El voyeur
Capítulo I: Mi esposa
Es cierto que yo soy el primero que me considero un voyeur.
Pero eso si, un voyeur un tanto especial, ya que solo espío a una persona en concreto, a mi mujer.
Me presentare, soy Fernando y ya voy camino de los cincuenta, mientras que mi amada esposa Isabel apenas acaba de pasar la barrera de los treinta.
Al principio nuestra diferencia de edad nos unió aun mas, pues yo era un sólido punto de apoyo para una cabecita bastante loca como era la suya; pero ahora es solo un obstáculo.
Pues su cuerpo esta en la edad que más busca que reconozcan su belleza y el mío, he de reconocerlo, no esta ya para muchas florituras.
Isabel ha sido considerada desde siempre una belleza de ojos claros, y boca de labios gordezuelos y muy tentadores.
Con un tipo perfecto, cuidado día a día a base de dietas y gimnasia; realzado por un busto grande y firme, donde destacan poderosamente sus amplias aureolas de un color violeta oscuro, rematadas en dos gruesos pezones, duros y sensibles como no he conocido otros.
Y no quiero olvidarme de sus largas y torneadas piernas, que acaban en un trasero, amplio y respingón, que es delito no admirar.
Sé que me ofusco un poquito al describirla en estos términos, pero si la conocieran coincidirían conmigo en que me he quedado corto alabándola en esta pobre descripción.
Yo, desde que la conocí, permití, e incluso alenté, su natural coquetería, que era mucha en verdad; pues pronto me di cuenta de que me gustaba, tanto o más que a ella, ver como la admiraban, e incluso la deseaban, casi todos los hombres que la veían.
Hace ya muchos años que trabajó como agente de seguridad.
Al principio como mero vigilante; y, en la actualidad, como experto en la instalación de cámaras y circuitos de vigilancia de una conocida compañía.
Durante todo este tiempo he perfeccionado mi natural talento para hacerme el despistado, mientras me percato de todo cuanto acontece a mí alrededor; por eso me sonrío cuando oigo a mis compañeros como bromean acerca de mí, tratándome como si fuera un genio distraído, que nunca se da cuenta de nada.
Este curioso don lo vengo cultivando desde bastante antes de conocer a Isabel y ni siquiera ella sabe lo bien que conozco la mayoría de sus travesuras y picardías, pues las suele realizar casi siempre con muchos de los que alardean de ser mis amigos.
Por trabajar donde les he dicho antes la mayoría de mis compañeros son gente joven, algunos bastante más que Isabel.
Solteros sin un compromiso fijo que se divierten con nosotros, e incluso a costa nuestra, invadiendo nuestra casa cada dos por tres.
No hay problema, pues saben que permito y aliento todo tipo de bromas, aunque sean picantes y a costa de mi querida mujer, sin enfadarme; al igual que ella, que las acepta siempre de buen grado y con mucho humor.
También doy fiestas a menudo, sin poner ninguna pega, aunque mi despiste o mi apatía me impidan disfrutar de ellas; al contrario que mi juguetona esposa, que no pierde ni una sola oportunidad de pasárselo bien con ellos.
Disfrutando, sobre todo, cuando sabe que ella es el centro de atención de la fiesta.
Yo, al principio, no me consideraba realmente un voyeur, pues la verdad es que no había mucho que observar.
Pues he de reconocer que, aunque Isabel siempre ha sido motivo de intensas miradas y todo tipo de comentarios, tanto por su espectacular físico, como por la escasa ropa que suele usar habitualmente para cubrirlo, siempre me ha sido fiel.
Y, aunque en alguna ocasión he podido observar, haciéndome el tonto distraído, como durante las fiestas más alocadas algún que otro invitado exaltado le daba algún que otro cariñoso apretón intencionado, en aquellas carnosas zonas que se supone que no debía tocar, aprovechándose del estado de euforia que le produce el alcohol a mi mujer aun en pequeñas dosis, la cosa no había pasado de ahí.
Al menos que yo sepa.
En ese aspecto fue realmente memorable la gran fiesta con que celebramos la despedida de nuestro viejo apartamento.
Ya de madrugada vi como algunos de mis antiguos vecinos, a los que quizás no volveríamos a ver, la sacaban, bastante borracha a esas alturas, al balcón.
Yo podía oírles bastante bien a través del respiradero de la cocina, mientras llevaba y traía bebidas al comedor, regocijandome con las burdas picarescas que le decían, y que Isabel a duras penas podía contestar, de tan borracha como estaba ya a esas alturas.
En una de estas idas y venidas escuche como uno de nuestros mas íntimos allegados le pedía con voz algo ronca un dulce recuerdo de despedida.
En ese momento me pareció escuchar la apertura de una cremallera, acompañada por un suave gemido de protesta de mi esposa, rápidamente acallado por las ahogadas voces que susurraban apremiantes que querían ocupar el lugar de mi vecino.
Lo que sucedió allí durante la siguiente media hora solo lo saben ellos, mal que me pese, pues lo cierto es que nunca he sabido que sucedió en realidad.
Pero desde que nos mudamos por fin a nuestra nueva residencia, un chalet realmente acogedor, con piscina incluida, en una apartada zona residencial de las afueras de la ciudad, hace ya de esto un par de años, su actitud ha ido cambiado poco a poco.
No ha sido debido, exclusivamente, a mí cada vez más apagado furor sexual; si no que también ha influido, notablemente, el hecho de verse rodeada, casi siempre, de gente mucho más joven que ella. Creo que ha querido compensar con una mayor desfachatez y permisividad la diferencia de edad que tiene con casi todos ellos.
Capítulo II: Recuerdos del pasado
En estos dos años he asistido, como un mero espectador despistado, a muchos actos de picaresca entre sus paredes.
Que, supongo, habrían encendido los celos mas violentos de muchos de ustedes; pero, que a mí, para mi sorpresa, me excitaban cada vez mas.
Recuerdo una ocasión en que vi desde el interior del salón como, mientras lavaban mi coche en el jardín, la mojaban con la manguera.
Sin que Isabel cayera en la cuenta de que su tenue vestido lila se transparentaba por completo, pegándose como una segunda piel a sus pechos desnudos, cuyos rígidos pezones se veían claramente a pesar de la distancia.
Otro de esos actos fue la encerrona que le hicieron un día cuando salía de la ducha a recibirlos a los inesperados visitantes al salón.
Oculto tras la puerta del estudio pude presenciar como un recién llegado le tapaba los ojos mientras los demás le preguntaban quien era. Mi ingenua esposa se dejo llevar por el juego alegremente, sin reparar en que su batín mal anudado dejaba a la vista buena parte de su exuberante busto.
Tanto es así que apenas tuvieron que esforzarse en abrir la prenda para que todos se asomaran por el escote y pudieran ver sus desnudos senos bien de cerca.
Su intimidad tampoco tiene secretos para ellos desde una tarde en que Isabel se quedo dormida en el sofá, mientras los demás jugábamos una partida de cartas en el comedor.
El caso es que tuve que ir al estudio a atender una llamada, y a mi regreso pude ver, oculto desde el pasillo, como estaban todos arremolinados a sus pies.
Tenían motivos para ello, pues alguien le habían alzado el camisón hasta la cintura, para contemplar su lindo conejito, disfrutando de las increíbles vistas que sus piernas separadas les ofrecían.
Lo cierto es que así comencé a espiar a mi deliciosa mujer, sin que nadie se diera cuenta, siempre que tenía oportunidad de asistir a alguna escena picante como las que ya les he narrado, disfrutando de un modo morboso mientras veía como Isabel iba cediendo cada vez más a los continuos ataques de que era objeto por parte de nuestros jóvenes amigos.
Pronto vi que estos truhanes cada vez encontraban menos obstáculos a su acoso y tenían por lo tanto mas facilidad para besar sus labios gordezuelos, a modo de cariñoso saludo, cuando llegaban o se despedían de ella, y pensaban que yo no les podía ver.
Al principio solo lo hacían los más allegados; pero, con el paso de los meses, se convirtió en toda una costumbre que a mi mujer parecía agradar cada vez más, por lo que casi todos nuestros amigos probaban la dulce miel de sus carnosos labios cada vez que nos visitaban.
También empecé a ver que su nutrido vestuario se estaba renovando con prendas de vestir cada vez más exiguas y tentadoras.
Si en la calle sus conjuntos se consideraban bastante atrevidos, sobre todo durante el verano, cuando la más ligera brisa permitía contemplar a placer su pícara ropa interior, los que se ponía para estar cómoda dentro de la casa, o cuando hacíamos alguna pequeña fiesta, se podían considerar escandalosos.
Creo que ambos disfrutábamos horrores cuando paseábamos por la ciudad, viendo como las intensas miradas de los jóvenes, y los ya no tan jóvenes, barrían su espectacular anatomía sin descanso una y otra vez; intentando ver a través de algún atrevido escote, raja, o abertura, la increíble turgencia de sus senos desnudos, o la picardía de su escasa, y bastante a menudo transparente, lencería íntima.
Mi esposa es de lo mas alegre y simpática con la gente, en especial con nuestros jóvenes amigos, con los que pasa bastante tiempo, dado que mi excelente sueldo le permite vivir sin trabajar.
Durante las animadas fiestas que damos no suele negarse casi nunca a tomar las copas que le sirven continuamente, aunque todos sabemos que en cuanto ella toma mas alcohol de la cuenta se vuelve mas atrevida y traviesa, jugando y bromeando con todos los presentes; y bailando, sin parar, con cualquiera que se lo pida.
Pero suelen insistir, pues saben que si consiguen llevarla hasta el punto adecuado de borrachera, se pone tontorrona, y la verdad es que bastante facilona, dejándose hacer ciertas cosas, de índole estrictamente personal, que sobria estoy casi convencido que no les permitiría.
Es entonces cuando las largas manos de sus acompañantes mas osados desaparecen bajo sus aberturas y escotes, explorando atrevidamente todo cuanto pueden desear.
Hasta que al fin le vence el sopor y se queda dormida donde sea, a merced de cualquiera, con un sueño bastante mas pesado que de costumbre, del que ya es muy difícil despertarla.
Además, cuando ella se levanta a la mañana siguiente siempre asegura no recordar casi nada de lo acontecido en el transcurso de la velada, por muy intimo que halla sido.
Capítulo III: El gimnasio
Pero cuando me convertí de verdad en un voyeur fue el día, hace más de un año, en que el dueño de un conocido complejo deportivo, donde iba mi mujer a hacer gimnasia varios días a la semana, me pidió que le instalara, a nivel particular, una serie de cámaras de vigilancia, ocultas por todo el recinto, para descubrir posibles robos, o venta de drogas, por parte de algunos clientes.
Dada nuestra antigua amistad no supe negarme, y probé en su recinto una nueva clase de cámaras en miniatura, de alta definición, y perfecta imagen a todo color, que tenia que probar por encargo de una distribuidora extranjera.
Para evitar posibles problemas legales con los clientes solo instale cuatro de esas cámaras de seguridad, con sus correspondientes micrófonos, en el vestuario de los hombres, dejando para días sucesivos el resto de las instalaciones, hasta ver el resultado inicial.
Esa mañana, mientras hacía una serie de pruebas de sonido con los micrófonos ocultos, oí como tres sacos de músculos hacían bromas obscenas acerca de una de las muchachas del gimnasio, a la que llamaban con el curioso apodo de «la calientapollas», describiendo muy explícitamente lo que le harían a la chica si pudieran ponerle las manos encima.
A mí me divertían bastante sus groseros comentarios, logrando atraer mi atención de una forma especial cuando uno de ellos apostó unas cervezas con los otros dos que al día siguiente le tocaría las tetas, y que lo haría delante de todo el mundo; pues estaba convencido de que podía hacerlo con total impunidad, sin que esta «calientapollas» se quejara lo mas mínimo, ni se opusiera.
Cuando ellos llegaron a la mañana siguiente ya había instalado una completa batería de cámaras por todo el recinto, ocultas tras los espejos, que me permitían ver, oír, y grabar, hasta el más mínimo detalle de lo que sucedía en la enorme sala de musculación.
Cuando mas tarde vinieron las mujeres de hacer aeróbic me quede de una pieza al ver que ellos se dirigían en línea recta, y sin dudar lo mas mínimo, hacia mi sudorosa esposa.
Isabel llevaba puesto un pantalón de licra con unos largos tirantes, que pasaban por encima de un ajustado top del mismo tejido, que llevaba puesto sin sujetador, como de costumbre.
Yo se lo había visto en otras ocasiones y sabía lo tentador que quedaba ese conjunto con su lindo ombliguito asomando al aire, sobre todo ahora que el sudor hacia destacar aun mas el encantador abultamiento de su espeso pubis.
Y eso sin menospreciar la pétrea dureza de sus pezones, que amenazaban con traspasar la prenda de tan claramente como se marcaban en ella. Isabel los saludo con cariño, como si los conociera bastante bien, y enseguida se despidió de sus celosas compañeras para irse a hacer pesas con los tres fornidos sujetos.
Digo esto pues sé que fui el único en escuchar los ácidos, y sumamente envidiosos comentarios que levantó entre sus amigas con su marcha.
Durante un buen rato no dejaron de entrenar y, aunque pude ver como hacían bastantes muecas y gestos a sus espaldas creí que al final no harían nada raro.
Por eso empezaba a pensar en marcharme cuando vi que el tipo que hizo la apuesta les hacia un gesto a sus amigos para que le dejaran solo junto a mi esposa, que en ese momento estaba solitaria haciendo una aperturas de pecho con un aparato, en un apartado rincón del gimnasio.
Allí, al mismo tiempo que la animaba a hacer mas repeticiones, pegado a su espalda, apoyo las amplias palmas de sus rudas manos, bien abiertas, en los costados de Isabel.
Así, mientras mi esposa hacia su ejercicio, estas fueron avanzando cada vez mas hacia delante, hasta que se apoderaron cada una del opulento seno que tenían mas cerca.
Pude oír claramente como le susurraba al oído, «una mas, solo una mas», al tiempo que una de mis cámaras me permitía ver en el sonrosado rostro de mi mujer el gran esfuerzo que estaba realizando.
Y, en el zoom de otra de las cámaras, como el musculoso sujeto, con sus enormes dedazos pellizcaba atrevidamente sus gruesos pezones a través del fino tejido, haciéndolos resaltar todavía mas en el top.
A Isabel aún le quedaron fuerzas para realizar tres empujes mas en la máquina, mientras las manazas de su amigo le apretaban sus grandes senos, abarcando toda la superficie posible, al tiempo que se los estrujaba ansiosamente.
Eso sí, siguiendo el ritmo de su respiración, para no agotarla mas.
Nada más acabar el ejercicio Isabel se separo de él y, dedicándole una mirada realmente extraña, se marchó, completamente sola, a acabar sus ejercicios en el otro extremo de la sala.
Pero a mi esposa se le paso pronto el enfado y, antes de irse, ya volvía a bromear de nuevo con ellos, como si allí no hubiera pasado nada.
Aparte de ganarse las cervezas de la apuesta les oí hacer planes para días sucesivos, así que decidí instalar un aparato emisor que me permitiera captar desde mi casa todas las imágenes de lo que sucedía cada día en el gimnasio; y así poder grabarlas, para mi exclusivo uso personal, sin necesidad de tener que estar siempre presente.
Capítulo IV: El inicio de la caída
Todavía estaba dándole vueltas a todo lo que había contemplado en el gimnasio cuando vinieron a cenar a casa dos de los más asiduos, y osados, amigos que teníamos.
Ellos daban muestras evidentes de que ya habían bebido bastante alcohol antes de venir a nuestra casa, y no pararon de decirle picarescas a Isabel; pues ella se había vestido con una ropa muy veraniega, con un escote de lo mas sugerente y una minifalda tan reducida que todos le habíamos visto ya varias veces la alegre y breve ropa interior.
El caso es que mientras preparaba unas bebidas y unos aperitivos pude ver a través de la puerta entreabierta de la cocina como uno de los dos jóvenes acariciaba impunemente el trasero de Isabel, metiendo audazmente una mano por debajo de su breve minifalda para alcanzar mas directamente su ansiado objetivo, mientras le musitaba algo en la orejita.
Y aunque ella meneo al cabo de un momento su firme pandero para quitarse la mano de encima, no pareció enfadarse lo mas mínimo ante tamaña osadía; pues incluso se río acerca de lo que nuestro amigo acababa de decirle.
Así que me anime y saque de mi despacho una de las cámaras en miniatura para ponerla sobre mi silla; me senté frente a ella, con uno a cada lado, y me hice el despistado cuando empecé a ver que las manos se perdían cada vez con más asiduidad bajo el mantel de la pequeña mesa.
Por descontado me encargue yo de servir toda la cena, regándola con abundante vino, para poder ausentarme cada dos por tres a la cocina, dejándoles así todo el campo libre.
Al principio pude ver como mi mujer también bajaba alguna de sus manos de vez en cuando, con bastante disimulo, para frenar sus pertinaces avances.
Pero, después de unas cuantas copas de oporto, dejo de hacerlo; comiendo tranquilamente, riendo y bromeando con nosotros como si no pasara nada raro debajo del mantel.
Lo cierto es que la cena se prolongo excesivamente por mis frecuentes ausencias, y ellos se tuvieron que marchar precipitadamente después de los postres, pues debían entrar de servicio al poco rato.
Mi deliciosa mujercita estaba tan mareada a esas alturas que la tuve que llevar en brazos a la cama de inmediato, pues la pobre se me había quedado dormida de cualquier manera en el sofá mientras yo quitaba los últimos restos de comida de la mesa.
Luego, mientras la acostaba, me di cuenta de que no tenia puestas las picaras braguitas ya mencionadas.
Y, aunque las busque, tampoco las halle en el comedor; por lo que me fui hasta mi despacho, para ver que se había grabado en el vídeo, mientras cenábamos todos.
Gracias a la abundante luz indirecta del comedor, y a la gran calidad de la nueva cámara de vigilancia, pude asistir a un magnífico duelo bajo el largo mantel de la mesa, entre tres duros y entusiasmados contendientes.
Empezó la ardiente batalla bajo la mesa con unas subidas cada vez más prolongadas de las hábiles manos de ambos jóvenes por los prietos muslos de Isabel; llegando pronto a descubrir para la cámara las preciosas braguitas azules que lucia esa noche.
Después continuó el acoso de los diez dedos impertinentes, pero esta vez directamente sobre la prenda; siendo interrumpido una y otra vez por las manos de mi mujer.
Hasta que la pobrecilla lo dejo por imposible y permitió que recorrieran estas a placer.
Una vez logrado este objetivo primordial se dedicaron a acariciar a conciencia su espeso y oscuro monte de venus, hasta conseguir que ella misma se abriera completamente de piernas para la cámara, y para acariciarla mejor; y así pudiera ver como sus cálidos flujos empapaban de tal forma la prenda que esta se transparentaba por completo.
El ataque definitivo vino cuando una de las manos se introdujo dentro de las braguitas y se dedico a hurgar en ella a placer, vencida ya toda resistencia; dejando en la cámara toda una exhibición de masaje clitorial, para la posteridad.
Al no haber podido conectar ningún micrófono no pude escuchar el momento del orgasmo, pero si vi como temblaron sus torneadas piernas cuando este se produjo, después de unos minutos interminables.
Como recompensa por sus abnegados servicios el autor del orgasmo se agacho para apoderarse de las finas braguitas con ambas manos.
También lo hizo Isabel para tratar de impedirlo, y así fue como pude ver que tenia uno de sus magníficos senos completamente fuera del escote, con el grueso pezón tomando el fresco.
Ya habrán adivinado que la pobre no consiguió impedirlo, y tuvo que permitir que se las quedara.
Mientras yo me arrepentía de no haber tenido la precaución de dejar una de las cámaras afuera, para ver también lo que sucedía por arriba mientras me ausentaba en la cocina; pues estoy totalmente convencido de que las manos de su compinche no debieron de quedarse ociosas mientras su osado colega exploraba la húmeda cueva de mi mujer.
Para confirmarlo me basto con subir de nuevo al dormitorio y observar atentamente sus deliciosos pechos desnudos, aprovechándome yo también de su pesado sueño, del que ya les he hablado.
No me sorprendió encontrarle los pezones algo irritados, hallando en uno de ellos señales muy claras de violentos chupetones para confirmar mi hipótesis.
Capítulo V: Los más asiduos
Viendo el curioso cariz que estaban tomando las cosas, no solo por la sumisión y entrega de mi amada Isabel sino, incluso más importante, por lo mucho que yo estaba disfrutando con ella, tome la decisión de encargar un montón de material de vigilancia a mi nombre.
Así, durante las siguientes semanas, convertí mi casa en un auténtico bastión de cámaras y micrófonos, que me permitían grabar desde mi despacho todo cuanto sucedía en ella, estuviera yo presente o no, gracias a los detectores de movimiento. Lo cierto es que me gaste un verdadero dineral, pero les aseguro que valió la pena.
Mientras instalaba los complicados aparatos fui testigo de algunas pequeñas picardías caseras.
Como, por ejemplo, que el tímido y apocado repartidor del supermercado, un imberbe jovencito que nos traía las provisiones casi todas las mañanas a primera hora, se aprovechaba de que mi esposa le recibía casi siempre con sus transparentes y cortos camisones para poder espiar, con la ayuda de un pequeño espejito, lo poco, y a menudo nada, que ella ocultaba bajo los mismos.
En cuanto Isabel le daba la espalda para ordenar las cosas se agachaba velozmente tras mi mujer para situarlo entre sus piernas y verlo «todo» mucho mejor.
Como empezaba el verano también vi como el silencioso limpiador de la piscina se pasaba el rato que hiciera falta esperando en la calle para poder entrar justo cuando mi esposa tomaba el sol sobre la toalla, en top-less casi siempre, para limpiar la pequeña piscina, con muchísima parsimonia, el tiempo que considerara oportuno, para no perderse de esta forma ni un solo detalle de la soberbia anatomía que tan alegremente le mostraba Isabel.
Pues acostumbrada a los deambulares del cansino individuo ella no prestaba atención a su interés.
Pero si hay que dar un premio al más pícaro de nuestros visitantes, este es sin duda para el hijo de mis vecinos, un pelirrojo de unos diez años, mas listo que el hambre, y más travieso que un ratón de campo.
Mi mujer suele traérselo a casa algunas tardes, a jugar, mientras la madre de este va de compras; ya que adora a los niños, y le encanta jugar con ellos.
Yo no sabía lo pícaro que era este chico hasta que una tarde se presentó en casa para pasar un par de horas, junto con varios amigos suyos, de su edad, mientras su madre estaba fuera. Isabel acababa de salir de la ducha, así que les hizo esperar a todos en el comedor, mientras ella se ponía algo de ropa, pero el diablillo dejó a sus amigos montando el juego que habían traído, y salió disparado tras mi esposa, para poder espiarla a través de la puerta entreabierta de nuestro dormitorio, mientras mi mujer se vestía tranquilamente.
No debía ser esta la primera vez que el muy pilluelo lo hacia, pues sabia donde debía colocarse exactamente para tener las mejores vistas del sensual strip-tease de Isabel.
Ella, como hacia bastante calor, se puso solamente una camisa amplia, sin mangas, y unas bermudas con elásticos, sin ninguna ropa interior que pudiera molestarla, como de costumbre, y salió a jugar alegremente con ellos.
El juego que habían traído esa tarde consistía en un plástico enorme, con manchas de diferentes colores, donde había que poner las manos, y los pies, según saliera dibujado en una simpática ruleta.
Mi esposa, como siempre, jugo entusiasmada con los mocosos, sin darse cuenta de que siempre le tocaba poner los pies y las manos en posturas incomodas, que permitían mostrar sus partes mas intimas a través de su generoso escote o de las amplias perneras de las bermudas.
A remate solían acabar igual, cayéndose todos juntos, revueltos en un confuso montón. Pero eso sí, siempre había algún espabilado que se agarraba a sus acogedores senos o a su firme trasero, cuando se caían.
Creo que mi mujer sospecho algo de esto cuando el travieso vecinito, una de las veces que sé cayo, introdujo todo su largo brazo por la amplia pernera de su bermuda, hasta apoyar su manita donde no debía.
Isabel decidió entonces que era el momento apropiado para merendar, y suspendió el alegre y divertido juego.
Pero mi esposa no debía de estar demasiado enfadada con los pequeños, pues después de merendar accedió a jugar a la gallinita ciega con ellos.
Desde luego los que se pusieron ciegos de verdad fueron los niños, pero de toquetearla por todas partes, aprovechando que mi mujer tenia que jugar de rodillas para no tener ventajas, y que era presa fácil para cualquiera.
Así que siempre que podían se agarraban a sus partes mas salientes, y carnosas, para averiguar quien era; y, aun así, se tomaban su rato, estrujando su amplio trasero o sus opulentos senos como si de verdad no supieran que era lo que tenían entre las manos.
Ella reía tan feliz que realmente parecía que era la que mejor se lo estaba pasando con el juego.
Por lo que para todos fue una pena el tener que marcharse unas horas después.
Capítulo VI: Los más reincidentes
Esos días estaba tan enfrascado en la compleja instalación de las cámaras que no me acordé de los chicos del gimnasio hasta que Isabel me pidió permiso para ampliar los cuatro aparatos de pesas que yo tenía junto a la piscina, para poder hacer deporte en casa; pues decía que prefería hacer solo aeróbic allí, y hacer las pesas aquí.
Desde luego que le di mi autorización; y, mientras ella montaba lo necesario, con ayuda de dos entusiasmados chicos de la tienda de deportes, rebobine todas las cintas que había ido grabando, para ver que era lo que había sucedido en realidad.
El caso es que, como los chicos del gimnasio habían hecho una cuestión de honor ver quien se aprovechaba mas de Isabel, cada día de entrenamiento era un autentico sobeteo para mi esposa.
Cada ejercicio que ella realizaba era acompañado por algún cariñoso palmeo en el trasero, o algún amable apretoncito en los pétreos melones; consiguiendo así que se le endurecieran siempre los sensibles pezones, transparentándose, todavía más, en el ajustado top.
Ella los aguantaba de mejor o peor manera, pero nunca los rechazaba, hasta que oyó como alguna de sus antiguas amigas la ponía de zorra para arriba, y decidió no provocar mas cotilleos en el gimnasio a costa suya, dejando a sus tres amigos solos durante algún tiempo.
Pero si la montaña no va a mahoma, mahoma va a la montaña.
Y así, una tarde memorable, mientras yo comprobaba las grabaciones realizadas en el transcurso del día en los aparatos recién instalados, pude ver que se habían presentado los tres culturistas en nuestra casa esa misma mañana, con la excusa de haberse encontrado casualmente con mi mujer mientras hacían footing por los alrededores.
Al principio mi esposa no parecía muy tranquila pero, entre risas y bromas, los tres sacos de músculos la convencieron para hacer unos estiramientos con los aparatos nuevos.
Isabel llevaba los pantalones cortos, y la camiseta, totalmente empapados de sudor; y, como de costumbre, se le marcaban claramente los pezones a través de la tela mojada y del rígido sujetador deportivo.
Así que mi bella esposa entro en el pequeño vestidor, adosado a la piscina, y salió con varias toallas para todos, y una camiseta limpia.
Y entonces, para sorpresa de todos, pudimos apreciar claramente, por el pesado bamboleo de sus grandes senos, que se había desprendido también del odioso sujetador.
No quisieron dejar pasar la oportunidad y pronto la obligaron a hacer los ejercicios que más resaltaran su anatomía.
La hicieron trabajar de lo lindo con la pelvis y el trasero, para así poder acompasar con sus manos el ritmo de los ejercicios, y no dejar ni un centímetro del culo por tocar.
Pero cuando rompió a sudar de nuevo, y se le pego la camisa de algodón al cuerpo, todos se dedicaron ya a disfrutar de su magnífica delantera.
Era una delicia ver esos deliciosos globos moverse en todas direcciones, mientras ellos, esta vez sin testigos aparentes, los acompañaban con sus manos, apretándolos y estrujándolos a conciencia con cada ejercicio que hacía mi mujer.
Cuando los enormes bultos de sus pantalones demostraron, bien a las claras, que no podían aguantar más, a uno se le ocurrió la genial idea de que Isabel hiciera el pino contra la pared.
Como ella no sabia hacerlo, entre los tres la ayudaron a que lanzase sus pies al aire, para que uno de ellos metiera su cabeza entre ambos; y, abrazándola firmemente por la cintura, tuviera al alcance de su boca el sabroso fruto prohibido.
Pues habían visto, al igual que yo, que tampoco llevaba nada debajo del pantalón corto, dado que en casi todas sus aberturas de piernas nos había enseñado a todos su hermoso felpudo al natural, asomando su oscuro triángulo velludo de forma espectacular a través de la holgada pernera.
Para el afortunado fue solo un juego de niños apartar la fina tela del pantalón con su boca; y poder saborear así, tan ricamente, el delicioso trofeo.
Mientras, Isabel, gimiendo dulcemente, le suplicaba una y otra vez, con voz apagada, que parase.
Fue tan débil la resistencia que opuso mi esposa que nadie le hizo el menor caso y, sin perder el tiempo, también los otros dos desnudaron sus miembros.
Así ellos, puestos de rodillas, podían hacer que mi mujer los sintiera, a la vez, dentro de su cálida boca.
Al mismo tiempo dejaban sus opulentos senos al aire, para poderlos sobar tranquilamente.
Entre las ganas que llevaban ellos, y la tremenda habilidad de Isabel con la lengua, en pocos minutos dejo a los dos fuera de juego, pudiendo concentrarse, cómodamente, en su propio placer, hasta que alcanzó el fuerte orgasmo.
Después, en agradecimiento, hizo que el tercero la dejara en el suelo, para poder usar sus pechos al mismo tiempo que su boca, y conseguir así que este gozara de una mamada como pocas veces lo habría hecho.
Al final se marcharon la mar de satisfechos los tres culturistas, prometiendo a Isabel que el próximo entrenamiento seria mucho mas completo e intenso.
Mi esposa, después de una larga ducha, se pasó el resto de la mañana canturreando alegremente por la casa.
Demostrando, con su satisfecha felicidad que ya era una presa fácil para cualquier osado que se atreviera a llegar hasta el final con ella.
Prueba de ello es lo que sucedió unos pocos días después, cuando se juntaron en mi casa varios de mis compañeros para ver en mi gran televisor un partido de fútbol de los de lujo.
En vista del interés que pusieron todos en el reducido kimono de mi mujer decidí darles un poco de margen, y me fui con mi coche al centro a comprar algunas bebidas.
Cuando regrese aun les duraba el sofoco, por lo que en cuanto se fueron subí a ver lo que había grabado. Isabel fue la que empezó, diciéndoles que si no tenían nada mejor que ver que el fútbol.
Le tomaron la palabra y, tras un largo cruce de picarescas acabaron por abrirle el kimono de par en par para constatar, asombrados, que iba desnuda debajo.
Mi esposa, a cambio de dejar que los afortunados picarones tocaran y besaran todo lo que les mostraba insistió en desnudar sus hombrías, de las cuales se apodero al momento con toda confianza.
Así, mientras ellos la sobaban a fondo ella los masturbo con frenesí, dejando que se corrieran luego en sus labios uno detrás de otro, para calmar su aparentemente insaciable sed.
Capítulo VII: Lo que tenía que pasar
No quería perderme el acto de su primera posesión, así que lo prepare todo cuidadosamente para que ocurriera en el momento y lugar por mi deseado.
Así que el día veinticuatro de Junio procure que vinieran la mayor cantidad posible de compañeros a la fiesta que iba a organizar, por San Juan, en mi casa.
Ni que decir tiene que no falto ni uno solo de sus admiradores.
Y al venir la mayoría de estos jóvenes sin sus novias me di cuenta de que mi mujer tendría la noche perfecta.
Perfecta para caer en las redes de la lujuria; pues no solo me había encargado de preparar las cámaras y micrófonos adecuados, sino que también había repartido la fiesta en varios ambientes, para que todo saliera a la perfección.
Desde el inicio de la velada atraje a mí alrededor, en el jardín, junto a la barbacoa, a la mayoría de los matrimonios y a sus temibles retoños; dejando solos al otro lado de la casa a la gente joven, que quería bailar, en un espacio especialmente habilitado junto a la piscina.
Mi atractiva esposa, desde luego, fue la que más contribuyó a caldear el ambiente, aunque solo fuera por su audaz vestido.
Pues este, por la parte superior, consistía en dos finas bandas de tela oscura; que, subiendo rectas por el torso, se cruzaban a la espalda, provocando amplios escotes por delante y por detrás.
Estas bandas, si bien le cubrían la mayor parte de los bellos senos, no por ello dejaban de mostrar bien a las claras, gracias a su sutil transparencia, que nada sostenía los firmes pechos bajo el mismo.
Como evidenciaban elocuentemente sus destacados y oscuros pezones.
El vestido, por la parte inferior, era una larga falda recta, que le cubría hasta los tobillos, y que tenia unas largas aberturas, por ambos lados, que le llegaban hasta la cadera.
Tan arriba subían que Isabel tenia que usar unas diminutas braguitas de encaje, de esas de tipo tanga, para que estas no se vieran a través de la osada abertura. Ni que decir tiene que se convirtió, enseguida, en la verdadera atracción de la fiesta.
Mi mujer se lo paso en grande desde el principio, pues siempre tenia un mínimo de cuatro o cinco galanes dando vueltas constatemente a su alrededor, bromeando con ella, y llenándole la copa de licor una y otra vez.
Yo, cuando empezaron los fuegos artificiales, les deje caer, como el que no quiere la cosa, que teníamos en la antigua habitación del desván un pequeño telescopio, regalo de mi querida esposa, que les permitiría ver mucho mejor los cohetes.
Ellos vieron el cielo abierto y, casi en volandas, se la llevaron dentro de la casa.
Desde el jardín solo podíamos ver la linda cabeza de mi mujer, allá arriba, mirando absorta el espectáculo. No me extraño lo mas mínimo que ninguno de ellos se asomara a mirar por el aparato, pues estaba seguro de que todos tenían cosas mucho más divertidas en que entretenerse.
Al poco rato de acabar los fuegos, mientras Isabel bailaba con uno de los jóvenes una agitada pieza musical advertí, como otros muchos invitados, que ya no llevaba las braguitas bajo el vestido, pues los rápidos giros nos permitían contemplar cómodamente su oscura selva al natural.
Así que aproveche que tenia que ir al interior del chalet a por mas hielo para subir a mi despacho a la carrera y ver lo que se había grabado en las cámaras que previamente había instalado en esa habitación.
No podía perder tiempo en comprobar todo lo que se había grabado en las diferentes cámaras que había instalado por toda la habitación, placer que me reservaba para mas adelante, así que solo mire lo suficiente como para hacerme una ligera idea de lo que había sucedido.
No fue Isabel la que disfruto de las mejores vistas esa noche, aunque no se separo ni un instante del viejo telescopio, fueron los pícaros jóvenes que la acompañaron los que pudieron ver el mejor espectáculo de la velada.
En cuanto mi mujer se agacho para utilizar el visor, ellos se repartieron a su alrededor, para disfrutar entre todos del suculento pastel.
Gracias a que Isabel formaba, con su cuerpo, un delicioso ángulo de noventa grados, los chicos que se arrodillaron a su lado tenían a su alcance las mejores estalactitas del país.
Y, por supuesto, no tardaron apenas nada en apartar las bandas de tela para poder contemplarlas aun mejor.
En vista de la pasividad de mi comprensiva esposa mamaron y acariciaron sus adorables ubres como tiernos infantes, turnándose a regañadientes para que todos pudieran calmar su súbita e insaciable sed.
Dos de ellos, sin embargo, decidieron meterse bajo su larga falda, para descubrir nuevos y fantásticos horizontes, después de quitarle las encantadoras braguitas, que se guardo uno de ellos como recuerdo.
Así, el goloso joven que estaba delante suya pudo saborear cómodamente las sabrosas fuentes que se escondían bajo su espesa selva. Mientras el otro, aun mas aventurero, con toda la cabeza sepultada en su estrecho cañón, se dedicaba a la espeleología más íntima.
Tuvieron que ser muy hábiles los dos tunantes pues mas tarde, con mayor tranquilidad, pude oír con perfecta nitidez los apagados grititos que sustituyeron a los gemidos iniciales, proferidos por Isabel mientras se corría dulcemente en sus ávidas bocas.
Solo el rápido final de los fuegos artificiales impidió que se desarrollara allí mismo una orgía, pues algunos de ellos ya estaban sacando las rígidas armas de sus fundas cuando estos acabaron y, desde abajo, reclamaron insistentemente la presencia de mi mujer.
La fiesta continuo sin otros incidentes dignos de mención hasta entrada la madrugada, cuando casi todos los matrimonios se habían marchado ya a sus casas hacia rato.
A esas horas mi esposa, víctima del exceso de alcohol, se encontraba en un estado de increíble docilidad; del que, como no, se aprovechaban sus múltiples admiradores.
Estos picarones se turnaban entre sí cada balada para bailar con Isabel una y otra vez, sin descanso, y así tener una excusa para poder introducir sus ansiosas manos por las generosas aberturas del vestido.
Podían alcanzar de esta forma sus firmes, o sus húmedos, objetivos con una facilidad asombrosa.
Como vi que había llegado el momento oportuno me acerque a ellos e, ingenuamente, les pedí que dejaran de poner música lenta, pues el resto de los invitados prefería alguna cosa un poco más marchosa.
Antes de que pusieran objeciones les insinúe que podían seguir bailando música lenta, si les apetecía, en el salón de la casa, donde no molestarían a nadie.
Ellos, por supuesto, aceptaron mi sugerencia y, en cuanto me marche, cogieron entre todos en volandas a mi mujercita y se encerraron en el salón.
Allí, después de correr las cortinas, pusieron la música mas apropiada para poder bailar con Isabel, sin testigos visibles, tal y como estaban todos deseando desde hacia ya un buen rato.
Gracias a los múltiples equipos instalados previamente en la habitación pude ver mas tarde, que bailar, realmente bailaron poco.
Al principio continuaron como en el jardín, pero al ver que nadie turbaba su intimidad decidieron dejar sus espléndidos pechos al aire, para que todos pudieran disfrutar de la vista mientras el afortunado de turno magreaba a conciencia su cuerpo.
Al final uno de ellos, mas excitado que los demás, decidió dejarse de florituras y, recostándola sobre el ancho brazo del sofá, la penetro de un solo golpe, bastante violentamente.
Los demás, viendo como mi complaciente esposa enroscaba sus piernas a la cintura de su amante, para disfrutar mejor de sus frenéticas embestidas, no dudaron en abalanzarse sobre ella para reclamar su parte del botín.
Hasta que no se organizaron un poco me costo distinguir lo que sucedía, exactamente, sobre el bello cuerpo de Isabel, pues solo sobresalían sus largas piernas de debajo de sus multiples amantes.
Por suerte poco a poco establecieron una especie de cadencia entre ellos.
Así, mientras uno la penetraba, el que acababa de salir de su intimidad dejaba que mi esposa, solicita, le limpiara el miembro, introduciéndoselo, golosa en su dulce boquita.
Y mientras, los que esperaban ansiosos su turno, hacían tiempo jugando con los agradecidos senos de Isabel; que, gracias a su gran tamaño, permitían que ninguno de ellos tuviera las manos ociosas.
Mi mujer se dejaba poner del derecho o del revés según se lo pidiera su galán de turno, pues sus apagados aullidos dejaban bien claro que ella disfrutaba, de igual manera, por cualquiera de sus dos cálidas entradas. Cuando a ninguno de ellos les quedo ganas de repetir, procuraron arreglar, de la mejor manera posible, el desorden reinante.
Sus amantes, después de quedarse satisfechos se marcharon sigilosamente del comedor, dejando a la bella durmiente agotada y feliz sobre el sofá, donde la encontré al acabar la memorable fiesta.
Cuando se levanto al día siguiente me confesó, bastante ruborizada, que no se acordaba de casi nada de lo acontecido durante la alocada fiesta.
Quizás fuera cierto, más su euforia y alegría me revelaban, elocuentemente, que al menos su agradecido cuerpo si sabía lo que había pasado la noche anterior.
Y la verdad, es que creo que mi esposa también lo sabia, pues su actitud cambio radicalmente desde esa velada.
Capítulo VIII: El sueño de un voyeur
Todo empezó a desbocarse un par de días después cuando, al girarse bruscamente, sorprendió al tímido chico del supermercado agachado detrás suya, intentando ver con la ayuda de su fiel espejito lo poco que había escondido bajo el corto camisón de mi esposa.
Mi mujer, en vez de enfadarse, le regaño por no pedir las cosas, en vez de intentar obtenerlas a escondidas. Y le dijo que si quería ver algo, que se lo pidiera.
El pobre chico, de tan asustado como estaba, no podía decir ni una palabra.
Así que fue mi dulce esposa la que, amablemente, se subió el camisón, para que el joven pudiera ver su precioso bosque desnudo; ya que, como de costumbre, no llevaba puestas las bragas.
Después, cuando el apocado chaval reconoció, ante las insistentes preguntas de Isabel, que nunca había tocado uno, mi mujer sé autonombro maestra.
Fue ella la que, con su manita, dirigió la del muchacho, para enseñarle no solo los entresijos de su húmeda gruta, sino como debía usar sus dedos para que pudiera obtener placer.
En vista del interés del chico en aprender, y para incentivar su trabajo manual, dejo al aire sus precisos senos, para que pudiera saborear al mismo tiempo uno de sus senos.
El chico mostró tal entusiasmo en la dulce labor, mientras mordisqueaba embelesado el duro y grueso pezón, que logro que mi apasionada esposa alcanzara el orgasmo liberador en un tiempo récord.
Mi esposa, agradecida como es, no tardó en arrodillarse frente al jovencito y, liberando a su flamante pájaro del encierro, lo devoró hábilmente, disfrutando del sorprendente tamaño del mismo hasta extraerle todo su jugo.
Estoy seguro de que, desde ahora, traerá las compras encantado.
Otro que trabajara para nosotros muy agradecido será el hombre que limpia las piscinas, sobre todo desde lo que le paso hace poco.
Pues la otra mañana, mientras mi esposa tomaba el sol en top-les, como tiene por costumbre, le pidió, con su voz más melosa, que le ayudara a ponerse la crema, pues tenia las uñas recién pintadas.
El afortunado sujeto, contando con el permiso de Isabel, se divirtió de lo lindo, ya que mientras untaba su firme trasero, totalmente descubierto gracias al reducido tanga, con la crema protectora podía amasar su apetitoso pandero sin que ella le dijera lo mas mínimo.
La cara de pena que puso el pobrecillo cuando acabo, y que registre perfectamente con dos de mis cámaras, fue todo un poema.
Pero aun fue mejor la que se le quedo cuando Isabel, después de darse la vuelta en la toalla, le pidió que siguiera extendiéndole la crema por delante.
El individuo no se hizo de rogar y, aunque mi mujer tiene los senos bastante grandes, desde luego que no los tiene tan enormes como para que se gastara en ellos casi todo el bote, ante la mirada benevolente de mi esposa, que permitía, con una amable sonrisa en los labios, que estrujara sus pechos una y otra vez, dedicando una especial atención a sus endurecidos pezones.
Mi esposa, después, separo todo lo que pudo sus largas piernas, para que el hombre pudiera extender las ultimas gotas del producto en la cara interna de sus muslos.
Creo que el poder jugar impunemente con los abundantes rizos íntimos que habían abandonado la escasa protección del reducido tanga fue la gota que colmo el vaso.
Y que hizo que el pobre sujeto, dejándose llevar por el deseo, apartara a un lado la escueta pieza del bikini, y se dedicara, de lleno, a saborear sus mieles mas privadas, sepultando toda su cabeza entre los muslos completamente separados de Isabel.
El individuo debía de ser realmente un experto con la lengua, pues mi extasiada mujer no solo le permitió lamer hasta hacerla llegar al orgasmo; sino que después, como agradecimiento, dejo que la penetrara allí mismo, sobre el césped.
El ansioso sujeto, después de desnudar un enorme aparato, de tamaño realmente descomunal, poseyó a mi dócil esposa de un modo auténticamente salvaje, con un violento apasionamiento que no podíamos suponer en él.
La hizo suya en al menos cuatro ocasiones, variando continuamente las posturas entre un coito y otro hasta que ambos se quedaron de verdad satisfechos.
Cuando se fue, bastante mas tarde de lo habitual, lo hizo silbando, feliz como un niño.
Pero para niño feliz el de mis vecinos, el afortunado pelirrojo del que ya hable antes y que tuvo la fortuna de llegar a mi casa una tarde justo antes de que mi mujer se fuera a bañar.
Isabel, al ver lo sucio que venia el chaval, le invito a bañarse con ella; y, el chiquillo, sumamente encantado, acepto de inmediato.
Fue una pena que el vaho empañara la cámara que allí estaba instalada, pues me dejo sin ver el final de lo que estaba siendo un delicioso encuentro en la espuma.
Pues el avispado zagal se arrojó desde el principio sobre mi cariñosa esposa, aunque la bañera era sobradamente amplia para los dos, ya que enseguida se dio cuenta de que a ella no le importaba que jugase con sus adorables pechos.
Y eso es lo que hizo todo el tiempo, mientras mi hacendosa mujer lo lavaba.
El chico acaricio, estrujo, pellizco, amaso, chupo, mordió, lamió y, en definitiva, hizo cuanto le vino en gana con los adorables senos de Isabel.
Al cabo de un buen rato, cuando en la cámara apenas se distinguían ya las formas, fue cuando por fin se concentro en las otras zonas interesantes que se ocultaban bajo la espuma.
Es cierto que no pude ver nada más, pero los sugerentes sonidos que grabe me permiten aventurar que el avispado chaval no solo encontró la manera de explorar las acogedoras grutas submarinas que se le ofrecían en bandeja, sino que supo hacer que mi mujercita también disfrutara con ello.
Pues los dulces gemidos de mi esposa, y las entrecortadas frases de aliento que profería de vez en cuando, no dejaban lugar a dudas acerca de las intrépidas operaciones acuáticas del espabilado mocoso.
Más tarde, cuando llego el resto de la chiquillería, Isabel aún no había terminado de arreglarse, por lo que los recibió ataviada tan solo con su cómodo batín, pues no se la veía muy dispuesta a terminar de vestirse.
Por eso uno de ellos le pregunto si estaba enferma y, a pesar de su respuesta negativa, decidieron jugar a los médicos.
Mi simpática esposa no tuvo ningún inconveniente en tumbarse sobre la alfombra, ni en dejar que la taparan hasta la barbilla con una sábana, bajo la que enseguida se metieron todos, equipados con un montón de trastos raros y juguetes que no llegue a ver bien. Isabel parecía encantada con sus exploraciones, pues pronto separó sus piernas al máximo para facilitar aún más sus maniobras, mordiéndose los labios para que no escucharan los gemidos de placer que se le escapaban.
Estuvo casi una hora accediendo a sus caprichos, y solo al final, cuando se levantaron del suelo, pude ver el sudoroso cuerpo desnudo de Isabel y las curiosas marcas que en el habían dejado.
Y aquí me tienen ahora, escribiendo estas líneas mientras espero, realmente impaciente, que acabe mi jornada laboral, para poder ver, en la tranquilidad de mi hogar, como ha ido el segundo encuentro entre mi fogosa esposa y sus tres compañeros del gimnasio.
Pues ayer escuche como les citaba por teléfono para entrenar esta mañana en mi casa. Y, como ya supondrán, ninguno rehusó la tentadora invitación.