Celos ardientes I
La verdad es que esto de los celos comenzó como un juego que era divertido y servia como para avivar el amor con Sergio.
A mí me gustaba cultivar esos celos porque cada día estaba más segura que él me amaba y me necesitaba y me deseaba más y eso era mi felicidad completa.
Por otro lado con mi hermana Zeni no nos veíamos desde la Universidad y ahora, cada una viviendo en un país distinto, solamente nos encontrábamos para las grandes celebraciones familiares en que los tres hermanos acudíamos a la casa de mis padres, las dos hermanas somos solteras.
Cuando Sergio comenzó a insistir en que quería ver una fotografía de mi hermana Zeni, yo reaccioné en forma airada.
Pero era un puro teatro mío para medir su reacción, un juego en que yo usaba esos celos fingidos para avivar la hoguera de su deseo.
En medio del amor con Sergio, yo solía hacer alusión a mi hermana, a lo hermosa que era, a lo sola que estaba y de esa forma podía notar como mi amante se encendía, me abrazaba más enérgicamente, asumía posiciones de macho agresivo y aumentaba la intensidad de sus caricias, inventando formas nuevas de tenerme lo que me hacía arder como nunca llegando a finales insospechados de pasión desatada.
Yo nunca supe que era lo que el se imaginaba en esos momentos y lo más probable, era que no se imaginara nada, porque era yo quien avivaba esa falsa atmósfera de celos irreales, a lo mejor un poco decepcionada por la falta de celos reales, porque Sergio no ha sido nunca celoso.
La celosa soy yo.
Y ahora estaba en medio de ese juego divertido pero absurdo sin fundamento real.
Porque Sergio no conocía a mi hermana Zeni y yo no sabia muy bien como era ella ahora a sus treinta años.
Claro, era una profesional exitosa, que vivía en la capital de nuestro vecino país, en un departamento pequeño en un buen barrio para una mujer sola, que no había tenido aventuras amorosas, al menos no las había contado y a quien le conocía una sola relación con un hombre maduro, pero nunca pude saber si había existido algún compromiso profundo.
De modo que ni siquiera sabía si mi hermana Zeni era virgen o no.
Mirando detenidamente la única fotografía de Zeni que pude encontrar, me di cuenta que nos parecíamos bastante.
Ambas somos morenas de cabello negro, rostro de facciones algo marcadas y ojos oscuros, los míos más vivos que los suyos y tanto ella como yo tenemos boca grande, de labios pasionales.
En nuestra figura destacan claramente nuestros pechos desarrollados, firmes y atrevidos.
Pero la fotografía que tenía en mis manos era una ampliación de una fotografía de pasaporte y aunque nada del cuerpo se podía ver, se la llevé a Sergio y se la mostré.
El no dijo nada, no hizo ningún comentario y luego de mirarla un momento me la devolvió lo, que casi me produjo una desilusión, dado que él había insistido en verla.
Fue en medio del amor, como recordando algo que hubiese olvidado y recordara súbitamente, me dijo que éramos muy parecidas.
Yo noté de inmediato en mi interior una reacción pequeña pero profunda.
Metida de nuevo en el juego le hice un comentario asegurándole que ella tenía un cuerpo más bravío, más natural.
Le dije que yo encontraba mi cuerpo más entregado en la pasión, al paso que el de ella se me ocurría más indomable.
Agregue que yo pensaba que quizás en la cama sería más ardiente que yo.
Sergio se agitaba sobre mí con bríos renovados mientras yo me desgranaba en latidos placenteros y de pronto me di cuenta que estaba asumiendo el rol de mi hermana Zeni y quería demostrarle a Sergio lo que ni yo misma sabía, porque jamás pude imaginarme el comportamiento sensual de mi hermana.
Pero ahí estaba yo moviéndome como imaginaba que ella lo haría, de una manera como yo nunca lo había hecho y sintiendo que Sergio me estaba teniendo de una forma nueva, porque seguramente estaba haciendo el amor con Zeni y no conmigo y eso me hacía redoblar mi calentura porque me sentía una mujer nueva para él, al mismo tiempo que lo percibía como un macho renovado descubridor de placeres diferentes que nos estaban llevando a cumbres de placeres insospechados.
Pero, al parecer, ninguno de los dos se confesaba a si mismo lo que estaba sucediendo. Sea porque lo encontrábamos peligroso o quizás porque esto era solamente una fantasía momentánea sin ninguna trascendencia, que no fuera encender la pasión en nuestras tardes compartidas de los sábados.
Había comenzado una nueva semana con la renovada espera del inevitable encuentro de los sábados y el día miércoles en la noche en la ardorosa soledad de mi cama, me sorprendí pensando, pero no en Sergio, como me ocurría habitualmente.
Lo que ocupaba mi mente afiebrada de mujer, eran los pensamientos y las imágenes que me habían invadido la tarde del sábado impregnada de la evocación de mi hermana Zeni.
Sobre todo, las imágenes en que aparecía Sergio haciéndola suya y ella entregándose de la forma descarada en que yo me había entregado.
Y estas evocaciones eran de tal intensidad, que llegó un momento en que no tenía muy clara la identidad que asumía mi cuerpo, solamente sabía que me estimulaba con vehemencia, tratando de encontrar una autosatisfacción de tal magnitud, que me hacía perder la claridad en el sentido de si el orgasmo monumental que me invadía era mío o era de ella apoderándose de mí una forma extraña y seductora de compartir con ella un juego erótico descabellado, pero intensamente real.
Lo que yo encontraba más maravilloso y excitante era que mi hermana Zeni no tuviese la menor idea de lo que me estaba pasando y por otro lado la imposibilidad absoluta de que yo llegara a contarle nada porque no tenía con ella ninguna confianza en ese plano.
Los celos que me había inventado en un comienzo ya no eran tan irreales por cuanto todo lo que yo estaba sintiendo sucedía de realidad en mi cuerpo que reaccionaba cada vez con mayor intensidad erótica ante mis pensamientos.
Pude darme cuenta que a Sergio le pasaba lo mismo cuando el sábado siguiente en medio de la pasión ya desmedida por mis pensamientos durante el sexo y mientras él me hacía suya con la intensidad habitual… al besarme me dijo… Zeni.
Fue tal el impacto que produjo en mi oírle pronunciar en ese momento el nombre de mi hermana, que comencé a sentir la pasión de una forma tan diabólicamente abrasadora que mi interior comenzó a latir alrededor de su sexo de una forma desproporcionada y yo agitaba mi cuerpo de una manera tan descarada que Sergio parecía a punto de perder el sentido y ahora sin cuidado ninguno repetía… Zeni… Zeni, mientras entraba y salía de mi con un ritmo y deleite que jamás habíamos alcanzado.
En el delicioso cansancio del reposo, la imagen de Zeni nos fue llenando de ternura en medio de la cual nos besábamos sin poder detenernos.
Si bien en la cama ya habíamos admitido que la evocación de mi hermana había transformado nuestras sesiones de amor de una manera maravillosa, ninguno de los dos había hecho referencia a eso en forma explícita.
Parecíamos haber aceptado sin saberlo, un mutuo pacto de silencio, quizás por temor a desencadenar una tormenta de celos, o quizás por no romper el hechizo de una situación tan locamente excitante.
Sin embargo este mismo silencio ocasionaba en nosotros una situación que amenazaba tornarse incómoda.
Fue así como recién anoche, en la cena en el restaurante de siempre frente a la playa y mientras apurábamos un delicioso trago, se atrevió a preguntarme si no tenía yo algún dejo de celos por llamarme Zeni en medio del amor.
El solo hecho que lo hubiese planteado ocasionó en mi un estado evidente de excitación que no pude controlar, como si su pregunta obrara el milagro de traer a la realidad un encanto que hasta ahora habíamos mantenido en el secreto caliente de nuestro abrazo amoroso.
Entonces le dije que si.
Que si tenía celos.
Unos maravillosos celos de esa Zeni que lo volvía loco. Unos celos embriagadores que se apoderaban de mí cuando me hacía suya como si fuese Zeni.
Unos celos que quería multiplicar por mil si cada vez el se transformaba en ese amante maravilloso que yo desconocía y que ahora era tan mío como nunca lo imaginé.
Unos celos que me llevaban a desear ser las dos para poseerlo por todos sus costados y disfrutar doblemente de sus longitudes y sus grosores como ninguna mujer había logrado hacerlo.
Sergio se fue encendiendo con mis palabras. Lo supe en el brillo de sus ojos, en la forma como sus labios latían sutilmente y sobre todo en la tibieza de su mano que recorría mis muslos avanzando con audacia hacia el lugar en que yo o Zeni, ya no me importaba, le brindaríamos los placeres que anhelara.
Fue en ese momento de sinceridad sin límites, de apertura total, que nos dimos cuenta que el momento había llegado sin buscarlo y fui yo quien le dije.
– Déjamelo a mi amor… yo sabré convencerla.
La verdad es que no se como convencerla, no sé que le voy a decir, no se como va a reaccionar. Únicamente sé que es inevitable.