Apenas había cerrado la puerta de la calle y dado unos cuantos pasos, cuando algunas pequeñas gotas de lluvia empezaron a caer, tímidamente, desde el cielo.

Era un contratiempo enorme el que fuera a llover, suponiendo que esta noche había sido elegida y planeada muy especialmente y con mucha antelación. Suspiré, porque contra la lluvia inesperada no tenía ninguna arma.

Ni siquiera traía paraguas, apenas mi bolso con algunas cuantas cosas que podía necesitar. Caminé con relativa prisa, porque a pesar de la hora que era, siempre existe el riesgo de encontrarse de repente con alguien conocido, y yo no deseaba a toda costa que ocurriera eso.

Avancé rápido por las calles vacías hasta llegar al sitio de taxis, sintiendo cómo caían gotitas en mi pelo, la cara y el vestido de vez en cuando. Uno de los taxis del sitio, un Vocho (Volkswagen Sedan) se encontraba estacionado, solitario y como sintiendo que pasaría toda la noche ahí, sin que nadie solicitara sus servicios. Yo sentía frío, pero no quería regresar por un suéter o un saco más grueso hasta mi casa ahora, y perder minutos que eran más preciosos que el oro.

Al ver que me acercaba, el conductor bajó y dando la vuelta al auto, me deseó buenas noches y me abrió la portezuela de atrás para que subiera.

Cuando lo hice, cerró bien la puerta y con calma subió y encendió el auto. Mantuve las piernas cerradas y la orilla del vestido cubriendo mis rodillas. Una suave música de jazz surgió agradablemente en el interior del auto, al encenderlo. Dave Brubeck, sí. Pero, Radio Unam o Radio Educación?

¿A dónde la llevo, señorita? – Preguntó amablemente el chofer del taxi.

Lléveme a la Zona Rosa, por favor. – Le dije, tratando de hacer la voz lo más femenina posible, aunque sin exagerar.

Muy bien – Se limitó a responder.

Había sido un buen signo el que no se negara a llevarme; digo, por lo lejos y por ser yo quien era. Suspiré involuntariamente. Me gustaba el ritmo de la batería, el clarinete que contrapunteaba, la lluvia afuera y el avance del auto, rápido pero seguro. Me sentí feliz. Me cerré el suéter y, manteniendo mi bolsita sobre el regazo, disfruté la música, echando atrás la cabeza y cerrando los ojos.

Supongo que me gustó tanto la música que he de haber dormitado un momento, porque cuando me di cuenta estábamos ya sobre la Calzada Ignacio Zaragoza, avanzando a la par que uno de los últimos trenes del día (más correcto sería decir de la noche), que se dirigía a Pantitlán. Algo me había inquietado en mi sueño, porque sentía una especial sensación de desasosiego. Traté de pensar rápido que era. De reojo vi al espejo del conductor. Era un hombre joven, con la barba de uno o dos días, por lo demás de aspecto agradable y que daba confianza. Eso no era lo que me había hecho despertar inquieta. Maquinalmente abrí el bolso. El taxi empezaba a embocar la entrada al Viaducto Miguel Alemán y en la radio se oía ahora Una Noche en la árida Montaña, de Isao Tomita.

Busqué con calma, aunque no había mucho que buscar. Pasamos junto a una calle donde se desarrollaba una fiesta al aire libre, a pesar de la ligerísima lluvia que caía en ése momento. Pensé que yo debería estar bailando en un rato más con igual gusto y sin preocuparme de ninguna otra cosa. Escuché como un estruendo una cumbia, y alcancé a ver por un momento a varias parejas que bailaban en la penumbra. Luces oscilantes de todos los colores posibles invadieron de golpe el taxi, que avanzó dejando atrás estruendo y luces. Las piernas, enfundadas en las medias, empezaron a temblarme.

No estaban ni el pase para el centro nocturno, ni la mayor parte del dinero que suponía que llevaba. Sí encontré mi reserva, y podía muy bien pagar este taxi para regresar a casa, pero no podría entrar a donde iba. Qué era lo que había pasado? Como una revelación me llegó de golpe la imagen de él pase en la mesa más próxima a la salida de mi casa, la última revisión ante el espejo, el tomar el suéter y ponérmelo y el salir ansiosamente a la calle. Había sido tan previsora que había dejado lo más importante justo al salir de mi casa!

Cruzábamos Francisco del Paso y Troncoso, a la altura de la Magdalena Mixhuca; poco después, Avenida Morelos. Tenía tantas ganas de llorar que sólo acertaba a apretar los puños y maldecir mi prisa. Sentí que si no me dominaba iba a llorar en cualquier momento. La voz que oí de pronto me hizo saltar de miedo.

¿Le pasa algo, señorita? Quiere que nos detengamos?

Guarde silencio un momento, tratando de calmarme. No tenía ya ningún caso seguir hasta la Zona Rosa. Llegábamos a Tlalpan. Le pedí que girara en Calzada de Tlalpan, hacia el Centro, y pensando después decirle que me regresara al sitio, en cuanto lograra calmarme. Lo hizo en silencio, y bajó un poco la velocidad. Un relámpago anaranjado cruzó las vías del metro, hacia Taxqueña.

Espero no haberla ofendido, señorita. – Dijo el muchacho que conducía. Yo estaba de pronto tan alterada, que no entendí en qué forma podía haberme ofendido. Se lo pregunté.

Pensé que se había ofendido porque la llame señorita.

De pronto comprendí. Y ya con un poco de malicia, le pregunté que por qué había de ofenderme por ello.

Porque no sé si es realmente señorita o no, y puede ser que eso le moleste que la llame de una forma diferente a lo que se considera.

Yo creo que depende en qué sentido me pregunte si soy señorita o no, y de eso dependerá si me ofendo o no.

Discúlpeme, pero yo creo que usted en ningún sentido es señorita.

Es usted un grosero, y además no debería hablar de algo tan importante para mí sin tener pruebas.

Entonces, me gustaría probar si es usted señorita o no.

Inténtelo.

Disminuyó la velocidad y, saliéndose de Tlalpan, enfiló por una serie de calles desconocidas para mí, aunque en general daban la impresión como de ser bodegas o áreas habitacionales relativamente pobres. Eso sí, muy solitarias.

Se estacionó en una parte relativamente oscura, y se pasó a la parte de atrás, donde me encontraba yo. Sentía un nudo grueso en la garganta. Se sentó con calma junto a mí; respiré hasta entonces su agua de colonia. Me abrazó despacio y me atrajo a su cara. Me dio un beso leve; yo me deje abrazar cada vez con más fuerza. Volvió a besarme, ahora más prolongadamente, y cerré los ojos al abrazarlo a la altura de los hombros. No sé cuánto tiempo permanecimos así, pero al abrirlos ya tenía yo una de mis manos en el zíper de su pantalón, haciendo esfuerzos para bajarlo. Quién sabe si fui yo solita o él me guio hasta ahí.

El aflojó su cinturón, y de una vez bajó sus pantalones y su calzón hasta los tobillos; eso sí que era cooperación. Olfateé un momento su falo mientras se me hacía agua la boca; falo que al no tener ya ninguna presión se expandió al máximo; y aunque lo tenía pequeño, ocho centímetros de pene no son de despreciarse en ningún momento; máxime cuando parece que se nos echó a perder la noche. Acto seguido me lo metí poco a poco a la boca, bajando el prepucio y saboreando el glande. La ventaja de que fuera pequeño es que podía abarcarlo completamente con la boca, sin que me provocara arcadas, y podía mamarlo profundamente, a placer. Lamí varios minutos antes de darme cuenta que el radio estaba en silencio, no supe en que momento lo apagó. Lo que sí sabía era que estando recostada contra él mis nalgas ofrecían un blanco fácil, tanto que había levantado el vuelo de mi vestido y me estaba quitando la tanga con una mano, bajándola por mis piernas hasta donde podía hacerlo, más o menos la mitad de mis muslos cubiertos de la licra de las medias y el liguero. Con la otra me estaba lubricando a conciencia el ano, con uno de sus dedos chorreante de saliva.

Levántate Cariño, y acaba de quitarte los calzoncitos – Me dijo con la voz ahogada de quejidos.

Yo obedecí, y encorvada a causa de la pequeñez del Vocho, me quité la tanga y la guardé en la bolsita, que puse en un rincón del asiento. Traté de mirar un poco por las ventanillas, pero estaban cubiertas de vaho. Todo se veía tranquilo en la calle, de todos modos. La cuestión de que si era señorita o no había pasado al olvido definitivamente, pero si acaso hubiera sido señorita hasta ese momento, estaba a punto de dejar de serlo.

Ven, siéntate ya y síguele.

Como no me indicó dónde quería que me sentara, yo decidí tener un poco de iniciativa, y sentarme sobre su verga (si no le gustaba siempre podía decir que no se podía ver). Levanté mi vestido y fui descendiendo poco a poco hacia su vientre; él me detuvo de la cintura con una mano; con la otra guiaba la punta del falo hacia el ano descendente. Sentí la punta empezar a abrirse paso entre la carne, y cooperé abriendo mis nalgas al máximo, la penetración fue corta, rápida y satisfactoria; lo sentí adentro completamente en unos cuantos segundos, sin ningún dolor. Trató de bombearme un poco, pero era difícil a causa de lo pequeño del auto y la posición que teníamos. Le propuse que mejor me dejara moverme a mí, además pensé que moviéndome yo solamente, y no ambos, era más difícil que se me saliera el pene. Accedió, y en lugar de subir y bajar, empecé a hacer movimientos de succión con el ano y el esfínter, apretando y aflojando su pene, y moviéndome en pequeños círculos alrededor del mástil que me atravesaba. Él estaba encantado, tanto que empezó a acariciar mi pene, masturbándolo ligeramente mientras recibía el placer que le daba mi culo. Y yo era la travestí más feliz de toda la Ciudad de México y municipios aledaños (cosa de 20 millones de personas, nada más), mientras me movía adelante y atrás, disfrutando la verga en mi culo y la chaqueta que me hacía mi amigo, acariciando mis testículos y mi glande. Indudablemente, después de que termináramos y me llevara de regreso al sitio de taxis, cuando ya se hubiera repuesto y estuviera listo para otra erección más, le tenía que dar una mamada hasta que se viniera otra vez, solamente para agradecerle lo que estaba haciendo por mí ahora.

Pero cuando menos lo esperábamos y estábamos en lo más rico de la cogida, golpearon varias veces la ventanilla del Vocho, muy comedidamente pero que a nosotros nos sonó como cañonazos.

Baja amigo, Policía.

El taxista se quedó frío, y perdió la erección inmediatamente, y yo sentí cómo lo que quedaba de pene se escurría por entre los pliegues de mi ano que se fruncieron de puro miedo.

Obvio que no tenía por qué ser la policía, podía ser un asaltante, o tal vez una banda completa, que no habíamos oído llegar por estar cogiendo tan a gusto. De todos modos, y fuera cual fuera la situación, estábamos en problemas ambos.

Acabó de medio vestirse, tomó un billete que sacó de alguna parte de la guantera, y me dijo que iba a bajar, que pusiera el seguro de la puerta; aunque yo sabía que era una protección inútil. Como atontada, apretaba la correa de mi bolso, sin atinar a hacer algo. Supuse que si salía del Vocho y me lanzaba a correr no llegaría muy lejos, además de que no sabía exactamente dónde me encontraba y hacia dónde tenía que correr. Mientras tanto lo había oído caminar, hablar a algunos metros, alguna carcajada solitaria de alguien desconocido, luego más plática ininteligible, y después escuché los pasos de él acercándose. Abrió la puerta con relativa calma y me dijo en voz baja:

Parece que no nos van a quitar nada de dinero, aparte de lo que ya les di, simplemente quieren hacerte unas preguntas y luego nos van a dejar ir. Quieren preguntarte si conoces a alguien que están buscando desde hace rato.

Asentí. Tratando de parecer calmada, le dije que si me dejaban de interrogar rápido, podíamos buscar un hotel y ponernos a coger otra vez, ahora con más privacidad y con más calma. Aceptó y se relamió los labios.

Anda, ve de una vez, y regresa rápido para seguirte parchando, putita. Está la patrulla como a treinta metros, allá adelante.

Me bajé y empecé a caminar hacia allá, pero a la mitad del camino me di cuenta de que no me había puesto la tanga, y de que iba a estar yo muy comprometida, tanto si se daban cuenta de que no era yo una mujer (como era casi seguro que pasara), como si por algún oscuro milagro no ocurría así. En todo caso metí mi mano bajo el vestido y jalé mi pene hasta meterlo y atorarlo un poco entre mis piernas. Renuncié a ponerme la tanga, porque quería terminar lo más pronto posible con todo el interrogatorio, e irme a coger sabroso lo que se pudiera de la noche. Llegué junto a la patrulla, que tenía una puerta lateral abierta.

Buenas noches, oficial, me necesitaba usted? – Dije, más con hilo de voz que con otra cosa.

Suba, señorita, es algo de rutina solamente. – Me dijo uno de los oficiales, mientras abría la puerta de atrás para que pudiera entrar a la patrulla. Mientras yo subía, le dijo a su compañero: – Procede como lo dijimos.

Su compañero bajó y fue hacia el taxi, y pensé que regresaría con el taxista. Pasó cosa de un minuto, y el taxi arrancó dócilmente y se fue despacio por la calle hasta que reinó solamente el silencio. Yo estaba aterrada.

No tenga miedo, señorita – fue lo único que dijo el policía que se quedó, mientras su compañero iba al taxi. – Baje usted, por favor – Comentó cuando calculó que el otro policía había regresado y se encontraba junto a mi puerta. Sentía yo todas las articulaciones rígidas, congeladas, y un sabor amargo en la boca (el dulce sabor del pene de mi amigo había desaparecido); me acerqué a la puerta, pero el cuerpo del policía obstruía el paso. En la oscuridad distinguí un falo saliendo del uniforme y me prendí a él, como si fuera mi última esperanza.

Le estuve mamando la verga unos minutos, mientras notaba cómo a intervalos una lámpara me iluminaba por atrás y un costado, mostrando la ilegal felación que le hacía a un celoso representante de la ley. Empecé a perder el miedo, me sentía cada vez más segura de mí misma. Era otra verga entre mediana y pequeña, la segunda de la noche. Pero qué bueno que nada más tuviera que hacer esto para quedar libre (bueno, eso esperaba). Se salió de mi boca de pronto y me indicó que saliera de la patrulla. El otro policía ya estaba recargado en la parte de atrás, con el pantalón bajado y el falo enhiesto, no dejando nada a la imaginación para saber qué es lo que deseaba. Fui hacia él y empecé a devorarlo, abriendo las piernas para apoyarme bien y facilitarlo todo lo que venía a continuación. El otro se ubicó detrás de mí, y maniobrando con mi vestido lo levantó, y aprovechando que yo no me había secado el culo al dejar de coger con el taxista, entró limpiamente en mi ano. Le dejé toda la iniciativa para cogerme y me limité a recibir falo por metros en el culo, mientras él se aferraba a mi cadera y mi liguero para no dejar escapar ni un centímetro de verga, que era bombeada poderosamente.

Y le dejé la iniciativa porque la verga que tenía entre los labios sí que era de concurso; no sé cuánto mediría, pero agradecí el que no estuviera atrás en mi culo, porque me lo hubiera destrozado indudablemente. El policía acariciaba mi espalda y metió las manos abajo del vestido, por el cuello, y empezó a acariciar el brasier por la parte de atrás, estrujando fuerte los broches hasta que los soltó; me agarró entonces mis pequeños senos cada vez más fuerte mientras su excitación crecía, y su enorme pene empezaba a brincar con los fuertes espasmos de un orgasmo inminente, jalándome de los tirantes del brasier para que no me apartara demasiado de su verga. Lástima que sólo aguantó un par de minutos con su enorme telescopio indemne, porque se derramó abundantemente de semen demasiado pronto. Aguanté todo el semen que eyaculó en mi boca hasta que estuve segura de que había terminado; entonces lo escupí a un lado de la patrulla, y me dediqué a lamerlo, mimarlo y limpiarlo, mientras el otro policía seguía cogiéndome con ahínco, y sin bajar para nada la velocidad de la enculada. Y así siguió durante unos diez minutos más, hasta que aceleró su ritmo y se vino en mis entrañas, llenándome de un semen caliente que lastimó un poco mi culo adolorido de la cogida implacable.

Se apartaron ambos y se acomodaron la ropa, mientras yo me limpiaba el culo y la boca de semen. Me subieron cortésmente a la patrulla y nos movimos en silencio por varias calles, mientras me abrochaba el sostén y me acomodaba los senos. Ya empezaba a tener miedo de preguntarles a dónde me llevaban, cuando se detuvieron frente al Metro Chabacano y me abrieron la puerta, invitándome a bajar. Lo hice en menos de lo que canta un gallo, acto seguido se fueron sin siquiera despedirse.

Me puse a pensar qué era lo que iba a hacer, porque la puerta de la estación estaba ya cerrada, y con el dinero que traía (no había soltado la bolsita para nada) no sabía si me alcanzaba para pagar un cuarto de hotel. El otro problema era qué iba a hacer sin mi ropa de hombre, cómo iba a regresar a casa, cómo pasar todo un día en un hotel, y la otra noche cómo iba a regresar, sin dinero? En eso estaba sufriendo cuando un taxi se detuvo frente a mí y abrió su puerta. Era mi amigo.

Quiere subir a mi taxi, señorita? – preguntó con una sonrisa.

Depende. No le importa a usted que no traiga puesta mi tanga, ni que me enoje porque usted no me quiere llamar señorita, ni que no me alcance el dinero para pagarle la dejada hasta mi casa? – Le dije.

No se preocupe, yo puedo darle otra «dejada» a usted, y que seguro nos complacerá a los dos – Contestó con picardía. Le dije entonces: – Acepto, entonces, porque me está dando frío aquí. Y muchas gracias, de verdad gracias por haber pasado por mí.

En realidad me dijeron que le iban a dejar aquí, señorita, que si quería podía pasar a recogerla, y aquí estoy dispuesto a recogerla; y en cuanto al frío, pues ahorita entramos en calor, y ni falta le va a hacer su tanga.

Y así fue, en efecto.