Queridos seguidores, ha pasado un tiempo considerable desde mi experiencia con Lucas hasta la vivencia que hoy comparto con ustedes. En lo personal, mi vida no ha cambiado significativamente. A pesar de las conversaciones constantes y varias sesiones de terapia de pareja, mi relación con mi esposo no lograba encontrar un equilibrio, especialmente en el ámbito de la intimidad.
Lo sentía distante, siempre ocupado y centrado en su trabajo, con frecuentes viajes que, en ese momento, no comprendía, dado el evidente éxito de su empresa. (Hoy, con perspectiva, entiendo las razones detrás de ello). Aunque mis emociones y mi razonamiento me ayudaron a mantenerme firme y evitar caer en la tentación de la infidelidad, logré superar la mayoría de los desafíos… aunque, debo admitir, no todos.
Era una mañana agitada en la oficina. Montañas de papeles, documentos por firmar y carpetas desordenadas ocupaban mi escritorio. Justo cuando intentaba organizar el caos, escuché un suave golpe en la puerta.
—Alma, llamada por la línea 2 —anunció mi secretaria, asomándose por la ventana con una sonrisa.
—Gracias —respondí, dejando a un lado los papeles antes de tomar el auricular.
Al otro lado de la línea, una voz familiar:
—Hola, ¿qué tal?
—Hola, Alma. Soy Eduardo, de la Empresa NN. Hablamos con tu gerente en la sucursal de Montevideo… —Hizo una pausa breve, como midiendo sus palabras—. Nos interesa saber si podrías viajar a Estados Unidos para concretar los acuerdos que ya discutimos. Creemos que es un negocio beneficioso para ambos.
El entusiasmo en su voz era contagioso, pero miré el desorden de mi escritorio y respiré hondo.
—Hola, Eduardo. Claro, me encantaría, pero necesitaría viajar pasado mañana. Tengo algunos pendientes aquí… ¿Crees que sea un problema?
—Para nada —respondió con calma—. Tómate tu tiempo. Lo importante es que puedas venir.
Una sonrisa de alivio se dibujó en mi rostro.
—Perfecto, entonces lo coordinamos. Muchas gracias, Eduardo.
—Igualmente. Que tengas un lindo día.
Colgué, miré por la ventana y dejé escapar un suspiro. El viaje prometía… pero antes, esos malditos papeles no se iban a ordenar solos. La noticia del viaje me llenaba de orgullo, no solo por el negocio en sí, sino por lo que representaba. Esta empresa la había construido yo, a puro pulmón, como decimos aquí en Argentina.
Mi padre siempre quiso darme todo en bandeja: contactos, capital, incluso un puesto directivo en una de sus filiales. Pero yo necesitaba probarme a mí misma, forjar mi propio nombre lejos de su sombra. Ahora, cada contrato firmado, cada viaje de negocios, era un triunfo personal.
Aunque no todo era tan sencillo. El viaje sería largo —probablemente una semana en Estados Unidos—, y la idea de alejarme de mi familia me encogía el corazón. No entendía cómo el padre de mis hijos podía viajar tanto sin que el hogar le pesara. A él parecía no afectarle; a mí, en cambio, cada despedida se me hacía un nudo en la garganta.
Llegué a casa con una noticia que sabía que cambiaría todo. Mi familia me recibió con euforia, conscientes de que este éxito era el fruto de años de sacrificio y esfuerzo en mi empresa. Cenamos lasaña, brindamos con helado de postre y, después de acostar a mi hijo, decidí que la noche no terminaría ahí.
Me preparé con esmero: lencería negra de encaje, medias translúcidas conectadas a tirantes, un corpiño que apenas contenía mis curvas y una tanga que acentuaba mis formas. Al salir del baño, mi esposo ya estaba en la cama, y al verme, esbozó una sonrisa entre sorprendido y divertido.
—Jajaja, ¿qué haces, cariño? —preguntó, aunque sus ojos ya delataban interés.
—Quiero que esta noche sea inolvidable —susurré, acercándome con lentitud, deslizando mis manos sobre su pecho.
—Mi amor, estoy un poco cansado —mintió, mientras sus dedos trazaban círculos en mi cadera.
—Relájate… yo me ocupo de todo.
Encendí una música sensual, apenas audible, y me coloqué frente al televisor, donde la tenue luz de las lámparas laterales dibujaba sombras seductoras sobre mi piel. Comencé a moverme al ritmo de la melodía, balanceando mis caderas, deslizándome hacia él como una pantera hacia su presa.
—Shhh… esto no es lo mejor, papi —murmuré antes de sellar sus labios con un beso ardiente.
Mis labios descendieron por su cuello, su pecho, hasta llegar a su abdomen. Con movimientos deliberadamente lentos, le quité el pantalón, disfrutando de cómo su cuerpo respondía a cada caricia. Cuando por fin liberé su erección, lo miré a los ojos y sonreí.
—Vamos a probar algo nuevo, mi amor.
Era mi primera vez haciéndolo así, pero la literatura erótica y aquellas noches de fantasía me habían dado ideas. Comencé con besos suaves en la punta, luego deslicé mis labios hasta tomar la mitad de su longitud, mientras mis dedos acariciaban sus testículos. La recompensa fue un gemido gutural, y su mano en mi nuca, guiándome con más firmeza.
—No sabes cuánto esperé esto —gruñó, arqueándose bajo mi boca.
Alterné entre succiones profundas y lamidas juguetonas, explorando cada centímetro de su piel. Cuando finalmente me aparté, él me miró con ojos oscuros de deseo.
—Es mi turno, bebé.
Me tumbó sobre la cama y, con una paciencia exasperante, recorrió mi cuerpo con besos y mordiscos. Su lengua encontró su objetivo, y no tardé en gemir, aferrándome a las sábanas mientras las olas de placer me sacudían.
—¡Aaah, sí, amor! ¡Qué rico!
La penetración llegó después, intensa pero breve. No fue la mejor noche, pero probamos cosas nuevas, y eso bastó para encenderlo. Aunque, como siempre después de sus viajes de trabajo, el cansancio lo venció demasiado pronto.
A la mañana siguiente, los nervios se apoderaron de mí mientras empacaba. Esta reunión en Washington no era como las otras: era el salto de una empresa pequeña a algo mucho mayor.
El hotel era lujoso, con una habitación digna de una reina: cama king size, decoración elegante y vistas impresionantes. Decidí bajar a la sala para tomar un café y relajarme junto a la piscina antes del maratón de reuniones del día siguiente.
En el ascensor, un hombre discutía por teléfono en un inglés entrecortado, con un acento que reconocí al instante: argentino. Era de estatura media, tez blanca, cabello canoso y un aire de descuido que contrastaba con su voz firme. Al colgar, me dirigió una mirada de disculpa.
—Las entrevistas de mañana van a estar complicadas —dijo en inglés, con una risa cansada.
—Jajaja, hablo español —respondí, extendiendo mi mano—. Soy Alma, de Argentina. Vine por negocios.
—Ah, ¡mucho gusto! Roberto, perdón por el escándalo. La empresa me está volviendo loco estos días.
—Entiendo perfectamente. Yo estoy en la misma.
—Perdona si es atrevido, ¿cuántos años tienes?
—Treinta. ¿Y tú?
—No puede ser. Pareces más joven. Yo tengo treinta y tres, aunque el estrés me hizo encanecer antes de tiempo —bromeó, pasándose una mano por el pelo.
—Jajaja, a mí no me queda mucho entonces.
El ascensor se detuvo y él hizo una mueca de pesar.
—Bueno, lamento irme. Ojalá nos veamos por aquí.
—Seguro. Estaré unos días.
Nos despedimos con un beso en la mejilla, y aunque no era mi tipo, algo en su mano grande y su contacto fugaz me dejó un cosquilleo inesperado. Pero no le di importancia. Después de todo, mañana era el día más importante de mi carrera.
El gran día había llegado. Me preparé con esmero: un pantalón de vestir azul marino, una camisa blanca impecable y un pañuelo blanco que contrastaba con el saco azul que llevaba sobre los hombros. Completaba el look con unos tacones que estilizaban mi figura, aunque me aseguré de que el saco cubriera lo suficiente para mantener la elegancia sin resultar inapropiada.
Al salir de la habitación, me encontré con Roberto otra vez.
—Hola, buenos días —lo saludé, notando cómo su mirada se detenía en mí con admiración.
—¿Te pasa algo? —pregunté con una risa ligera mientras llamaba al ascensor.
—No, no… Perdón si sueno como un baboso, pero estás espectacular —dijo, recorriéndome de arriba abajo con una sonrisa tímida.
—Gracias —respondí, sonrojándome un poco—. Tengo una entrevista por la mañana y reuniones importantes por la tarde.
—Ah, qué bien. Mucha suerte —dijo, asintiendo.
—¿Bajas también? —pregunté cuando las puertas del ascensor se abrieron.
—Sí, te acompaño. Tengo reuniones virtuales con unos emisarios de Europa que no pudieron venir —explicó mientras entrábamos.
—No hace falta que te molestes, en serio —insistí.
—No es molestia, es un placer. Nunca he conversado con una mujer como tú.
—¿Cómo? —arqué una ceja, intrigada.
—Bueno… Eres como una supermodelo, y yo solo soy un nerd —confesó con una carcajada incómoda.
—Ay, no exageres —reí, sintiendo el calor subirme a las mejillas—. No soy ninguna supermodelo.
—En serio, eres increíble. Normalmente, las mujeres como tú ni me miran —dijo, con un dejo de tristeza en la voz.
—Mira, a mí no me interesa lo superficial. Mientras seas buena persona, yo seré buena onda contigo. Además, la arrogancia no va conmigo. La vida ya es bastante complicada como para andar de diva.
—Wow… Cada minuto me sorprendes más —murmuró, observándome con genuino asombro.
—¿Y tú? ¿No tienes esposa o hijos? —pregunté, cambiando de tema.
—Sí, estoy casado… Pero mi esposa últimamente está más enfocada en su trabajo que en mí. Ni siquiera quiere que la toque. Es una relación… complicada. Estoy pensando en divorciarme —confesó con un suspiro.
—Entiendo. Mi marido siempre está de viaje, y tengo la sospecha de que me engaña… —dejé caer las palabras, aunque preferí no ahondar en ese pensamiento. (Que, como después descubriría, era cierto.)
—No entiendo a los hombres. ¿Cómo pueden despreciar a alguien como tú? —dijo, sacudiendo la cabeza.
—Bueno, en fin… Ojalá no sea verdad —murmuré mientras llegamos a la puerta principal.
—Hasta aquí te acompaño —dijo Roberto—. Gracias por tu amabilidad. De verdad, fue un honor hablar contigo.
Antes de que pudiera responder, me dio un beso suave en el cachete.
—Gracias a ti también. Cuídate, ¡hasta luego! —sonreí antes de salir.
La conversación había sido inesperadamente agradable. No suelo tener amigos hombres, y Roberto me trató con la sinceridad que necesitaba. Era refrescante tener una charla así, sin pretensiones ni juegos.
El día había sido perfecto. Las reuniones habían salido incluso mejor de lo esperado, el acuerdo estaba firmado y, aunque podía volver a Argentina, decidí quedarme cuatro días más. Necesitaba este respiro: la pileta del hotel, las tardes de relax y alejarse del estrés que me consumía los últimos meses.
Al regresar al hotel, exhausta pero satisfecha, me dirigía directo a mi habitación cuando escuché una voz conocida.
—¡Alma! ¿Recién llegas? —Roberto asomó desde la puerta de su habitación, apoyándose en el marco con esa mezcla de timidez y entusiasmo que lo caracterizaba.
—Hola, Roberto. Sí, por fin voy a descansar un poco —respondí, conteniendo un bostezo.
—Ah, bueno… Te iba a invitar a cenar, pero si estás cansada… —Se pasó una mano por el pelo, nervioso.
—No, perdón, en serio estoy agotada. Pero gracias —sonreí, tratando de no parecer brusca.
—No hay problema, lo entiendo. Descansa bien. Dulces sueños.
—Gracias, igualmente.
Entré a mi habitación y, antes de dejarme caer en la cama, llamé a casa. Mi esposo apenas me dirigió la palabra, como siempre. Pero lo que realmente quería era escuchar a mis niños. Su voz alegre me reconfortó, aunque al despedirme, intenté un tono más picante con mi marido:
—¿Y si hablamos un poco más… íntimo? —susurré, juguetona.
—Estoy cansado. Hablamos después.
Colgué frustrada. Ya estaba harta de esa actitud, pero ese era un problema para otro momento.
Al día siguiente.
Me levanté temprano, fui al gimnasio del hotel, desayuné sola y luego salí a pasear por la ciudad con una amiga que vivía allí. Al regresar, decidí merendar algo en la cafetería del hotel.
—Alma, ¡qué alegría verte! —Roberto estaba sentado en una mesa con su laptop abierta, levantando la mirada con una sonrisa sincera.
—Hola, ¿trabajando? —pregunté, acercándome.
—Algo así. Estoy revisando unas acciones —dijo mientras corría sus cosas para hacerme espacio—. ¿Te sentás?
—Dale —acepté, riendo un poco.
—¿Día pesado? —preguntó mientras yo pedía un café.
—No, para nada. Estos días son de vacaciones. Estuve paseando por la ciudad.
—Ah, qué bueno. Hacen bien unos días para vos sola.
—Sí —asentí—. Y vos, ¿de dónde sos, Roberto?
—Ah, perdón, ni me presenté bien —se rio—. Soy de Buenos Aires, pero vivo entre España e Inglaterra. Dirijo una empresa y ahora la estamos relocalizando.
—¿Y eso es bueno o malo?
—Complicado. En España no terminamos de despegar, así que probamos suerte allá.
Asentí, comprendiendo. La conversación fluyó naturalmente, como si nos conociéramos de toda la vida. Él me preguntó sobre mí, y le conté de mi empresa de empaquetados, mis hijos, mi matrimonio… y esa charla pendiente que tenía con mi esposo.
—Parece que estamos en la misma —dijo Roberto con un dejo de amargura—. La monotonía y el desinterés terminan cansando.
—Totalmente. Pero mis hijos son lo primero. Ya veré qué hago.
—Yo también pienso igual, aunque si me divorcio, dudo que encuentre a alguien —se rio, incómodo—. Miráme: soy un gordito con lentes y feo.
—¡No digas eso! —protesté, sorprendida—. Sos amable, educado, inteligente… Eso vale mucho más que el físico. Y además, no sos feo. Tenés que ser más seguro de vos mismo.
—Bueno, gracias por el halago —sonrió, ruborizándose.
La charla siguió, cada vez más cómoda, hasta que finalmente nos despedimos para retirarnos a nuestras habitaciones.
Pero algo en mí había cambiado. Sus palabras, su mirada, esa atención genuina que mi esposo ya no me daba… empezaron a generar pensamientos que no esperaba.
¿Y si…?
Me sorprendí a mí misma sonriendo ante la idea. Nunca me había pasado, pero había algo excitante en la posibilidad de portarme mal…
El día anterior no había visto a Roberto —o mejor dicho, Beto— por ningún lado, pero a la mañana siguiente, un golpe suave en mi puerta me sorprendió.
—Hola, Alma. Perdoná que te moleste tan temprano… —Beto estaba allí, con esa sonrisa tímida que ya me resultaba familiar—. Te quería invitar a desayunar. Ayer no te encontré.
—Hola, Beto —respondí, conteniendo una sonrisa—. Dale, dame unos minutos y salgo.
—Perfecto. Y por favor, decime Beto —agregó, riéndose nervioso.
—Bueno, Beto. Enseguida nos vemos.
Cerré la puerta y no pude evitar reírme… hasta que la voz de la razón apareció en mi cabeza: ¿Qué estás haciendo, Alma?
Pero la ignoré.
El desayuno fue encantador. Beto era divertido, atento, y cada palabra suya me hacía reír. Al regresar a mi habitación, noté en el reflejo del espejo del pasillo cómo sus ojos se detenían en mi trasero, ardientes de deseo.
Entré a mi cuarto con el corazón acelerado, tratando de convencerme de que no pasaría nada… hasta que revisé mi teléfono.
Mi esposo había respondido a mis fotos en lencería —poses ardientes, piel al descubierto— con su clásico:
«Estoy cansado, perdón.»
Esa fue la gota que colmó el vaso.
Día siguiente.
Después de entrenar y almorzar, me senté en el balcón con una taza de té, disfrutando del sol. Abajo, en la pileta, estaba Beto. Solo.
Le envié otra selfie a mi marido (que ahora parecía mi ex), y su respuesta fue aún más fría:
«Estoy ocupado, perdón.»
Sin pensarlo dos veces, me puse el bikini más sexy que tenía —un body verde con top rosa, diseñado por mi amiga—, me envolví en una bata y bajé.
—Hola, Beto —saludé, notando cómo sus ojos se clavaban en mis curvas.
—H-ho-hola, Alma —tartamudeó, casi atragantándose con su propia saliva.
—¿Te puedo hacer compañía? Me encanta darme un chapuzón a esta hora.
—Sí, c-claro. La pile está vacía.
Nos reímos, charlamos, y pronto estábamos jugando como niños, salpicándonos y riendo sin parar. Hasta que, sin darnos cuenta, terminamos demasiado cerca.
Y entonces lo sentí.
Algo enorme bajo su short.
—¿Pasa algo, Alma? —preguntó, notando mi expresión.
—No, no —mentí, sonrojada.
—A mí sí me pasa algo —susurró, acercándose más y agarrando mis caderas con fuerza.
Su erección se frotó contra mí, y un escalofrío me recorrió todo el cuerpo.
—Ah… ¿y qué te pasa? —jugué, enredando mis brazos en su cuello.
—Que tengo que ser más animado, ¿no?
Le respondí con un sí moviendo la cabeza y, antes de que pudiera pensarlo, le robé un beso.
Fue electricidad pura.
Nuestros labios se encontraron con hambre, sus manos exploraron mi cuerpo como si lo conocieran de toda la vida, y yo me dejé llevar… hasta que escuché voces.
Gente llegando a la pileta.
El pudor me golpeó de golpe.
—Perdón, me tengo que ir —murmuré, escapando del agua antes de que me vieran así.
Última noche.
No podía dormir. Cada vez que cerraba los ojos, veía a Beto: sus manos, su boca, ese enorme pene que no dejaba de imaginarme.
¿Cómo alguien tan tímido escondía semejante bestia?
Al día siguiente, mi vuelta a Argentina me esperaba… pero antes, tenía que despedirme.
Me puse una lencería sexy —una tanga de encaje blanco— y un vestido transparente que había comprado para mi esposo.
Pero Beto lo merecía más.
Llamé a su puerta.
Él abrió, sorprendido, e intentó saludarme como siempre… pero le puse un dedo en los labios, callándolo.
Lo empujé hacia adentro, cerré la puerta con llave y lo besé con toda la lujuria acumulada.
—¿Estás segura? —preguntó, mientras sus manos recorrían mi cuerpo.
—Sí. Ya no nos veremos más.
—Entonces… a darle.
Me llevó hacia la cama, pero yo tomé el control.
Lo tiré sobre las sábanas, me subí encima y comencé un baile lento, sensual, dejando que mi cuerpo hablara por mí.
Me desvestí lentamente, dejando que su mirada ardiente recorriera cada curva de mi cuerpo. Cuando solo quedé en tanga, me moví hacia él en cuatro patas, como una felina acechando a su presa, y comencé a besarlo desde el cuello hasta la cintura. Pero él tenía otros planes.
—Quiero que pongas ese culo perfecto en mi cara mientras me chupas la verga —susurró entre gemidos, sus manos ya tironéandome del pelo con urgencia.
—Lo que ordene, papi —respondí, girando con sensualidad hasta posicionar mis piernas a cada lado de su cabeza.
Con un movimiento brusco, su nariz se hundió en mi entrepierna. Apartó la tela de mi tanga con los dientes y, mientras una mano me agarraba la cadera, la otra masajeaba mi trasero con dedos expertos.
—¡Oh, sí! Justo así… —arqué la espalda al sentir su lengua explorando cada pliegue de mi sexo.
Su timidez inicial había desaparecido, reemplazada por la ferocidad de su erección, que ahora liberé de su ropa. La tomé con ambas manos, admirando su tamaño antes de llevármela a la boca.
—Dios… qué grande la tenés —murmuré entre lamidas, saboreando cada centímetro hasta llegar a sus testículos, que succioné con voracidad.
Él gruñó, empujando mi cabeza hacia abajo.
—Más profundo, nena.
Obedeciendo, me moví arriba y abajo, alternando entre chupadas y caricias con mis pechos, que ahora apretaban su miembro en un hot sándwich improvisado.
—¿Te gusta, mi amor? —pregunté, mirándolo con ojos desafiantes.
—Sos una diosa —jadeó.
—Entonces cómeme toda.
Alcanzando un condón, se lo coloqué con destreza. En segundos, me empujó contra la cama y penetró con un gemido ronco.
—¡Aaah, sí! Así, duro… —grité, clavando las uñas en su espalda.
Cambiamos de posiciones una y otra vez: yo encima, controlando el ritmo; él detrás, azotando mis nalgas con cada embestida. Entre gemidos y sudor, el tiempo perdió sentido.
—¡Voy a acabar! —anunció, pero yo no le permití detenerse.
—Dentro de mí, papi.
Cuando ambos climaxamos, quedamos entrelazados, jadeando.
—Pensé que los tímidos no duraban tanto —bromeé, acariciando su pecho.
Él rio, tirándome de la cintura.
—Todavía no es de noche, y tengo tres condones más… ¿Te atrevés?
La respuesta fue un beso profundo mientras mi mano ya descendía hacia su erección renaciente.
En ese momento, mis manos ya recorrían su cuerpo con urgencia, deslizándome hacia su entrepierna mientras mis labios sellaban los suyos en un beso profundo. Poco a poco, fui bajando, dejando un rastro de besos ardientes por su torso hasta llegar a su virilidad, que respondió rápidamente a mis caricias. Con movimientos lentos al principio, luego más decididos, lo masturbé mientras lo miraba a los ojos, disfrutando de cada gemido que escapaba de sus labios.
Cuando lo sentí completamente erecto otra vez, no pude resistirme. Lo tomé en mi boca, saboreando su textura, jugando con la punta antes de hundirme más profundamente. Sus manos se enredaron en mi pelo, guiándome con una mezcla de ternura y desesperación.
No tardamos en volver a la cama. Con los condones que quedaban, pasamos la noche explorándonos una y otra vez, cada encuentro más intenso que el anterior. Él me dominaba, yo lo montaba, nos perdíamos en posiciones que hacían crujir los muebles del hotel. Tres veces más nos entregamos al placer, hasta que el agotamiento y la satisfacción nos dejaron sin aliento.
Antes de irme, compartimos una ducha caliente donde el vapor se mezcló con nuevos gemidos. Me empujó contra la pared fría de los azulejos y me penetró por detrás, sus manos firmes en mis caderas marcando el ritmo de nuestra despedida.
Cuando finalmente me vestí para partir al aeropuerto, mi cuerpo aún vibraba con el recuerdo de sus caricias. Fue una de esas noches donde el tiempo parece detenerse, donde no hay horarios ni responsabilidades, solo piel, sudor y placer compartido.
Una semana después, regresé a Argentina con la energía renovada y un apetito sexual que no conocía límites. Me quedan pocas historias que contar – aventuras que estoy segura les encantará leer.
¿Qué les pareció este encuentro? ¡Déjenme sus comentarios! Si tienen preguntas sobre mis relatos o quieren sugerencias para próximas historias, con gusto responderé. (¡no olviden dejarlo en los comentarios!).
Un abrazo fuerte y besos a todos. ¡Hasta la próxima entrega!
normal que al final terminaras cayendo en la tentación cuando ves que tu marido siempre está cansado o realmente es la excusa que te pone para tener lo menos posible contigo porque su pensamiento está en otra. Me gusta de verdad y si pusieras más picante en esos momentos de sexo sería la bomba