Me coloqué en uno de los bancos traseros de la iglesia, donde había ido como invitado a la boda de mi primo Luis.
Esto me permitiría esfumarme en cuanto comenzara la celebración y todos estuvieran pendientes de los contrayentes, y esperar fuera la finalización del acto.
Aprecio mucho a Luis, pero no soporto las ceremonias religiosas.
Un revuelo a la puerta del templo precedió a la entrada de la novia.
Se formó la clásica comitiva y, a los acordes de la Marcha Nupcial de Mendelsohn, iniciaron su entrada.
Al pasar por mi lado, y a pesar del velo blanco que cubría sus facciones, pude reconocer el rostro de Alicia.
Estaba preciosa con su vestido de novia. Blanca y radiante, como en la letra de una antigua canción.
Con el cuerpo helado por el estupor, pasó por mi mente en un segundo la película de mi historia con ella, tan sólo hacía dos noches…
Yo había tenido una estrecha relación con Luis desde niños; estudiamos juntos, y nos examinamos de Selectividad al mismo tiempo.
Luego, hubimos de separarnos, porque él había elegido Arquitectura, y yo Informática. Ello no obstante, teníamos una pandilla de amigos comunes y, durante algún tiempo, continuamos viéndonos en las salidas de los fines de semana.
La separación casi definitiva tuvo lugar cuando, terminada la carrera, fue contratado por una importante empresa constructora que tenía su sede en Madrid.
Aún nos vimos unas pocas veces, con ocasión de alguna celebración familiar, pero habíamos perdido el contacto casi por completo.
En una de esas ocasiones, me comentó que tenía novia, pero que no había podido acompañarle, y que lamentaba mucho no poder presentármela. Estuvo hablando horas sobre «su» Carmen, hasta casi llegar a empalagarme; según él, era un dechado de perfecciones. Guapa, cariñosa, «lo más que un hombre puede desear» -esas fueron sus palabras-.
Yo vivo en Barcelona, así es que cuando un año después me invitó a su boda, hube de reservar habitación en un hotel. Como coincidía con una feria de informática, decidí adelantar mi viaje en un día, para poder tener tiempo de visitarla.
Llegué en un vuelo de la tarde, y me dirigí directamente al hotel desde el aeropuerto de Barajas.
Después de registrarme y de deshacer las maletas, me encontré solo en una ciudad desconocida. Me había comprometido a cenar al día siguiente con un grupo de familiares, incluidos los padres de Luis, pero esa noche no tenía ningún plan, así es que me dirigí al bar con idea de tomar una copa, mientras buscaba en un diario de la capital algún espectáculo teatral que pudiera apetecerme.
Si bien estaba enfrascado en la cartelera de espectáculos, había pocos clientes en el bar, así es que la llegada de Alicia no me pasó desapercibida.
Aunque, bien mirado, ella no podía pasar inadvertida, aunque el bar hubiera estado lleno a rebosar. Alta, morena con unos inmensos ojos castaños, y muy guapa, calculé que tendría unos veinticinco años. Cuando se quitó el abrigo, pude observar además un cuerpo estilizado, con unos pechos de tamaño mediano, muy bien formados.
Caderas redondas, un trasero muy apetecible, y unas bonitas piernas. Todo ello enfundado en un elegante vestido de color negro. En torno a su largo cuello, un collar de perlas resaltaba sobre su piel tostada. Estuve a punto de soltar un silbido de admiración.
Ella se percató de que estaba observándola, y me obsequió con una sonrisa deslumbrante. Luego se sentó en un taburete, relativamente cerca de mí, y pidió un refresco de cola. Unos instantes después, extrajo de su bolso un paquete de tabaco, y puso un cigarrillo en sus labios discretamente pintados con una sombra de color, mientras buscaba en su bolso un encendedor. Al no hallarlo, dirigió una seña al barman, que no pudo verla porque se encontraba de costado y relativamente lejos.
Me apresuré a proporcionarle fuego. Después de darme las gracias con una hermosa sonrisa, ella me ofreció sus cigarrillos que yo rehusé cortésmente. Estaba a punto de volver a mi sitio y a mi periódico, cuando escuché por primera vez su melodiosa voz:
– ¿Te alojas en el hotel?.
Sentí un cosquilleo de excitación. Que una mujer así intente entablar conversación contigo no es algo que ocurra todos los días.
– Sí. Acabo de llegar -respondí-.
– Yo no -dijo ella-. He entrado a tomar una copa, mientras hago tiempo hasta la hora de la cena.
«Si esto no es una clara invitación, me como el periódico -pensé-«.
– Entonces, ¿no tienes compañía? -pregunté -.
– ¿Por qué quieres saberlo? -me contestó con otra pregunta-.
– Porque yo también iba a cenar solo. Y se me ocurre que, quizá, podríamos hacerlo juntos.
– No hemos sido presentados -replicó, con una sonrisa que desmentía el rechazo implícito en sus palabras-.
– Me llamo Alberto -respondí mientras le tendía una mano-. Y es para mí un placer conocerte.
– Yo soy Alicia. Mucho gusto, Alberto. -Y puso su manita dentro de la mía-.
– Bueno, ahora que ya nos conocemos, te repito mi invitación -dije yo-. Me encantaría que me acompañaras a cenar.
– No tengo compañía, contestando a tu pregunta de antes, y acepto encantada.
A esas alturas, yo ya estaba un tanto receloso. Aquello había resultado demasiado fácil, y se me ocurrió por un momento la idea de que se tratara de una profesional. «¡Al diablo! -pensé-. Estoy sólo, Alicia es una mujer preciosa, y aunque tenga que rascarme el bolsillo, no se me ocurre mejor forma de pasar la noche».
Por hablar de algo, le conté que vivía en Barcelona, y los motivos de mi viaje a Madrid.
– Yo también tengo una boda pasado mañana -y lo dijo muy seria, con una voz extraña-.
«¿No será la misma? -me pregunté-. No, sería demasiada casualidad. En Madrid deben celebrarse cientos de bodas a diario».
– No llevas alianza. ¿Hay alguna chica en Barcelona esperándote? -preguntó-.
«¡Va directa al grano!».
– Ninguna en especial -respondí-. Tengo muchas amigas, pero no estoy comprometido. No he encontrado aún la mujer que podría llegar a hacerme abandonar mi independencia. ¿Y tú?. ¿Tienes novio?.
– Mira, acaban de abrir el restaurante -me indicó-.
Efectivamente, un camarero retiraba, al fondo del bar, el cordón de seda que impedía la entrada. Y advertí de que había rehusado claramente responder a mi pregunta. Así es que no insistí.
Durante la cena, estuvo incitándome a hablar sobre mí todo el rato. Pero me di cuenta de que se evadía cada vez que intentaba saber algo más de ella, excepto temas poco comprometedores, tales como sus aficiones. Le encantaban, como a mí, el teatro y la música clásica, especialmente la ópera -y no era una pose, porque demostró amplios conocimientos sobre el tema-. Le gustaba nadar, y frecuentaba una piscina cubierta durante todo el año.
Con los cafés, me decidí a dar el siguiente paso:
– ¿Te parece que vayamos a tomar una copa fuera de aquí?.
– Me gustaría. Pero hace mucho frío fuera…
«¿Estará diciendo que quiere volver al bar, o…». Era el momento de jugármela:
– Puedo pedir una botella de champagne en mi habitación, si te apetece -ofrecí-.
Ella se ruborizó ligeramente:
– ¿No crees que vas demasiado rápido? -preguntó-.
Pero no había rechazo en su voz ni en su actitud.
– Es uno de mis defectos, lo siento. Cuando quiero algo, me resulta muy difícil soportar la espera hasta conseguirlo. Y en este momento, eres tú lo que deseo.
No respondió. Pero tampoco se había negado. Firmé la nota, y me levanté, imitado por ella. En el ascensor, probé a besarla. Su boca me recibió entreabierta, permitiendo que mi lengua jugara con la suya. Y mis manos acariciaron su espalda, sin ningún asomo de rechazo por su parte.
Llamé al servicio de habitaciones, encargando una botella de Don Perignon, que nos fue servida en pocos minutos. La habitación disponía de música ambiental, y estuve seleccionando canales hasta encontrar uno que emitía una música apropiada para bailar.
Serví la bebida burbujeante en dos copas:
– Por nuestro encuentro -dije, mientras chocaba mi copa con la suya-.
– Por el amor y la felicidad -brindó ella-.
Yo estaba todavía esperando el momento en el que Alicia comenzara a hablar de dinero, pero esto no ocurría, y yo estaba cada vez más extrañado. No podía ser verdad que una mujer así, guapa y elegante, hubiera tomado la iniciativa de tener una aventura con el primer desconocido que encontró.
Pero para entonces, no me importaban sus motivos. Estaba allí, dispuesta a hacer el amor conmigo, y mi deseo de ella era casi doloroso, incrementado por la emoción del descubrimiento, de la primera vez. Y no era además cualquier mujer: guapa, elegante, culta, y adivinaba que apasionada; lo más que un hombre podía ambicionar.
«¿Dónde he escuchado yo esa frase?». Y sentí la confusión interior que acompaña a lo que los franceses denominan «dejà vu».
La tomé de la mano, y la enlacé por la cintura en el extremo despejado de la habitación, cerca de la ventana cegada por una espesa cortina. Y nos movimos estrechamente abrazados, mientras mis labios recorrían su rostro, posándose brevemente en su frente, sus párpados, sus pómulos, las aletas de su nariz, y por fin de nuevo en su jugosa boca. Deshice el moño que recogía su pelo, que quedó suelto en una melena hasta sus hombros. Quería acariciar su cabello, suave y sedoso entre mis dedos.
Cuando mi boca llegó a su cuello, y después al nacimiento de su pecho, ella suspiraba con los ojos cerrados, su boca ligeramente entreabierta, imagen de la anticipación del placer. Y cuando acaricié sus senos sobre la tela del vestido, ella puso sus manos sobre las mías, acompañándolas en su suave roce.
Abrió los ojos; sonreía dulcemente, y se separó de mí, dirigiéndose al cuarto de baño. Yo me desnudé rápidamente, y la esperé en el mismo lugar.
Ella apareció ante mí unos instantes después, completamente desnuda, y la visión de su cuerpo me hizo contener la respiración. Sus senos seguían erguidos, sin necesidad de sujetador, y su vientre plano daba paso al corto vello de su pubis, enmarcado por unas hermosas caderas suavemente redondeadas. Más abajo, dos preciosos muslos, entre los cuales se adivinaba más que veía el inicio de la hendidura de su sexo. Su piel suave estaba ligeramente tostada, sin la menor señal blanca de braguitas ni sostén.
Ligeramente ruborizada, se acercó muy despacio, y se abrazó a mí, iniciando de nuevo los movimientos del baile interrumpido. Pero ahora mis manos no encontraron ninguna barrera que impidiera el contacto con la suave piel de sus pechos. Y sus pezones se endurecieron con el roce, motivando que, de nuevo, de su preciosa boca salieran suaves gemidos de gozo. Y mi falo apretado contra su vientre, sentía también la caricia de seda de su piel.
Acaricié sus firmes nalgas, incrementando aún más la presión entre nuestros dos cuerpos unidos. Ella deslizó sus manos entre ambos, tomando entre ellas mi verga enhiesta, al máximo de su tamaño. Y sus gemidos se incrementaron, dando fe de su excitación, creciente por momentos.
La conduje suavemente hacia la cama más cercana, tendiéndola boca arriba y, arrodillado entre sus piernas separadas, cubrí de besos aquel maravilloso cuerpo. Mi lengua rodeó el pequeño botón de su ombligo, perdiéndose después entre los pliegues de su vulva, húmeda y turgente de deseo. Y ella se estremeció inundada por el placer de un intenso orgasmo.
Continuamos besándonos apasionadamente. Sentía un raro dolor en el pecho y un nudo en la garganta al contemplar su hermoso cuerpo abandonado sobre el lecho, deseoso de mis caricias, anhelante de más placer.
Mi pene encontró el camino de entrada a su vagina. Y contuve mi hambre de ella, embistiéndola suavemente, con lentos movimientos, deseando prolongar aquella maravillosa unión.
Sus piernas rodearon mi cintura. Y sus suaves gemidos eran ya pequeños gritos de placer sin límite. Y descargué dentro de ella mi caliente semen, sintiendo el goce más intenso que nunca mujer alguna me hubiera proporcionado.
Estuvimos abrazados mucho tiempo, besándonos intensamente, y descubriendo una vez más el tacto de nuestros cuerpos con nuestras manos ansiosas.
Y nos enlazamos nuevamente, en otro acto de amor, ahora más tranquilo, pero igualmente placentero.
En algún momento de aquella noche me venció el sueño. Cuando desperté de madrugada, sólo quedaba en mi cama el hueco de su cabeza en la almohada, y algunos de sus cabellos esparcidos sobre ella. En el espejo del baño, unas letras escritas con lápiz de labios, firmadas con la imagen de carmín de su boca:
«Quizá, si te hubiera conocido antes…»
En contra de mi costumbre, no salí en ningún momento de la iglesia, pero no oía ni veía nada. Mi mente estaba ocupada por el recuerdo de mi noche de amor con la que, unos minutos después, se convirtió en la esposa de mi primo.
Era imposible que en una ciudad tan grande, hubiera entrado por casualidad en aquel hotel, y se hubiera tropezado fortuitamente conmigo. Aquél encuentro, sin duda, había sido buscado por ella.
Dudé si acompañarlos al convite. Pero no podía desaparecer sin despedirme. Y además, tenía que saber…
Pero evité cuidadosamente acercarme a los recién casados cuando acabó la ceremonia. Me era imposible felicitar a mi primo, y temía mi propia reacción, cuando me viera obligado a besar las mejillas de su reciente esposa.
Mi familia notó mi sombrío estado de ánimo durante el banquete, en el que no probé prácticamente nada. Hubo miradas preocupadas, y la pregunta ansiosa de una de las mujeres:
– ¿Estás bien?. ¿Quieres que pidamos una infusión o algo?.
– No os inquietéis por mí -respondí-. Seguramente algo del desayuno me ha sentado mal. Pero ya me encuentro mucho mejor.
Y traté de componer una sonrisa que mi alma no sentía en absoluto.
Después de que los novios abrieran el baile, varios jóvenes solicitaron a Alicia -no podía acostumbrarme a pensar en ella como Carmen-. Al cabo de un rato, ella se dirigió a la mesa para beber unos sorbos de agua, y yo aproveché el momento para acercarme, tomarla de la mano sin decir palabra, y conducirla a la pista. Yo esperaba alguna reacción de sorpresa o confusión, pero no se produjo. Estaba muy seria, con las mejillas de color grana, con su mano en mi espalda, la otra entre mis dedos, quemándome con su contacto.
– ¿Cómo has podido?. ¿Por qué conmigo? -le pregunté-.
Y mi voz era, más que de ira, de dolor contenido.
– Por favor, intenta sonreír. Todo el mundo nos está mirando, y se espera que tu cara exprese alegría, no sufrimiento.
Y ella misma compuso una apagada sonrisa en su hermoso rostro. Se acercó más a mí, su boca muy cerca de mi cara:
– Hace unas semanas me enteré de que Luis tenía una aventura con mi mejor amiga. Estuve rota por la pena unos días, sin saber que hacer, hasta que la ira se impuso. Estaba decidida a romper mi compromiso, pero antes tenía que hacerle pagar todo el daño que me había causado.
– Luis habla mucho de ti -continuó-. Conserva una foto de vuestro tiempo de estudiantes, por lo que me fue fácil reconocerte en el hotel. Me enteré de donde te alojarías, porque estuve presente cuando hablaste con él por teléfono, anunciándole tu llegada. Después…
– ¿Y se te ocurrió pensar en algún momento en mis sentimientos?. Además, Luis es mi primo, y no voy a poderle mirar nunca más a los ojos, después de esto -y mi voz denotaba la ira que hervía en mi interior-.
– Yo no pensé, jamás, que nuestro encuentro pudiera ser para ambos algo más que una noche de sexo. Y, además, te repito que estaba dispuesta a romper con Luis -respondió-. Tuvimos una larga conversación ayer por la mañana. Yo le reproché su infidelidad, le dije que había hecho el amor con otro hombre la noche anterior -no le dije que fue contigo- y le devolví el anillo. Finalmente, él me pidió con lágrimas en los ojos que no le abandonara, y me hizo toda clase de promesas de que nunca más volverá a engañarme con otra. Yo aún le quiero -y sus ojos húmedos, en contradicción son su sonrisa, casi una mueca, me miraron de frente por primera vez-.
– ¿Cómo vais a poder vivir cada uno con el conocimiento de la traición del otro?. ¿Qué clase de matrimonio va a ser el vuestro, con esa sombra planeando sobre vosotros toda la vida?.
– No lo sé. Y tampoco estoy segura de que, en el futuro, Luis no vuelva a traicionarme con otra mujer. Pero está advertido de que, en ese caso, yo haré de nuevo el amor con otro hombre. -Su voz se volvió íntima-.
Aunque ahora tengo tu teléfono, y no necesitaré buscar a ningún otro, si tú quieres…
Magnífico. Lo bueno, si breve, dos veces bueno.