todo su cuerpo contra el mío, haciéndome sentir sus pechos y su pubis aplastados contra mi pecho y mi sexo que estaba enloqueciendo.

Se separó de mí, dejo caer su chaqueta al suelo, con el mando a distancia puso en marcha el compacto, en el que sonó una pieza de cantó gregoriano, y me indicó que le siguiera.

El piso era una única pieza amplia, con el dormitorio abierto en un altillo, en el que estaba el dormitorio.

La seguí por la escalera de caracol que conducía al altillo, viendo su precioso culo moverse al compás de los escalones.

Me ordenó que me sentará en un sillón y se quedó de pie frente a mí, y empezó a desnudarse.

Se quedo descalza, primero.

A continuación fue bajándose los vaqueros, desnudando sus hermosas piernas.

Fue el turno de la camisa, que se desabrochó lentamente, sin dejar de mirarme, como hipnotizándome.

Su figura perfecta en ropa interior quedo perfilada ante mí, y la vi inclinarse, arrodillándose ante mi para sacarme los zapatos, desabrocharme mi camisa dejando al descubierto mi torso, que acarició con tacto, humedeciendo sus dedos en su boca para acariciar mis pezones, que besó y mordió con fuerza, recostada sobre mi cuerpo hundido en el sillón.

Poco a poco abandonó los pezones y siguió besando hasta llegar a mis pantalones.

Se deshizo del cinturón y abrió la cremallera para morder la polla erecta por encima de mi ropa interior.

Me quitó los pantalones, acarició con suavidad el interior de mis muslos, y me despojó de mis bóxer para dejar mi tensísima polla al aire por primera vez durante la noche.

Calibró con la vista mis dieciocho centímetros de carne, que acarició con la mano derecha hasta desnudar el glande, mientras con la izquierda acariciaba mis testículos y deslizaba un dedo humedecido de saliva entre el ano y los huevos.

Cuando vio las primeras gotas de líquido preseminal no espero más y se llevó el glande a la boca.

Me chupó como no recordaba que nadie lo hubiera hecho antes: primero absorbió casi todo mi sexo en su boca y garganta, para humedecerlo al máximo, y después fue mordisqueando toda su piel, chupándolo hasta los últimos rincones, pasando la lengua por todo el capullo, mordiéndome los cojones, chupándolos con fuerza, para después empezar a follarme con la boca, subiendo y bajando su cabeza a un ritmo cada vez más rápido sin dejar de acariciarme el ojete con un dedo.

– Si sigues así me voy a correr de un momento a otro – conseguí articular entre gemidos y suspiros.

– Hazlo, por favor – contestó sonriendo – quiero sentirte en mi boca, quiero sentir como tu leche me llena la garganta.

Y siguió mamando con fuerza, hasta que sentí que mis huevos explotaban y que mi orgasmo imparable subía hacía su boca succionadora, que se llenó de mi leche entre gemidos de placer y de ahogo.

Mi corrida duró una eternidad, y ella siguió con mi glande en su boca en todo momento, llenándosela de mi leche, derramándola por la comisura de los labios, dejándola caer sobre su pecho aún sujeto.

Cuando sintió que había acabado, se incorporó, acerco su boca a la mía y se fundió en un frenético beso de sudor, saliva y semen.

Lentamente se separó de mi boca, se puso en pie y me ofreció una copa, que acepté sin dudar, pues necesitaba recuperarme para acometer mi deseo de follarla hasta oirle gritar basta.

Me sentía casi fuera de mí.

Cuando me dio la copa, bebí un sorbito, me levanté, fui hacia ella y la senté en la cama, y mientras ella bebía le saqué la tanguita.

Le pedí que se diera la vuelta y que se arrodillara en el suelo, con su torso echado en la cama. Sentado a su lado, empecé a recorrer con mis dedos su columna vertebral, hasta llegar a la raja de su trasero, que se ofrecía completo a mis caricias.

Deslicé mis dedos húmedos en la rajita hasta que llegué al culo, que acaricié suavemente con pequeños círculos antes de dejar que mi dedo corazón se hundiera en su vagina húmeda, chorreante.

Empecé a follarla primero con un dedo, después con dos, mientras mi otra mano buscó su clítoris que acaricié con suavidad, entre gemidos de deseo y el flujo goteando hacía el suelo.

Ella jadeaba, gruñía, pedía más, no pares cariño, por favor, sigue, quiero sentirte dentro de mí.

En lugar de obedecerla, me arrodillé detrás de ella y decidí hundir mis labios en su sexo.

Quería oler su flujo mientras mi lengua mordisqueaba con pasión sus labios vaginales, separándolos después con mis dedos para pasar a jugar con mi lengua en su clítoris, para follarla con ella.

Sentí su primer orgasmo, que vino entre espasmos y gritos, cuando mi lengua entró en su coño abierto de par en par, y entonces apreté mi dedo en su agujerito anal para que se sintiera doblemente penetrada, lo que alargó su orgasmo hasta suspiros casi animales.

Erecto como estaba al ver su placer, esperé unos segundos, la estiré de espaldas sobre la cama y me puse encima, con mi polla en su entrada, acerqué mi boca a su oreja y le dije ” te voy a hacer el amor como no te han hecho antes, quiero que me sientas hasta el fondo, que grites de deseo, de placer y de dolor” y separé sus piernas para penetrarla de un solo golpe, mordiéndole la nuca, el cuellos, los tendones de los hombros.

Una vez dentro, la puse a cuatro patas y empecé a bombearla agarrado a sus pechos aún con sujetador, la follé rápida y contundentemente, casi sin ternura, con fuerza.

Quería sentirme viril y que ella sintiera que era poseída y se sintiera muy mujer, muy deseada.

Quería oírla gritar sincopadamente mientras la follaba y ella se corría.

No tardamos mucho en corrernos casi simultáneamente como dos locos, entre sudor, jadeo y palabras entrecortadas.

Me quedé abrazado a ella durante una hora.

Cuando la sentí dormida profundamente, me duché y salí.

Tenía que volver a casa con mi mujer y mis hijos.

Continuará…

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