Capítulo 1

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Masajeando a Katty

Hace algún tiempo, mientras dictaba clase a un nuevo grupo, reparé en una alumna, menuda, pero de buen cuerpo, que solía sentarse en la primera o segunda fila.

Su mirada era adormilada y con frecuencia cruzaba las piernas, mientras cerraba los ojos como si meditase.

Me fijé en ella no sólo por su rostro agradable y su mirada anhelante, sino porque al cruzar las piernas comenzaba un movimiento de vaivén, frotando una pierna sobre otra con un ritmo que primero era lento pero iba acelerándose poco a poco.

Era evidente que ese movimiento le causaba placer y por eso cerraba los ojos para disfrutar mejor.

Un sábado por la tarde estaba solo en mi casa cuando sonó el timbre del intercomunicador.

Acababa de tomar una ducha y estaba sólo con una bata liviana, pues era verano y el calor arreciaba.

Levanté el fono y dije:

– Sí, quién es?

– Profesor?

– Sí.

– Soy Katty, su alumna de la Facultad, quiero consultarle un asunto muy urgente. ¿Puede recibirme?

– Sí, por supuesto.

Activé el dispositivo electrónico para que pudiese empujar la puerta e ingresar al jardín delantero.

Abrí la puerta principal y desde ella la invité a subir al porche y luego al recibidor.

Vestía un polo claro, muy ceñido, que dejaba adivinar unos senos pequeños pero firmes, y una falda blanca, acampanada, que le llegaba hasta las rodillas.

Ella era menuda, delgada, pero de carnes firmes.

– Disculpe, profesor, que venga a molestarlo a su casa, pero tengo urgencia de consultarle algo.

– No hay problema. Disculpa la facha en que te recibo, pero salía de la ducha cuando llamaste al intercomunicador.

– No se preocupe, así está bien, ya quisiera yo poder vestirme más ligero.

No le contesté, aunque me hubiera gustado decirle que se aligerase de ropa.

La invité a sentarse y a contarme su problema.

Ella dudó un poco, pero finalmente se animó a comenzar.

Me contó que desde hacía algún tiempo tenía una tensión que no la dejaba concentrarse y que le ocasionaba un dolor en la nuca que se irradiaba por la columna hasta la cintura.

Que no podía estar mucho tiempo de pie ni sentada, y que le preocupaba no poder prepararse lo suficiente para una prueba que tenía el día lunes.

– ¿Y cómo puedo ayudarte?

– Yo sé que usted ha seguido un curso de masoterapia en Chile y que algunas veces aplica sus conocimientos.

Efectivamente, yo había seguido ese curso y así aparecía en mi currículum vitae que estaba publicado en la página web de la Universidad.

Dudé un poco, pero el verla tan resuelta pero al mismo tiempo suplicante, hizo que me decidiese por recordar mis técnicas de relajación.

– Cuéntame un poco de tu malestar y de lo que esperas de mí. – Es como si tuviese un peso que me impide actuar con libertad.

Mientras hablaba gesticulaba mostrando las zonas del malestar.

La falda se había subido sobre sus muslos y los senos aparecían prominentes amenazando romper el delgado polo que los albergaba.

Su respiración se había vuelto agitada y los ojos me miraban con ansiedad, esperando que una respuesta.

Sin que se lo dijera, ella se dirigió a un sofá alto que había en una esquina de la habitación, y se echó en él, de espaldas, indicándome con una mano la parte que le mortificaba.

Al echarse, la falda se había recogido dejando ver unos muslos firmes, duros, y unos glúteos redondos cubiertos por una truza blanca, impecable.

La visión despertó en mí unos deseos de echarme sobre ella, pero me contuve.

Me acerqué y ella tomó mi mano y la llevó hasta su cintura, diciéndome que era allí donde más le dolía.

Levanté el polo hasta la mitad de su espalda y comencé a masajear, lentamente, del centro hacia los laterales, de arriba hacia abajo, sintiendo una piel suave, tibia, y unos músculos evidentemente agarrotados.

– Así, profesor, suavemente, me hace mucho bien, me estoy relajando; sus manos son suaves pero firmes y me alivian. Siento que todo el cuerpo comienza a despertar, como si el peso que tenía se hiciese más ligero. Así, así, siga, frote con toda la mano; así, así, qué delicioso.

Yo seguí mi labor mientras ella me hablaba.

Me contó que en las clases ella imaginaba mis masajes sobre su cuerpo desnudo, y que entonces cruzaba las piernas y las frotaba para sentir placer.

Animado por su conversación y excitado por el contacto con un cuerpo que se movía al ritmo de mis manos, bajé hasta los glúteos y los toqué con mis dedos.

Pegaron un respingo y ella suspiró.

Metí mis manos por el elástico de la truza y comencé a sobarlos suavemente.

Ella gozaba; inició un movimiento de arriba hacia abajo; mientras yo le masajeaba las nalgas ella había metido una mano por debajo y se acariciaba los labios vaginales.

– Qué delicia, profesor, no aguanto más, meta su dedo en mi ano, déle un masaje suave, lento, quiero gozar por ambos lados. Qué rico; mi coño está ardiendo pero gozando; mi clítoris está duro. Así me gusta, así imaginaba gozar.

Mi dedo estaba dentro de su ano; ella alzaba y bajaba el culo para sentir más mi dedo al ritmo que ella imprimía.

Mi otra mano se posesionó de uno de su senos; pequeño, redondo, pero firme. El pezón crecido buscando caricias.

– Ahhh, me vengo, métemelo más, así, quiero gozar por el coño y por el culo.

Qué rico masaje.

Apriétame las tetas, muérdeme el cuello, mi coño está ardiendo, yaaaaa, me vengoooo, chúpame, cachéame, viólame.

Qué mano más divina.

Ahhhhhhh.

Se dejó caer, exhausta, suspirante, mientras yo le acariciaba el cabello y le besaba la frente.

– He gozado mucho, su masaje ha sido divino. Disculpe que me haya atrevido a venir y pedirle esto, pero lo necesitaba.

Serví unos refrescos, continuamos conversando, hasta que iniciamos una nueva sesión.

Continúa la serie