Capítulo 1
Cuando tengo sexo pienso en los momentos que me han llevado hasta allí. Confieso que lo hago en ocasiones, cuando quiero correrme, porque me excita ver cómo hemos sucumbido dos personas a una tentación. Pienso en las palabras mágicas que han puesto cachonda a la otra persona, pienso en el vestido que llevaba y en si se lo puso para seducirme, pienso en cómo nos sujetábamos del brazo cuando aún no nos lanzábamos a agarrarnos de partes más sexuales. Me vale con recordar el Whatsapp con el me pidieron un café inocente, con el saludo cordial, la sonrisa impostada de saludo a un conocido que termina en la boca abierta y la lengua solícita. En síntesis, lo que más me gusta es lo que convierte en insaciables a los decentes, lo mejor del sexo es la corrupción.
Cuando yo seguí a Anita en Instagram y ella me siguió de vuelta ¿en qué pensaba sino en sexo? ¿Pensábamos acaso en saber uno del otro, en afianzar un like más en cada foto? Es seguro que no pensamos mucho. Simplemente nos seguimos de esa forma silenciosa y vigilante que permiten las redes. Nos miramos unas semanas las historias, hasta que primero yo y después ella nos pusimos un «megusta», un código morse, una lucecita haciendo señales de noche a ambos lados del frente. Después de algunos más, un emoji, o varios. Después un comentario de la nada «vaya viajecitos», un «qué pintaza» o una observación sobre algo no nos importase para poder preguntar «¿Qué tal la vida?». Ella me contestó algo que ya no recuerdo. Yo le mentí entonces y le dije que recordaba con mucho cariño los años de nuestras clases juntos, de alguna profesora motivadora. Yo inventaba aquel mundo sin sentido en el que una chica con la que apenas hablaba formaba parte de algún tipo de nostalgia.
Si hubiera sido sincero, le hubiera recordado los ratos antes de clase en los que estábamos solos ella y yo en el aula. Teníamos quince o dieciseis añitos apenas, teníamos un flequillo que hoy nos causaría risa, los cuerpos nuevos, la vista atenta, las voces tímidas, pocas palabras uno con el otro y, sobre todo, tanta experiencia en el amor como ninguna. Ella era monísima y yo, como solía, me enamoré. Pasaba con ella media hora en silencio, sin que ni uno ni otro dijera más que un par de cosas por compromiso, con temas de conversación de ascensor. Y cuando decía naderías era cuando me sentía con derecho a poder mirarla un instante, su cabello castaño y su piel rosada, sus manitas asomando por sudaderas de marcas de niña bien, sus grandes ojos color otoño. Tenía también un cuerpo que descontrolaba mis hormonas. Tanta curva tenía en las caderas, tanto era su culo, que un amigo y yo la llamábamos «el Límite», frontera entre lo recto y lo que se pasó de ambicioso. Y siempre que pude, confieso, miré.
Diez años después, con cuerpos probados, con la vista gastada, con «sobrecualificación» para el amor, ella no había hecho más que mejorar. Ahí seguían sus nalgas, redondas de perfil y tan tentadoras como la nieve recién caída, esperando a ser manoseada. Estaban estranguladas por una cadera ridícula, con unos muslos grandes, piernas cortas y pies pequeños. Seguían su sonrisa y sus dos hoyuelos encantadores todavía, ahora con más pecho y con un corte de pelo adulto. O quizás era solo un espejismo propio de fotos digitales, un reflejo que al acercarte en persona se perdería entre mediocridades y decepciones, como el manantial entre las dunas.
Antes de quedar con ella, utilicé un pequeño truco con ella. Es un clásico. Basta con acudir a cualquier ceremonia social: discoteca, fecha señalada, evento o cualquier otra forma de botellón bajo techo y, allí, buscar algún conocido de la mujer en cuestión. Fue a mi viejo conocido Puertas al que le pregunté por ella. Le comenté la sorpresa para mí al ver que todo su grupo seguía junto, hecho que además no podía producirme mayor indiferencia. Hice unos amagos tímidos preguntando por este y por aquella hasta llegar a Anita. “¿Está contenta, ella?”, “Está increíble”, “¿Tiene novio ella?”.
“Sí, soy yo”, me contestó Puertas enseguida. Apretó la sonrisa, se recordó a sí mismo como a mí la fortuna de su noviazgo. Le felicité enseguida y, quizás cayendo de la astucia a la maldad, le dije que realmente tenía una novia guapa, a la que ya de adolescente había visto así. Me dijo “Vaya… Lo sé. Es la hostia. Yo estoy muy contento”, con los silencios que se dejan para acabar una conversación. Era perfecto, porque ya sabía que él iba a retransmitir todo lo que yo le había dicho; y también que él me convertiría en un gran personaje: el advenedizo, “el flipao’ ese”, en lo que necesita una mujer para ser infiel: una dosis de peligro que parezca bajo control. A quien no siente celos no se le pueden poner los cuernos.
No parecía un novio tóxico, Puertas, así que pensé que debía dejar pasar más de un día para actuar. No discutirían ese viernes, pensé, sino el sábado por la mañana y por la tarde de nuevo, quizás. El domingo ya caídas las siete, cuando todos afrontan fatalmente la llegada de un nuevo lunes, escribí a Anita.
“¿Te escondes de mí?”, le puse. Como en un juego de espías, sabía que cualquier comunicación me vendría cifrada, quizás incluso censurada como para pasar la visión del enemigo.
“¿Me escondo?”, “¿Es que me persigues?”, repuso.
“Tenía ganas de verte”, dije casi al instante, no siguiendo hasta que me apareciera el “visto” y continué entonces con “Vi a alguno de tu grupo y me apeteció hablar contigo”.
“Puesss, aquí me tienes”, replicó.
“¿Te tengo?”, repliqué yo. “Yo pienso que ya no, que ahora tienes más la cabeza en la semana que viene y en el trabajo”.
“Por desgracia”, dijo ella. Empecé a dudar. Su equilibrio camuflaba su desinterés o su juego. Cuando me iba decantando por lo primero, continuó con un “¿Tú es que tienes la cabeza en algo mejor?”.
“Oh, ahora mismo en esta conversación, claro”, dije. Me arrepentí de esto enseguida, pensé que sonaría a acusación lastimera.
“Ya, ya…”, “Yo creo que estás tramando algo”, dijo. Me dejó de hielo, parecía de repente que si estaba involucrándose en el crimen. Y sin embargo dijo “Viendo tus redes tú siempre estás en algo, en viajes o escribiendo o lo que sea”.
“¿Y por qué no me concedes uno de mis tres deseos, te tomas un café conmigo y te cuento sobre esos viajes y esos escritos y ese lo que sea?”, dije.
“Jajaja”, contestó cortésmente. Esperé. Los tres puntos de suspense me aguantaron la mirada durante crueles y cruciales segundos. “¿Tantas cosas me vas a contar?”, dijo al fin.
“Tantas como tú a mí de vuelta”, “Mira, mañana seguro que lo que tienes que hacer por la tarde no es mejor que tomarte una palmera de chocolate blanco y contarme todo lo que ha sido de ti en condiciones”.
“Oye… Tú me has estado viendo muchos stories ya, eh jajajaja”
“Puede ser jajaja”
“¿Y a qué hora es esa palmera?”
Éxito, primera brecha abierta en la línea gracias a las informaciones interceptadas. Sin embargo, Anita no era como otras infieles. No dudo de que fuese consciente de mi interés. No sé si le resultaba un divertimento o un “defecto” que tantos hombres y mujeres tenían al acercarse a ella. Lo que ahora creo es que no lo sabía, no sabía qué quería, lo que es muy distinto de no querer nada.
Para la cita, como siempre, solo podía pensar en qué llevaría puesto. Primero porque ella me encantaba, su pecho firme y sus piernas recias: un cuerpo que hacía malabares entre el de la gimnasta y la del cabaret, aunque siempre vestida de oficina. Segundo porque en la ropa las mujeres dejan escrito al mismo tiempo lo que piensan de ti y lo que piensan de ellas desde el primer momento en que las ves. Claro que hace falta ser buen lector y no perder el equilibrio.
No siempre un escote es una señal. Pero en este caso ahí estaba, presidiendo una apariencia mágica. Tenía Anita una camisa azul apretada que empujaba sus pechos uno contra el otro, unos vaqueros ajustados y un collar de los que llaman choker, negro, que hacían de ella un regalo envuelto a presión, una fruta hinchada en su propia piel. Me imaginé rompiendo esa camisa, mordiendo el collar como un perro y bajando los vaqueros para penetrarla nada más verla. Tardé dos segundos en devolverle el saludo, perdido en la ensoñación, y a ella le gustó.
Andamos a por un café, pero a ella no le convencían los sitios que nos aparecían. Yo probaba dándole nombres de sitios céntricos y ella los rechazaba con naderías. Ya la llevé a uno más discreto, con una mesa fuera de la vista de los demás. Allí hablamos de cosas sin importancia, de bromas, de algún recuerdo pasado y alguna fantasía perdida. Lo interesante vino al hablar de sexo, claro.
Yo diría que es un termómetro fiable o, al menos, un indicador de por dónde no pisar. Siempre que alguien esquiva el tema de sus relaciones, se puede dar por hecho que no quiere tenerlas contigo. Y si se muestra interesada, atrevida, preguntona o confesada pues, en fin, al menos puedes seguir avanzando. Empecé, claro, por lo más tranquilo:
ー ¿Cuánto llevas con tu novio?
ー Seis años ー bajó la mirada.
ー Vaya, hay matrimonios que duran menosー dije yo y ella se rió
ー ¿Y tú? ¿No tienes pareja?
ー Yo… Supongo que no soy esa clase de persona ー Ella arqueó la ceja al oírme ー. Será que no soy hombre para parejas o que no sé tenerlas, siempre tengo otras cosas.
ー ¿Qué cosas?
ー Pues…
ー Amantes ー dijo ella y sonreí yo, bajando la mirada ー. Chicas para tener historias con ellas.
ー …Y escribirlas después.
ー ¿No te sientes solo? Quedarte siempre en eso…
ー Sí. Pero esas historias, como tú has dicho… Las historias son muy adictivas, puedes tener muchas, creer que ya les tienes cogido el secreto y, al final, las vidas de personas que amas revelan… bueno, revelan nuevos secretos, te enredan a ti en sus tejemanejes ー ¿Te puedo contar una?
ー Claro ー Sus enormes ojos melosos se entornaron y entonces abracé su mano con la mía.
ー Tuve una amante ciega. Una chica preciosa, nunca se peinaba, nunca le importó cómo iba vestida ni si la afeaba un grano, pero con una sonrisa y un cuerpo increíbles. Lo único que sí le preocupaba eran sus pendientes. Igual tenía medio centenar de pares de pendientes y todos los distinguía hasta con nombre, porque todos ellos tenían un sonido distinto. Su única coquetería, su único momento presumido, era al agitar suavemente la cabeza para oír el tintineo bajo sus orejas.
ー Vaya… ¿Y los…?
ー Y si te lo estás preguntando, sí, también los llevaba puestos durante el sexo y también los hacía tintinear.
ー ¡Oye! ー se rió, fingiendo escándalo ー ¿Qué imagen tienes de mí? Pero, bueno, ya que me cuentas, ¿cómo era?
ー ¿El sexo?
ー Sí.
ー Diferente. Hay cosas que son lo que te puedes suponer. Le encantaba tocar, no te quitaba las manos de la cara, del cuello, del pecho… Y le encantaba ser manoseada, claro. Ella quería oírme siempre, eso la volvía loca, cuando le hablaba en el oído.
ー ¿Sí? Bueno, eso es normal.
ー Ya, pero más. Cuando la tocabas, cuando le hablabas o cuando gemías ella lo disfrutaba el doble. Las cosas que eran diferentes, de todas maneras, eran las que tenían que ver con la vista. Nunca lo hacíamos con la luz apagada porque a ella no le importaba. Pero, además, tampoco le importaba hacerlo en el coche, por ejemplo. No pensaba mucho en si había gente cerca o no, tenía la cabeza más puesta en su calentón. A veces me acariciaba en un café o en un parque hasta que yo caía.
ー ¿En un parque? ー preguntó con la boca entreabierta.
ー Sí, ー sonreí ー no ha sido mi momento más sensato. En un banco empezó a tocarme y en un momento dado se sentó encima, en mi regazo. Me dijo que no llevaba bragas y…
Anita se puso roja. Le entró la risa nerviosa. Preguntó algunas cosas más y entonces le dije que si quería ir a dar un paseo. Aceptó. No me dejó pagar. Nos fuimos.
Ya era tarde. Fuimos sin mucho rumbo hasta dar con las afueras, cuando las farolas ocupaban el puesto del atardecer. Sin pensarlo mucho nos vimos caminando un sendero de tierra, junto a un riachuelo artificial, entre las parcelas de césped y el pinar. Llegamos a unos columpios y ella se subió y me pidió que la empujase. Me puse a su espalda, coloque mis manos firmemente en sus caderas y la mecí un poco hasta que cogió impulso y ya la lancé con más y más fuerza (“Más rápido, más rápido”, pedía ella). Llegó casi a hacer un ángulo recto y en el mismo cénit saltó. Estuvo suspendida en el aire un segundo, con las piernas y brazos extendidos como una estrella. Cayó sobre el suelo de gravilla y se echó a reír. Al poco se me acercó y me dijo “Es tarde”.
Cogí sus manos y me la acerqué. Puse las mías en su cintura. Ella no dijo nada pero nunca dejó de mirarme. Acerqué mis labios a los suyos, sujetados por nuestras frentes chocándose. Sentí que iba demasiado bien, me emborraché de lujuria un instante, me quedé a unos centímetros, donde sentía su aliento calentarme. Mi mano se extendió por su espalda y la apretó contra mí con fuerza, sus palmas subieron por mi pecho hasta peinar mis barbas. Resistí un segundo, dos, tres y me besó.
Apretó mi cara contra la suya, sus labios contra los míos. Sus besos eran absorbentes, no era suave ni lujuriosa, no usaba la lengua ni los dientes, pero besaba como si bebiera de mí un elixir del que dependía mi vida. Y al terminar el beso me parecía que, sin fuerzas, necesitaba volver a besarla para recuperarme, solo para ser absorbido de nuevo por la succión de su boca.
Lo mismo que una droga era el impacto de esos labios humedecidos, que después de absorber mi espíritu paseaban con dulzura por mis mejillas, mis orejas y mi cuello. Me susurró “¿Vas a hacer lo que te diga?”. Asentí. “Tócame”, me dijo.
Le di la vuelta y la apoyé contra el solitario tobogán. Coloque una mano en su nuca, empujando su cabeza contra la pared. La otra subió hasta su pecho, entró por la camisa y lo masajeó. Ella se tocaba su otro pecho y su entrepierna. Entonces encajé sus nalgas contra mi pene, que podía golpear su entrepierna a través de los dos pantalones, que estaba tan duro que hubiera podido atravesarlos. Su culo era la única parte de su cuerpo más ancha que la mía. Era, vestido, tan grande que no podías abarcarlo con las dos manos, tan prieto como un neumático. La azoté, me agaché y hundí la cabeza entre los dos glúteos mientras ella gemía y me decía “Bien, así”. Mi nariz y mi boca chocaban contra su sexo escondido, mis ojos no veían más que aquel culo.
“Levanta”. Me levanté. “A ver qué tienes para que juegue”. Metió la mano en mi calzoncillo y acarició mi polla con los dedos índice y corazón. Nos mirábamos: yo serio, ella sonriente. Se arrodilló y bajó levemente mis pantalones, mi pene quedó colgando, apuntándola. Apenas nos escondían los tablones de un castillo de niños. “A mí no me vale cualquier cosa”, me decía mientras jugueteaba a apartar con un dedo el falo para que este volviese rebotado, rozando con sus labios el glande. “Si quieres metérmela, vas a tener que portarte bien. Yo no soy una chica fácil”, me avisó, con voz inocente, comenzando a amasar mi pene. Ponía su cara cerquita, con su boquita a medio centímetro del miembro, con sus ojos gigantes mirándome. “Yo no soy como tus otras chicas, no me bajo las bragas con el primero que pasa”, seguía ella, “Tengo novio, ¿vale? Yo nunca le haría algo así, no me van los creídos como tú que creen que pueden follarse a todas, ¿verdad?”. Empezó a subir el ritmo, estaba muy excitado y ella lo sabía, aunque no quería dejárselo ver. Ella abría la boca cerca de mi sexo, apretaba y aceleraba y cuando me veía contraerme sonreía. “Tú me has visto en instagram y has pensado las ganas que tenías de follarme en el instituto”:
ー Pensaba en todas las veces que me he tocado pensando en ti” ー le dije, cerrando los ojos, tratando de ignorar el placer.
ー ¿Sí? En mi culo, ¿verdad? ¿Te crees que no te vi mirarlo embobado en cada clase de educación física? ¿Querías tenerme, desnudarme, que te la chupe también y, sobre todo…?
ー Sobre todo quiero ponerte a cuatro patas y oírte gemir mi nombre ー respondí.
ー Muy bien, buen chico, dime la verdad ー ordenó.
ー Quiero follarte, me da igual tu novio, me da igual que nos vean ahora mismo, quiero arrancarte el pantalón y follarte como a una perra.
ー Eso es, suéltate, déjate. Dame tu leche aquí en la cara, tú sabes que yo no te voy a dejar follarme, eso está prohibido y es para las chicas sucias a las que tú estás acostumbrado. Yo soy algo más, soy una princesita, delicada, necesito que me digan cosas bonitas y me lleven de la manita. ー Apuró la masturbación, mi cuerpo no aguantaba más la visión de su cara tan cerca y su voz melosa. ー Venga, córrete, dame tu semen, te prometo que soy buena y te dejo que lo eches todo en mi boca, sé que lo estás deseando. Quieres que te la chupe y liberarte por fin, vamos, ponlo todo aquí, igual que cuando te tocabas tú solito.
Abrió la boca y sacó la lengua, dejando que mi pene rozase al final de cada espasmo con la superficie húmeda. Aquello iba a ser mi fin, notaba el cosquilleo definitivo, mis testículos se recogían y las venas del falo casi estallaban.
Limpié mis pensamientos, suspiré y puse mi mano en su cuello. Ella fue relajando la mano hasta detenerla, mi pene había estado a un zarandeo más de caer. Me agaché y la besé, mordí su labio inferior y luego la tiré al suelo. “¡Ah!”, fue lo único que contestó. Yo bajé sus pantalones, ella estaba bocaarriba y se puso de lado, ofreciendo su trasero gigante al aire.
Era todavía más grande, sus carnes se bamboleaban mientras yo la penetraba y palpitaban cuando empecé a embestirla:
ー ¡Ah, ah, ah! Me estás follando como a una de tus guarras… En el suelo, sin condón…
ー Esto es justo lo que quiero.
ー ¡Uh, uh, oh…! Maldito… Creía que querías ponerme a cuatro patas…
Caí en la provocación, de nuevo. La alcé, la agarré del peló y traje su oreja junto a mi boca, mientras recolocaba mi polla excitada:
ー ¿Así mejor, princesita?
“Pop, pop, pop”, hacían nuestros cuerpos chocando a toda velocidad. Ella gimió dulcemente:
ー Reyes, reyes… Córrete, ahora sí. Mírame… Mi culo es tuyo, estoy rendida, ah ah aah… Córrete dentro de mí. Córrete para… mí, por favor…
Quería resistir, pero ya era demasiado fuerte. Estaba embrujado. Aceleré sin control, ella empezó a chillar. Su culo hacía una onda que iba y venía tras cada estampada. Yo llené mis manos de sus cachetes pero aún así se escapaba la inmensidad de sus carnes. Entonces alcé un segundo la vista y vi su cara dada la vuelta, pasando de una expresión inocente a una diabólica. “Va-mos, Re-yes… Pon tu… Pon tu lechecita… dentro de mí…”.
No pude más, comencé a gemir, casi a gritar y me corrí. “¡Ah, Aaah, Anita, Ana… No puedo…!”. Ella mantuvo la mirada maliciosa y yo eyaculé al menos cinco o seis veces. “Así, así… Muy… bien…”, decía ella en voz baja.
Me caí hacia atrás, apoyando mi espalda en el suelo de gravilla, notando cada piedrecita entre mis dedos, mi pene aún sacudiéndose recto.
De repente volvieron mis sentidos a su sitio. Me vestí y miré alrededor, no parecía que hubiera nadie. Como ella había dicho, “era tarde”. La miré a ella, seguía sonriendo, como siempre. Se sacudía el polvo como si nada pasase. Algo no marchaba bien para mí, tenía la intuición.
“Yo me voy por aquí. Tú te vas por ahí”, me sentenció. Yo aún tenía que sentarme unos minutos a recuperarme, a ponderar qué había pasado, seguramente.
No hubo beso de despedida. No le pregunté si volvería a verla, no quería darle esa satisfacción. Pensé que nos volveríamos a cruzar porque tenía la sensación de que, aunque ella se sabía conquistadora, quería arrebatarme algo que no le había dejado obtener. Aún hoy, después de todo, sigo sin saber con certeza qué tenía ella en la cabeza, qué valoración sacaba de aquel encuentro. Aún hoy sigo sin tener ni idea de en qué piensan las mujeres cuando son infieles.