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Los hijos de la condesa

Los hijos de la condesa

Mi nombre es Julia, soy natural de un pueblecito, cuyo nombre no diré de la provincia de Guadalajara. Llevo varios años viviendo en Madrid, trabajando en diversos trabajos, pero aún recuerdo mi primera experiencia laboral en Madrid, como chica de la limpieza en un barrio residencial de alto standing.

Era una chica acatetada, de diecinueve años de edad. Tuve que cumplir mi mayoría de edad y alguno más para decidirme a abandonar el nido y marcharme con una hermana mía que ya vivía allí a buscar trabajo en la urbe.

Fui también animada por la recomendación que había hecho un matrimonio de Madrid que tenía una casona en el pueblo, recomendación para servir en la casa de una aristócrata viuda de Madrid. Me habían hablado de ella, de lo encantadora que era ella y su difunto marido y de sus hijos, una pareja de diablillos adorables que echaban a todas las chicas del servicio a la primera de cambio. Bueno, yo estaba segura que conmigo no podrían ese par de mocosos.

Fui a la entrevista a casa de la condesa. No debía de ponerme nerviosa pues la recomendación era bastante firme, a pesar de ello, estaba muy nerviosa. La condesa tenía una elegancia innata. Me hizo una oferta generosa por entrar de asistenta, aunque la oferta era mucho más generosa si me quedaba de interna. Al final acordamos una solución intermedia que consistía en estar interna casi toda la semana y medios días libres los fines de semana.

Me comentó que el problema eran sus hijos, un par de diablillos que no la aceptarían nunca si no le gustaba y que a pesar de todo, eran consentidos y a menudo había vuelto del cine y se había encontrado con la chica haciendo las maletas. Si su difunto marido viviera, entonces estarían más educados por que lo que les faltaba era una buena mano dura que los supiera conducir.

Me presento a sus vástagos. Juanito era un chico de unos diecisiete años, muy educado y comedido. No sé por donde le venía la fama de diablillo. Un chico bastante largo para su edad, delgado y con un porte intelectual adorable. ¡Qué pena que no tuviera cinco años más! La otra hija era Leticia. Era una chica de diecinueve años, muy elegante, como la madre, rubia de pelo lacio y manos exquisitas. Una chica de aspecto juvenil y alegre que me pareció adorable. Quedé encantada y esperando a trabajar al día siguiente, pues los chicos le dieron la aprobación a la madre, después de mirarse confabulándose. Era la aprobación un trámite ineludible.

Comencé a trabajar en la casa de la condesa. Me trataban los tres de manera exquisita, cariñosa, casi parecía que no estaba sirviendo. Qué bien me quedaba mi uniforme, de color azul oscuro. La falda me llegaba un poco más arriba de la rodilla. Era una falda ni estrecha ni ancha que me sentaba muy bien pues dejaba ver mis pantorrillas carnosas a través de las medias azules y dejaba adivinar mis muslos perfectos. El color azul me hacía más alta de lo que era en realidad. Tengo una altura normal, bueno, era tan alta como Leticia y Juanito.

Mi cintura era estrecha y este hecho quedaba recogido por el diseño del uniforme, que unía un corpiño a la falda, corpiño que se enganchaba por dos tiras que venían desde atrás y se enganchaban a un delantal que cubría por encima del pecho. Un pecho generoso, firme y juvenil que era la admiración del pueblo. Debajo, una camisa blanca.

Soy morena, de ojos oscuros y boca discreta, ni grande ni pequeña, ni labios gordos ni delgados, mi cara redonda, mi nariz recta y ligeramente puntiaguda. Tengo el pelo largo, pero en casa de la condesa me lo recogía en una coleta.

La actitud de los chicos era de una corrección intachable cuando su madre estaba presente, pero cuando la condesa salía , para dedicarse a sus campañas de beneficencia, a tomar café con las amigas, etc… las cosas cambiaban.

Me sorprendió el primer día que aquello sucedió, ver que Juanito se había colocado una cazadora de cuero sin manga y de color crema y una lista de plumas alrededor de la cabeza. Llevaba un hacha de plástico entre la correa y el cinturón y la cara embadurnada de crema roja y amarilla. Yo había visto los tarros de pintura pero creía que eran para ir a animar a la selección.

Me miraba como espiándome. Parecía un completo estúpido. Leticia lo vio y dijo -¡Ya está el vaina este jodiendo la marrana!- Me sorprendieron estas palabras en la hija de la condesa, máxime cuando la suponía tan modosita. Juanito me espiaba escondiéndose en los lugares más insospechados. Lo veía en el pasillo, delante mía, intentando adivinar mi trayectoria para introducirse en el cuarto y esconderse.

Estuvo así hasta que Leticia, cuando hube acabado mi trabajo y estaba descansando tomando la merienda bajo la atenta mirada de Juanito, que escondido detrás de la puerta miraba debajo de la mesa para ver si algo se me veía, lo que no podía ser, pues cerraba las piernas y se jodía el gran jefe indio “Capullo Loco”. Vino Leticia a enseñarme sus discos y estuve en su cuarto, sentadas las dos en la cama , hablando distendidamente sobre el tipo de música que me gustaba. Pensé que era como una amiga.

Reíamos. Leticia me apartó los pelos que se había descolgado de mi coleta y me dijo, que era muy guapa. No lo tomé por mal, pensaba que era un cumplido. Seguimos hablando. Leticia me miraba de una manera muy rara. No la supe identificar en su momento pero desde esta experiencia no se me olvidará jamás.

Digo que la actitud mientras estaba la señora condesa presente era exquisita, pero no era igual cuando su madre no estaba. Juanito se dedicaba a hacer el indio. Me escondía la escoba en mis descuidos e incluso, me tiraba flechas de juguete con un arco de idéntica naturaleza. Valiente capullo estaba hecho este indio. Leticia me rescataba y me llevaba a la habitación, pero empezaba a olerme aquellas confianzas muy raras. Yo no suelo beber y Leticia un día se empeñó en darme vasitos de una botella de Ginebra que tenía escondida, bebimos varios vasos y comencé a marearme.

Leticia comenzó a acariciarme las piernas. Mis padres me habían dicho que si un muchacho me tocaba las piernas, le pegara una hostia, pero no me habían dicho nada sobre si me tocaba una pierna una mujer. De todas formas, me resultaba agradable.

-¿Te ha besado alguna vez un chico?- Leticia me preguntó.- Bueno, a veces…- le dije, haciéndome la interesante, aunque de hecho, sólo me había besado en las fiestas con el Domingo, un amigo de mi hermana. -Yo nunca me he besado con ningún chico… Me encantaría saber como es un beso… Tú podrías enseñarme.- o me parecía bien la idea, aunque si era para enseñarle a Leticia, bueno.

Junté mis labios a los suyos. Leticia ponía cara de corderito degollado. Junté los labios, digo y me encontré la boca de Leticia mucho más receptiva de lo que cabía esperarse. Su lengua entró en mi interior. Aquel beso no tenía nada que ver con el que el Domingo me había dado, que era más un empachurramiento de labios que otra cosa.

Nuestros labios se separaron despacio tras permanecer un rato unidas nuestras bocas. No dejé de sentir unas cosquillitas en la barriga que me llegaban hasta el toto. -Tu novio.. ¿Te tocaba mientras te besaba?.- No quise decirle que el Domingo no era mi novio.- Sí, un poco.- ¿Dónde?.- Aquí y ahí.- Le dije señalando mi pecho y entre mis piernas.

Leticia comenzó a introducir su mano elegante de dedos largos por mi falda mientras me besaba de nuevo. Sentía subir su mano en contacto permanente por mis muslos. Sentía excitarme. Sentía que las cosquillas se convertían en una presión, como cuando veía en el campo a los animales aparearse.

Su mano me palpaba por encima de las bragas. Mis piernas se abrían inconscientes, tentadoras. Sentí la otra mano de Leticia desbrocharme los tirantes y la tela del delantal cayó por su propio peso, luego me desabrochó un botón de la camisa e introdujo su mano, bajándome unos de las tirantes del sostén en mi pecho que contenía mi acelerado corazón. Me negaba a aceptar aquello aunque me agradara, pero sentía la amistad que me había demostrado, su superioridad social. No me atrevía.

De pronto la puerta se abrió y apareció el gran jefe indio Capullo Loco, -¡Ya estás otra vez jodiéndome, nene de los cojones!.- Ese era el vocabulario que empleó la hija de la condesa.- ¡Toma, pues claro! ¡Si te crees que te la vas a comer tú sola estás equivocada!.- ¡Quién se la está comiendo, capullo loco!.- Evidentemente hablaban sobre mí. Juanito salió y yo detrás, aunque Leticia me pedía e insistía en que me quedara. Juanito fue muy oportuno. Por primera vez fueron los indios y no los yankees los que salvaron a la dama en apuros. Se me quedó grabado aquello de capullo loco, y desde ese día, cuando no me oía la condesa, le llamaba a Juanito Capullo Loco. A veces le daba el tratamiento de Gran Jefe Capullo Loco, a lo que él sonreía y me decía – ¡Ya verás cualquier día!.-

No volví a entrar en la habitación de Leticia a confraternizar. Ella lo notó y me miraba haciéndome reproches con la mirada. El Gran Jefe me vigilaba cada vez con más insistencia. Sabía que me miraba el culo. Más de una vez lo encontré escondido en mi cuarto, a veces lo echaba y otras veces me hacía la despistada y sospecho que más de una vez me vería cambiarme de ropa.

Un día sentí los susurros de los chicos detrás de la puerta de la habitación de Juanito. Abrí la puerta despacio. No quería creer lo que veía. Leticia estaba desnuda, sólo con las bragas. Tenía un cuerpo blanco y sensual, con unos pezones grandes del color del helado de fresa en un pecho adolescente y consistente, sus muslos aparecían preciosamente formados. Se besaba en la boca con Juanito. Parecía que la corta lección que le había dado le había servido de mucho. (ingenuamente me creía lo que me había contado). Me fui antes de que me descubrieran.

No me descubrieron o no les importó en absoluto, ya que siguieron en lo suyo. Lo siguiente que pude ver, asomada por la grieta que se abre entre la puerta entreabierta y su marco, fue a Juanito mamando del pecho de su hermana. Juanito mamaba mientras acariciaba su otro seno y le acariciaba por detrás, posiblemente las nalgas.

Leticia lo miraba con paciencia, entre cariñosa y expectante. Me fui, intenté no volver, pero sentía la curiosidad, como cuando en el pueblo seguí a mi hermana al río y la vi fornicando con el Fernando. Me asomé de nuevo y vi que Leticia le había sacado la picha a Juanito, que estaba tiesa, más tiesa que la picha de los caballos, aunque más pequeña. Leticia la agarraba con la mano y le chupaba la cabecita, mientras Juanito ponía cara de felicidad y agarraba los pechos de su hermana.

Vino entonces la “gran cascada”. Leticia apartó la cara y la picha de Juanito empezó a soltar el líquido. Nunca había visto aquello. Yo sabía por los comentarios de las chicas que aquello existía pero no sabía cómo era lo de correrse y lo del líquido, que era muy peligroso porque te podías quedar preñada si lo tocabas.

No pude dormir bien esa noche imaginándome la escena, que me daba vueltas a la cabeza. Me agradaba ver a los animales, pero no puedo decir que me gustara ver a mi hermana en el río, aunque la escena en sí me gustó, pero lo de Juanito y Leticia me había atraído y me asustaba, por el tema de que eran parientes. En una ocasión me propuso mi hermana que como no teníamos novio yo podía ser su novio, pero al besarla, no sentí nada y me dio cargo de conciencia.

La señora condesa salió aquella noche con la advertencia de que se iba a una gala y se tardaría. Los dos hermanos se miraron conchabados. Era evidente que algo tratarían. ¿Volverían a obsequiarme con una mamada?.

Me equivoqué. Leticia me miró con cara de avaricia, como me miraban los chicos en el pueblo. Juanito no tardó en aparecer vestido de indio y Leticia se quitó de en medio. Hice mis labores más vigilada y hostigada que nunca por el Gran Jefe. Luego me fui a ducharme y cometí el error de no cerrar la puerta de mi dormitorio mientras me duchaba en la ducha del pequeño servicio. Salí con la toalla puesta al dormitorio, y allí me encontré al aguerrido guerrero sioux, que había cerrado la puerta del dormitorio y la había obstaculizado con un sillón.

– ¡Jau! Tú ser mi prisionera.- Me saludó, y se acercó hacia mí con la intención evidente de agarrarme. Me escabullí y comenzamos una persecución. Tiró de la toalla y quedé desnuda. No se cortó un pelo y siguió intentándome pillar. Tuve tiempo de apartar la silla y abrir la puerta y salí al pasillo pidiendo la ayuda de Leticia que no salió.

– El apache era más rápido que yo y me cogió del pelo, parando mi escapada, Chillé. Pero cedí ante el dolor que me causaba. Me llevó a su cuarto, que estaba más cercana que el mío. Me llevó a rastras, por la fuerza y me encerró allí.

-¿Qué vas a hacer? Le dije mirándole a los ojos, reflejando el miedo y nerviosismo en mi mirada.- Tu ahora ser mujer yunta awa Kan.- La frase me sonaba de una película. Sí un hombre llamado caballo. Lo recuerdo porque unos días antes la habían echado por la tele. Estaba desnuda tumbada sobre la cama, mirándolo cuando vi que se desabrochaba los pantalones vaqueros y descubrí que no llevaba calzoncillos, como si fuera un salvaje de verdad. Su miembro estaba ligeramente empalmado.

Se aproximó a mí con deseos de abalanzarse, pero opuse seria resistencia, se llevó más de una patada. Al final consiguió ponerse encima mía, pero no atinaba a meterla, pues aunque me cogía de ambas manos, yo defendía mi inocencia. No podía controlarme, así que me descabalgó.

Cambió de táctica. Le vi abrir el cajón de su mesa de estudio y sacó una cuerda que tenía hecho un lazo y vino hacia mí. Esta vez no le costó cogerme una mano con el lazo y luego unir mi otra mano. A pesar de ello me defendía a puñetazos. Cuanto más le daba más encono ponía. Al final me agarró las dos manos al cuello. Poca resistencia podía hacer ya. Sólo podía defenderme con los pies y algún que otro puntapiés se llevó, pero no sirvió de nada. Se deshizo de la correa del cinturón y la utilizó para atarme los pies. Me quise poner de pié, pero bastaba un simple empujón para hacerme caer.

Me estuvo toqueteando los senos y las nalgas, amasándolas sin decoro y susurrando -Yunta awa kan yunta awa kan…- Para que no tapaba la boca que yo deseaba morder pero que no podía. Leticia no aparecía a pesar del gran alboroto que armábamos. La llamé y Juanito me dijo: -Tú querer ver bruja…Yo llevarte ver bruja…-

Me ayudó a incorporarme y fui avanzando pasito a pasto hacia la habitación de Leticia. Me sorprendió que no le importara a Juan que su hermana supiera lo que había hecho conmigo. Me fui temiendo que estaban confabulados.

Abrió la puerta Juanito y allí estaba Leticia. Se había echado gomina y laca en el pelo y aquello le daba un aspecto estropajoso. Con lápiz de ojos se había marcado unos ojeras y se había echado unos polvos que le daban a la cara un aspecto demacrado.

-Por fin gran jefe indio Capullo Loco trae a rostro pálido a sufrir tortura india. Tú, rostro pálido ser culpable de mis males. Yo tener que hacer mamada a gran jefe para que él traer aquí. –

Leticia llevaba puesto sólo una falda hecha jirones. Andaba sin nada arriba y tenía un collar llenos de objetos que hacían las veces de amuletos. Leticia se me acercó y me cogió la cara con una mano, mientras me daba un beso apasionado que se transformó en un posesivo mordisco con sus labios. La bruja ordenó al gran jefe que buscara un sitio en que atarme. Para la gran ceremonia.

Juanito encontró el sitio para atarme. Era un armario empotrado de esos que tienen arriba para meter las maletas. Abrieron las puertas de abajo e hicieron un hueco detrás del armario entre los trajes, luego, Juanito se subió a una silla y me desabrochó las manos del cuero para atarlas al picaporte del maletero. Mi cuerpo quedó sin la protección de los brazos, totalmente estirados.

El nabo de Juanito estaba a la altura de mis senos, al subirse a la silla. Leticia le empujó suavemente y sentí el tacto de aquello sobre la piel de mi pecho. Leticia repitió la operación dos o tres veces hasta que ella misma se acercó y comenzó a acariciarlos, a amasarlos y oprimirlos y a pellizcar mis pezones y a estirarlos al ver que respondían a tal trato con orgullo, poniéndose más tensos. Me besaba entre tanto en la boca de nuevo, penetrándome con la lengua, a lo que recibió un intento de mordisco, lo que fue respondido por su parte agarrándome el labio inferior con sus dientes y estirando de él tierna y lentamente, pero con firmeza. Luego su lengua volvió a entrar y esta vez no le opuse ninguna resistencia.

Juanito nos observaba y se puso detrás mía. Podía sentir su polla caliente entre las nalgas, que me apretaba con las manos, mientras me mordía el cuello. Leticia comenzó a bajar la mano hasta mi tupida entrepierna y entonces me dijo.-Tu no estar preparada…Tu no tener coño rasurado…-

Leticia sacó una bacinilla con agua y una brocha y una cuchilla desechable y empezó a hacer espuma sobre mi sexo, sentada en una silla enfrente mía. Metía la brocha por todas partes, haciéndome muchas cosquillas. Juan ahora me agarraba las tetas.

No hacía más que mirar expectante y suplicar que tuviera cuidado. Juanito cogió un pañuelo de tacto agradable, posiblemente del armario de su hermana y me tapó los ojos. Pedí chillando que me soltara de una vez y entonces me tapó la boca con un pañuelo de iguales características. No podía oponer ningún tipo de resistencia. Empecé a sentir cómo me rasuraba. Me quedé quieta. Sentía la hoja de la cuchilla en mi piel, recorriéndola metódicamente.

Leticia sugirió a Juanito que me soltara los pies, pues tenía que afeitarme en el interior, entre los muslos. Me soltó, pero atándome una de las piernas al respaldo de la silla, apoyando mi cuerpo en la otra. La cuchilla recorría los rincones de mi entrepierna inexorablemente y yo sentía casi como si desnudaran la última parte de mi cuerpo que me quedara por cubrir.

Me limpiaron de jabón y me soltaron las piernas, pero haciendo que las mantuviera separadas. Luego me quitaron el pañuelo de la boca, pero no el de los ojos. Sentí la mano de los dos hermanos posarse sobre mi sexo, la chica por delante, a la vez que se acercaba para morderme el lóbulo de la oreja y el chico, metía las manos entre las nalgas y me acariciaba el sexo por detrás.

-Mira, la rostro pálido tiene el pezón excitado,- Dijo Leticia, pellizcándolo. Juan me agarró el otro pezón acariciándolo suavemente con el dedo.

Juan fue a por zumo de naranja para dar de beber a la rostro pálido, o sea, a mí. Recibí el zumo con deseo pero me lo dio más rápido de lo que podía beberlo. El zumo se me derramó por las comisuras de los labios y se esparció por el canal del pecho. Leticia se apresuró a beber para que no se desperdiciara nada. Juanito comenzó a desparramar el zumo por mis senos y Leticia me succionaba del pezón como si fuera la fuente del zumo. A continuación empecé a sentir al gran jefe mamón imitar a su hermana.

Mi respiración empezó a entrecortarse por el deseo de explotar. Las cosquillitas que descubrí con Leticia aquel día evolucionaban agresivamente, pero le faltaba un roce en el sexo, una respiración más fuerte que otra, para estallar. Leticia volvió a dejar caer el zumo sobre mi cuerpo, pero lo puso entre mis senos y el chorrito se dirigió guardando equidistancia hacia mi sexo desnudo, lo sentí caer por el vientre hasta el pubis y luego enderezarse para inundar mi clítoris. La boca de Leticia recogió el zumo de esta fuente. Su lengua golosa exploraba la comisura de los labios y el clítoris buscando un resquicio de zumo. Pronto sentí la misma operación, sintiendo caer el dulce y algo viscoso líquido por mi espalda hasta llegar a las nalgas. El zumo se desenvolvía entre ellas e iba a parar detrás de mi sexo, y la lengua de Juan me lamía, jugando entre mis nalgas y la parte posterior del sexo.

Fue lo justo y necesario para correrme allí como una loca. Era la primera vez que me corría. En el pueblo había tenido algunas experiencias, pero no dejaban de ser meros revolcones. Nunca había sentido una lengua más abajo del cuello, ni una mano más allá de las bragas y el sostén.

Me dejaron así un rato, sin limpiarme bien el zumo de naranja que se secaba sobre mi cuerpo. Luego me desataron del armario. Era lo que ellos llamaban la “doma del caballo”. Leticia estaba sentada en la silla y yo tuve que ponerme de rodillas, y luego a cuatro patas. Me acerqué ciegamente, guiado por Juan hasta las ingles de Leticia, que había dejado su sexo descubierto entre la falda hecha jirones.

Me sorprendió su fuerte olor y fui reticente. Leticia me agarró del pelo y dijo

– Vaya, parece que esta puta quiere que le arranquemos la caballera.- Oír aquello me hizo sentir humillada, pero no sé por qué fue un estímulo para lamer aquel sexo que tenía el privilegio de conservar todo su pelo. Para colmo, Juanillo se puso detrás mía y me achuchaba para que no me separara del sexo de su hermana.

No había comido un coño en mi vida, ni lo hé vuelto a hacer. No sabía lo que tenía que buscar. Lamía inconscientemente, pero parece que era suficiente. Me concentré sobre el clítoris, que sobresalía entre los labios del sexo y pronto el sexo de Leticia comenzó a rezumar humedad. Sus flujos se mezclaban en mi barbilla junto al zumo de naranja. Leticia comenzó a restregarse contra mí más violentamente, respirando profundamente hasta soltar un gemido de placer tras otro. Me vengué de ella restregando a su vez mi boca violentamente contra ella. De poco sirvió mi venganza más que para darle más placer.

Capullo Loco pedía ahora su parte del botín. Se sentó sobre la cama y Leticia me dirigió hasta allí. Tomé su miembro empalmado en mi boca. Juan notó enseguida y lo hizo saber que tenía madera de gran mamadora. Efectivamente, mi marido hoy opina igual. Me metí su miembro en la boca todo lo que pude y lamí su capullo con la lengua. Leticia se uso a mi lado, de rodillas Me tomó de los pelos para dirigir mi lamida, obligándome a sacar y meter en mi boca una parte considerable de la verga de Juan alternativamente.

Cuando parecía que tomé el puntillo a la cosa, comencé a sentir la mano de Leticia en mis nalgas, me acariciaba y dirigía su mano hacia el sexo, lentamente pero sin parar. De repente sentí meterse levemente el dedo en mi sexo. Nunca me habían profanado de aquella manera. Sólo mi dedo se había atrevido a franquear esa barrera en mi adolescencia. Al primer dedo le siguió un segundo dedo. Yo seguía con los ojos tapados y parecía que ello estimulaba la percepción del tacto y la sensibilidad de mi piel.

Los dedos comenzaron a introducirse en mi interior a la velocidad con que me comía el rabo de Juan, al principio era mi boca la que mandaba en su mano, peor no tardó Leticia en darle la vuelta a la tortilla y en ser su mano la que mandaba en mi boca.

La relación se rompió violentamente, al estallar en mi boca el pene de Juan, con todo su semen dulzón y espeso. No me dio asco, al revés, lo noté en mi garganta mezclado con el sabor a zumo de naranja, aunque luego lo escupí.

Leticia interrumpió su posesión sobre m sexo para ordenar a Juan que atara mis brazos a una pata de la cama y ordenarme que me tumbara en el suelo frío, mirando hacia el cielo. Luego se puso entre mis piernas y comenzó a introducirme los dedos de nuevo, pero jugando también con su boca sobre mi clítoris, maltratándolo, pues me lo cogía con los labios y lo arrastraba en el mismo sentido que mi raja. Juan me miraba de pié, agotado. Entonces le dijo a Leticia -¡Quiero follarla!.- Espera tu turno.-

Leticia comenzó a introducir su dedo con toda la fuerza, como si me envistiera con un pene minúsculo y pronto sentí una gran sensación de doloroso placer. Mis cinturas se arqueaban sin control El dolor aumentó a la vez que el placer, hasta que al fin se hizo evidente mis sospechas.- ¡Áaaala! ¡La has hecho sangre! ¡Salvaje!.- Leticia se justificó.- La he debido desvirgar!.- Efectivamente, me había robado mi inocencia. El dolor me fue desapareciendo poco a poco, pero sentía aún una sensación frustrada de placer no consumado.

Leticia y Juan se preocuparon mucho pero no se molestaron en soltarme. Me limpiaron bien. Por suerte no sangraba mucho. Me tuvieron sobre la cama un rato, atada, vigilando mi sexo.

Juan no se olvidó, a pesar de todo de sus deseos y comenzó a venir a cuatro patas , por la cama hacia mí. Lo veía, pues ya me habían quitado el pañuelo. Leticia le dijo que quizás era mejor dejarlo para otro día, pero no le hizo caso. De nada sirvió que cerrara las piernas, pues puso todo su cuerpo entre ellas y de nuevo ató las manos al cuello. Introdujo su pene despacio en mi estrecha vagina. Lo sentía avanzar, rompiendo lo que pudiera quedar de mi virgo, avanzando hasta acoplarse a mí.

Se empezó a mover y yo sentía sus embestidas en mi vagina, como una playa salpicada por la furia de las olas del mar, que acaban venciéndote y arrastrándote por la resaca en sentido inverso, en una sensación de vértigo que te lleva, que te transporta hasta que te convierte en el propio mar, hasta que sientes que tú misma eres la marea que te empuja a moverte, que vuelca tu barca y te inunda el interior del agua salada en forma de semen mientras tu y el hombre sois una misma cosa, un mismo objeto que se complementan para proporcionarse un mutuo placer.

La señora condesa debió de lamentarse mucho cuando vio que me había ido y que no volvería más, Supongo que buscaría a otra cateta como yo y se olvidaría pronto de mí y comentaría a sus amigas adineradas lo malo que estaba el servicio. Bueno. Yo tengo que decir que aquella experiencia me sirvió para despabilarme y quitarme todo el atolondramiento que traía del pueblo.

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