Capítulo 2

Capítulos de la serie:

Si me hubieran dicho a los 18 que a los 28 estaría temblando de placer después de besar a otro hombre mientras mi esposo me miraba con ojos hambrientos, me habría reído en su cara. O tal vez habría corrido a esconderme bajo mi cama, con el corazón latiendo de pura vergüenza. Porque esa era yo, Laura, la chica de las faldas largas y los sueños cortos, atrapada entre reglas que no entendía y una curiosidad que me quemaba por dentro sin que supiera cómo manejarla.

Crecí en una casa donde todo giraba alrededor de la iglesia. Mis papás eran cristianos pentecostales, de los que ven pecado en cada rincón y creen que la vida es una prueba para mantenerte puro. Mi mamá vivía con la Biblia en la mano, repitiéndome que una mujer debía ser recatada, invisible, un ejemplo. “El cuerpo es un templo, Laura, no algo para mostrar”, decía, y yo asentía, aunque por dentro me preguntaba por qué algo tan mío tenía que ser un secreto. La ropa era una guerra silenciosa: faldas hasta los tobillos, blusas que me cubrían todo, nada de escotes ni pantalones. Si me ponía algo más ligero, mi papá me miraba como si hubiera traicionado a la familia, y mi mamá suspiraba como si estuviera a punto de rezar por mi alma.

Pero a los 18, esa curiosidad que siempre tuve empezó a pesar más que las reglas. Su nombre era Andrés, un vecino que me sonreía cada vez que pasaba por su casa rumbo a la universidad. Era flaco, desgarbado, con el pelo un poco largo y una risa nerviosa que me hacía sentir que no estaba tan sola. Nos conocimos por casualidad, cuando se ofreció a ayudarme con unas bolsas pesadas un día que venía del mercado. De ahí pasamos a charlas cortas en la esquina, a escondidas, porque si mi familia se enteraba, habría sido el fin del mundo. Andrés no era guapo de revista, pero tenía algo, una chispa que me hacía querer saber más.

Fueron semanas de coqueteo torpe. Nos veíamos en un parque a unas cuadras de mi casa, donde nadie nos reconociera. Él me tomaba la mano, sudorosa y temblorosa, y me daba besos rápidos en los labios que me dejaban con el corazón acelerado. Yo no sabía besar, apenas abría la boca, y él no era mucho mejor, chocando los dientes conmigo como si estuviéramos inventando el juego. Pero una noche, después de un rato sentados en un banco, me dijo: “Ven, vamos a otro lado”. Su voz tenía un temblor que me puso nerviosa, pero también me intrigó. Dije que sí, sin saber bien a qué.

Terminamos en su carro, un cacharro viejo que olía a gasolina y a asientos gastados. Estaba estacionado en una calle oscura, lejos de las luces, y cuando me subí al asiento trasero con él, mi cabeza era un remolino. No sabía qué esperaba, solo que quería entender por qué todos hablaban tanto del sexo, por qué lo prohibían tanto. Andrés me besó, esta vez más fuerte, metiendo la lengua en mi boca con una urgencia que me tomó por sorpresa. Sus manos subieron por mi blusa, torpes, buscando algo que no sabían encontrar. Yo llevaba una falda larga, como siempre, y él la levantó con dedos nerviosos, rozándome las piernas hasta que llegó a mis muslos. Sentí un cosquilleo, pero también un nudo en el estómago que no me dejaba relajarme.

“¿Estás segura?”, murmuró, y yo asentí, aunque no lo estaba. Quería saber, quería sentir, pero no tenía idea de cómo. Él se bajó los pantalones a medias, dejando a la vista su erección, pequeña y tiesa, temblando como él. Yo me quedé mirando, sin saber qué hacer, mientras él me subía la falda hasta la cintura y me bajaba las bragas con un tirón rápido. No hubo caricias, ni palabras suaves, solo su respiración agitada y mis manos apretando el asiento. Me recostó como pudo, con las piernas abiertas en ese espacio estrecho, y se puso encima de mí. Sentí su peso, su calor, y luego un roce incómodo cuando intentó entrar. No estaba mojada, no sabía cómo ponerme así, y él no ayudó. Forcejeó un poco, gruñendo de frustración, hasta que por fin lo logró.

Entró de golpe, y yo solté un quejido. No fue placer, fue una punzada seca que me hizo apretar los dientes. Él empezó a moverse, rápido, desordenado, como si tuviera prisa por terminar. Sus caderas chocaban contra las mías, y el carro se sacudía con cada empujón. Yo miraba el techo, sintiendo el roce áspero de su piel, el sudor que me caía encima, y ese dolor que no se iba. No gemí, no me moví con él, solo me quedé ahí, esperando que acabara. En menos de dos minutos, gruñó fuerte, se tensó y se derrumbó sobre mí. Sentí algo caliente entre mis piernas, pegajoso, y supe que había terminado. Se apartó rápido, subiéndose los pantalones, y murmuró un “¿estuvo bien?” que no supe contestar.

Me quedé callada, bajándome la falda con manos temblorosas. No sentí nada especial, solo vacío y una culpa que no entendía. No era lo que esperaba, ni cerca. Me imaginé que sería como en las novelas que leía a escondidas, con suspiros y éxtasis, pero esto fue… nada. Andrés me dejó en mi esquina esa noche, y no volví a verlo mucho después. Lo dejé sin explicaciones, porque ¿qué iba a decir? Me guardé ese momento como un secreto sucio, uno que no le conté a nadie hasta años después, cuando Daniel entró en mi vida y me hizo verlo con otros ojos. Pero eso vino mucho después, y merece su propio espacio para contarlo.

Continúa la serie