Capítulo 1
Esa mañana, un sonido distante me devolvió al mundo de los mortales demasiado temprano. Tardé el tiempo exacto que transcurrió desde que me despertó hasta que lo apagó en asociar el chirriante estrépito con el despertador de mi marido. Le sentí levantarse de la cama y me acomodé sobre el otro costado con intención de recuperar el sueño. Cerré los ojos con fuerza y recordé lo que había estado soñando. Un hombre fornido, de formidables pectorales y abdominales delineados me poseía desde detrás. Me sujetaba las caderas con manos fuertes como tenazas. Sus dedos se clavaban en mi piel, como también lo hacía su sexo. Mi cuerpo se apoyaba sobre una cama, la cabeza en una almohada, el pecho sobre las sábanas, las caderas levantadas, mientras el percutía de pie, gimiendo como un animal rabioso. Pugnaba por atisbar su cara, pero no me era posible, difuminada por los márgenes del sueño. Tampoco recordaba el lugar donde nos encontrábamos, ni relacionaba al vigoroso macho con alguien conocido. Con toda probabilidad esa era la parte más excitante del sueño, pero no era sencillo admitirlo. En los últimos meses me había encontrado con demasiada frecuencia fantaseando con copular con algún desconocido. Bien con alguien con quien me cruzaba por la calle. O con algún maduro atractivo con el que me enfrentaba en el metro o el autobús. Quizá con el efebo y apuesto dependiente de alguna tienda de ropa. En todas esas ocasiones, y algunas otras, me dejaba llevar por el calor que se desprendía de la hoguera que ardía entre mis piernas hasta que el remordimiento espantaba al ensueño y me asomaba al profundo abismo de la vergüenza con las bragas empapadas.
Esa no había sido la única noche en que aquellos sueños me asaltaban, no eran todo lo recurrentes que me hubiese apetecido, pero en ocasiones se reiteraban. Nunca lograba poner cara al protagonista de mis oníricos orgasmos, pues no era siempre el mismo. Podía ser tanto un hombre escultural como un hombre corriente. Agradable o antipático. Alto o bajo. Cariñoso o distante. Podía permanecer desnudo o vestido por completo. El único componente que se repetía era su anonimato, la inquietante neblina que cubría su rostro. Tampoco el lugar me era familiar. Ya fuese una cama, un sofá, una mesa o el banco de un parque, el entorno siempre me era desconocido. El denominador común a todos estos elementos era la sensación apremiante de permanecer en un sitio público. El miedo a ser sorprendidos funcionaba como un poderoso acicate que impulsaba mi ardor hasta los límites del placer. Jamás había hecho algo parecido en la vida real y, por ello, estos sueños me resultaban tan excitantes como confusos.
Escuché como mi marido se acicalaba en el cuarto de baño. Con la frustración propia de la incapacidad para regresar al sueño, traté de fabricarlo yo misma. Apenas fui capaz de recuperar una imagen brumosa, más una vibrante y vaga sensación que una estampa concreta. Aun así, me relamí, tanteé entre mis muslos y sentí el calor que emanaba de mi sexo. No utilizaba ropa interior para dormir, lo que me facilitó acariciar la humedad que se extendía entre los labios de mi vagina. Un intenso escalofrío recorrió mi cuerpo. Aprisioné la mano entre mis piernas y presioné en el punto exacto donde se concentraba todo mi placer. No pude evitar exhalar un quedo suspiro. Hubiese pronunciado un nombre de haberlo conocido, pero me bastó con saborear la codicia con la que me poseía ese anónimo amante. Tragué saliva y destapé mi torso. Sentía el sudor corriendo por la nuca y con la mano libre aparté mi melena a un lado. Acomodé la cabeza sobre la almohada y moví las caderas con una visceral ligereza, frotando mi vulva contra mis dedos. El torso pétreo del desconocido se mostró como una breve aparición en mi cerebro. Hubiese querido acariciarlo, pero se desvaneció con demasiada rapidez. Imaginé que me erguía, buscando sus labios. Su aliento se clavaba en mi nuca y le sentí empujando con inusitada vehemencia. Su sexo abriendo las paredes de mi sexo. Apresé mi clítoris entre el dedo índice y el corazón y lo sentí vibrar. Lo froté con esmero. Mis caderas se movían sin que yo pudiera domeñarlas. El desconocido hundía su verga entre los labios de mi vulva una y otra vez. Sus maneras decididas, incontestables, apenas me permitían respirar. Mi mano alcanzó un ritmo frenético y a punto estuve de gritar cuando un temblor se adueñó de mis piernas. Cientos de terminaciones nerviosas se conjuraron para enviar señales de placer desde mi sexo hasta mi cerebro. Me mordí el labio inferior y sentí como mis músculos se tensaban. Durante unos breves instantes aguanté la respiración, el tiempo que el orgasmo me privó de todos mis sentidos, con la intención de desviarlos tan solo en una única y lujuriosa dirección. Cuando mis pulmones recobraron la capacidad para respirar, abrí los ojos alarmada, temerosa de haber roto el silencio con un excesivo fragor. Escuché más allá de mi respiración agitada. El sonido de la puerta de un armario al cerrarse en la cocina consiguió tranquilizarme. Las formas que se dibujaban en la penumbra de la habitación me resultaron dolorosamente familiares. Poco a poco mi mente abotargada les fue poniendo nombre. Mi mano aún andaba perdida entre mis muslos y un fuerte escalofrío me hizo temblar al liberar mi sexo. Una corriente de aire fresco se coló entre los pliegues de mis labios vaginales y envolví mi vulva con un doblez de la sábana. El calor en la habitación se me antojó sofocante y pensé en deshacerme del camisón, pero anticipé que entonces tendría frío y lo dejé estar. Tan solo era cuestión de tiempo que mi cuerpo regresara a la normalidad. Volví a cerrar los ojos y floté entre la bruma del sueño. Esta vez no hubo ningún hombre vigoroso en él. Tan solo una apacible claridad. Un viento cálido me llenaba de paz los pulmones y descansé como no lo había hecho en toda la noche. No debieron ser más de quince minutos, pues me despertó mi marido al despedirse con un beso en los labios. Mis ensoñadores labios infieles.
No tardé mucho en levantarme de la cama. Desayuné unas gachas de avena y desperté a Laura. Tenía que llevarla al colegio antes de regresar a casa para trabajar. Mi hija estaba en esa época en la que era casi autosuficiente, pero que aún no le permitía ir sola hasta el colegio. Envié un par de correos electrónicos antes de salir de casa con la precipitación habitual. A continuación, caminamos los escasos diez minutos que separaban nuestro edificio de la entrada de la escuela. Laura se mostró inquieta durante todo el recorrido ante la idea de conocer a su nueva tutora. Habían comenzado el curso con su maestra habitual, pero una operación de rutina la iba a obligar a estar de baja un tiempo indeterminado. Le aseguré que sería tan buena como la anterior y pareció quedarse convencida. Al menos hasta que llegamos a la puerta.
Su nueva tutora resultó ser tutor y no había cosa que más odiase mi hija que tener un profesor. Dos cursos atrás había tenido una mala experiencia con un maestro grosero y déspota, que resultó también un ser misógino y, paradójicamente, pueril. Las notas de todas las niñas de la clase habían bajado hasta el mínimo y varias familias decidieron presentar una queja que terminó con el cambio de tutor al curso siguiente. Mi marido no consideró apropiado sumarse a la reclamación, a su entender se estaba exagerando el asunto y eran las propias niñas las que retroalimentaban su incomodidad con dicho profesor. Una noche discutimos sobre ello, pero, para no variar, la última palabra fue suya. Poco después comencé a fantasear con hombres desconocidos, pero no lo relacioné con aquella discusión hasta que conocí al nuevo tutor de Laura.
Era un hombre de mediana estatura, apenas unos centímetros más alto que yo, esbelto, de pelo pardo y algo alborotado. Unos ojos grandes, del color de la hierba, observaban con distraída atención a los infantes que traspasaban la puerta. La prominente mandíbula le confería un aire duro a su rostro, pero era contrarrestada con una encantadora y cohibida sonrisa. Con cada uno de sus gestos, sus labios esponjosos y rosáceos, dejaban entrever una excelsa dentadura. Cuando Laura se acercó a la puerta, el nuevo tutor cruzó sus ojos con los míos y la intensidad de su mirada me hizo vacilar. Enseguida fijó su atención en mi hija y la saludó con una voz dulce y varonil. Mi hija respondió con una mueca de desagrado de la que tomé nota para reprenderla más tarde, en casa. La observé abrazarse con una amiga en el patio del colegio y sentí los ojos de su tutor fijos en mí. Cuando los volví a encontrar, aquella media sonrisa, tímida y algo traviesa asomó en su rostro. Levantó la mano a modo de saludo y le devolví el gesto. Fue tan solo un fugaz instante, el tiempo que tardó en desviar la vista hacia los alumnos. Sofoqué la extraña turbación que me había producido su mirada atusándome un mechón de pelo suelto, abrigando la esperanza de que nadie hubiese reparado en mí. Al mismo tiempo, maldije por no haberme peinado con más mimo esa mañana y me dispuse a regresar a casa, pero una voz me detuvo a medio camino.
– Buenos días, Raquel. – Era Andrea, la madre de una de las amigas de mi hija. Una mujer almibarada de ademanes ilusorios que hablaba con una voz nasal y chillona. – ¿Cómo estás?
– Hola Andrea. – Mi voz sonó forzada a pesar de mi intento de cordialidad. No quería entretenerme y apenas me detuve el tiempo suficiente para contestar. – Muy bien, con las prisas de siempre, ya sabes.
– Sí, sí. – Contestó ignorando mi intención de desembarazarme de ella y reemprender el camino hasta mi casa. Me agarró por el brazo y se acercó a mí bajando la voz. – Te habrás enterado de lo de Sonia ¿verdad?
Conocía bien a Sonia, y, aunque podía imaginar por donde iban los tiros, desconocía de lo que debía haberme enterado.
– Dicen que su marido se ha ido de casa. – Prosiguió Andrea con el cotilleo sin darme opción a responder.
– No sabía nada – Dije sin mentir, pues sabía por boca de la propia Sonia de los problemas de pareja por los que atravesaban, pero no habían llegado hasta ese punto. – De cualquier manera, son cosas suyas. – Añadí.
– Sí, sí. – Habló con una fingida aquiescencia. – Al parecer, se ha liado con otra. Con una de las ayudantes del comedor de las niñas. ¿Qué te parece? Hay que ser canalla.
También conocía a Roberto, el aludido, pero dudaba mucho de que hubiese tenido algún lío con una de las ayudantes del comedor del colegio. Todas eran estudiantes que buscaban sacar un dinero para terminar la carrera y suponía que tendrían pretendientes mejores que un hombre que casi les doblaba la edad.
– Y dicen que la ha dejado sin un duro. – Continuó Andrea añadiendo creatividad a su historia. Su tono de voz era afilado y pernicioso – Por lo visto, el muy ruin, ha vaciado las cuentas del banco y ha cambiado la cerradura del chalé de la sierra. Lo habrá convertido en un picadero.
– No sé, Andrea. En estos casos nunca se sabe quién tiene la razón. – Sabía que Sonia tenía un buen trabajo y un buen sueldo, era poco probable que se hubiese quedado sin dinero. Además, esa actitud no me cuadraba con alguien como su marido.
– Sí, sí. – Continuó ella sin hacer caso a mis palabras y con los ojos muy abiertos. – Y lo que es peor, dicen que hasta se liaban en el mismo comedor, mientras las niñas jugaban en el patio. Es asqueroso.
– Bueno mujer, tampoco hay que creerse todo lo que dicen. – Quise poner un poco de cordura a lo que me parecía de lo más inverosímil.
– No lo sé, chica. Pero ya están hablando de poner una reclamación al colegio. – Concluyó con evidente desagrado al ver que yo no tenía nada que contarle. No lo hubiese hecho, aunque lo hubiese tenido. Cambió de tercio. Y en su tono de voz había cierto retintín. – Por cierto, ¿Has visto al nuevo profesor de las niñas?
– Sí, lo he visto. Esperó que Carlota no tarde mucho en volver, las niñas estaban encantadas con ella. – No quise detenerme a dilucidar lo que había detrás de su pregunta.
– Sí, sí, desde luego. – Prosiguió ella sin dar pábulo a mi respuesta una vez más. Acompañó sus palabras con una pícara sonrisa que más se pareció a una mueca desagradable – Creo que acaba de terminar la carrera, es su primer trabajo, pero tiene pinta de ser muy agradable.
– Seguro que lo es. – Recordé el gesto con el que me había saludado y aparté su imagen de mi cabeza con precipitada turbación. A continuación, me despedí de la mujer con un tono quizá demasiado tajante, a juzgar por su expresión avinagrada. – Andrea, ya seguiremos charlando en otro momento, que tengo que seguir trabajando.
Me di media vuelta al tiempo de escuchar su despedida y caminé a paso veloz hasta casa rumiando la historia acerca de Sonia. Sabía que no estaba atravesando un buen momento. La escribiría esa misma mañana para interesarme por ella, fuese o no cierto todo lo que me había contado Andrea.
La jornada laboral se evaporó como lo hace el tiempo cuando estás distraído. Entre reuniones con mi jefe y el resto de mi equipo, apenas tuve tiempo de pensar en otra cosa que no fuesen informes, algoritmos y gráficas. Comí de manera apresurada contestando un par de escuetos mensajes de mi marido. Otro día más que llegaría tarde a casa, algo que se estaba volviendo demasiado rutinario. Al menos esta semana no estaba de viaje, intenté consolarme.
Llegué al colegio para buscar a Laura poco antes de que abrieran las puertas. Había escrito a Sonia, pero no me había contestado y esperaba encontrármela allí, recogiendo a su hija. Sin embargo, con quien me topé fue con Roberto. No era extraño verle esperando la salida de las niñas, pero por alguna razón ese día no me lo esperaba. Quizá el cotilleo de Andrea me había calado más de lo debido. Roberto estaba algo apartado del resto de padres, y cambiaba el peso de una pierna a otra con una evidente incomodidad. Me saludó con la mano en cuanto me vio y me acerqué hasta él sin mirar al grupo de madres, entre las que se encontraba Andrea, que me seguían con la mirada mientras murmuraban entre ellas.
– ¿Cómo estás, Raquel? – Su voz era grave, educada, siempre me recordaba a la de un locutor de radio de mi infancia. Había una nota de fastidio en ella, aun así, era cordial y agradable.
– Muy bien, Rober. – Nos conocíamos lo suficiente como para no utilizar su nombre completo y me pareció lo más adecuado no cambiar las formas habituales. – Y tú, ¿cómo estás?
– Voy tirando, ya sabes. – Hizo un gracioso mohín con la boca y sonreí a mi vez. Siempre había sido un hombre divertido y afectuoso. – Ya están las marujas hablando sobre nosotros ¿no? Ten cuidado, por menos de nada te lían conmigo.
Así que estaba enterado del cotilleo. Me sorprendió la rapidez con la que le había llegado y me pregunté que opinaría Sonia de ello.
– Bueno, ya sabes que nadie cree lo que dicen esas chismosas. – Traté de sonar creíble, la realidad era que no estaba tan segura de que nadie las creyese. – ¿Cómo está Sonia?
– Creo que eso sería mejor que se lo preguntaras a ella. – Respondió con sinceridad. En sus ojos pude ver un rastro de tristeza, también de cansancio. – Estoy seguro de que te cuenta más a ti que a mí.
– Hablaré con ella. – No quería ejercer de mediadora y enseguida me arrepentí de mis palabras. – Pero estoy segura de que tú sabes más que yo.
– Hasta esas marujas saben más de Sonia que yo últimamente. – Dijo con sorna, haciendo un gesto con la cabeza en dirección al grupo de mujeres que aún seguían lanzando indiscretas miradas hacia donde nos encontrábamos. Solté una risa algo forzada y le vi tan abatido que no pude más que preguntar si tan mal estaba la situación con Sonia.
– No tan mal como dicen las malas lenguas, pero no tan bien como nos gustaría. – Contestó con el desconsuelo colgando de la voz. – Hay épocas mejores y otras peores, supongo que para alcanzar las primeras hay que atravesar las segundas.
– Seguro que sí. – Repliqué con más esperanza que certeza.
– Lo que te puedo asegurar es que ni me he ido de casa ni me he llevado dinero. – Se apresuró a aclarar antes de que yo pudiera continuar hablando. En su rostro se había dibujado un gracioso gesto de incredulidad. – Y, por supuesto, ni se me ocurriría liarme con una de las adolescentes del comedor.
– No hacía falta que me lo dijeras. – Le aseguré sin mentir. – No sé de dónde se sacan esas bobadas
– Desde luego. – Volvió la vista hacia la verja del colegio, donde una montonera de niños y niñas se apelotonaba deseando salir, como fieras enjauladas. – Ya salen.
Escruté la puerta en busca de Laura y al divisarla junto a sus amigas, casi sin darme cuenta me encontré escudriñando entre la gente para localizar al nuevo profesor de mi hija. La voz de Roberto me sacó de mi ensimismamiento y asentí ruborizada sin entender sus palabras y sin hallar al tutor. No quise ahondar en la razón de la búsqueda, para calmar la turbación la achaqué a la curiosidad.
Recibimos a nuestras respectivas vástigas y accedimos a quedarnos un rato en el parque a petición de un pequeño grupo de amigas. Tenían que ensayar no sé qué baile, para no sé qué función. Una excusa como la de cualquier otro día.
Roberto y yo nos quedamos algo apartados del resto de madres. No quise ahondar más en su relación con Sonia y tampoco le vi con ganas de desahogarse conmigo, así que la conversación transitó por lugares más banales e intrascendentes. Roberto era un buen conversador, educado y divertido y ni siquiera su complicada situación sentimental hacía palidecer estas virtudes. En un momento dado no comprendí como Sonia no estaba locamente prendida de ese hombre, pues además de lo dicho, me constaba que contaba de buen corazón, lo que se dice un buenazo. Y para rematar el conjunto, era alto y atractivo, de cuerpo esbelto. Me fijé en varias hebras blancas que nacían en sus sienes y juzgué que le sentaban de maravilla. A punto estuve de perder el hilo de la conversación al concentrarme en el movimiento de sus labios. Su voz sonaba tan profunda como interesante y tragué saliva al comprender los derroteros que mi mente empezaba a recorrer. Me mordí el labio hasta sentir dolor y me esforcé en mantener la vista en sus ojos. Brillaban divertidos, astutos y no pude más que sonreír. Por fortuna, sus palabras abrazaron mi sonrisa, el momento no era inadecuado. Tuve de esforzarme por dar replica a lo que me decía sin parecer distraída. Temí sonar como una lela, pero si lo pensó no lo evidenció.
Con cierta angustia por el rumbo hacia el que se precipitaban mis pensamientos, miré el reloj y decidí con algo de aspereza que ya era hora de marcharnos. Roberto coincidió conmigo y me agradeció la charla. Le hubiese imitado si mis ojos no hubiesen empezado a arrancar los botones de su camisa y a imaginar unos pectorales sólidos y fornidos. Su cuello era el de un corcel de batalla. Me despedí de él con precipitación y me refugié en el gesto mohíno de Laura, que llegaba con sus amigas hasta nosotros. Fui inflexible a sus súplicas y la llevé en volandas hasta casa, escuchando las protestas por mis repentinas prisas.
Una vez en casa me encerré en el aseo tratando de calmar mi respiración. Me senté en la taza del cuarto de baño y observé sin comprender el intenso flujo blanquecino que manchaba mis bragas. No recordaba haber vivido algo así desde la adolescencia y ya había pasado mucho tiempo desde entonces. Me limpié tras orinar y al limpiarme un escalofrío amenazó con extenderse hacia mis extremidades. Lancé el papel al baño y apreté mi sexo con los dedos. Suspiré hondo, casi un jadeo quedo. Un tremendo gozo inundó mi cuerpo. Exhalé el aire contenido en mis pulmones y separé la mano de mi entrepierna. Estaba empapada de mis flujos y la acerqué hasta mi nariz. Un aroma frutal y dulzón llenó mis fosas nasales. Me relamí y a mi mente acudió el hombre del sueño de la noche anterior. Me levanté asustada y me lavé las manos sin comprender lo que me estaba ocurriendo. Me mojé la nuca con agua fría en una lucha agónica por calmar la excitación y salí del cuarto de baño decidida a buscar un entretenimiento para mi mente enfebrecida. No tuve que buscar mucho, Laura se convirtió en mi nueva contrincante, solo que esta vez la batalla eran los deberes, la ducha, la ropa sucia, el orden de la habitación y un sinfín de cosas más, hasta que llegó la hora de la cena.
Mi marido llegó poco después de que hubiésemos cenado. Laura había insistido en esperarlo y se marchó a la cama poco después. No quiso cenar y apenas intercambiamos varias frases triviales acerca de nuestro día. En los últimos tiempos nuestras conversaciones se parecían más a informes de trabajo que a las de un matrimonio, pero hacía tiempo que me había acostumbrado. Me acordé de Roberto y Sonia y pensé que a ellos les pasaría algo similar. Quizá esas marujas del colegio también cotilleaban sobre mí. Sin embargo, parecían tener suficiente carnaza con mi pareja de amigos para desviar su atención hacia nosotros.
Me metí en la cama con intención de continuar con el libro que había empezado la noche anterior, pero mi vi sorprendida e interrumpida por los ardientes pensamientos que me habían asaltado durante todo el día. Desde el hombre sin rostro del sueño, hasta la sensualidad de la voz de Roberto, pasando por la intensa mirada del profesor de Laura. Incapaz de concentrarme en la lectura, me levanté para calmar la aridez instalada en mi garganta y una ráfaga de aire frío me erizó el vello de la nuca al entrar en la cocina. Me acerqué hasta la oscuridad del patio interior y observé la silueta ilusoria de uno de mis vecinos, dibujada en el estor bañado de una luz amarillenta. Parecía sacada de mi propio sueño y dudé de mi propia vigilia. Se movía despacio con la lentitud de un sonámbulo hasta que por fin se detuvo. Alzó los brazos y se quitó la camiseta. La figura se hizo más esbelta sin la anchura de la ropa. Conocía a mi vecino, manteníamos una relación cordial, de vecindad. Era un hombre maduro, cercano a los sesenta años, pero sin aparentarlos. Aún no había perdido todo el atractivo que, sin duda, había atesorado en sus mejores años, pero nunca me había fijado en él en esos términos. Al ver la sombra de aquel cuerpo varonil recortada entre la luz, no pude menos que recordar al vigoroso hombre de mi sueño. Sentí palpitar mi entrepierna y cogí aire. De manera instintiva, hundí la mano entre mis muslos y noté el calor que de allí emanaba. Una humedad creciente iba mojando mis bragas. Tragué saliva en el mismo instante en que la voz de mi marido me sobresaltó desde la puerta de la cocina.
– ¿Qué haces aún despierta? – Advertí cansancio en sus palabras y me giré cerrando la ventana que daba al patio con la mano que había tentado mi sexo.
– No podía dormir – Contesté tras aclararme la garganta. Noté su mirada escrutadora y me acerqué hasta el armario a por un vaso. – He venido a beber agua.
– Yo me voy ya a la cama. – Me informó mi marido con gesto adusto mientras yo bebía agua.
– Enseguida voy. – Repliqué cuando terminé de beber, pero él ya no estaba en la puerta.
Esperé unos segundos hasta estar segura de que habían desaparecido todas las tentaciones de mi cabeza y regresé hasta la habitación. Siempre he admirado la rapidez con la que mi marido encontraba el sueño cada noche y esta no fue una excepción. Apoyé la cabeza en la almohada y me esforcé en cerrar los ojos. Un rosario de imágenes, a cada cual más lujuriosa y creativa se sucedían en mi cabeza. Anónimos cuerpos masculinos se fundían con los conocidos de mi vecino o de Roberto. Todos ellos se me insinuaban, con labios ardientes, en muecas de desesperado placer, ansiosos por poseerme. Podía sentir como mi respiración se agitaba al ritmo que crecía su deseo. Cuanto más vigoroso era su anhelo por mis carnes, más gozo hallaba en sus miradas de ojos tórridos, algo idos. Un férvido escalofrío ascendía por mi espina dorsal cuando abrí los ojos, alterada. Mi respiración se agitaba y caí en la cuenta de que me había dormido. La penumbra de la habitación apenas me permitía vislumbrar sombras. Mi marido se movió a mi lado y sentí el familiar y tranquilizador vaho de su respiración en mi cuello. Contuve el deseo de despertarlo, no me vi capaz de explicar mi desvelo. Un tenue sudor regaba mi cuerpo y con una mano temblorosa espanté la colcha que lo cubría. En mis bragas había nacido una laguna. Temerosa, palpé la sábana húmeda. Me mordí el labio y reprimí las ganas de masturbarme. A continuación, cerré los ojos en busca de un sueño que tan solo encontré de forma intermitente. No fue hasta bien entrada la madrugada cuando terminó el impúdico acoso de mis ensoñaciones y caí derrotada. No escuché el despertador y cuando quise despertar era más tarde de lo habitual. Para entonces, mi marido ya se había llevado a Laura al colegio.
Ocupé la mañana con las habituales tareas laborales y apenas tuve tiempo más que para agradecer a mi marido que me hubiese dejado dormir un poco más. La apretada agenda de reuniones diarias no permitió a mi cabeza perderse en lascivas divagaciones y la hora de comer me alcanzó enfrascada en la preparación de una ponencia que debía organizar en los próximos días. Engullí una ensalada de arroz con cítricos y salmón y me preparé para acudir al colegio. Iba a salir por la puerta cuando me miré al espejo. Había elegido una falda midi blanca de tablas con un estampado floral que estilizaba mis piernas, ya de por sí largas y una camisa fluida, en tono coral, que hacía parecer a mi pecho más abultado de lo que era. Me atusé la melena y me convencí de que la tenía demasiada larga. Debía pedir cita con la peluquera cuanto antes. Una incipiente sombra entristecía mis ojos y decidí darme algo de brillo en los labios y una nube de iluminador con colorete, para contrarrestar el efecto. No me gustaba usar maquillaje, pero quizá estaba entrando en una edad en la que era inevitable. Aun así, el espejo me devolvió la imagen de una mujer aún sugerente.
Salí de casa con el tiempo justo y al llegar a la puerta del colegio no pude evitar sentir un extraño hilo de decepción al comprobar que Roberto no estaba allí para recoger a su hija. La abuela de la niña me explicó que los padres tenían compromisos laborales y que le habían pedido que la recogiera, lo cual no era extraño. Charlamos hasta que las niñas salieron y nada más ver la cara de mi hija supe que algo ocurría. No hizo falta que le preguntara cuando ya me estaba explicando que el nuevo profesor quería hablar conmigo. Desde luego, ella no había hecho nada, todo era culpa del nuevo tutor, que era un idiota presuntuoso y que había malinterpretado sus palabras. Ella no había querido insultarle. Reprendí con cautela a mi hija y me acerqué hasta el tutor, que observaba con actitud calmada como el resto de los alumnos abandonaba el colegio.
De nuevo me encontré con aquellos ojos de mirada intensa cuando se giró hacia mí. Su sonrisa era a la par hipnótica y tranquilizadora. Dudé si acercarme más y me invitó a hacerlo con un gracioso pero imperativo gesto de la mano. Casi todos los alumnos habían salido cuando atravesé la puerta del colegio.
– Usted debe ser la madre de Laura ¿no es así? – Su voz sonaba dulce, con un matiz autoritario, como si aún siguiese en el aula.
– Sí, me llamo Raquel. – Dije con intención de conocer su nombre, pues lo había olvidado. No le tuteé, por continuar con el formalismo que él había iniciado– Laura me ha dicho que quería hablar conmigo.
– Sí, es en relación con algo que ha ocurrido hoy en clase. – Me informó sin dar detalles y sin revelar su nombre, quizá dando por hecho que ya lo conocía. – Si le parece, podemos hablar en el aula en unos diez minutos.
– Sí, sí – Titubeé, pues el asunto parecía más serio de lo que había pensado. – De acuerdo.
– Estupendo. – Una ancha sonrisa se dibujó en su rostro dándole un aspecto aún más juvenil de lo que tenía. – Me da tiempo así a arreglar unos asuntos. Nos vemos en diez minutos.
A continuación, se dio la vuelta y me dejó plantada en la puerta con el asombró pintado en el rostro. Me dirigí hacia donde Laura esperaba con su amiga y le pedí a la abuela de esta el favor de quedarse con Laura mientras yo hablaba con el profesor de las niñas. Aceptó con amabilidad y me regresé hasta el colegio preguntándome que habría hecho mi hija.
Laura no había sido una niña problemática, más bien lo contrario, pero en ocasiones mostraba un carácter explosivo que no lograba contener. Con las hormonas cada vez más alteradas no me sorprendía que hubiese podido insultar a su profesor, aunque me costaba creerlo.
Cavilando sobre el cambio que estaba experimentando mi hija en su tránsito por la incipiente pubertad, llegué hasta el aula donde me esperaba su tutor. La puerta estaba cerrada y llamé antes de entrar. Una voz apacible me invitó a entrar y con el mismo tono inapelable me indicó que cerrase la puerta.
El profesor dejó el lugar que ocupaba tras su escritorio y acudió a mi encuentro en mitad de la clase.
– Siéntese, por favor. – Dijo señalando uno de los pupitres verdes que había cerca de la pizarra.
Nos sentamos uno junto al otro en dos sillas demasiado enjutas para nuestro tamaño. Esperé a que fuese él quien hablase. Durante un instante un denso silencio se instaló entre ambos. Sus ojos se posaron en los míos y reconocí en el verde radiante de su iris la vitalidad de su edad. Calculé que como mínimo era diez años más joven que yo, no debía tener mucha experiencia como maestro.
– No sé si Laura le ha comentado algo de lo que ha ocurrido hoy en clase. – Comenzó a hablar con calma tras esbozar una media sonrisa. La timidez contrastaba con el brillo intenso de sus ojos.
– Apenas nada, algo de un malentendido. – Admití con un gesto de extrañeza.
– Comprendo a Laura, pero no ha habido ningún malentendido. – La seguridad con la que hablaba no da daba pie a desconfiar de sus palabras y le dejé continuar. Quería saber lo que había hecho mi hija. – Candela hoy ha interrumpido la clase con una serie de bromas fuera de lugar. He aguantado la primera, incluso la segunda, pero la tercera ha ido dedicada a otro compañero y, sin darle más detalles, ha superado con creces el límite de lo aceptable. Me he visto obligado a mandarla a dirección, si le soy sincero creo que era justo lo que estaba buscando. Sus padres están avisados y el director ya ha hablado con ellos. En cuanto a Laura, nada más marcharse su amiga del aula cogió el relevo. Apenas llevo un día en clase y no conozco a las niñas, pero la actitud de Laura fue de una equivocada lealtad con su amiga. No comprendió que yo no fui el culpable de su expulsión de clase, sino que lo fue ella misma. Traté de explicárselo y solo recibí desprecio y un insulto de lo más soez. Por fortuna, se calló a tiempo y no la envié con Candela a dirección. Aunque la clase ya estaba revolucionada y apenas pudimos continuar.
No daba crédito a lo que escuchaba. Laura nunca se había comportado así y, por lo que sabía, tampoco Candela. Sin duda, la situación de sus padres, e incluso las habladurías, la debían estar afectando. A tenor de las palabras del profesor, el estupor se me debió reflejar en el rostro.
– Entiendo su sorpresa, Raquel. – Continuó hablando con seriedad. Mi nombre pronunciado por aquella voz dulce y decidida ganó en belleza y me provocó una extraña sensación de seguridad. – Como le digo, no conozco a las niñas, pero por lo que me han dicho, Laura no es el tipo de alumna que se comporta de esta manera.
– Nunca lo había sido. – Me apresuré a aclarar. – Al menos hasta ahora.
– Creo que solo es algo puntual, pero creí que debería saber lo que ha ocurrido. – Su tono de voz era ahora conciliador, no tan crítico y duro como cuando había explicado lo sucedido.
– No las disculpo, pero ¿por qué la tomaron con su compañero? – Creí importante conocer más detalles. – ¿Laura también se metió con él?
– No directamente, fue más sutil. – El tono de voz del profesor volvía a ser duro y sus ojos me escrutaron con intriga. – La excusa para menospreciar al compañero fue una leve minusvalía en uno de sus brazos.
– ¡Oh, por dios! – No podía creer que Laura hubiese hecho algo así. Ni siquiera como defensa de su mejor amiga. – Hablaré con Laura, por descontado. En casa solemos ser claros con estas actitudes, créame. – Estaba muy enfadada con mi hija, esto le iba a costar caro.
– Estoy seguro de que es así. – El tono volvía a ser conciliador y en su mirada detecté el brillo travieso que ya había visto antes. Bajé la mirada hacia mi regazo con turbación. – No debe preocuparse, tan sólo son cosas de niñas.
Cuando levanté los ojos me sorprendió comprobar que se había acercado unos centímetros a mí. En sus labios se dibujaba esa sonrisa pícara que le había visto en la puerta del colegio por primera vez. Tragué saliva y por un instante olvidé porqué estábamos allí. No supe que contestar.
– ¿Se encuentra bien? – Su voz transmitía preocupación esta vez.
– Sí. – Mentí. Un sudor frío me corrió por la espalda sin que fuese capaz de identificar la razón. – Solo es que me ha sorprendido la actitud de Laura.
– Entiendo cómo se siente. – No era una voz juvenil la que escuchaba, sino la de un hombre experimentado, reconfortante a la par que diestro, dominador de la situación. – Sé que ustedes ofrecen el mejor ejemplo posible a su hija y eso es lo que importa. Laura acabará por interiorizar ese ejemplo, lo de hoy quedará en una engorrosa anécdota previa a la adolescencia, que es una etapa muy dura para los niños.
Quise agradecer sus palabras, pero la voz no alcanzó mi garganta. Traté de descifrar la intensidad de su mirada y me perdí en aquellos ojos verdes, magnéticos, con el color de un alga marina. En ellos se concentraba la esencia de un mente perspicaz, madura, tan misteriosa como atrayente. Debí lamer mis labios porque él desvió los ojos hasta ellos un solo segundo. Aprovechó ese momento para tomar mis manos, que se posaban en mi regazo. Me estremecí con el contacto de sus dedos, pero le dejé hacer sin comprender, sin oponer resistencia. Su piel de lino blanco se enredó entre mis nudillos. Atrajo mis manos hacia sí y abrió la boca para hablar con voz profunda, imperativa.
– Todo va a salir bien, créeme. – Al fin me tuteaba y le vi tal como era. Inteligente, afable y fogoso. Repleto de un ardor inabarcable.
Y le creí. Le creí un segundo antes de que me besase. No acogí con sorpresa a su boca, sino como una consecuencia inevitable. Sus labios eran esponjosos, su lengua viva, exploraba en busca de la mía y la encontró presta, deseosa al tiempo que cobarde. Me aparté un instante, salté de la silla aturdida y él me imitó. Ambos de pie, nos miramos sin remedio, no hubo palabras, caímos de nuevo en la pasión desenfrenada de un beso eterno. Nuestras lenguas se unieron en un juego sin perdedores. Me sorprendió el dulce sabor de su saliva. Tanto como el aroma a madera y caña de azúcar que emanaba su cuerpo.
Su cuerpo, ajeno apenas unos instantes atrás, había aniquilado toda la distancia posible con el mío. Sus manos se aferraron a mi cuello, las mías a su espalda. La recorrí de arriba a abajo, atrayéndolo hacía mí. Sus pectorales aplastaron mis pechos y creí advertir un leve gesto de victoria en su rictus.
Subyugada por aquellos dedos sedosos y sólidos a un tiempo, apenas pude pensar un instante en lo que estaba ocurriendo. Por un momento confundí la realidad con un sueño, pero ese desconcierto voló lejos con la última acometida de su lengua, enredada en la mía. Estaba en un aula del colegio de mi hija, besando a un desconocido con nula capacidad para detener a mis más profundos deseos. Luché por oponerme a ellos, me aferré en la búsqueda de mis seres queridos, pero no los encontré en mi memoria más que de manera fugaz, transitoria. Pugné por recuperar la senda perdida de mi vida serena, pero un paso tras otro caía en un profundo pozo de gozo y desesperación. Hasta que no pude más que rendirme a la tersura de sus manos, al ímpetu de sus besos y al vigor con el que había comenzado a masajear mi trasero.
En el fragor de la batalla iniciada por nuestras bocas, no fui consciente de que me había empujado a caminar hacia atrás hasta que topé con su escritorio. Suspiré, no sé si de gozo o de asombro. Sentí su cuerpo pegado al mío, algo duro entre sus piernas. Acaricié sus pectorales, más fornidos de lo que parecían, mientras él apartaba mi melena y besaba mi indefenso cuello, como una fiera que atrapa a su presa. Me estremecí y me aferré a su nuca. Mis dedos se perdieron entre sus cabellos claros, revueltos. Apenas fui consciente de que sus labios recorrían la llanura inicial de mi pecho. Con dedos hábiles desabotonó mi camisa y estrujó mis senos hundiendo la boca entre ambos. Descolgó mi sujetador lo justo para dedicar unos leves segundos a la tarea de lamer mis pezones, tiesos como el acero. Los succionó con ordenada pasión y continuó lamiendo la estepa en la que yacía mi ombligo. A continuación, con un frenético movimiento se perdió bajo mi falda.
Sin darme tiempo a reaccionar arrió mis bragas y sentí el calor de su aliento entre mis muslos. Con manos fuertes me alzó sobre la mesa, obligándome a sentarme en ella. Abrí las piernas para acoger su lengua. No perdía el tiempo y acallé un gemido cuando acertó en el blanco. Arqueé la espalda y apoyé las manos sobre la mesa. Algo debió caerse, pero no hice caso al ruido. El ruido, alguien podía oírnos, sorprendernos. Tan solo fue un acicate para mi placer. En lo único que podía pensar era en el placer que me proporcionaba su lengua lamiendo mi clítoris. Con dedicado esfuerzo lo succionaba con la pericia de un avezado amante. Mis jugos explotaban en su boca, se mezclaban con su saliva a lo largo de mi vulva. Acarició mis labios menores con delicadeza. En ocasiones, cambiaba la dirección en la que su lengua se movía, también el ritmo, me tenía en un estado cercano al éxtasis, enloquecida, sin decidirse a llevarme hasta él. Me aferré a su cabeza, oculta bajo la tela estampada de mi falda y hundí sus fauces contra mi entrepierna. No hizo falta más señal que esa. El ritmo de su lengua se volvió frenético. La presión que ejercía en mi centro de placer no podía ser más certera. Mis piernas comenzaron a temblar, un inmenso gozo se adueñó de cada célula de mi cuerpo, la sillas y pupitres flotaron alrededor de una neblina translúcida y el aula fue engullida por un espacio etéreo que daba vueltas sin cesar. Cerré los ojos, contuve la respiración y alcancé un clímax agudo, de una exorbitante y desconocida intensidad. Un gemido quedo se escapó por fin de mi garganta, al tiempo que una sucesión de infinitas descargas eléctricas provocaba diminutos terremotos en cada uno de los poros de mi piel. Volví a gemir, no fui consciente del vigor con el que los dedos de mi mano derecha apretaron la cabeza de mi amante contra mi sexo. Su lengua traspasando los límites de mi placer, sus labios hundidos en mi vulva con la sencillez de un maestro, bebiendo del manjar que ofrecía mi sexo, al tiempo que de mi garganta escapaba un gemido tras otro. Admiré más tarde la capacidad pulmonar del profesor, pero en ese instante no pude más que disfrutar como jamás lo había hecho.
Cuando al fin recuperé el dominio de mis músculos, aflojé la presión sobre su cabeza y apenas tuve tiempo de añorar el roce de su lengua entre mis piernas. Le vi reaparecer de debajo del repulgo de mi falda con un halo de belleza inusitada. El arrebol de sus mejillas y una sonrisa lobuna me informaron de que aquello no había terminado. Saboreé las mieles de mi sexo en su boca y aspiré profundamente. El aroma embriagador y dulzón de mis flujos se perdía más allá de su mentón. Busqué a tientas su paquete y lo encontré rebosante. Fue él mismo quien desabrochó sus vaqueros y me ofreció una excelente verga, gruesa, venosa y con un glande rosado y brillante. Abrí la boca y no pude más que relamer mis labios. Hice regresar a mi mirada hasta sus ojos y allí estaba el hombre travieso, dominante, conminándome a una tarea para la que no me hacía falta invitación.
Me arrodillé presurosa y saboreé con el ansia de una hambrienta la estaca que me ofrecía. Su aroma a cuero almizclado se coló en mis fosas nasales inflamando mi pasión. La engullí una y otra vez. Chupé con fruición al ritmo que él marcaba con sus manos apoyadas en mi coronilla. Sin pausa, me deleité con cada uno de los matices de su estupendo miembro. De golpe detuvo mis movimientos y fue él quien se movió. Una y otra vez clavó su pene entre mis fauces salivosas con un vigor animal. Apenas podía respirar, pero el ardor de mis mejillas se trasladó a mi entrepierna. Sentir el deseo de aquel hombre descargándose sobre mi cara era más de lo que podía soportar. Me aferré a su trasero y yo misma lo empujé contra mí, ahogando su furia en lo más hondo de mi garganta. De haber podido hablar le hubiese suplicado que siguiera, que descargase toda su simiente en mi boca. Sin embargo, se detuvo, dejándome huérfana de su sobresaliente falo.
Con un gesto tan delicado como inevitable me puso en pie. Asistí con lasciva incredulidad a la anulación de mi voluntad cuando me dio la vuelta. No podía negar su autoridad ante las brumas de la realidad. Me apoyé en la mesa y sentí el vuelo de mi falda al alzarse sobre mis caderas desnudas. Me penetró con una urgencia atávica. Gemí con el vigor de su primer embate y contuve a mi garganta con los siguientes. Sus manos tiránicas se aferraban a los lados de mis glúteos como dos tenazas. Una y otra vez empujó su miembro dentro de mi sexo, sin pausa. Podía escuchar su respiración queda, contenida sospeché que tan solo por el lugar en el que nos encontrábamos. Un lugar que había perdido todo el sentido. Ya no era el aula de un colegio, era parte de un recóndito e insondable mundo en el que nos hallábamos perdidos. Sin más posibilidad que la de seguir adelante.
El golpeteo de su pubis contra mi trasero se tornó frenético. Su sexo entrando y saliendo del mío con un agitado ardor. Los dedos de su mano derecha encontraron mi entrepierna sin que él variase el ritmo de sus embestidas. Se aferraron a mi clítoris y quise gritar. No me era posible soportar aquel placer. Traté de atisbar detrás de mí, observar la tensión de su cuerpo empujando sobre mi trasero, taladrando mi sexo enloquecido, pero apenas pude echar más que un vistazo rápido. Sus ojos me obligaron a retirar la mirada sin ofrecer ninguna otra opción.
Aturdida ante el tamaño de mi gozo no pude contener la saliva y observé como caía sobre la mesa. Me concentré en sus dedos, que bailaban exaltados sobre el botón de mi placer, lo pulsaban con la misma maestría con la que su sexo me penetraba sin cesar. Creí que mis piernas no soportarían mi peso cuando sentí descargarse en mi interior toda su fuerza. Con un irracional vigor se derramó dentro de mi vagina entre murmullos de placer. Debí haber huido aterrorizada, pero me abandoné a su placer con el mío propio, entrelazando mis dedos a los suyos para alcanzar un nuevo orgasmo que me hubiese hecho caer al suelo de no haber sido porque él me sostuvo. Sin capacidad para respirar creí morir de gusto y solo recuperé la capacidad para volver a sentir el aire que nos rodeaba varios segundos después de haber disfrutado como jamás lo había hecho.
Padecí el doloroso desamparo de su sexo cuando me abandonó. Apenas noté la tela de mi falda cayendo sobre mis piernas, las bragas sobre mis rodillas, mientras mi pecho se posaba sobre la madera de la mesa, empapada de mi propia saliva. Boqueaba en busca del aire del que me había privado aquel ser salido de mis sueños. Me giré con lentitud, con un pavor ancestral, para ver a mi amante. El pelo sudoroso se me pegaba a las sienes. Erguí mi espalda con esfuerzo y allí estaba, radiante, con las mejillas sonrosadas y la lujuria aún colgada de los párpados. Quise besarle, pero un fulminante pudor me obligó a colocar mi sujetador, a abrochar mi camisa y subir mis bragas. Atusé mi pelo mientras él se alejaba para abrir la ventana, ya perfectamente vestido. Una ráfaga de aire helado me alcanzó erizando el vello empapado de mi nuca. Quise decir algo, pero él se me adelantó.
– Creo que ya está todo aclarado, Raquel. – Su voz sonaba ausente, carente de emoción. Casi dañina. – Si le parece bien les mantendremos informados sobre la evolución de su hija.
Asentí sin poder contestar. Las palabras no acudían a mi boca. Tan solo quería besarle de nuevo, sentir su cuerpo contra el mío, pero él era otro hombre, ya no era el mismo que minutos antes me había poseído. Tan solo era el tutor de mi hija. Un desconocido. Las imágenes procedentes de mis sueños se colaron en mi cabeza, se mezclaron con los recuerdos de lo sucedido mientras abandonaba el colegio flotando a través del pasillo. Cuando llegué hasta donde mi hija me esperaba junto a su amiga, no recordaba como había atravesado el patio. El aire era vaporoso a mi alrededor y al verla sentí pánico. Creí que adivinaría lo sucedido con tan solo observar mi rostro. Apreté los muslos, tratando de espantar la impudicia, mientras caminábamos con rapidez hasta casa. Escuchaba la voz de Laura, pero no la entendía. En mi cabeza solo había un hombre sometiendo a mi cuerpo y mi conciencia. Castigué a mi hija en su habitación y me tumbé en la cama. Aún guardaba la semilla de mi amante en mi interior, ya no saldría de allí, se quedaría conmigo para siempre, de la misma manera que lo harían sus besos ardientes, sus manos convertidas en garras, su pétreo sexo o sus enérgicos embates. Me dormí aferrada al miedo a perder todas aquellas sensaciones.
Me despertó mi marido, acababa de llegar del trabajo. Me encontraba bien, tan solo estaba cansada, respondí a su inquisitiva preocupación. Últimamente duermes demasiado, fue su sentencia. Sentí una inmensa lástima, más por mí que por él, antes de explicarle lo que había hecho Laura. Agradecí que hablase con ella mientras yo hacía la cena. Cenamos en un silencio apropiado ante lo ocurrido en el colegio. Después, Laura regresó a su habitación. Mi marido puso un partido de fútbol en la televisión y yo me fui a la cama con la falsa intención de retomar la lectura, pero me acabé masturbando con la mente puesta en el único lugar al que sabía que no podría regresar jamás.