El encuentro inesperado

Alberto era un hombre de 40 años, divorciado hacía dos años, que había dedicado su vida a su trabajo como ingeniero y a criar a su hijo Jorge, de 19 años. Vivían en una casa modesta en las afueras de la ciudad, donde Alberto intentaba mantener una rutina estable para compensar la ausencia de su exesposa. Jorge era un chico extrovertido, con un grupo de amigos que a menudo pasaban por la casa para jugar videojuegos o salir de fiesta. Entre ellos destacaba Pablo, un joven de 21 años, alto, musculoso y con una presencia magnética que siempre inquietaba un poco a Alberto, aunque nunca lo admitiría.

Una tarde de viernes, Jorge había salido con amigos a una fiesta, dejando a Alberto solo en casa. Estaba en el salón, revisando correos en su laptop, vestido con una camiseta ajustada y pantalones de chándal, cuando sonó el timbre. Al abrir la puerta, se encontró con Pablo, sonriendo con esa confianza que lo caracterizaba. Llevaba una camiseta sin mangas que marcaba sus brazos tonificados y unos jeans ajustados.

—Hola, señor Alberto. ¿Está Santi? Me dijo que pasara por aquí —preguntó Pablo, con una voz profunda y una mirada que se demoraba un segundo de más en el cuerpo de Alberto.

Alberto negó con la cabeza, sintiendo un leve cosquilleo en el estómago. —No, salió hace un rato. Dijo que volvería tarde. Puedes esperarlo si quieres, o volver más tarde.

Pablo entró sin dudar, cerrando la puerta detrás de él. —Me quedo un rato, si no le molesta. Hace calor afuera.

Se sentaron en el sofá, y la conversación fluyó con naturalidad al principio: el universidad de Jorge, el trabajo de Alberto. Pero Pablo tenía una forma de mirar que hacía que Alberto se sintiera expuesto. El joven se acercó un poco más, su rodilla rozando la de Alberto accidentalmente… o no tanto.

—¿Sabe, señor? Siempre he pensado que es un hombre muy atractivo para su edad —dijo Pablo de repente, con un tono juguetón pero directo—. Divorciado, solo… debe ser duro.

Alberto se sonrojó, intentando reírse para disimular. —Eh, gracias, pero soy solo un papá normal. No seas tonto.

Pablo no se rio. En cambio, colocó una mano en el muslo de Alberto, firme pero no agresiva. —No soy tonto. Sé lo que veo. Y creo que usted también lo siente.

El corazón de Alberto latió con fuerza. Nunca había considerado algo así; sus experiencias habían sido siempre con mujeres, pero la dominancia en la mirada de Pablo lo paralizaba. Intentó apartarse, pero Pablo lo sujetó con gentileza, inclinándose para besarlo. Fue un beso inesperado, profundo, que Alberto no rechazó de inmediato. La lengua de Pablo exploró su boca con autoridad, y Alberto se encontró respondiendo, su cuerpo traicionándolo con una excitación que no esperaba.

Pablo rompió el beso, sonriendo. —Ves? Lo sabía. Ahora, quítate la camiseta.

Alberto dudó, pero la voz de Pablo era como una orden hipnótica. Se quitó la prenda, exponiendo su torso atlético pero no tan definido como el del joven. Pablo lo admiró, pasando sus manos por el pecho de Alberto, pellizcando sus pezones hasta hacerlo gemir.

—Buen chico —murmuró Pablo—. Vas a hacer lo que te diga, ¿verdad?

Esa noche, en el sofá del salón, Pablo tomó el control. Desnudó a Alberto completamente, lo hizo arrodillarse y le enseñó a complacerlo oralmente, guiando su cabeza con manos firmes. Alberto, abrumado por la vergüenza y el placer, se rindió. Pablo lo penetró con fuerza, dominándolo físicamente, susurrando órdenes que Alberto obedecía sin cuestionar. Fue un encuentro intenso, donde el padre divorciado descubrió un lado sumiso que nunca había explorado.

La evolución a la sumisión

Al día siguiente, Alberto se despertó con remordimientos, pero Pablo no le dio tiempo a reflexionar. Mandó un mensaje: «Esta noche vuelvo. Prepárate.» Y Alberto, contra su voluntad racional, lo hizo. Se duchó, se vistió con ropa ligera, esperando ansioso.

Pablo llegó solo, pero esta vez trajo juguetes: esposas, un collar. Lo ató a la cama, lo azotó ligeramente para «entrenarlo», y lo usó de nuevo, esta vez más despacio, prolongando el placer para ambos. —Eres mío ahora —le dijo—. Dilo.

—Soy tuyo —repitió Alberto, jadeando, su cuerpo temblando de excitación.

La relación se intensificó rápidamente. Pablo visitaba la casa cuando Jorge no estaba, convirtiendo a Alberto en su juguete personal. Lo hacía vestirse con ropa interior femenina que él traía, lo filmaba en posiciones humillantes, y lo recompensaba con orgasmos intensos.

Alberto, adicto a la dominación, comenzó a anhelar esas visitas. Su vida diaria se volvió una fachada; en secreto, era el sumiso de Pablo.

Una semana después, Pablo decidió escalar. —Hoy traigo amigos —anunció por mensaje—. Vas a servirnos a todos.

Alberto protestó débilmente, pero cuando Pablo llegó con dos amigos suyos, Mateo y Lucas —ambos jóvenes, atléticos y dominantes como él—, no pudo resistirse. Los tres lo rodearon en el dormitorio. Pablo lo desnudó frente a ellos, lo hizo arrodillarse y complacerlos uno por uno oralmente, mientras los otros observaban y comentaban.

—Mira qué bien lo hace el papá de Santi —rió Mateo, mientras Pablo lo penetraba por detrás.

La noche fue una orgía de sumisión: lo usaron en todas las posiciones, turnándose para dominarlo, atándolo, azotándolo, llenándolo de placer y humillación. Alberto gemía, su cuerpo respondiendo a cada orden, su mente entregada por completo. Pablo era el líder, dirigiendo la escena, asegurándose de que Alberto supiera su lugar: un objeto de placer para ellos.

La relación total

Con el tiempo, la sumisión se volvió total. Pablo instaló reglas: Alberto debía enviarle fotos diarias, usar un plug anal durante el día, y estar disponible siempre.

Los encuentros se repetían, a veces con más amigos —hasta cuatro o cinco—, convirtiendo la casa en un lugar de orgías secretas. Jorge, ajeno a todo, seguía trayendo a Pablo como amigo, sin sospechar que su padre era ahora el esclavo sexual del grupo.

Alberto, a sus 40 años, había encontrado una liberación perversa en la dominación. Lo que empezó como un encuentro inesperado se convirtió en una vida de obediencia, donde Pablo y sus amigos lo usaban a su antojo, explorando límites que nunca imaginó. Y en el fondo, Alberto no quería que terminara.