Capítulo 2
Tras un largo rato en soledad nadando con mis pensamientos le hice una señal con el dedo para que se acercara. El sol lucía sobre su cuerpo cuando se encaminó hacia la orilla, llevando consigo una semi erección aún brillante por el orgasmo y que el agua salada se ocupó de limpiar.
– Bienvenido a mi playa – dije socarronamente mientras se sumergía hasta el cuello.
– ¿Crees que alguien nos ha visto? – preguntó irracionalmente preocupado.
– ¿Quién? Dudo que entre los complementos de playa de ninguno de los habitantes de ese par de sombrillas se encuentren unos prismáticos – me carcajeé.
– ¡Bah! – la onomatopeya se escapó de su boca a la vez que se daba cuenta de que lo estaba tratando como a un tonto.
– ¿Y qué más da? – resolví cruzando mis brazos por su cuello y aplastando mi pecho contra su espalda – Aquí no nos conoce nadie.
Se giró tratando de no romper el cerco de mis extremidades y apoyó sus manos en mis caderas.
– ¿A qué sabe tu lengua? – preguntó con cierta curiosidad inocente.
– ¿Tú a qué crees? – respondí con sarcasmo. Fingiendo estar molesta por la pregunta después de lo que acababa de pasar.
– Lo siento – replicó ruborizándose como una colegiala.
– Pues a ti. Pruébala si quieres – le propuse, dejando asomar la punta entre mis labios para que la atrapara con los suyos.
Aproveché su cercanía para tratar de devorarle. Nuestras salivas se mezclaron en una batalla por ver quién llegaba más lejos. Me agarró del pelo con ambas manos sin dejar de besarme y yo di un pequeño salto para abrazarle con mis piernas, apoyando mi pelvis en su abdomen. Me mordió, quizá con más fuerza de la cuenta a juzgar por el calor que enseguida desprendió la zona.
Aprovechando la nueva postura me dejé caer hacia atrás, estirando los brazos en cruz y cerrando los ojos. Mi pecho y mi cara eran lo único que asomaban sobre la superficie del agua. Acarició mi barriga, mi ombligo y mi pubis, caminando con los dedos sobre un sendero de vello oscuro.
– ¿Sabes que tienes las tetas casi igual que cómo las había imaginado? – dijo rompiendo el silencio.
– ¿Y se puede saber cuándo te las habías imaginado? – repliqué sonriendo sin abrir los ojos.
– ¡Venga ya! ¿A qué crees que nos dedicamos en los corrillos masculinos de la oficina, a compartir informes?
– Ya, bueno – contesté pensando en que quizá la pregunta debería haber sido retórica. – Al fin y al cabo, es en lo único en lo que pensáis desde que cumplís 14 años hasta que os entierran. No me sorprende.
– Míralo por el lado bueno. Seguro que has sido inspiración para muchos de nosotros en nuestras tardes de soledad. O al menos para mí.
– ¿Me lo dices en serio? – respondí, esta vez sí, con verdadera sorpresa.
– Si tú supieras la de fiestas que me he montado en la oficina tras habernos quedado accidentalmente encerrados toda la noche… Y todo sin salir de casa.
– Me halaga haberte servido de inspiración. Lástima que hayas tenido tanto acierto en tu imaginación, has echado a perder el factor sorpresa.
– Bueno. No del todo. En la mente es imposible acertar con cualquier cosa que tenga que ver con el tacto – contestó mientras deslizaba sus manos por mi abdomen hasta posarse sobre mis pechos y agarrarlos con suavidad. Robándome un gemido camuflado en una sonrisa.
El tiempo y la escena pesaron más que la temperatura del agua y entre sus piernas volvió a crecer una erección, no pudiendo evitar rozar el final de mi espalda con su glande.
– Ya noto que al tacto también son de tu agrado – dije presumida.
Tomó mis pies hasta deshacer el nudo con el que le tenía preso y, levantándolos, consiguió deslizar mis piernas por sus hombros. Sus manos bucearon por debajo de mi cuerpo, quedando ahora mi espalda a su alcance para ayudar a incorporarme sacándome en parte del agua. Y apoyando sus piernas contra mi culo, se inclinó para besar mi cuello. Buscó con su lengua la hendidura de mi clavícula y me regaló un mordisco procurando no dejar marca. Acarició mi esternón con su nariz y su boca rodó por mi canalillo hasta situarse justo donde quería. Sus labios apretaron uno de mis pezones, erizados por el frío y el calor. Jugó con ellos un rato, abrazándolo entre los dientes y dibujando con saliva la circunferencia de su areola.
– Al gusto tampoco están nada mal. Deberías probarlas – afirmó contra mi piel mientras me acercaba una a la cara para que nuestras lenguas se entrelazaran sobre ella.
– Prefiero tu sabor – respondí apretando su cabeza contra mí, deseando que terminara de devorarme.
Hice por sumergirme por completo para ponerme de pie y sujetando su excitación tiré de él para obligarle a acompañarme fuera del agua.
Ya bajo nuestras sombrillas me indicó que me tumbara bocabajo sobre su toalla, haciendo él uso de la mía para adoptar la misma posición y poder acariciarme la espalda.
Deslizó la yema de su dedo corazón sobre mis labios. Pudo sentir, sin trabas ni reparos, mi calor y mi humedad, acrecentados con el paso de los segundos. Mi respiración se entrecortó y mis suspiros eran más frecuentes. Su recorrido, cada vez más amplio, ya abarcaba desde el perineo hasta mi pelvis, suficiente para conseguir que todo estuviera mojado. Empujó un poco y mis labios lo abrazaron, dejándole avanzar hasta la entrada de mi sexo. Un grito amortiguado por la toalla armonizó con el rugir de las olas. Separé aún más las piernas, invitándole a descubrir por sí mismo todos mis secretos, y aceptó de buena gana tumbándose a mi lado. La palma de su mano, apoyada, sobre el final de mis glúteos, permitía que sus dedos índice y corazón danzaran libremente y aprovechando mi propio flujo como lubricante se marcharon en busca de mi clítoris, que ya empezaba a desperezarse, latiendo bajo su abrigo de piel.
Penetró en mi interior y noté como, poco a poco, me iba amoldando a su ergonomía. Levanté un poco la pelvis en un intento por tener un poco de control sobre la profundidad y la frecuencia de su actividad, sin ser consciente de que era una batalla perdida de antemano. Dos dedos eran ahora los que lentamente iban desapareciendo en mi interior hasta encontrarse perfectamente cómodos y con la holgura suficiente como para iniciar un movimiento de chapoteo que tenía como objetivo saludar a mi punto G. Y a juzgar por mis gemidos, las caricias estaban siendo bien recibidas. La humedad de mi interior cubría su piel y se escapaba en forma de riachuelo, empapándolo todo hasta topar con las fibras de la toalla.
Salió de mi interior, no pudiendo evitar acercar mis flujos a su nariz para embriagarse con mi olor. Abrió su boca y dejó que su lengua limpiara los restos de mi excitación antes de volver en busca de mi botón de placer, quien lo recibió completamente despierto y fuera de su escondite, ansioso por cobrar su dosis de atención y caricias.
Sus movimientos, ahora más rápidos, se acompasaban con el temblor de mis caderas y mis gemidos ahogados. Mantenerse sobre mi clítoris estaba a punto de convertirse en algo casi imposible, hasta que súbitamente volvió a introducir los dedos en mi interior, justo antes de que una descarga recorriera mi cuerpo y la tensión de mis piernas los atrapara sin remedio. Y de nuevo humedad. Humedad y un suspiro ahogado como antesala de una respiración que pugnaba por cobrar el aliento. El rugir de las olas y la soledad de la segunda prueba nos envolvieron como en una burbuja.
Y sin dejarme recuperar el resuello escaló hasta tener mi nuca al alcance de su boca a lo que respondí retirando mi pelo amablemente para dejar despejada la zona. Acomodó su rigidez entre mis glúteos el tiempo justo para beberse los caminitos de sal que el agua estaba dejando sobre mi columna. Agarró fuertemente mis nalgas con ambas manos. Tan fuerte que la marca de los dedos tardaba en desaparecer y fue intercalando mordiscos entre una y otra, provocándome un respingo cada vez que notaba sus dientes.
– Déjame besarte en los labios – me dijo con voz baja y entrecortada.
Me di la vuelta lentamente hasta ponerme bocarriba. Apoyé uno de mis talones sobre su espalda y me abandoné cerrando los ojos.
Hundió su nariz entre mis piernas y me respiró. La punta de la lengua, sobre el perineo como punto de partida, inició un recorrido ascendente hasta mi clítoris. Peregrinando ese camino mil veces agarrado a mis caderas para que mis convulsiones no le desviaran del sendero.
Absorbió con fuerza, como intentando engullir mis labios menores.
– ¿Te gusta? – le pregunté entre gemidos.
– Me encantas – me respondió antes de penetrarme con la lengua intentando llegar hasta lo más hondo de mi ser.
Mis movimientos eran cada vez más premonitorios y se esforzó por retener mi estremecimiento antes de introducirse mi clítoris en la boca para intentar borrarlo con su saliva. No pude ahogar mi primer grito. Sí el segundo y el tercero. Esperando que no fuera tarde para actuar discretamente hasta que un torrente de flujo cálido y salado emanara de mi interior en un intento por saciar su sed por el esfuerzo, que recibió agradecido.
Mi agitada respiración se fue normalizando, dejando escapar algún que otro suspiro en el proceso. Y cuando mi estabilidad me lo permitió me levanté para darme la vuelta y sentarme a horcajadas sobre su abdomen. Sujeté sus muñecas con fuerza contra la arena y acerqué mi cara a la suya.
– Pídeme lo que quieras – le susurré antes de morderle el lóbulo de la oreja.
La frase lo hizo temblar. Debe ser muy difícil reflexionar en varias cosas cuando solo necesitas una. Ni siquiera para decidir cómo quieres conseguirla. Intentaba procesar la pregunta, ordenarla de la mejor manera posible y decidir sin temor a equivocarse.
– Quiero correrme en tu cara – dijo temblando.
Lo besé en la boca antes de bajar por su vientre lo justo para que nuestros sexos se encontraran.
Mi humedad despertó una erección que hacía rato que desesperaba por un poco de atención. Pude sentir su calor y como toda la longitud de su excitación acariciaba la mía. Me ayudé con la mano para orientar bien su glande y comencé a descender muy lentamente. Como dejándome caer en una habitación sin gravedad. Pude sentir como poco a poco iba invadiendo mi interior, como me amoldaba a su tamaño y forma. Como lo cubría por completo hasta sentarme sobre su pelvis, haciéndome sentir llena.
Empecé a mover la cadera en distintas direcciones. Describía círculos para ambos lados. Hacia adelante y hacia atrás. Arriba y abajo. En todo momento fui yo quien tomó las riendas, cabalgando a mi gusto. Eligiendo profundidad y ritmo mientras él amasaba mi culo.
Apoyé mis manos sobre su pecho, clavando las uñas cada vez que me rozaba el cérvix. No perdía detalle ni de mis gestos ni de mi respiración. No quería que escapara a mi control. Me recliné un poco hacia atrás, ladeando el cuello hacia la derecha. Mis movimientos, menos rítmicos y más profundos, me provocaban suspiros largos y entrecortados. Tuve que enterrar dos dedos en mi entrepierna para acariciarme y poder seguir concentrada en mi actividad. Paré. De súbito. Mis rodillas apretaron su cintura anunciando mi tercera venida antes de que mi cabeza se desplomara sobre su esternón y ahogara un grito contra su pecho.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que mis músculos se relajaron, pero durante ese instante pude sentir como la temperatura y la humedad de mi interior crecían, aún más. Volví a mirarle. Su gesto era una mezcla de sofoco y placer.
Me puse de pie, obligándole a salir de mí, con más pena que ganas por parte de ambos. Tiré de su mano para ayudarlo a levantarse al mismo tiempo que me arrodillaba frete a él. Su erección, desafiante, apuntaba a mi rostro, y acepté el desafío no apartando la mirada. La sujeté por la base, no queriendo hacer más movimientos que el de mi lengua repasando todo el flujo brillante que su piel estaba absorbiendo. Gerardo miraba, luchando por no cerrar sus ojos, cómo saboreaba mi orgasmo sobre él.
Me introduje el glande en la boca, empujando para llegar lo más lejos posible sobre la longitud del tronco usando mis labios como marca para intentar batir mi propio récord. Volví a intentarlo con tesón, avanzando un milímetro cada vez, hasta que tuve que separarme para coger aire. Clavé mis uñas en sus nalgas, tirando de él hacia mí como método para hacerlo desaparecer por completo y rozar con mi nariz su pubis.
Retrocedí despacio, desviando mi mirada hasta sus ojos. Lagrimeando por el esfuerzo.
– Me vas a matar – me dijo apoyándose en mi hombro.
– Es lo que me has pedido – respondí masturbándolo y acariciándole con mi mejilla. Demasiado para él, que no pudo evitar clavarme sus dedos y arquear la espalda.
No dejé de mirarle cuando sentí el primer contacto en la frente; el líquido espeso resbalaba hasta mi ceja mientras la segunda descarga bañaba mis labios. Una tercera me golpeó en la barbilla, descolgándose, goteándome sobre el pecho. El semen se me escurría por la boca, que abrí para que la cuarta y la quinta sacudida reposaran sobre mi lengua antes de tragármelas. Volví a engullirlo, succionando con fuerza para vaciarlo por completo. Sus piernas temblaban y su cuerpo convulsionaba al ritmo de mis mimos. Mi mano izquierda lo acariciaba muy lentamente, acompañado su agonía, mientras mi mano derecha se afanaba en recoger las salpicaduras de esperma que resbalaban por mi cuerpo para esparcirlas por mi pecho y mi barriga, brillantes por su orgasmo.
Cayó sobre su toalla, exhausto. Y yo me puse de pie, complacida.
– Hasta el lunes – le dije como única despedida mientras me vestía y recogía mis cosas.