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Una extraña relación

Una extraña relación

Noelia lleva su cabello oscuro muy corto. Digo “oscuro” porque parece de color castaño, aunque cuando lo miras de cerca aparenta ser más bien rojizo –ella dice que no es producto de la química, sino que nació con él así, y yo la creo-.

Mide como 1,75, es delgada y estilizada, con unos pequeños pechos altos y firmes, como a mí me gustan, y un trasero no demasiado voluminoso, pero redondo y bien formado. Y, sobre todo, tiene una cara preciosa, con unos grandes ojazos de color miel, que fue lo primero que llamó mi atención.

Nos conocimos en unas desagradables circunstancias. Hubo un choque en cadena en la autopista, debido a la niebla.

Yo conseguí frenar a tiempo, pero ella no, y estrelló su utilitario contra la trasera de mi coche, afortunadamente a no demasiada velocidad.

Aquel día yo conducía el 4×4, que pesa más de dos toneladas, así es que pueden imaginar quién llevó la peor parte.

Una vez que evacuaron a los heridos –por fortuna no hubo ningún fallecido- aún tuvimos que esperar más de una hora hasta que una grúa retirara su automóvil, y los bomberos consiguieran despejar la calzada de restos y manchas de aceite y combustible.

Y hacía un frío de mil demonios, así es que me pareció de lo más natural ofrecerla el cálido interior de mi coche, porque mi motor funcionaba –al contrario que el suyo- y podía conectar la calefacción de tanto en tanto.

Y también me pareció de lo más natural llevarla a su casa.

Vive en un piso antiguo del centro, en una zona con un tránsito endiablado, donde mis nervios durarían no más de dos días. Pero no a todo el mundo le gusta estar aislado en una casa rodeada de árboles, como a mí.

Para entonces ya conocía algunas cosas de ella.

Tenía entonces 21 años –eso lo miré en su permiso de conducir- era soltera, vivía sola, y trabajaba en una agencia de publicidad como “creativa” –no como modelo, que fue lo que pensé inmediatamente, porque tiene figura para ello-.

Mi intento de conseguir una cita fue rechazado cortés pero firmemente.

No insistí, imaginándome que aquel bombón de mujer de seguro que tendría novio, o por lo menos un, digamos, “amigo íntimo”. Y me separé de ella con un apretón de mano, pensando que no volvería a verla.

Estaba equivocado.

Mi compañía de seguros me llamó un par de días más tarde, para decirme que había omitido indicar en el parte el nombre de su Compañía y el número de su póliza.

Así que busqué en la guía telefónica, pero entre los teléfonos de su domicilio no aparecían sus apellidos.

Dos llamadas a sendos vecinos suyos me dejaron como estaba.

Sí, la conocían, pero no, no sabían su número.

La segunda, una mujer, me dio pelos y señales de a qué horas entraba y salía.

Por último, decidí presentarme en su casa a las siete de la tarde.

Cuando abrió la puerta y me vio parado ante ella, torció claramente el gesto.

Le expliqué el problema, y me invitó a pasar, mientras buscaba los datos que me faltaban.

Su casa estaba amueblada con gusto, en un estilo predominantemente moderno, con tapicería en la que predominaban los tonos pastel.

Después me ofreció un refresco.

Sentados en un mullido tresillo, la conversación fluyó de forma natural:

– Creo que al final, no te di las gracias el otro día. Y me sabe mal, porque te tomaste infinidad de molestias, aunque había sido yo la que embistió tu coche.

– No hay nada que agradecer. Esas cosas pasan, y no tienen nada que ver con tu prudencia o habilidad, así es que no tienes por qué sentirte culpable de nada.

Recordé de repente su mueca de contrariedad al recibirme:

– Oye, ¿no estarás esperando a alguien?.

– No, no te preocupes.

– No me respondas si no quieres, pero es que me pareció que no te hacía precisamente feliz verme…

– No tengo ningún inconveniente. Es solo que creí que, después de haberme negado a salir contigo, venías sólo a insistir de nuevo.

– De ninguna manera haría eso –respondí-. Ahora que, ya que lo dices… ¿te apetecería ir a tomar algo, y después a un espectáculo, o a bailar?.

Sonrió sin poder evitarlo:

– O sea, que lo de los datos de la póliza era un truco…

– Te aseguro que no. Intenté pedírtelos por teléfono, pero no consta tu nombre en la guía. Incluso he venido un poco fastidiado, porque no me gusta nada conducir en Barcelona una tarde de viernes. Pero después de verte, no he tenido más remedio que pedírtelo de nuevo.

Lo dudó unos instantes. Finalmente se decidió:

– Está bien, creo que es lo menos que puedo hacer para corresponder a tu amabilidad.

Conseguí que “tomar algo” se convirtiera en una cena formal, en un buen restaurante.

Luego, estuvimos charlando en un “pub” hasta cerca de las dos de la madrugada, y finalmente, la dejé de nuevo ante la puerta de su casa.

– ¿Sería demasiado pedirte que nos viéramos otra vez mañana u otro día? –pregunté ligeramente esperanzado-.

– Me caes bien, pero es mejor que no repitamos –contestó ella dulcemente-.

– Pero, me has dicho que no sales con nadie… –argüí débilmente-.

– Es cierto, pero… mira, no me conoces y, créeme, hay razones para que no nos veamos en lo sucesivo.

– Bien, si te arrepientes, ya tienes mi teléfono…

Al despedirnos, ella no me ofreció la mejilla, sino otra vez la mano.


No insistí, y ella no me llamó –no tenía yo ninguna esperanza de ello, de todos modos-. Pero no fue la última vez, sino la primera de una serie de muchas.

Un par de semanas más tarde, nos cruzamos en las escaleras mecánicas de unos grandes almacenes.

Ella no me vio, pero yo me quedé de nuevo admirando su maravillosa figura, enfundada en unos ajustados pantalones negros.

La seguí y, tras unas palabras de saludo, conseguí que accediera a tomar café conmigo.

Casi cuando íbamos a despedirnos, le ofrecí acompañarme a una representación de ópera cuyas localidades estaban muy solicitadas, recordando la extensa colección de CD’s de música clásica que había visto en su casa.

Yo había conseguido dos, echando mano de algunas influencias, y pensaba ofrecer la segunda a una amiga, pero… Le costó decidirse, pero al fin accedió.

Después hubo otra cena, un estreno de cine, dos obras de teatro de las que me habló entusiasmada…

Y largas horas de charla. Y un par de copas en su casa, a la vuelta de una de nuestras salidas.

Dos meses después, estaba verdaderamente “colado” por ella, aunque se mantenía fría y distante.

No antipática, de ningún modo, que llegamos a tener mucha confianza, y ella parecía sentirse a gusto a mi lado, pero había entre nosotros como una especie de barrera invisible que no conseguía traspasar.

Y nunca quiso acompañarme a mi casa.

Una noche, al despedirnos ante la puerta de la suya, retuve su manita entre las mías más de lo acostumbrado.

Estaba especialmente bonita, tenía los ojos chispeantes, los labios húmedos, y su cara estaba muy cerca de la mía…

No me pude contener, y la besé suavemente en los labios.

Su reacción me dejó estupefacto.

Dio un salto atrás, como si la hubiera picado una víbora. Se puso muy seria, y el brillo desapareció de sus ojos. Yo no sabía que hacer.

– Perdona, no quería ofenderte… ¡Caramba, Noelia, me gustas mucho, había pensado que yo no te era indiferente, y me pareció de lo más natural besarte!.

Su voz era casi un susurro:

– Creo que debemos hablar. Sube a mi casa.

Más tarde, sentado a su lado, con una copa que no llegué a tocar, escuché lo que no querría haber oído:

– Jaime, de veras, no creo que debamos vernos más. Efectivamente me siento muy bien a tu lado, pero creo que es mejor que nos separemos, porque no me perdonaría hacerte daño. Recuerda que yo no quise al principio salir contigo. Después, he llegado a pensar de verdad que podríamos seguir siendo solo amigos, porque nunca había conocido a ningún hombre que me tratara como tú.

Estuvo dudando unos segundos. Le temblaban las manos, y las comisuras de su preciosa boca, como si estuviera a punto de llorar. Luego continuó:

– Yo… soy lesbiana.

Se me cayó el techo encima. Ella aún quiso continuar, como si necesitara excusarse:

– Tuve una muy mala primera experiencia con un hombre, que me trató como si yo fuera un animal de su propiedad. Y llegué a considerar el sexo, al que me obligaba sin tener para nada en cuenta mis deseos, como repugnante, aunque por entonces no estaba definida para nada mi inclinación. Tenía en aquel momento una amiga, que se portó muy bien conmigo. Se vino unos días a vivir a mi casa, porque yo me encontraba fatal, después de aquello. Insensiblemente, pasó de las caricias inocentes a otras que no lo eran tanto, y yo me dejé llevar… Y, una vez que logré vencer la resistencia que me provocaba lo que siempre se me había dicho que era sucio y pecaminoso, descubrí que las relaciones con una mujer pueden ser algo muy placentero. Que hay mucha más ternura, y comprensión, y deseos de hacer gozar a tu pareja, que con un hombre.

Extendió las palmas de las manos abiertas.

– Así es que, ya lo ves.

No sabía que decirle.

Soy muy tolerante con las inclinaciones sexuales de las personas, sean hombres o mujeres, aunque no las comparta.

Pero yo había llegado a pensar…

Y el desencanto era muy grande.

Nos despedimos con tristeza.

Y esa vez sí, ella me abrazó y me besó en las mejillas.


Aquella noche no dormí demasiado. Estuve dando vueltas en mi cabeza a la confesión de Noelia, y recordando los momentos agradables que habíamos pasado juntos.

Y el hecho de que su romance con la otra mujer hubiera terminado hacía tiempo, y que ahora ella no tuviera pareja, no cambiaba sensiblemente las cosas.

Tenía razón. Yo no podía continuar con una relación en la que no había más futuro que la simple amistad.

No es que no sea capaz de ello, que tengo amigas que ni me he planteado llevarme a la cama, pero aquella chica se me había metido muy dentro.

Por otra parte, pensaba que no podía dejarla así, porque ella sin duda pensaría que, descartado el sexo, habría perdido todo interés para mí, y confirmaría su opinión sobre los hombres en general.

Pero no me sentía con fuerzas para estar a su lado en aquellas condiciones. Quizá, si me lo hubiera dicho antes…

Sin embargo, a la mañana siguiente, la llamé por teléfono a su trabajo.

Y le dije que no me importaba, que me encantaría seguir siendo su amigo.

Aunque, muy en el fondo, aún albergaba una sombra de esperanza de que, a lo mejor…

Y pasaron otros tres meses.

No nos veíamos tan frecuentemente como antes, pero ahora había entre nosotros una complicidad y una confianza mayores, porque ella no estaba ya a la defensiva, y yo me había resignado a la situación.

Y descubrí que es posible la amistad entre dos personas como nosotros.

E inicié una relación con otra chica, a pesar de que, con más frecuencia de lo que hubiera deseado para mi tranquilidad, me sorprendía pensando en Noelia.

Una tarde de miércoles me llamó a casa. Llevábamos dos semanas sin vernos, y me emocionó como siempre escuchar su voz a través del auricular:

– Hola Jaime. Tengo que pedirte un favor muy grande…

– Tú dirás.

– Es que… bueno prefiero hablarlo en persona contigo.

– De acuerdo. ¿Dónde quedamos?.

– Ven por casa cuando puedas –me dijo-.


Me besó amistosamente, como siempre, y no entró en materia hasta después de haber servido unos cafés.

– Verás, es que voy a comprar este piso, en el que estoy de alquiler. La casa es antigua, así es que todo está muy deteriorado. Hay que cambiar toda la instalación eléctrica, fontanería, suelos, ventanas, persianas, en fin, prácticamente hacerlo de nuevo.

– Oye, si necesitas dinero, yo podría…

– No, no es eso –saltó rápida-. He pedido un préstamo al Banco, y creo que entre eso y mis ahorros, podré hacer frente a todo. Es que, las obras van a durar como tres meses, tengo que sacar los muebles y, en fin… Casi no me atrevo, pero, ¿podría vivir en tu casa hasta que vuelva a tener un piso habitable?. Yo compartiría los gastos, y te ayudaría en las tareas domésticas.

En aquel momento, casi salté de gozo en la silla, ante la idea de tener a Noelia a mi lado, y le dije que se mudara cuando quisiera, y que no tenía que preocuparse por los gastos.

Después, llegué a dudar que hubiera sido una buena decisión…


Aquel mismo sábado fui a buscarla con el 4×4, que cargamos con infinidad de maletas, libros y discos, su ordenador, algunos cuadros que no quería dejar en el guardamuebles, y su colección de figuras de porcelana.

Por el espacio, no había problema alguno, porque tengo dos dormitorios además del mío, uno de ellos también con baño privado.

Me gusta vivir con amplitud, aunque nunca hasta entonces hubiera convivido con alguien, desde que abandoné la casa de mis padres.

Fue muy agradable aquella noche ir a comer unas hamburguesas en el pueblo cercano a mi casa, después de un largo paseo juntos por el campo.

Y me encantó sentarme a ver una película con ella en mi sala de estar, bromeando y comentando el argumento.

El tema empeoró algo cuando ella se retiró a su dormitorio, después de agradecerme de nuevo el favor, y besarme en la mejilla.

Desde mi cama, oí correr el agua de la ducha en su baño, me la imaginé completamente desnuda enjabonándose el cuerpo, y… estuve leyendo hasta muy de madrugada, cuando se me empezó a pasar la calentura provocada por mis imágenes mentales.

Y se puso francamente mal a la mañana siguiente.

Me levanté muy tarde para lo que acostumbro, y la oí trastear en la cocina. Me saludó alegremente:

– ¡Hola dormilón!. Estaba a punto de llevarte el desayuno a la cama…

¡Ping!. Mi pene arriba. Porque estaba vestida tan sólo con unas braguitas blancas, y una especie de camiseta muy cortita, que dejaba al aire su terso vientre y su ombligo, y dejaba traslucir sus preciosos pechitos, con sus descarados pezones erectos apuntando al techo.

Y me la imaginé por un instante entrando así en mi dormitorio, mientras yo estaba desnudo en la cama, como suelo…

Ella advirtió claramente mi mirada, y se sonrojó:

– Perdona, yo suelo andar así por mi casa, y no me he dado cuenta, no había pensado…

– No te preocupes –respondí-. No me importa, y si estás así más cómoda…

Sí me importaba en cierto sentido, pero no se lo podía decir.

Disimulé como pude, y logré tranquilizarme lo bastante como para compartir con ella el café, el zumo y las tostadas, sentados en la mesita de la cocina.

Aquella tarde empeoró, pero por otras razones.

Yo había quedado citado con Merche. Noelia dijo que no tenía intención de salir, porque iba a dedicarse a montar su ordenador en una mesita dentro de su dormitorio.

Le dije que seguramente volvería muy tarde, y me marché.

Por el camino, caí en la cuenta de que no le había contado a Merche que Noelia estaba viviendo en mi casa provisionalmente.

Dudé si decírselo, pero al final pensé que si me llamaba por teléfono, y le contestaba otra mujer, sería peor.

Así es que se lo dije.

No esperaba su reacción, en serio:

– ¿Me tomas por tonta?. ¡Me quieres hacer creer que estás viviendo con otra chica, pero que lo vuestro es una relación platónica, como si fuerais hermanos!. Mira, me hubiera sentado muy mal simplemente saber que estas acostándote con otra. Pero que encima intentes convencerme de que no la has tocado, es como un insulto. ¡Cómo si no te conociera!.

– Yo es que… espera que te explique –dije débilmente-.

– No hay nada que explicar. Vete a casa con tu Noelia, y que te aproveche. Que hay más de uno y de dos que sabrán apreciar mejor lo que a ti parece que no te interesa.

Y me dejó plantado en medio de la calle. Advertí que no me importaba en absoluto romper con ella. Me encogí de hombros, y volví a mi casa.


Noelia no me esperaba, y no me sintió entrar, porque estaba sentada en un sofá, con los auriculares inalámbricos puestos, y los ojos cerrados, escuchando música.

Tuve que salir apresuradamente.

Tenía puesto únicamente un albornoz de baño.

Digo “únicamente” porque estaba casi totalmente abierto, y se apreciaba a las claras.

Por arriba, sólo uno de sus pechos quedaba oculto por la tela a medias, mientras que el otro estaba totalmente a la vista.

Por debajo, sobresalían sus dos piernas, una de ellas en alto, el pie apoyando en la mesita.

Y la tela, casi por milagro, ocultaba apenas la hendidura de su sexo, aunque podía ver perfectamente una de sus ingles, y el vello de su pubis.

Y la imagen de su abandono en la butaca era para mí de lo más excitante.

Salí de nuevo al vestíbulo, y grité lo más alto que pude:

– ¡Hola!. Ya estoy en casa.

No me atreví a entrar de nuevo, no fuera a ser que no me hubiera oído, a pesar de todo.

Pero sí, porque salió con una hermosa sonrisa a recibirme.

Y se había cerrado la bata, pero no podía evitar mostrar sus largas piernas al andar.

– ¿Cómo tan pronto?.

Preferí no contárselo. Ya habría tiempo y ocasión.

Aquella noche cenamos en casa.

Ella se empeño en preparar una carne asada y una ensalada, y yo me dediqué a observarla, sentado en la misma cocina, mientras respondía distraídamente a su alegre charla.

Lo malo era que, cada vez que se doblaba por la cintura para mirar el progreso de la cocción en el horno, me obsequiaba con la visión de su trasero, cubierto con las dichosas braguitas, que marcaban perfectamente la hendidura de su sexo.

Y mi deseo estaba ya cerca de lo insoportable.

Aguanté aquello como pude.

Al fin, después de cenar, fuimos al salón, como el día anterior, a tomar un café.

Hube de sentarme a su lado, porque de frente mis ojos no podían apartarse de ella.

Y en un par de ocasiones, sus descuidados movimientos al cruzar las piernas, me permitieron otra panorámica de sus braguitas, esta vez por delante.

Me retiré a dormir pretextando que estaba muy cansado.

Pero, otra vez, estuve despierto hasta muy tarde, con el recuerdo de su cuerpo semidesnudo todavía en mi retina, y una erección que se empeñaba en mantenerse.

Como a las tres de la madrugada, había tomado una decisión.

Tenía que decirle lo más suave y discretamente que pudiera que debía tener más cuidado para no exhibirse así delante de mí.

Que el hecho de que ella me hubiera dejado claro que no le gustaban los hombres, no era obstáculo para que yo no pudiera verla más que como una hermosa mujer, que provocaba en mí un deseo que, precisamente porque no podía satisfacerlo, era aún más apremiante.

Pero no pude hacerlo en varios días.

Ella se levantó muy temprano el lunes y, aunque me desperté, no quise arriesgarme a salir para encontrármela otra vez desnuda o casi.

Volvió como a las cinco de la tarde, pero sólo para preparar una maleta, porque le habían encargado la presentación de una campaña a un cliente de Bilbao. Así es que la llevé al aeropuerto en mi coche.

El martes y el miércoles me encontré otra vez solo.

Y me sorprendí añorando su presencia, su risa y su conversación. Y la visión de su precioso rostro, y su cuerpo…

No podía seguir así ni un momento. Aquello había sido una enorme equivocación. Pero no podía de ninguna forma dejarla en la calle, así es que no sabía que hacer.

El jueves hube de bajar a Barcelona, a concretar los detalles de un proyecto que quería encargarme una empresa.

La reunión duró toda la mañana, y continuó durante el almuerzo, en el comedor de dirección.

Como a las cinco, mi interlocutor se excusó, por tener una reunión que empezaba en unos minutos.

Y yo emprendí el camino de regreso.

No la esperaba hasta el día siguiente.

Por las tardes suelo nadar una hora en mi piscina climatizada, así es que me desnudé y me dirigí a cumplir lo que es ya casi un rito diario.

Como el recinto está abierto al jardín en una de las paredes, con sólo una mampara translúcida que se puede descorrer, desde el pasillo se accede mediante una puerta blindada, así es que no pude escuchar nada hasta que no la abrí completamente.

Me quedé parado en el umbral. Noelia, completamente desnuda como yo, salía del agua en ése momento.

Era una maravillosa visión… si se hubiera tratado de cualquier otra chica. Noté claramente su confusión. Se apresuró a cubrirse con una gran toalla.

Pero yo no tenía ninguna, y entre mis piernas mi pene absolutamente horizontal daba idea de lo indiferente que me había resultado la visión de su cuerpo desnudo.

– Yo… Pensé que te oiría llegar, y me daría tiempo a ponerme un bañador –balbuceó, roja como la grana-. Es que nunca había tenido ocasión de bañarme desnuda, y me resultó muy excitante la idea.

Lo estaba arreglando. Huí de nuevo a mi dormitorio.

Nos encontramos en el salón, al cabo de un rato. Afortunadamente, se había puesto una falda corta y una camiseta normal.

Ella seguía con las mejillas encarnadas, y yo no me decidí a soltarle el discurso que había preparado la noche del domingo.

Luego, durante la cena, el ambiente volvió a ser distendido, como siempre entre nosotros.

Y estuvimos charlando hasta tarde, sin referirnos para nada a la escena de la piscina.

Me dijo que al día siguiente no iba a trabajar, porque su jefe le había dado el día libre.

A pesar de que no tenía que madrugar, se retiró a dormir, y yo se lo agradecí, porque en aquel ambiente tan íntimo, estaba empezando a pasarlo mal de veras.

Su cuerpo olía a champú, y a colonia de baño, y a su piel de mujer.

Y tenía que contenerme para no besar sus manos, que aleteaban como alas de mariposa ante mi cara, o morder sus labios húmedos, o abrazarla y hacerle el amor, cosas todas ellas que me estaban prohibidas.


Acababa de acostarme, cuando oí su voz a través de la puerta de mi dormitorio:

– ¿Puedo pasar?.

Me apresuré a cubrirme con la sábana.

– ¡Entra!.

Afortunadamente, llevaba puesto el albornoz de mis pesares, pero esta vez bien cerrado.

Pero ello no fue obstáculo para que me imaginara su cuerpo desnudo bajo él, tal y como lo había visto unas horas antes. Y noté otra vez la expresión física de mi deseo, que la sábana no acertaba a ocultar.

– Perdona, es que se me ha terminado el dentífrico. ¿Te importa que use el tuyo?.

– No por favor, pasa a mi baño –ofrecí-.

Salió al cabo de unos minutos. Para mi horror, en lugar de despedirse, se sentó en el borde de mi cama.

– Yo no te he dado todavía las gracias por todas tus atenciones. Pocas personas habrían aceptado tan naturalmente como tú acogerme en su casa, y menos aún después de haber sufrido una desilusión como la que tuviste conmigo.

Puso la mano sobre mi pecho desnudo.

Tenía los ojos brillantes, y estaba tan bonita…

Y su albornoz se había entreabierto por arriba al inclinarse, mostrándome los pechos que eran mi obsesión.

Sin pensarlo, le acaricié una mejilla.

– Yo soy el que tiene que darte las gracias, por poder disfrutar del placer de tu compañía. Eres lo más hermoso que me ha pasado nunca, aunque no pueda gozarte como mujer.

Gruesos lagrimones corrieron sobre su cara, mojando mi mano. Se abrazó a mí, llorando.

– Lo siento, perdóname. He pensado mucho en ello, pero no puedo decidirme. Y me encantaría poder darte esperanzas, pero eso sería una mentira que tú no te mereces.

Poco a poco fueron cesando sus sollozos.

Yo estaba acariciando su pelo con una mano, y tenía la otra en torno a su cintura.

Y, aunque sentía una inmensa ternura, mi cuerpo estaba reaccionando por la cercanía del suyo, por su rostro en contacto con el mío, por sus duros senos apretados contra mi pecho, por saberla desnuda debajo de la bata.

Ella debió advertirlo, y se separó ligeramente, mirándome profundamente con sus ojos húmedos.

Y yo no pude evitarlo.

Con una mano todavía en su nuca, me incorporé ligeramente, y la besé en los labios.

Ella reaccionó como la otra vez, apartándose de mí, con sus mejillas encendidas.

Luego, se levantó muy despacio, y salió de la habitación, sin decir nada.

Mil cosas pasaron por mi cabeza en unos segundos.

No podía dejar que aquello terminara así.

Me puse un pantalón corto, y me dirigí a su dormitorio, que tenía la puerta entreabierta.

Entré sin llamar, y la encontré de espaldas, tapándose la cara con las manos, con sus hombros estremecidos otra vez por el llanto.

Me acerqué a ella, y pasé mis manos en torno a su cintura, dejándolas en su vientre.

– No debes llorar, ni sentirte mal. Yo entiendo tus dudas, y me duele aún más que mi deseo de ti, tu dolor por no poder corresponderme. Y no quiero por nada perderte.

Ella se volvió, arrasada en lágrimas, quedando pegada de frente a mí, porque yo no deshice el abrazo.

Tenía los ojos cerrados, y su boca quedó muy cerca de la mía, pero yo no quise experimentar de nuevo el sufrimiento de su rechazo.

Ella titubeó varias veces, acercando su boca a la mía para después separarse.

Finalmente, puso sus labios sobre los míos, en un beso leve, pero que mantuvo durante unos segundos.

Después, me miró profundamente, sin decir una palabra.

Y ahora fui yo el que cubrió de besos sus ojos, sus mejillas y, otra vez sus labios, ahora ligeramente entreabiertos.

Finalmente, sus manos pasaron en torno a mi cuello, y tomó la iniciativa de un nuevo beso.

Mi deseo era doloroso, pero sentí que si seguía adelante, sería como atrapar la belleza de una mariposa entre los dedos, admirarla un instante… y descubrir después que la has perdido, que has roto sus alas.

Así es que acaricié su rostro durante unos instantes y me retiré.


No sé que hora era, pero en todo caso más de las cuatro de la madrugada, porque había oído un rato antes las campanadas en el reloj de pared del salón.

No podía dormir.

De ninguna manera iba a decirle ya nada que pudiera hacerla huir de mi lado. Ahora tenía nuevas esperanzas de que quizá, con el tiempo…

Pero tenía que ir con mucho cuidado.

Un pequeño paso, dejar que asumiera y aceptara naturalmente el nuevo avance antes de ir un punto más adelante.

La compensación iba a valer la pena.

En el umbral de la puerta se recortó una imagen un poco más clara, que se convirtió en el cuerpo desnudo de Noelia, iluminado por la luz de la luna que entraba a raudales por la ventana.

Sin decir palabra, se acostó a mi lado, boca arriba.

Noté otra vez los leves movimientos espasmódicos de su llanto.

– ¿Estás segura?.

Se abrazó a mí, y sollozó de nuevo, ahora ruidosamente.

– No estoy segura de nada. He hecho las maletas pensando en marcharme, porque no soporto ni un momento más tu cara de dolor cuando me miras. Pero no he podido. Me he dado cuenta de que me importas demasiado, de que no podría estar separada de ti. ¡Por favor, ayúdame!.

De nuevo la besé durante mucho tiempo, enjugando sus lágrimas con mis labios. Luego, estuve acariciando su rostro y su espalda hasta que se durmió en mis brazos.


Desperté a la mañana siguiente con la extraña sensación de estar siendo observado.

Y así era.

El rostro de Noelia sobre el mío, me estaba mirando con una expresión…

Ya no había dolor en su cara, sino otra cosa, que acentuaba mis esperanzas.

Sonrió al ver que abría los ojos.

– Te estaba mirando…

– ¿Y qué ves?.

– Veo en tu cara algo que no había visto nunca. Porque nadie se había portado así conmigo hasta ahora. Cualquiera, hombre o mujer, pero sobre todo hombre, habría aprovechado anoche la situación, y yo, tal y como me encontraba, me habría prestado. Pero no lo hiciste. Y yo…

Se detuvo unos instantes. Luego continuó con la vista baja:

– Yo te aprecio aún más por ello.

Se inclinó con los ojos cerrados a besarme largamente.

Y ahora permitió que mi lengua jugueteara con la suya durante unos instantes.

Abrió los ojos asustados como los de una cervatilla cuando sintió mis dedos acariciar suavemente sus pezones, pero no se retiró, sino que volvió a besarme de nuevo.

El contacto de su cuerpo desnudo entre mis brazos estaba siendo ya demasiado para mí.

Así es que aproveché un momento en que ella se incorporó ligeramente, con una hermosa sonrisa, para besarla sonoramente en la boca, y dar un cachete en sus nalgas:

– ¡Va!. Ahora te vas a poner muy guapa, porque voy a llevarte a comer a un restaurante muy elegante que hay por aquí cerca…

Mi dirigió una profunda mirada.

Luego se levantó y salió muy despacio, con lo que de nuevo pude admirar la maravilla de su cuerpo desnudo.

Mi erección era enorme, y mis testículos hinchados dolían como el demonio. Me dirigí al cuarto de baño…

Cuando salí al cabo de un rato, me esperaba en la sala de estar completamente vestida.

Se había puesto un conjunto gris de jersey y falda ajustada, y llevaba unos zapatos de tacón alto, que realzaban sus preciosas piernas.

Tenía su pelo cortísimo aún húmedo, y estaba francamente bonita, con sus grandes ojazos brillantes como nunca los había visto.

Nunca usaba maquillaje, ni lápiz de labios, pero no le hacía falta.

Sus labios eran rojos de forma natural, y sus mejillas tenían ahora un ligero tono rosado.

Volvimos a casa alrededor de las cinco de la tarde.

Durante la comida, pude hacerme la ilusión de que no había ninguna barrera entre nosotros.

Charlaba animadamente como siempre, y mantuvo durante todo el tiempo una hermosa sonrisa en su cara. En algunos momentos, yo atrapé sus manitas entre las mías, y las acaricié.

Tan sólo la primera vez interrumpió lo que estaba diciendo, y me traspasó con su intensa mirada.

Y no se apartó, ni hizo ningún gesto de rechazo cuando, a la salida del restaurante, yo la abracé por la cintura mientras nos dirigíamos a mi coche.

Durante el corto trayecto de vuelta, se mantuvo callada, mirando hacia delante.

Casi podía adivinar sus pensamientos.

Sin duda estaba anticipando, probablemente con un poco de aprensión, lo que yo podría hacer cuando llegáramos.

Pero se equivocaba. Era aún muy pronto, y yo estaba decidido a esperar todo el tiempo que fuera preciso.

Entramos en nuestros dormitorios, a ponernos ropa cómoda, y nos reunimos de nuevo en el salón.

Yo había elegido un pantalón corto y una camisa de polo.

Ella había vuelto de nuevo a la camiseta corta y las braguitas como único atuendo, aunque se puso muy encarnada ante la mirada que le dirigí.

– Yo… pensé que si me vestía de otra forma podías pensar que trataba de establecer alguna distancia entre nosotros. Pero, si quieres, puedo ir a cambiarme…

¡Qué iba yo a querer!. Me encantaba contemplar la maravilla de sus largas piernas desnudas, su vientre liso, y el bultito de sus pezones perfectamente visible a través del tejido. Se lo dije.

Se sentó sobre mis muslos, y se abrazó a mí. Nos besamos intensamente durante mucho tiempo.

Yo introduje mi mano bajo la tela, a su espalda, y acaricié su piel de seda.

Más tarde, me atreví a tomar sus pechitos entre mis dedos, y masajearlos suavemente.

Temblaba como una hoja, y tenía la respiración ligeramente entrecortada, pero no noté ningún síntoma de rechazo.

Tampoco quise hacerme demasiadas ilusiones.

La besé en la frente, y me separé de ella:

– ¿Qué te parece si nos damos un baño?.

– Me encantaría –respondió-. Espera, que voy a ponerme un bañador.

Se incorporó, y salió, para volver al cabo de unos minutos con un biquini rojo.

Yo había albergado la secreta esperanza de que ella, como la vez anterior, se bañara desnuda.

Pero no le dije nada. Fui a mi dormitorio a cambiarme, mientras se dirigía a la piscina.

Estuvimos como una hora, a veces nadando, otras persiguiéndonos como críos, y simulando luchar en el agua.

En una de las ocasiones, intenté atraparla cuando se escapaba de mí, y mis dedos encontraron la hombrera de su sujetador, que se subió hasta su cuello, dejando al aire sus senos.

Ella primero se cubrió apresuradamente, para después, con los ojos bajos, quitárselo completamente, aunque con los brazos cruzados sobre el pecho.

Yo disimulé para no aumentar su turbación, y traté de nuevo de apresarla, continuando con el juego.

Finalmente, perdido el aliento, nos encontramos en una de las esquinas, muy juntos.

Tomé sus mejillas entre mis manos, y la besé de nuevo.

Ella se abrazó a mí.

Pude percibir perfectamente su respingo al notar la dureza entre mis piernas, y se apartó ligeramente, pero sin deshacer el abrazo.

Luego, salimos del agua.

Después de quitarme el bañador húmedo, y ponerme sólo el pantalón corto de antes, la esperé de nuevo en el salón. Salió unos instantes después, cubierta con el albornoz:

– ¿Donde puedo colgar el bañador para que se seque? –me preguntó-.

Yo lo tomé de sus manos.

– Trae, que ya lo haré yo.

Mientras doblaba la entrepierna de la parte inferior de su biquini sobre el tendedero de la cocina, la idea de que poco antes había estado en contacto con su sexo me produjo una nueva erección.

Retorné al salón.

Ella había vuelto a las braguitas y la camiseta, como antes del baño.

Estaba sentada en un sofá, con las piernas cruzadas como un indio, mirando la televisión. Me dirigió una hermosa sonrisa:

– Dan una comedia sentimental, pero si no te gusta, podemos cambiar de canal…

– Me da igual. Yo tengo ya bastante con verte a ti.

Apagó el televisor.

Luego se tendió, con la cabeza apoyada en uno de los costados del mueble, y me miró profundamente.

Yo me tumbé sobre ella, con mis brazos en torno a su cintura soportando mi peso.

Ahora tuvo que notar perfectamente el bulto de mi erección en sus muslos, pero no hubo ningún gesto de retroceso.

Nos besamos de nuevo en la boca. Después, empecé a cubrir su rostro de suaves besos. Ella reaccionó como por la mañana, temblando violentamente.

Cuando mis labios empezaron a recorrer su cuello, echó la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados.

Pero cuando mi boca llegó a la hendidura entre sus pechos, apartó ligeramente mi cabeza, con un gesto de sobresalto. No había verdadero rechazo en su gesto, pero pude comprender su temor, y me detuve inmediatamente.

Me levanté, y me dirigí a la nevera. Volví con unos refrescos. Ella ahora estaba sentada, con un gesto pensativo en su cara. Y en su sonrisa había un velo de tristeza.

– Otra vez tengo que pedirte perdón. Siempre me estoy excusando contigo. Yo… no sé qué me pasó.

– ¿Quieres hablar de ello? –pregunté suavemente-.

Se volvió hacia mí. Luego, se sentó en mis muslos, y se arrebujó entre mis brazos.

– No quiero hablar. Quiero que vuelvas a besarme…

Y lo hice. Cuando noté que empezaba a responder a mis caricias, metí la mano bajo su camiseta, y acaricié sus pechos como lo había hecho por la mañana.

Ella puso su mano sobre la mía, a través de la tela, y se entregó completamente a un intenso beso, de nuevo con los ojos cerrados y la respiración anhelante.

Mucho tiempo después, me separé de nuevo a mirarla, pero mis dedos siguieron pellizcando suavemente sus pezones.

– ¿Te apetece cenar algo?.

– Tengo un hambre de loba, a pesar de que he comido muchísimo.

– ¡Va!. Vamos a la cocina a preparar unos bocadillos –dije yo, mientras la depositaba suavemente en el sillón, y me levantaba-.

Esta vez fue ella la que se sentó en una silla, mientras yo tostaba pan de molde, y cortaba gruesas lonchas de jamón cocido.

De repente, sentí sus duros pechos en mi espalda, su pubis apretado contra mis nalgas, y sus brazos pasaron en torno a mi pecho desnudo, mientras me besaba el cuello.

Era la primera vez que partía de ella la iniciativa de acariciarme, así es que me quedé muy quieto, para no estropear aquel momento.

Finalmente se apartó, y huyó de nuevo hacia la silla, completamente ruborizada.

Sin decir nada, terminé rápidamente de preparar los bocadillos, abrí una botella de vino blanco, y puse todo en la mesa.

Después, tomé su barbilla entre sus dedos, y la obligué a mirarme a los ojos.

– ¿Por qué sientes vergüenza?. Me ha encantado que me abrazaras, y me besaras.

Como vi que estaba confundida, quise deshacer su tensión con una broma:

– Pero la próxima vez, mejor avisa, porque cuando sentí tus labios en mi cuello me olvidé del cuchillo, y estuve a punto de rebanarme un dedo…

Lo conseguí. Su gesto cambió, dejó oír su risa cristalina, y volvió a la naturalidad de siempre.

Terminamos los bocadillos, y bebimos media botella de vino, mientras hablábamos de naderías.

Luego, puse música clásica en el estéreo, y estuvimos escuchando abrazados, hasta que terminó el disco.

Para entonces, eran casi las once de la noche.

Me pareció llegado el momento de decirle lo que había estado pensando, mientras escuchábamos “El Crepúsculo de los Dioses”:

– No quiero obligarte o forzarte a hacer nada que no desees, jamás me perdonaría violentarte en forma alguna. Pero me agradaría tener otra vez tu cuerpo desnudo entre mis brazos, como anoche…

No respondió. Me miró intensamente, y se dirigió a mi dormitorio.

Cuando entré después de unos segundos, estaba de pié al lado de la cama.

Su camiseta y sus braguitas estaban abandonadas en el suelo.

Y no tenía la vista baja, sino que me miraba de frente, con los ojos muy brillantes.

Yo me quité el pantalón, y permití que ella contemplara mi cuerpo, con mi pene enhiesto por la visión de su desnudez.

Me acerqué muy despacio, y la abracé.

Después de unos instantes, ella pasó las manos en torno a mi espalda, y correspondió a mi beso.

Estábamos muy juntos.

Yo podía notar sus pezones endurecidos en mi pecho, su vientre contra el mío, y la sensación de su vello púbico en mi pene.

Deshice el abrazo, y me tendí en la cama, mientras la tomaba de una mano y tiraba suavemente de ella hacia mí.

Ella se tumbó encima, pasando sus brazos en torno a mi cuello, con una de sus manos en mi nuca. La besé intensamente.

Ella entreabrió la boca unos segundos después, y se mezclaron nuestros alientos, mientras mi lengua exploraba el interior de su boca.

Ahora sentía perfectamente su vulva en mi muslo, sus dos piernas apretadas contra una de las mías, y mi deseo se convirtió en un ansia infinita de ella.

Pero no podía permitirme perder la cabeza.

Había conseguido avanzar mucho más rápidamente de lo que había sospechado, y no quería de forma alguna estropearlo.

La empujé suavemente, obligándola a tenderse boca arriba.

Mi boca, después de recorrer su cara, llegó al nacimiento de sus pechos, pero ahora no se detuvo.

Tomé uno de sus pezones enhiestos entre mis labios, y mi lengua acarició la rugosidad de su piel. Luego, hice lo mismo con el otro.

El cuerpo de Noelia estaba estremecido por suaves temblores.

Tenía nuevamente los ojos cerrados, las mejillas arreboladas, y sus labios entreabiertos dejaban escapar pequeños gemidos.

Abandoné sus pechos, para pasar ahora mi lengua por la tersura de la piel de su vientre, y lamer el botoncito de su ombligo, y después besar la suavidad de la piel de la cara interior de sus muslos, entre sus piernas apretadas.

Sus temblores empezaron a convertirse en estremecimientos, y ahora no gemía, sino que de su boca surgían roncos sonidos de excitación.

Tuve un momento de duda, pero finalmente separé muy despacio sus muslos. Su respiración se detuvo por un momento.

Y por fin, pude contemplar la maravilla de su sexo. Tras unos instantes, besé los labios turgentes entre sus piernas, esperando en cualquier momento un nuevo rechazo. Pero no se produjo.

Un poco después, volvió su respiración entrecortada, y sus caderas empezaron a contorsionarse, en un claro indicio de aceptación de mis caricias.

Y por fin, lamí largamente su hendidura, arrancando gemidos que eran más bien estertores de Noelia, muy abierta de piernas, mientras sus caderas subían y bajaban espasmódicamente.

Luego, ella engarfió sus dedos en mi pelo, y gritó estremecida, abandonándose a las convulsiones de su orgasmo.

Más tarde, tendida boca abajo, permitió que mi boca recorriera la suavidad de su espalda, sus nalgas de piel de seda, sus muslos y sus pantorrillas.

Luego se volvió, y se abrazó desesperadamente a mí, besándome con furia, mientras mis dedos masajeaban suavemente su clítoris, hasta conseguirle un nuevo clímax.

En un momento determinado, sentados frente a frente, ella con las piernas encogidas pasadas por encima de mis muslos, mi verga quedó apoyada en su pubis.

Después de dudarlo unos instantes, la tomó suavemente entre sus dedos, y la acarició durante unos segundos, para después retirarlas. Pero no había repugnancia en su gesto.

Para entonces, yo estaba a punto de explotar.

El contacto de su piel en mi glande fue el revulsivo final, y mi semen se derramó sobre su abdomen, liberando con él la mayor parte de mi tensión. Aunque no mi deseo.

Porque ansiaba a Noelia mucho más que antes, después de regalarme su placer en mi boca.

Pero sentía que aún no podía, no debía en forma alguna obligarla a culminar el último paso de su entrega.

Mucho tiempo después, abrazados frente a frente en la penumbra de la habitación, dije suavemente en su oído:

– Te quiero.

Se incorporó a mirarme con los ojos húmedos.

– No sé que decirte, ni que pensar. Nunca pude imaginarme a mí misma deseando a un hombre como te deseo a ti. Ni soñar en que tus caricias fueran capaces de conducirme hasta el placer más intenso que he logrado en mi vida. Ni que iba a encontrar entre tus brazos tanto amor, tanta ternura, y tanta entrega. Y quiero que sepas que yo… yo también te quiero, y deseo darte todo lo que tengo, que es muy poco comparado con lo que he recibido de ti.

Se incorporó y se puso a horcajadas sobre mis piernas. Yo la imité, y quedamos estrechamente abrazados cara a cara.

De sus ojos brotaban lágrimas incontenibles, y pude leer en su rostro alternativamente miedo, esperanza y otra cosa indefinible, que no pude precisar.

Estaba a punto de retirarme y deshacer el abrazo, cuando suspiró profundamente, y noté que su cuerpo se relajaba bajo mis manos.

Abrió los ojos y compuso una sonrisa que quise creer de felicidad. Y mi verga se introdujo lentamente en su interior, sintiendo la suavidad de su vagina lubricada para recibirla.

Muy despacio, moví mi pelvis, haciendo que mi pene entrara y saliera apenas unos centímetros cada vez. Me miró intensamente.

Luego, se abrazó fuertemente a mi cuerpo. Su boca buscó convulsivamente la mía, y sus caderas otra vez oscilaron arriba y abajo, acompañando a mis suaves embestidas.

Y por fin, sus gemidos se convirtieron en un largo grito entrecortado, que manifestaba el placer del primer orgasmo que le había proporcionado el pene de un hombre, y acompañó las sacudidas de mi eyaculación en la cálida cavidad de su sexo estremecido.

Su cabeza reposó en mi hombro.

Sentí otra vez sus lágrimas mojando mi piel, pero su llanto era ahora silencioso. Sólo decía continuamente, casi en un susurro:

– ¡Oh Dios!. Te quiero, ¡cómo te quiero!.

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