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La perdición de dos amigos

La perdición de dos amigos

Era el fin de fiesta de un sábado por la noche. Verónica no tenia ganas de irse a casa y Alex tampoco.

No eran más que dos amigos con ganas de pasárselo bien, y siendo las 5 de la mañana, todavía podían aprovechar el tiempo.

Llevaban unas copas, la ultima en un garito cargado de gente y de humo, y decidieron cambiar de local. Nunca recordaron de quien partió la idea, pero esa última copa fue servida en la barra de un pub de dudosa reputación de la gran ciudad, uno de tantos.

Pagaron a medias, entre sorprendidos y atraídos por el ambiente en que se encontraban inmersos. Miraran donde miraran, olieran lo que olieran, escucharan lo que escucharan… todo latía al ritmo frenético del sexo sin tabúes. Y el ambiente les contagió, poco a poco, pero de manera firme.

Entraron en el reservado a parejas y, nerviosos, se despojaron de sus ropas en el minúsculo vestuario mixto, sin querer mirarse a los ojos, dándose la espalda con una mezcla de pudor y de inocencia perdida. La misma que perdieron y no recuperarían nunca, y meno esa noche, cuando la sangre empezaba lentamente a hervir.

Salieron con sus toallas rodeándoles el cuerpo, viendo por doquier cuerpos desnudos, escuchando gemidos y gritos de placer, esquivando miradas de ardiente deseo que les devoraban. No era para menos.

La media de edad rondaba los 35 y ellos no eran más que un par de chavales, quizá demasiado jóvenes para acceder a esos juegos. Los 23 de ella y los 24 de él los hacían lo suficientemente deseables, suaves y lejanos como para que todos deseasen estar a su lado.

Se sumergieron en el agua burbujeante del jacuzzi, desnudos, casi sin rozarse por temor a despertar ese deseo que no debería surgir entre dos buenos amigos. Con la copa en la mano, se asombraban de todo lo que sucedía a su alrededor.

Empezaron a rozarles misteriosas manos, manos compañeras de piscina y de juegos. Ella, asustada y temblorosa, se arrimaba más a él. Nunca se pregunto si por miedo o por morbo, por ganas de que fuesen las manos de él las que recorriesen su cuerpo.

Ella salió del jacuzzi, decidida a explorar el local.

A él no le gustó que fuese sola. La siguió en su recorrido, durante el cual entro en una sala distribuida como el graderío de un colegio. Ella se subió a la última grada y se tumbo, el techo a escasos centímetros de su rostro. Una pareja se tumbo a sus pies.

El, a cuatro patas, ella, debajo, lamiendo su pene con deleite. Vero no podía apartar sus ojos de tan bello espectáculo, y no se dio cuenta de que la mano de él subía por su pierna, acariciando la parte interior de los muslos. Pero Alex si lo vio. Un punto de celos apareció de pronto y le lleno por completo.

El impacto fue tan grande que se tuvo que agarrar para no caer de la grada.

Se acerco a Vero, que había arqueado su espalda y, con los ojos cerrados, gemía de placer.

Besó sus labios y, cuando ella abrió los ojos y se le llenaron de sorpresa, él la mando callar y le sujeto las muñecas.

Bajó sus labios por la curva de su cuello, respirando de forma entrecortada, buscando sus pezones. Los besó, se endurecieron, grandes y rosados, desafiantes. Y empezó a morderlos, como sabia que le gustaba a ella. Lo sabía casi todo de ella, aunque sólo de forma teórica. Ahora lo iba a comprobar.

Ella se estremeció. Sentía los dientes de Alex clavados en sus pezones y una mano desconocida, ahondando en la humedad de su cueva. Alex levanto la mirada, desafiante, a su adversario, que retiro su mano inmediatamente. Vero le miro con sorpresa.

Le excitaba ver esa furia en sus ojos. Él la tomo con furia, mordiéndola, arañándola, lamiéndola. Y viendo cómo ella se abría ante él y se le entregaba.

Se rendía totalmente a él. Lo supo. Mucho antes de que ella le susurrara al oído “Tómame. Hazme tuya. Haz lo que quieras conmigo.” Y él así lo hizo. Le volvió a sujetar las muñecas con fuerza y la penetró con violencia, haciendo que ella grita de dolor y placer.

Comenzó a bombear a ritmo salvaje, haciendo botar las caderas de ella, mientras pellizcaba sus pezones. Ella se arqueaba, gemía y gritaba de puro placer, y él no se pudo contener más.

Saco su enhiesta y reluciente verga y derramó su jugo en ella. En su boca, en su pelo, en su pecho, para luego caer rendido sobre ella. Le besó tiernamente y le apartó con suavidad. Sin decir una palabra, bajó las gradas y desapareció por la puerta.

El, todavía atontado, la siguió. La buscaba por el local, pero no la veía, hasta que al doblar una esquina, ella le tomo del brazo.

Lo atrajo hacia sí y le rodeó la cintura con una pierna, provocando en él una erección casi instantánea. La penetro. Se follaron mirándose a los ojos, muy juntos, ella agarrada a sus nalgas, él con sus manos en la pared.

Y volvió a terminar antes que ella. Se excusó y se marchó al servicio, dejándola sola, caliente y febril de deseo.

Cuando volvió, la encontró sobre unos asientos, siendo devorada por un cincuentón algo grueso. La cabeza de él entre las piernas de ella, lamiendo su sexo con desesperación. Ella volvió la cabeza y sus ojos se encontraron. Se quedaron mirándose, mientras ella disfrutaba.

Y, al alcanzar el orgasmo, gritando de puro placer, le seguía mirando a los ojos.

Abandonaron el local al alba, haciéndose la promesa tácita de repetir en otra ocasión.

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