Hace ya unos años, trabajaba en una empresa que ocupaba tres pisos de un edificio de antiquísima y sólida construcción.

Planta baja como salón de ventas, primer piso un depósito y la administración y un segundo piso con otro depósito más grande.

Mi labor específica se centraba en el último de los depósitos nombrados, es decir el último piso.

Con el tiempo, la gran y lujosa escalera que adornaba el centro del salón, fue reemplazada por una más moderna, que bordeaba el edificio y daba mayor amplitud al salón de ventas.

La nueva escalera era un estrecho pasillo, y los empleados de todas las plantas lo transitábamos varias veces al día.

En una oportunidad mi ascensor coincidió con la subida de una de mis compañeras de administración.

A pesar de tener 10 años más que yo, su figura valía la pena: mediana estatura, linda cara, buenos pechos, adecuada cintura y torneadas piernas.

La confianza era grande y los comentarios que cruzábamos (sin distinción de categorías o edades) eran de lo más variado, que iba desde política, deportes, cine, sexo y demás.

No recuerdo cual era el comentario que estábamos teniendo, sí que de repente nuestras caderas se chocaron y ahí me animé a tocarle los glúteos, me sonrió y al llegar al descanso de la escalera, me dio un beso.

Llegué a mis labores y me estaba haciendo «la película » cuando sonó el teléfono y una voz femenina me dijo que era María Rosa, la compañera del roce en la escalera.

Al preguntarme si quería un encuentro con ella, le respondí afirmativamente y me comentó sus proyectos.

Al terminar el horario de trabajo, yo bajaría hasta el primer piso y disimulando me quedaría en el descanso hasta que bajaran todos los compañeros de mi sector, subiría nuevamente y esperaría en el vestuario.

Ella saldría la última de administración y encararía hacia donde yo la aguardaba.

Resultó tan fácil la «operación encuentro», que parecía un cuento de hadas. Un fuerte beso selló la llegada y sin perder tiempo nos dedicamos a las más calientes caricias.

En primera instancia sobre las ropas, luego desabrochando simultáneamente pantalón, pollera, camisas.

Ahí ya eran observables mi erección y la turgencia de sus pechos. Suaves manoseos sobre los atributos de ambos, y «voladura» de las ropas interiores.

Aún de pie con los cuerpos en total desnudez, continuamos con la más deliciosa de la «franelas». Sus manos sobre mi enervada pija y las mías ocupadas en pasar por su culo, sus tetas y su ya mojada concha.

La bese en el cuello y el beso se prolongó en suave mordisco.

Se estremeció y me dijo que no aguantaba más. Buscamos en el depósito y encontramos como suave colchón, una gran pila de trapos de piso.

Unas revolcadas sobre ellos, y mis dedos sobre la comisura de sus labios vaginales, hicieron que sus jugos empezaran a aflorar. El olorcito a mujer me hizo llegar con la boca a sus chumino y mi lengua empezó un arriba-abajo que la obligó a tomar mi nabo y chuparlo con fruición.

Debí hacer grandes esfuerzos para no acabar enseguida.

Como pude saque mi verga de su boca, y continué con mi chupada de argolla.

Después de breves minutos, logre extraerle su primer orgasmo.

La pausa se impuso y luego volví a frotar su entrepierna, para lograr la buena lubricación; al notar que ya estaba «ponible», dirigí mi garrote hasta su abierta cuevita del amor, no encontrando resistencia alguna y llegando hasta el tope de mis huevos contra su vulva.

Sus piernas me abrazaron por la cintura y comenzó mi bombeo. No fueron muchas las estocadas que distaron para que entre grandes ruidos, tuviera una acabada gloriosa.

Seguimos unidos por buen rato y decidimos que podríamos «echarnos» otro. Mi virilidad no estaba a punto y ella se dedicó a sobar primero con las manos y luego con la boca, hasta lograr una buena erección.

Acto seguido estando yo de espaldas sobre el improvisado colchón, María Rosa de puso en cuclillas y empezó a descender sobre mi enhiesto garrote, al llegar al borde de su cleca hizo varios círculos que nos elevaron la «temperatura» y de nuestras humedeces, resultó una fácil introducción que acompañe con mis manos sosteniendo su hermoso culo.

La cabalgata tuvo ribetes de excepción: un sube y baja de ella, acompasado por una elevación y descenso de mi pelvis y los jadeos que inundaban el ambiente.

Prolongada fue tal cabalgata, que para llegar a la simultánea acabada, nos envolvimos en sudor que se deslizaba por nuestros acalorados cuerpos.

Entre gritos, gruñidos y jadeos, ella se dejó caer de espaldas sobre mi tórax y allí pude asirle sus redondas tetas. Le masajeé los pezones hasta que mis dedos se acalambraron y a la vez que mi pito se iba achicando y saliendo de su aterciopelada cueva del amor.

Extasiados por largo rato y luego que nos vestimos, llamamos por el teléfono interno al sereno, a quien tuvimos que sobornar para que nos dejara salir y que no nos delatara frente a los jefes.

Mis encuentros con María Rosa duraron por casi dos años, pero en distintos lugares y con mayor «veteranía» y experiencia, anexando nuevas y desconocidas por nosotros, caricias y artes amatorias.

Todo terminó cuando falleció su padre y con su madre decidieron mudarse a una lejana ciudad, sin que nunca más tuviera noticias de ella.

Eso sí: Me quedó su recuerdo y el delicioso sabor de su piel.