Soledad de Buenos Aires I
«Soledad» dijo al presentarse y yo repetí para mí mismo la estrofa de ese antiguo tango que decía: «Soledad, la de barracas, que me trajo soledad», sin pensar en lo premonitorio de esa frase.
El lugar y el momento eran los menos adecuados para enfrascarme en una disquisición acerca de los alcances de su nombre: era nuestra primera entrevista, en el salón de reuniones, y ella representaba la «otra parte», por decirlo de alguna manera.
Venía de Argentina a auditar la empresa de la que yo era Auditor Interno y esa era nuestra entrevista preliminar, para definir los alcances la revisión.
Cuando entré ella estaba sentada y me daba las espaldas.
Pero al volverse me dio el regalo de dos visiones hermosas: sus grandes ojos que sonreían permanentemente y sus piernas que semejaban dos pilares de hermosa hechura, blancos, bien delineados y embriagadores.
«Soledad, mucho gusto», respondió a mi presentación.
Omitió el apellido, dándole un toque de informalidad a la reunión, que presagiaba ser dura.
Me senté a su lado y empezamos a charlas sobre la situación de su país, agitado por los problemas sociales originados por los políticos y su aplicación a ultranza de medidas económicas insostenibles.
El Presidente había renunciado presionado por los estragos del levantamiento civil en gran parte del país y el tema del día era quién lo reemplazaría, las posibilidades de declarar moratoria de pagos, el papel que jugarían los políticos tradicionales en tanto se producía el necesario recambio generacional o cuánto tiempo demoraría en reconstruir confianzas en el pueblo.
La palabra corrupción no se pronunció pero estaba presente en todos los ahí reunidos como la gran barrera para sortear el momento de crisis que vivía Argentina.
Ella estaba sentada con una pierna sobre la otra, vestida con un traje sastre adecuado a la ocasión, gris claro con rayas oscuras y que le llegaba a media pierna.
Pero no cualquier par de piernas.
No, señor. Eran dos monumentos de piernas que parecían moldeadas por un artista y que ella lucía a sabiendas del efecto que producían entre los hombres.
Esas piernas eran sus armas de defensa y ataque, que confundían y atemorizaban a quien tenía por delante, especialmente si ese alguien era hombre. Y yo soy un hombre tan normal como el que más.
El movimiento que imprimía a sus piernas mientras hablaba me tenía más pendiente de sus extremidades que de lo que decía.
Creo que si me hubiera pedido repetir la idea de lo que recién había expuesto no habría podido hacerlo pues mi atención estaba en ese par de piernas y esos muslos que se insinuaban bajo su falda, impidiéndome ocupar algún otro órgano de mi cuerpo.
Ella estaba consciente del efecto que producía y parecía divertirse con la cara de estúpido que yo tenía, intentando vanamente disimular mi interés en sus muslos con una expresión de interés en sus palabras que ni siquiera escuchaba.
Finalmente nos abocamos al trabajo y quedamos los dos solos en la sala, ella haciendo las preguntas habituales en estos casos y yo intentando responder y mostrando los libros y antecedentes que me eran requeridos.
La jornada se desarrolló normalmente, entre las explicaciones que daba a sus preguntas y mis miradas furtivas a sus piernas, que seguían su jugueteo para mi desesperación.
Era tal mi interés en sus piernas que en varias oportunidades mis explicaciones no fueron satisfactorias y me vi obligado a rectificarme, en tanto ella parecía divertirse con mi turbación..
Ya tarde dimos por terminado el trabajo de ese día y me ofrecí a llevarla a su hotel y, como era lo lógico, la invité a cenar. Aceptó, lo que también era lógico, pues los gastos los pagaba la empresa y mi misión era atenderla bien durante su estancia en Santiago.
Llegados a su hotel, me pidió la espera unos minutos mientras subía a su cuarto a cambiarse para la cena.
Me dirigí al bar, donde pasé el rato al amparo de un cóctel margarita que prontamente me envalentonó y me hizo ver como posible una aventura con la bella Soledad, la de allende los Andes.
A la media hora apareció en el bar, radiante de belleza, con su metro 65 de estatura, pelo trigueño, ojos verdes, piel blanca y ese par de piernas que tanto me gustaban.
Lucía un vestido de color azul eléctrico partido a un costado, que mostraba parte de sus muslos cuando caminaba.
Y sus senos se mostraban exuberantes bajo la tela, insinuando unas dimensiones que parecían artificiales pero que al caminar delataban dos cosas: primero que eran naturales y segundo que no llevaba sostén.
Este descubrimiento me acobardó y volví a sentir la misma turbación de la mañana debido a sus piernas y muslos, pero ahora por la visión de su par de senos redondos, bien formados, cimbreándose y con sus pezones que golpean el vestido como queriendo buscar la libertad.
Intentando aparentar una calma que estaba lejos de poseer, la invité a un trago.
Ella aceptó con una sonrisa que resaltaba la belleza de su rostro delgado y sus labios carnosos que parecían hechos para besar o para otras labores más íntimas que estaban vedadas a mí, un viejo de 60 años, algo cansado por el trabajo rutinario de toda una vida.
Y más viejo me sentía ante la frescura de sus 26 años, tan tremendamente bien llevados.
Se mostró locuaz y de una simpatía extrema.
Abordamos muchos temas, para los que siempre tenía una frase inteligente, sagaz, oportuna.
Y su eterna sonrisa modelando ese bello rostro del que me sentía prendado.
Cenamos en un restaurante francés, que elegí para impresionarla, sabiendo que nada de lo que hiciera podría causarle la más mínima impresión, ya que se notaba que era una mujer de mundo y que estaba acostumbrada a lugares sofisticados.
Después de cenar la llevé de vuelta a su hotel, donde ella me pidió la invitara al bar a un último trago.
Fuimos nuevamente al bar del hotel y pedimos un whisky para cada uno.
Tal vez el trago, tal vez la distancia de su tierra o la soledad que en esos momentos la envolvía, no sé, pero pronto, muy pronto, estábamos haciéndonos confidencias.
Y fue al calor de este momento de intimidad en un rincón apartado del bar ya casi desierto en que Soledad me preguntó repentinamente, con un tono tan natural en su voz que no delataba las implicancias de su pregunta:
¿Cómo te parezco?
¿En qué sentido?, pregunté.
«Como mujer, se supone», respondió con aire cómicamente ofendido.
¿Qué puedo decir ante algo tan obvio y que estoy seguro no te ha pasado desapercibido?
Mi respuesta, sin ser impertinente, pretendía ser todo lo insinuante que podía, ante el tono de la conversación.
Ella rió francamente, echó hacia atrás su cabeza y arregló su pelo de manera sensual.
En ese momento comprendí que las cosas entre ambos ya no serían igual.
¿Pasarías la noche conmigo?
Lo dijo mirándome abiertamente, sin sonreír.
En sus ojos se insinuaba un mundo de cosas que no podía descifrar, excepto la pena que la embargaba.
La humedad que cubría su verde mirar delataba la lucha que estaba sosteniendo con que quizás qué recuerdo, dolor, ausencia o desilusión que corroía su alma.
Pero por sobre todo era la soledad que oprimía su corazón la que había dictado sus palabras y yo era el afortunado hombre que en ese momento se había cruzado en su camino y con el cual ella quería olvidar aunque fuera por una noche los sentimientos que laceraban su corazón.
Era evidente que yo no le interesaba como persona, por mi edad, sino que esa noche sería un instrumento que le ayudaría a luchar con sus fantasmas.
Se veía tan hermosa, tan deseable, que dejé la dignidad de lado y tomándola de un brazo nos dirigimos a su cuarto, mientras unas lágrimas rodaban por su mejilla sin que ella hiciera nada por ocultarlas y yo pretendía no verlas.
Ya en su pieza, seguimos bebiendo, para aturdirse y yo para darme valor.
Ella para no pensar en la persona con quien pasaría la noche y yo para disfrutar a plenitud el cuerpo que se entregaba.
Ella para estar no estando conmigo y yo para gozarla completamente.
Con varias copas en el cuerpo, la abracé y besé con apasionamiento, al que ella respondió fría pero aceptablemente.
La llevé a la cama y la deposité con suavidad, apartando sus tan deseadas piernas y subiendo su falda a la altura de la cintura, con lo que su sexo quedó ante mí cubierto por unas bragas blancas diminutas, que apenas lograban abarcar su monte entre las piernas, que semejaba un paquete de carne y pelo.
Acerqué mi boca y me dediqué a morderlo con suavidad, sintiendo como los pelos de su pubis picaban mis labios por entre la tela sedosa de su calzón.
Soledad inició unos movimientos lascivos que delataban su creciente estado de excitación, hasta terminar llevando una de sus manos a su braga, la que tomó un costado de éste y lo corrió a un lado, dejando ante mi vista su hermoso canal de labios gruesos y ensortijados pelos, humedecidos por el deseo naciente en mi bella compañera.
Me dediqué con afán a besar su sexo, metiendo mi lengua hasta lo más profundo de su canal, hasta lograr alcanzar su clítoris.
Los gemidos de placer que emitía Soledad fueron el mejor aliciente para aumentar mis esfuerzos sobre ese trozo de carne al final del túnel, logrando prontamente que me brindara un orgasmo pleno de jugos vaginales.
Logrado mi primer objetivo, me levanté y me desnudé, dejando ante su vista mi instrumento que, aunque de proporciones normales tampoco era de despreciar.
Me acerqué a Soledad a la espera de que ella le hiciera los honores a mi verga, lo que no tardó en cumplir, tomándose de mi barra de carne y llevándola a su boca, que se dedicó a chuparla y besarla, mientras la metía y sacaba con su propia mano.
Viendo que estaba pronto a acabar y mi deseo era hacerla gozar a ella, la quité mi instrumento y le pedí que se desnudara, lo que hizo de inmediato.
El cuerpo que reveló ante mí era aún más perfecto de lo que había imaginado cuando estaba vestida.
Sus senos eran perfectamente erectos, redondos y grandes, con un par de pezones terminados en punta.
Su cadera era digna de una modelo y sus piernas más hermosas e incitantes que lo que había visto en la mañana.
Y todo armonizado en un porte que resaltaba sus encantos, sin hablar de su bello rostro contraído por el deseo, que lo hacía doblemente hermoso.
Me puse entre sus piernas y le hundí mi verga hasta lo más profundo.
Ella levantó sus pies y los puso por encima de mi espalda, cabalgándome a gusto mientras sus brazos me rodeaban y me besaba con pasión.
Pero algo desentonaba en el conjunto: sus ojos cerrados no me miraban, no participaban del bello momento que estaba disfrutando.
Le hundí repetidamente mi lanza, que sacaba y metía con furia, hasta lograr acabar al unísono con ella, pero ella lo hizo derramando lágrimas que manaron de sus ojos cerrados y corrieron incontenibles por sus mejillas.
Al día siguiente nos encontramos nuevamente en la sala de reuniones y pareció que la noche anterior se había borrado de su mente, pues no hizo ninguna alusión a ella.
Y nuestro trabajo lo hicimos mecánicamente, casi como dos extraños.
Terminado el día, nuevamente la invité a cenar, pero ella rehusó.
E hizo lo mismo los días siguientes.
Solamente el último día, cuando ya había desistido de invitarla, ella me pidió que cenáramos nuevamente, pues deseaba conversar conmigo de algo personal, relacionado con nuestra cita anterior.
Quedé en pasar a buscarla a las 10 de esa noche.
Me estaba esperando, tan radiante como la primera vez, pero más insinuante y provocadora.
El aperitivo nos lo servimos en el bar.
Antes que dijera nada, ella me manifestó que quería disculparse conmigo por su comportamiento de la vez anterior y deseaba explicarme la razón de su proceder.
A partir de ese momento la historia cambió de rumbo y mi vida nunca más volvió a ser la misma.