Capítulo 1

—No más, querido, no más—dije sin soportar más el placer extremo—. Déjame descansar.

—Si eso es lo que quieres—me respondió—, eres tú la que debe detenerse. ¿Acaso no fuiste tú la que dijo que iba a violarme?

—Es cierto, es cierto, mi amor.

Mi vagina se encontraba hundida sobre el pene de Carlos, quien permanecía sentado sobre mi silla estilo gerencial. Una sonrisita apareció en mi rostro al darme cuenta de la mucha razón que tenía ese hombre al indicarme que era yo quién debía detenerse. Yo había estado brincando, saltando suavemente sobre su pene, mientras le daba la espalda. Por su parte, él mantuvo el equilibrio, sosteniéndome con sus manos apoyadas a cada lado de mi cintura. Había sido tanta la excitación y mi entrega al sexo, que al cerrar mis ojos para vivir más a fondo el momento, me olvidé que quién mantenía el ritmo de la marcha era yo misma.

Por eso, mi sonrisita traviesa era fruto del sentirme ridícula al pedirle a Carlos que no me penetrara más. De pronto, resbalé un poco sobre sus piernas y mi vagina se desprendió de su pene. Despacio, con una lenta dificultad me coloqué de pie. En ese momento, solo estaba vestida con la desbotonada camisa manga larga de mi amante. La fantasía de que tuviéramos sexo mientras yo me mantenía vestida con esa prenda era de él.

Cuando me giré para ver el rostro de Carlos, descubrí que estaba sonriendo, pero a la vez ya tenía su mano sujeta en su pene. Su otra mano descansaba sobre el reposabrazos de mi silla: una clásica silla gerencial, cuyas ruedas se mantuvieron en equilibro con nuestros movimientos. Yo me sentí orgullosa de él en ese instante y por un segundo me atemorizó su tranquilidad, su sonrisa. Porque esa serenidad que irradiaba era única. Una serenidad que me impresionó tanto que me sentí vulnerable, como si él fuese mi jefe.

—Vas a tener que ayudarme, amor. Todavía falto yo.

—Ya voy, cariño, déjame respirar. Ha sido muy placentero.

Mi mano izquierda se encontraba ocupada en ese momento en arreglarme un poco mi cabello rubio. Mi mano derecha no tardó en sumarse a esa tarea. Entonces, al darme cuenta que necesitaba sentarme, me aproximé a mi escritorio y decidí sentarme sobre éste. Aunque unos segundos después me arrepentí de hacerlo, porque mi vagina, que estaba húmeda y jugosa, no tardó en mojar la superficie de madera. Durante unos segundos estuve contemplando el pequeño charco de jugo que liberó mi vagina, mientras con mi mano izquierda acomodaba un mechón de pelo detrás de mí oreja.

—¿Quieres que traiga papel higiénico?—me preguntó Carlos.

—No hace falta, querido. Cuando me levante de aquí limpiamos.

—Como quieras.

Carlos continuaba con su mano sujetando su pene. Se estaba dando un masaje tranquilo, suave y relajante. Era evidente que el movimiento lento con el que se hacía la paja no buscaba propiamente llegar al orgasmo. Solo se estaba jalando la piel que cubría su prepucio para mantener viva su erección. Yo sabía que lo que él deseaba, solo yo podía cumplirlo. Y yo estaba dispuesta a darle ese gusto, pero primero necesitaba recuperarme un poco. Mi cuerpo estaba hechizado de placer y padecía de un gozoso cansancio.

Estuvimos hablando unos minutos, hasta que me sentí repuesta. No quería hacerlo esperar. Me acerqué a donde se encontraba y me coloqué de rodillas. Yo continuaba vistiendo su camisa manga larga, que era de un tono amarillo claro. Percibí muy bien que, al descansar mis brazos sobre sus rodillas, él experimentó una dicha muy agradable. Luego, sonrió cuando tomé su pene con mi mano derecha y comencé a chupárselo.

Cerré mis ojos y me concentré en lo delicioso que era tener ese pene en mi boca. Siempre cerraba mis ojos para sumergirme más en la experiencia y dejar que el sentido del tacto de mi boca se deleitara definiendo sus formas, su consistencia en mi mente. A veces cuando abría mis ojos, nuestras miradas se conectaban y ambos sonreíamos. Y en otras ocasiones, lo veía con su rostro inclinado hacia el techo, con sus ojos cerrados, seguramente buscando sentir con mayor intensidad el masaje que le brindaban mi lengua y mis labios.

—¿Te gusta como lo estoy haciendo, amor?—le pregunté.

—Vas muy bien, no te detengas por favor.

—Si algo te molesta, no dudes en decírmelo.

—Sigue, mi amor, me estoy divirtiendo mucho con tus caricias.

—No son caricias, es sexo oral, mi corazón—le dije con cierto tono de amable regaño—. ¡Me emociona que lo estés disfrutando!

Estuve besándole su pene alrededor de unos diez minutos, hasta que sus gemidos se tornaron más intensos. Hubo un momento en que inevitablemente sentí que iba a eyacular. Y él, de manera muy cortes me advirtió que estaba a punto de lograr su orgasmo. Con mucha calma retiré el pene de mi boca y me levanté del suelo con rapidez para ir al baño. En cuestión de segundos ya estaba de regreso y volví a mi posición de rodillas mientras le entregaba el papel higiénico, arrebatándole con amabilidad el pene de sus manos.

Yo sabía a la perfección que Carlos era presa de una gran emoción cuando lo trataba de esa manera agresivamente dulce, apropiándome de su sexo como si fuese totalmente mío. Ahora que volvía a adueñarme de su pene, sabía que lo más oportuno era tomarlo entre mis dos manos. Su orgasmo y su liberación de semen eran inminentes. En realidad, tanto él como yo, estábamos poniendo en práctica lo que considerábamos como una técnica nuestra.

Era poco lo que tenía que esforzarme en auxiliarlo. Solo tenía que jalar la piel de su pene con dos mis manos y esperar confiadamente a que la liberación de semen estallara como si fuese champaña. Nuestra única precaución, para evitar que el semen llegara al techo o salpicara todo mi cuarto, era simplemente apuntar el glande hacia su pecho. De modo que era el pecho lo que actuaría como muro de contención. Y así fue.

—¡Me encanta, me encanta, me encanta!—le confesé emocionada viendo cómo ese líquido blanco salpicaba su abdomen—. Estabas súper cargado de leche. Abundante, espeso, ¿cuántos días llevabas sin pajearte?

—Creo que tres o cuatro—me contestó mientras se limpiaba con el papel higiénico—. Mi querida Mariana, creo que hoy superamos un nuevo récord de altura.

—Oh, ya veo. El semen llegó hasta tu mentón.

—Sí, por poco y cae también en mi boca.

—Espera, vas a necesitar más papel. Ya vengo.

Mi relación con Carlos había iniciado hacía unos seis meses atrás. Nos conocimos una aburrida noche en la que yo y él no teníamos nada que hacer. Nos habíamos conectado a una plataforma de chat online, con la única esperanza de tener a alguien con quien hablar. Obviamente, como la plataforma permitía elegir la ciudad de los participantes, fue muy normal que coincidiéramos. Esa primera noche, entre lo mucho que hablamos, descubrimos que nuestras casas estaban a solo unos dos kilómetros de distancia.

A los pocos días concertamos un primer encuentro. Nos vimos en un parque muy cercano a mi casa. Estuvimos dialogando sobre nuestras vidas, nuestros sueños, sin nada que insinuara que fuéramos a ser novios. Invertimos unas dos horas en hablar y hablar. Carlos tenía algo que me llamó mucho la atención desde el comienzo: era notable en él que era un poco tímido con las mujeres.

Y que un hombre de 20 años de edad me reflejara esa timidez, era una oportunidad única para mí, para tenerlo bajo control. Y no es que quisiera jugar con sus emociones o dejarlo con las ganas. Me refería solo al gusto de poder dominarlo en la cama hasta el punto de poder abusar de él. Sospechaba que esa fragilidad, que esa timidez también podía encontrarla en la cama, pese a que yo soy solo dos años menor que él.

Dos días más tarde volvimos a reunirnos en el mismo parque. Con mucho tacto, percibiendo esa timidez que le otorgaba a su rostro una gran ternura, me atreví a tocar ese gran tema que nos cautiva a todos a nuestra edad. Entonces Carlos me confesó que nunca había tenido relaciones sexuales con una mujer. No podía creerlo, pero en sus ojos brillaba una sinceridad tan inocente que sí daba lugar a admitirlo. Estuve contemplando sus ojos con detenimiento y él se asombró de la expresión contrariada de mi rostro.

—¿No me crees?—me preguntó.

—No. ¿En serio no has estado nunca con una mujer?

—No. Lo digo en serio. ¿Tú ya perdiste tu virginidad?

—Sí, hace como dos años.

—Pues bueno, ¡qué bien por ti!

Quién iba a pensar que unos tres meses más tarde, él ya era todo un experto en las tardes del sexo. Me siento orgullosa de haberlo educado, de enseñarle todo lo que necesitaba saber para sentirse realizado como hombre. Uno de los momentos más intensos que viví con Carlos ocurrió a los tres meses de haber empezado a tener relaciones sexuales conmigo. Antes de eso, habíamos tenido una genial tarde de sexo. Gozamos tanto de nuestros cuerpos que antes de las tres de la tarde nos arrullamos un poco y nos quedamos dormidos. Nos levantamos un poco después de las cuatro y a él se le ocurrió la idea de darnos una buena ducha.

No fue mucho lo que tardaríamos bajo el agua. No hubo nada de sensacional aparte de los besos y las caricias. Pero una vez cerramos la llave, justo cuando yo iba a abandonar el espacio de la ducha, Carlos me tomó una de mis manos y me obligó a regresar. Me jaló con fuerza y luego me colocó contra el cristal del baño para cerrar sus ojos y besarme. Después de ese apasionante beso, él me tomó de una mis manos antes de agacharse y recostarse en el suelo mojado.

Su pene ya se encontraba erecto, para sorpresa mía, porque si mi memoria no se equivocaba para ese entonces, él ya había gozado de dos orgasmos. Era emocionante saber que estaba listo. Carlos no tuvo que decirme nada, tanto él y yo estábamos muy bien sincronizados. De manera que mientras sostenía su pene en sus manos y se pajeaba lentamente, yo me arrodillé antes de acomodarme sobre sus genitales y permitir que mi vagina entrara en coito con él.

Comenzamos a gozar con mucho entusiasmo. Yo saltaba sobre su pene, sintiendo a fondo su consistencia. A veces no podía evitar que los gemidos me atraparan. Llegó un momento en que aceleré el ritmo del coito y mis ojos se abrieron de la emoción. Carlos percibió ese subidón de placer y me miró con ternura. Una extraña vergüenza, al sentirme delatada, me sentenció a excusarme de mi placer.

—¿Te da pena?—me preguntó—. ¿Por qué te achantas?

—No lo sé amor. Tú sabes que son cosas que pasan en el sexo.

—Sí. Yo he llegado a creer que es algo que está en el inconsciente, tal como sostiene Freud.

—Es que me da un miedito de aceptar ante ti lo mucho que estoy gozando. Es como si me descubrieras comiéndome un helado a tus espaldas.

—Pero si estamos aquí para darnos cariño amor, no quiero que te dé pena.

Me mordí los labios con orgullo y le regalé una sonrisa de completa ternura a Carlos. Con esa forma de respaldar mis sentimientos, me entregué profundamente al placer. Mi amante se mantenía acostado sobre el suelo tibio del baño. A pesar de la humedad del agua, ésta no jugaba en contra nuestra. Nuestro coito y mis movimientos de saltar sobre su pene mantenían el equilibrio.

Dije que aquella fue una de las ocasiones que más me divertí con el sexo que me ofreció él. Y lo digo porque su pene que se mantuvo muy erecto y firme. Durante largos minutos estuve desafiándolo, exigiéndome para hacerlo llegar al orgasmo. Lo hacía porque en parte, yo había alcanzado de por medio varios momentos de intenso placer. Yo sentía que era mi tarea darle a probar de la misma felicidad. Pero entre más me esforzaba en que él alcanzara su orgasmo, más frustrada me sentía. Me sentí vulnerable de no ser lo suficientemente mujer para complacerlo.

Y esa vulnerabilidad a su vez me estimulaba aún más. Me sentí muy saciada y entonces recordé que esa era una de sus condiciones en el sexo. Pese a ello, me aventuré, con cierto sentido del humor, a preguntarle si es que acababa de tomarse una pastillita azul de viagra para mantenerse tan activo, tan titánico en el arte de follar conmigo. Y entonces él me respondió:

—No, mi querida Mariana. No he tomado nada de eso. Recuerda que no es la primera vez que sucede.

—Lo sé, no es la primera vez que sucede—le respondí—. Pero esta vez estás marcando un nuevo récord.

—Quizá sea el hecho de que me siento fresco y tranquilo. Aunque creo que si mantienes el ritmo no tardaré en llegar a la meta.

—Eso espero, porque ya empiezo a fatigarme de tanto esfuerzo.

Continué con mi labor de hundir mi vagina sobre su pene. Descubrir que no tenía ningún As bajo la manga, que no existía secreto alguno sobre su virilidad actual, me concedió el gran gusto de sentirme dichosa, orgullosa y bendecida, por así decirlo. Sin embargo, tal como él acababa de advertírmelo, no tardó en alcanzar el placer. Pude finalmente contemplar su rostro, sonriendo con tanta picardía, que ahora era él quien vivía ese diminuto sentimiento de achantado. Ahora eran mis ojos los que apreciaban su orgasmo.

Ese momento de tener sexo bajo la ducha de mi habitación fue realmente ardiente, intenso, gratificante. Unos segundos más tarde, yo desprendí mi vagina de su pene. Para ese momento, Carlos se había apoyado sobre sus codos, adquiriendo una posición en la que pudo apreciar ese instante en que nuestros genitales se desprendieron. Los dos nos quedamos observando mi vagina, como acostumbrábamos a hacerlo cada vez que eyaculaba en mi interior. Era la curiosidad de ver cómo su semen resbala desde mi interior lo que nos saturaba de una magia exquisita.

Yo, como siempre que ocurría este suceso en la vida sexual que compartí con él, me adelanté un poco para que el semen cayera muy cerca de su ombligo. Así fue. Al cabo de uno segundos, todo el semen que pudo resbalar del interior de mi vagina, formó sobre su piel un pequeño charco. Los dos sabíamos que, aunque no era mucho lo que había alcanzado a derramarse de mi interior, mi vagina seguía conservando otra gran porción en su interior.

—Finalmente lo lograste, ¿no?—me dijo Carlos.

—Sí. Esta vez estuvo un poco difícil el poder saciarte.

—Ven, acuéstate a mi lado. Quiero estar aquí un rato contigo, Mariana.

—Como gustes, mi amor.

—Hazte aquí a mi lado. El suelo aún esta tibio.

Obedeciendo a su petición, me recosté a su lado, apoyando mi cabeza muy cerca de su hombro. Fue algo muy romántico estar ahí, acostados, sintiendo como la luz amarilla del atardecer se filtraba en mi baño, concediéndole al espacio un leve color naranja. Escuchaba su respiración tranquila, contemplaba cómo su caja torácica se expandía y volvía a contraerse, mientras su cuerpo iba irradiando una energía que yo envidiaba en él. A pesar de que nos habíamos duchado muy bien, el aroma intenso de su desodorante sedujo mi olfato y eso me invitó a estudiar su axila.

—Carlos… ¿te has dado cuenta que tienes axilas de mujer?

—¿Por qué lo dices?

—Tienes unas axilas muy lindas, muy bien depiladas. Créeme que eso te da un gran atractivo.

—Oh, ¡muchas gracias! Tú sabes muy bien que soy un hombre bastante higiénico por así decirlo.

—Igual que yo como mujer.