¿Cómo debe reaccionar uno cuando una maravilla de mujer te dice de sopetón que ella va a pasar las vacaciones en un «camping» nudista?
Supongo que si tú también eres aficionado a esa práctica, te debe parecer normal.
Pero ese no era mi caso.
Por un momento me imaginé a Eva sin ropa -lo que era mucho imaginar, porque siempre la había visto completamente vestida-.
Y espero que no se me notara en la cara la confusión.
– No conocía a nadie aficionado al nudismo -respondí-. ¿Cómo es eso?
– Pues, es lo más natural del mundo. Somos una serie de personas, que prescindimos de toda prenda de vestir para estar más cerca de la naturaleza -me explicó ella-.
Y si tienes en mente escenas de orgías, y cosas parecidas, quítatelo de la cabeza.
No se trata de ninguna actividad sexual. Allí nadie se fija en nadie. Todos estamos acostumbrados a ver hombres y mujeres sin ropa, y eso no nos causa la menor sensación.
– No, mujer -la tranquilicé-. Ya sé que en esos lugares la gente no se dedica a copular con todo el o la que se les pone por delante.
Yo había visto en determinadas playas lugares reservados a los nudistas. Lógicamente, no había estado jamás en ninguno de ellos.
Recordé la Playa del Inglés en Gran Canaria.
La zona reservada está compuesta por dunas, con una rala vegetación, a un lado y relativamente lejos de la playa propiamente dicha, por la que pasea gente vestida. La mayoría instala una especie de paravientos, que los oculta de las miradas indiscretas. En alguna ocasión, había visto a alguna pareja, ya de más que mediana edad, que se bañaban completamente desnudos, aparentemente ajenos a la expectación que despertaban entre los «vestidos».
No conocía demasiado a Eva. Me la habían presentado unos amigos, y únicamente nos habíamos visto tres o cuatro veces, siempre acompañados de más gente, como en aquella ocasión. Pero sentía una gran curiosidad y, al fin y al cabo, era ella la que había sacado la conversación. Me decidí:
– ¿Te importa que te haga una pregunta algo delicada sobre el tema?
– En absoluto. Tú dirás -me respondió-.
– Es que nunca he entendido muy bien cómo es posible para una pareja que están viéndose desnudos todo el día, digamos «motivarse», para practicar el sexo. Verás, para mí, una gran parte de la excitación previa reside en el hecho de contemplar a mi compañera desnuda. Y si la estoy viendo a todas horas así…
– Hay otras formas, que deberían resultarte obvias. La intimidad, las caricias…
– Sí -repliqué yo-. Pero es que eso también para mí es parte de la relación sexual. No sé. Sería como si me faltara algo…
– Bueno, la mayoría de los matrimonios están viéndose sin ropa a diario. Y, que yo sepa, ninguno deja de hacer el amor por ello…
Tenía lógica. Aunque yo no estaba casado, me imaginaba que, efectivamente, una pareja que convive bajo el mismo techo, debía tener múltiples ocasiones de contemplar al otro desnudo. Pero había otra cosa:
– Y, en serio. ¿No te has excitado nunca al ver a un tío atractivo «en bolas»?.
– Bueno, alguna vez, al principio -respondió ella-. De la misma forma que tú, probablemente, habrás deseado a alguna mujer en la playa o en la piscina.
– En eso, las mujeres tenéis ventaja en ése ambiente. Vosotras… digamos que no presentáis «signos físicos» muy evidentes cuando estáis excitadas. Y yo me imagino que, nada más entrar al camping o a la playa, se me notaría perfectamente que no estaba «indiferente». Ya me entiendes. Además, hay otra cosa. Yo estoy acostumbrado, por ejemplo, a ver mujeres en «top less» en la playa. Pero me parece que no sería lo mismo bajo techo, en el restaurante o en el supermercado. Y estoy hablando sólo de los pechos al aire. Sospecho que la desnudez completa debe ser aún peor…
– Y, ¿por qué no lo experimentas tú mismo? Es la mejor forma de que puedas entenderlo.
– Por varias razones. La primera es que, como te decía, no sé si sería capaz de conservar la «ecuanimidad» viendo mujeres desnudas. La segunda, que me da «corte» presentarme solo en un sitio así.
– A la primera cuestión te contesto que no lo sabrás hasta que no estés en el ambiente. La segunda es fácil. Vente conmigo -ofreció-. Yo iba a ir con una amiga italiana, pero ayer me llamó por teléfono, para decirme que le han atrasado las vacaciones, y no podrá acompañarme. Y, a pesar de que estoy acostumbrada, a mí tampoco me agrada la idea de ir sola…
Estuve a punto de atragantarme con la bebida que me estaba llevando a los labios en ese momento. Objeté débilmente.
– Es que no tengo tienda, ni ningún material de acampada…
– Sí, eso es un problema. Yo sólo tengo una «canadiense» pequeña, y estaríamos incómodos los dos -dijo ella como para sí-. Pero hay una solución. En el «camping» donde voy yo, alquilan «mobil homes». A lo mejor todavía queda alguna disponible…
No sabía qué hacer. Todavía persistían mis reparos, pero no tenía ningún plan para el veraneo, y me estaba empezando a resultar muy atractiva la idea de pasarlo con Eva. La idea de dormir los dos desnudos, en un espacio reducido, me estaba causando sofocos.
«Aunque fuera vestidos -pensé- una mujer cómo ésta no se va de vacaciones con un hombre sin aceptar la idea de hacer el amor con él. Y encima, vamos a estar sin ropa». Y a esas alturas, ya tenía una erección más que considerable. Me decidí:
– Está empezando a resultarme atrayente la idea. Pero no tiene ningún sentido que tú pagues por una parcela mientras yo, seguramente, dispondré de espacio más que suficiente para los dos…
– Tienes razón -concedió ella-. Pero, si estás decidido, lo más importante es que reserves cuanto antes. Dame tu teléfono, y te llamo para darte el número del «camping».
Al día siguiente, estuve hablando por teléfono con alguien del «camping». Quedaban dos «mobil homes» -«bungalows», según la persona con la que hablé-. Había de tres tamaños, y los que no estaban aún comprometidos eran de los grandes, uno con dos dormitorios y otro con tres.
Me recomendó que visitara su página Web, donde encontré incluso planos. No había indicación de escala, pero no me parecieron tan pequeños como suponía. Había una sala de estar, equipada con dos sofás que podían convertirse en cama, una cocina, y hasta una reducida «toilette» con inodoro, un plato de ducha y un lavabo. Eso me gustó. Uno de mis recelos era tener que compartir aseos y duchas con desconocidos. Luego había un dormitorio con una cama doble y, según el tamaño, una o dos habitaciones más pequeñas.
Hice la reserva para el que tenía dos dormitorios, y realicé una transferencia desde mi ordenador por el importe de la señal que me solicitó. Me fastidió que no hubiera disponibles del tipo de los de una sola habitación. Pero no podía hacer nada al respecto. Además, volví a pensar que Eva no habría hecho la invitación sin aceptar de alguna forma que habría sexo entre ella y yo.
Durante las semanas que faltaban hasta agosto, salimos juntos en un par de ocasiones, los dos solos por primera vez. Fuimos a un teatro, y luego a tomar unas copas, la primera de ellas. La segunda, la invité al cine, y luego a cenar. Había crecido bastante la intimidad entre nosotros. Ya sabía bastantes cosas de su vida, y le había contado también mucho sobre la mía. Eva cada vez me gustaba más. No sólo era bonita, y tenía un precioso cuerpo, sino además simpática y cariñosa. Desde el principio, se colgaba de mi brazo con toda naturalidad, provocando en mí sensaciones indescriptibles con el roce de sus duros pechos en mi brazo. Y aceptó también naturalmente que yo la tomara por la cintura mientras andábamos.
Pero no llegué con ella a más que despedirnos con un ligero beso en los labios. Esta segunda vez la invité a ir a mi casa después de la cena, pero se negó, con la disculpa de que al día siguiente era lunes, y tenía que madrugar para ir a trabajar.
Pasé todos esos días imaginando cómo sería estar desnudo entre gente que tampoco llevaba ropa. El pensamiento de mujeres tendidas tomando el sol, mostrando sin duda su sexo, me excitaba. Y tenía serias dudas de poder conservar la frialdad en tales circunstancias.
Por fin, llegó el día de la partida. Fui a recoger a Eva a su casa con mi coche. Cargué una maleta y una bolsa de viaje que llevaba, y nos pusimos en camino.
El «camping» era, tal y como me explicaron por teléfono, una verdadera maravilla. No sólo de situación, sino que sus instalaciones eran nuevas, y se notaban muy cuidadas.
Cuando atravesamos la barrera de acceso, tenía ya un cosquilleo de anticipación en el vientre. En recepción, había una chica no muy agraciada, totalmente vestida, y un hombre mayor, completamente desnudo. A mi pregunta, Eva me respondió que los empleados normalmente trabajaban con la ropa puesta.
Después de inscribirnos, el hombre tomó una pequeña motocicleta, y nos precedió hacia la zona de los «mobil homes», apartada de la playa, pero cerca de la piscina de verano -había otra cubierta- y del restaurante. Según iba conduciendo muy despacio detrás de él, me fui tranquilizando por momentos. En lugar de las preciosas mujeres que había creado en mi calenturienta mente, había gente normal, como la que se puede encontrar en otros sitios. Bastantes hombres y mujeres maduros, algunos casi ancianos. Muchos pechos colgantes, penes fláccidos, vientres nada planos, tanto en ellas como en ellos, y más de uno y de dos pares de muslos y traseros con algo de celulitis. Había también algunos niños y niñas correteando desnudos. En fin, nada que me excitara especialmente… Hasta que, en un momento determinado, tuve la visión de una muchacha, como entre dieciséis y dieciocho años, muy bien formada y con unos pequeños pechos cónicos, entrando a gatas en una tienda, mostrando su vulva y su ano desde atrás con la postura. Toda mi tranquilidad se fue al traste, y noté que mi pene crecía por momentos dentro de mi pantalón.
Me quedé sorprendido por la amplitud interior de la vivienda, que no se podía imaginar desde fuera. Y había un espacio delante, equipado con una gran sombrilla en el centro de una mesa de madera, con bancos rústicos alrededor, en una pequeña terraza elevada, desde la que se veía gran parte del «camping», piscina incluida. El hombre nos explicó que ese espacio era para uso exclusivo nuestro, nos entregó las llaves, y nos dejó solos.
Había un solo armario, situado en el dormitorio grande. Deshicimos las maletas y, mal que bien, conseguimos acomodar en él el contenido del equipaje de los dos. Me sorprendió la cantidad de ropa que había traído ella, para estar desnuda la mayor parte del tiempo. Y me hizo una rara sensación ver cómo colocaba sus prendas interiores en uno de los cajones. Y, por fin, llegó «el momento de la verdad». La dejé sola, mientras yo colocaba las maletas y bolsas vacías en la habitación pequeña. No habíamos hablado para nada del tema, pero el hecho de tener todo nuestro equipaje en un solo armario, sugería claramente la idea de dormir juntos. Y, la anticipación de ver su hermoso cuerpo desnudo, me tenía con una gran erección, nada apropiada.
Me entretuve hurgando en el pequeño frigorífico, para hacer tiempo. Llené unas cubiteras con agua, para tener hielo. Y, al volverme, la vi saliendo del dormitorio. Se me cortó la respiración. Una cosa es percibir las formas de una mujer vestida, y otra muy diferente, verla completamente desnuda.
Sus pechos eran altos y erguidos, sin necesidad alguna de sujetador. Tenía la cintura estrecha, unas preciosas caderas, y unos muslos muy bien formados. Mi vista fue inconscientemente a su pubis. Tenía depiladas las ingles, y el vello corto, que llegaba hasta el inicio de la hendidura de su sexo. Noté que mi erección crecía aún más.
Por si no fuera suficiente, ella dio una vuelta en redondo, sonriente, para que pudiera contemplar el resto. Una espalda perfecta, y unas nalgas redondas. Y entre sus piernas pude adivinar más que ver el resto de su vulva.
Me miró con una sonrisa pícara:
– Desnúdate tú. Te espero en la piscina.
Y salió.
Sólo me quedaba una posibilidad, si no quería aparecer ante ella con mi pene totalmente horizontal. Me dirigí al baño, y me masturbé compulsivamente, acabando casi de inmediato, tal era mi grado de excitación. Después, me desnudé, cogí una toalla que colgué del brazo, tapando completamente mi verga, ahora laxa, y salí al exterior.
Por el camino, me fui tranquilizando otra vez. Nadie se fijaba especialmente en mí. Hasta me atreví a colgar la toalla del hombro. Pero cuando entré en el recinto de la piscina, la puse de nuevo en su anterior posición. Ya no me importaba que aquella gente desconocida me viera en pelotas, pero aparecer así ante Eva, era otra cosa.
Estaba sentada en una toalla extendida en el suelo, aplicándose crema protectora por todo el cuerpo. Y, afortunadamente, tenía las piernas juntas. Cuando levantó la vista, observó el detalle de mi «pantalla protectora». Sonrió otra vez con picardía:
– Va a quedar muy raro que te sientes en el suelo, teniendo una toalla encima. ¡Venga!, no seas tímido, y pórtate con naturalidad.
Tragué saliva, y extendí la felpa en el suelo. Ella no apartó la vista. Para mi turbación, incrementó aún más su sonrisa y miró apreciativamente mi entrepierna:
– Estás muy bien dotado.
– ¿No me habías dicho que la desnudez es natural, y que nadie se fija en nadie? -respondí con acidez-.
– Bueno, tu pene es una parte más de tu cuerpo. No es diferente hablar del tamaño de tus genitales que, por ejemplo, alabar la forma de tu nariz.
– Pues, si quieres que te lo diga, tienes un cuerpo precioso -dije vengativamente-. Pocas veces he tenido ocasión hasta ahora de ver unos pechos tan bien formados como los tuyos. Me encantan tus muslos. Y tu coñito es una maravilla.
Ella enrojeció ligeramente.
– Tampoco hace falta que seas tan gráfico. -Y luego, arrepentida-. Perdona. Creo que me he «pasado». Entiendo que estés un poco «cortado», siendo la primera vez que te desnudas en público.
– ¿Cómo viviste esa experiencia? -le pregunté, pasada la mayor parte de mí enfado por su disculpa-.
– Bueno, un poco como tú. -Se rio-. Yo también llevaba una toalla doblada bajo el brazo, tapándome el pubis. Y me costó mucho rato decidirme a tumbarme. Liliana, la amiga italiana de la que te hablé, me obligó, quitándome la toalla. Luego, al cabo de un tiempo, te acostumbras, y ya no te hace ninguna sensación.
A estas alturas, yo estaba tendido a su lado. Pero evitaba mirarla fijamente, paseando mi vista distraídamente entre los demás ocupantes de la piscina. Como a nuestra llegada, gente normal. Pero, cada vez que mis ojos se posaban en alguna mujer tumbada, apartaba rápidamente la mirada, que iba directa a la entrepierna, como dotada de vida propia. Finalmente, me dediqué a mirar los árboles, y me tranquilicé bastante. Pensé que lo peor había pasado. Pero estaba muy equivocado.
Un rato después, Eva se levantó sonriente y agitando una mano. Instantes después, se aproximó a nosotros una pareja joven. La chica era sólo ligeramente más baja que mi acompañante, y estaba un poco rellenita para mi gusto, con grandes pechos -sólo ligeramente caídos a pesar de su tamaño- y una abundante mata de vello oscuro en su pubis, pero era el cuerpo más bonito que había visto hasta ahora, después del de Eva. Me levanté rápidamente, y no solo por cortesía. Tumbado, tenía una visión sofocante desde abajo del sexo de ella. Cuando Eva nos presentó, la mujer se acercó a besarme en las mejillas… rozando mi pecho con sus senos al aire. Sentí crecer mi pene irremediablemente. Por fortuna, no quedó totalmente horizontal. Simplemente, se alargó. Confundido, opté por la huida:
– Yo iba a darme un baño…
– Ve tú, que yo te seguiré dentro de un rato -dijo Eva-.
El agua fría apagó rápidamente mi calentura. Tras un par de largos, decidí que ya debía estar suficientemente «presentable», lo que confirmé al salir del agua. Volví hasta el lugar donde los tres, sentados en las toallas, charlaban amigablemente, y me senté a mi vez, evitando cuidadosamente mirar más abajo de los hombros de ninguno de ellos. Eva se interrumpió, para hacerme entrar en la conversación:
– Ana y Luis son amigos míos. Hemos coincidido ya dos veranos en este «camping». Yo no sabía que iban a venir. Y estábamos poniéndonos al día de las cosas que han sucedido en el año que hacía que no nos veíamos.
– ¿Es la primera vez que vienes a este «camping»? -preguntó él cortésmente-.
– Es la primera vez que voy a un «camping» -respondí-.
– Y la primera vez que practica el nudismo -terció rápida Eva-.
– Y, ¿qué te parece la experiencia? -me preguntó Ana-.
Decidí ser sincero:
– Pues, si quieres que te diga la verdad, aún me da un poco de reparo estar desnudo, y ver a los demás en la misma situación. Pero creo que me acostumbraré.
En esto, Luis miró el reloj:
– Es ya la hora de comer. ¿Os parece que vayamos juntos al restaurante? -ofreció-.
– Por mí, de acuerdo -respondí rápidamente-.
Estaba deseando que todos tuviéramos los genitales debajo del mantel, y dejar de preocuparme de donde ponía los ojos.
Extrañado, vi que ellos se marchaban en otra dirección, distinta a la del restaurante, mientras Eva se encaminaba a nuestra caravana. Ante mi silenciosa pregunta, Eva me explicó que en el establecimiento se requería estar vestido.
La comida transcurrió agradablemente. Eran una pareja encantadora, y en seguida me sentí cómodo con ellos. Él se empeñó en abonar la mitad de la cuenta. Y, por fin, nos vimos en el exterior del restaurante. Eran más de las cuatro, y hacía un calor tremendo. Ana y Luis se despidieron:
– Vamos a dormir una siesta. Esta noche después de cenar, teníamos pensado ir a una discoteca en el pueblo cercano. ¿Nos acompañáis?
«Unas horas vestidos -pensé con alivio-«.
– Por mí, de acuerdo si a Eva le parece bien -respondí-.
– Estupendo -concedió Eva-.
– Pues entonces, hasta luego.
Nuevamente nos quedamos solos. Y estaba deseando estar con ella, sin ninguna compañía, en nuestro alojamiento. Decidí tomar la iniciativa:
– A mí también me apetece dormir un poco, hasta que pase lo peor del calor. ¿Me acompañas, o habías pensado hacer otra cosa?
– Quería tomar el sol un rato. Pero, si tú quieres echarte, no lo dejes por mí -me respondió-.
Maldije interiormente. Y decidí dar marcha atrás:
– Bueno, supongo que en la piscina, y a la sombra, también podré dormir. Te acompaño.
Nos desnudamos en el vestuario al efecto de la piscina, guardando nuestras ropas en una taquilla. Pero no dormí nada. Al final, me tumbé al sol con ella, y pasamos la tarde charlando, y bañándonos de vez en cuando.
Como a las siete, ella dijo de ir a darse una ducha y vestirse para salir. Por fin, me vi con ella en la «mobil home». Pasó primero al baño, dejando la puerta entreabierta. Oí caer el agua de la ducha y después, tras un rato de silencio, el ruido del secador. De repente, se interrumpió, y me dijo:
– ¿Por qué no pasas tú a ducharte mientras yo me seco el pelo?
El espacio era reducido. Y al pasar por detrás de ella, no hubo medio de evitar -tampoco lo intenté demasiado- rozar con mi cuerpo el suyo parado ante el lavabo, mi pene restregado por su culito, lo que me produjo otra erección. Vi su sonrisa reflejada en el espejo, pero no dijo nada. Casi al mismo tiempo que yo cerraba el grifo, ella apagó el secador, y salió del baño.
Cuando, una vez seco, entré en el dormitorio, ella estaba sentada sobre la cama, de frente a la puerta, aplicándose un «after sun» en los brazos. Y, por primera vez, tuve una visión completa de su sexo entre las piernas encogidas. Y mi pene volvió a crecer sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Ella me miró, observando claramente mi erección, y me dijo:
– Acaba de extenderme la crema, que luego lo haré yo contigo. Tienes que protegerte las nalgas, que es la primera vez que has puesto al sol. He visto que las tienes muy encarnadas.
Me subí sobre la cama, arrodillándome detrás de ella. Tomé el frasco, poniéndome en las manos una buena cantidad, y empecé a frotar su espalda y su culito, hasta donde me lo permitía su postura.
– Si te tumbas boca abajo -le dije- podré extenderla por tu trasero y tus piernas.
Ella obedeció. Me puse a horcajadas sobre sus rodillas y, durante unos minutos, acaricié con mis manos lubricadas por la crema sus nalgas y la parte trasera de sus muslos y pantorrillas. Al llegar al final de su culito, los movimientos de mis manos separaron sus glúteos, permitiéndome contemplar su rajita y su ano. Y mi erección ahora era completa. Pero no me importaba. Cuando acabé, le pedí:
– Si te vuelves, continúo con el resto de tu cuerpo…
Ella se dio la vuelta. Tenía las mejillas ligeramente sonrosadas, y los ojos cerrados. Sin ninguna vacilación, me dediqué ahora a sus hombros, sus pechos -cuyos pezones se pusieron como piedras bajo mis manos- su vientre, sus caderas, sus muslos…
Ahora mi pene estaba totalmente horizontal, al máximo de su tamaño.
Separé tentativamente sus piernas, y ella no me lo impidió. Luego se las elevé, y empecé a masajear el sedoso interior de sus muslos. Ahora tenía una visión perfecta de su sexo ligeramente entreabierto por la postura. Después de dedicarme a sus pantorrillas y a sus pies, estaba a punto de continuar con su coñito, cuando ella se incorporó:
– Túmbate tú ahora boca abajo, que voy a ponerte la crema.
Hice lo que me pedía. Durante unos minutos, tuve la maravillosa sensación de sus manos acariciando todo mi cuerpo. Cuando las sentí masajeando mis nalgas, estuve a punto de correrme. Después de notarlas en mis pantorrillas, me volví sin que ella me lo pidiera, quedando boca arriba, mi verga apuntando al cielo. Ella, tal como había hecho yo, se puso de rodillas, una de sus piernas a cada lado de mis caderas, su precioso sexo peligrosamente cerca de mi falo enhiesto.
Y empezó a darme un suave masaje por el pecho, mientras mis ojos pasaban alternativamente de sus hermosos pechos moviéndose al ritmo de sus brazos, a su coñito abierto entre sus piernas separadas. Para mi decepción, evitó cuidadosamente tocar mi pene y mis testículos, aunque sus manos llegaron hasta el principio del vello púbico, y acariciaron el interior de mis muslos. Finalmente, dejó a un lado el frasco. Se quedó mirando fijamente mi erección y dijo melosamente:
– Vamos a tener que hacer algo con esto. Sería escandaloso que salieras así ahí fuera…
Y, tumbándose sobre mis piernas, se lo introdujo en la boca, que empezó a mover arriba y abajo, provocándome sensaciones indescriptibles. La dejé hacer durante unos instantes, gozando de la presión de sus labios en torno a mi verga. Cuando sentí inminente la eyaculación, la aparté, tendiéndola dulcemente sobre la cama.
La besé profundamente en los labios. Su boca entreabierta, permitió que mi lengua jugara con la suya, mientras mis manos acariciaban amorosamente sus pechos. Besé sus párpados cerrados, sus pómulos y las comisuras de sus labios. Luego fui descendiendo, cubriendo de pequeños besos todo su cuerpo, evitando sus senos. Después de besar sus muslos y sus piernas, subí nuevamente, atrapando uno de sus pezones alargados con mis labios. Estuve lamiéndolo y succionándolo unos instantes, y luego pasé a hacer lo mismo con el otro.
En algún momento, ella había tomado mi pene entre sus manos, y lo acariciaba, llegando con su mano hasta mis testículos, lo que me tenía al borde de la eyaculación.
Me puse entre sus piernas, las separé, y abrí su vulva con mis dedos. Luego comencé a lamerla de abajo a arriba. Ella tenía las manos engarfiadas en las sábanas y alternaba su ruidosa respiración con pequeños gemidos, cada vez que mi lengua rodeaba su clítoris, que resaltaba, hinchado, entre los pliegues de sus labios menores.
Pude percibir perfectamente su orgasmo, largo e intenso, mientras su boca exhalaba pequeños quejidos de placer.
La dejé descansar unos minutos, mientras volvía a besar toda su cara, y mi boca atrapaba hambrienta la suya. Luego, coloqué las dos almohadas debajo de sus nalgas, elevando así su pubis a la altura conveniente. Entonces, empecé a acariciar su sexo, abierto otra vez por mis dedos, con mi glande. De vez en cuando, introducía mi pene en su abertura, apenas unos milímetros, realizando con él movimientos circulares en la misma entrada de su vagina, ya húmeda y lubricada. Eva reinició pronto sus jadeos y sus gemidos, cada vez más audibles.
Noté de nuevo que yo estaba a punto de acabar, y quería prolongar aquello más tiempo. Volví a inclinarme sobre ella, repitiendo el recorrido de mis labios sobre su rostro. Pero ella estaba muy excitada. Tomó mi pene entre sus manos, insertándoselo en su vagina, mientras alzaba el monte de venus, para hacer aún más profunda la penetración. Y empezó a oscilar las caderas, mientras sus manos apretaban mis nalgas contra su cuerpo.
No pude resistir mucho tiempo. Noté que mi semen fluía en su interior, y profundos espasmos de placer recorrieron todo mi cuerpo. El fin de mi eyaculación coincidió con el principio de un nuevo orgasmo de la chica y, a juzgar por sus gemidos, su goce debió ser más intenso que la vez anterior.
Nos besamos intensamente, mi pene aún en su interior. Luego, sujetándola por las nalgas, rodé sobre la cama, tendiéndola sobre mí, sin que mi falo dejara su confortable y cálido alojamiento. El sudor de los dos se mezclaba entre nuestros cuerpos, y su leve peso sobre mí, mis manos en torno a su cintura, las suyas bajo mi espalda, eran un nuevo placer, que yo deseaba que durara para siempre…
Levantó ligeramente la cabeza, mirándome con los ojos muy brillantes, y una sonrisa de satisfacción en sus labios:
– ¿Ves cómo puede haber sexo en una pareja que se está viendo sin ropa todo el tiempo?
– No me vale todavía la experiencia. Tienes que tener en cuenta que he estado todo el día tratando de contenerme. La vista de tu cuerpo me vuelve loco. Y, para conseguir que pueda aparecer desnudo ahí fuera con tranquilidad durante lo que nos queda de vacaciones, voy a necesitar al menos dos o tres sesiones de éstas al día. Una, antes de cada vez que tenga que salir en pelotas…