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Sin medir las consecuencias III

Sin medir las consecuencias III

El centro de control de la empresa de seguridad que había sido contratada para vigilar el polígono industrial estaba totalmente tranquilo en aquel atardecer de verano. Desde una pequeña habitación en un extremo del complejo se controlaban las cámaras de control remoto instaladas en las naves industriales y las calles principales. Asimismo se recibian los partes de radio de los vigilantes que por parejas hacían rondas en sus coches todo terreno.

Mediante un ordenador se accedía a las bases de datos con información sobre cada una de las empresas, el personal que trabajaba en ellas, sus sistemas de seguridad contra incendios, fuga de gases y cualquier otra contingencia de accidente y se podía hacer una primera evaluación de la situación de emergencia para dar un informe a las unidades de bomberos que tuvieran que acceder al lugar del posible siniestro.

– Base, aquí móvil 2. Vehículo Volkswagen Polo, azul metalizado, matrícula… Comprueba y dame confirmación de si pertenece a alguien que trabaje aquí y de qué empresa es. Lo conduce una mujer y no se ve nadie más con ella.

– Roger, voy a consultar el ordenador.

Una transmisión rutinaria de “móvil 2”, un 4×4 con dos compañeros de servicio. En este momento se encontraban, según los registros de movimiento, parados en una esquina discreta de uno de los accesos desde el centro de la ciudad al polígono.

La vigilante depositó el micrófono en la horquilla de la emisora y giró su sillón para enfrentar el ordenador. Accedió al menú principal y entro en la base de datos de empresas. Inició una búsqueda por matrículas registradas de vehículos de empleados. Algunos gerentes opinaban que los robos podían estar planeados y organizados por personas que conocían muy bien, demasiado bien, cada una de las empresas del polígono. Por ello, y sin conocimiento de los trabajadores, habían proporcionado un amplio informe que incluía direcciones, teléfonos, fotografías, matrículas de vehículos utilizados habitualmente, etc.

El filtro de pantalla devolvía una imagen difuminada de su atractivo rostro. El pelo recogido en un moño, no había que dejar un agarre fácil a un posible agresor. Las cejas depiladas con esmero formando un fino arco. Los ojos se confundían con el fondo oscuro de la pantalla. La nariz larga y recta. Los labios ligeramente apretados, concentrada en el protocolo de acceso y las password, sacando un poquito la punta de la lengua como era su costumbre cuando estaba enfrascada en cualquier asunto.

El uniforme no hacía honor a un cuerpo perfectamente modelado en el gimnasio, fibroso, como el de un felino dispuesto siempre a pasar de la más relajada indolencia a la acción rápida del combate tantas veces practicado en las clases de artes marciales. Pero la ropa de trabajo era eso, prendas destinadas a ser cómodas y permitir rápidos y amplios movimientos en caso de necesidad.

A la cintura un amplio cinturón de cuero con hebilla de seguridad, con un juego de esposas, spray paralizante, walkie-talkie, una porra de madera de roble con el vástago en ángulo recto que denotaba su origen oriental y la cartuchera, ahora vacía, que normalmente alojaba un revolver cuando era tiempo de hacer rondas nocturnas.

Searching…, parpadeaba el ordenador…

Por fin apareció una fotografía y una ficha que correspondía a una empleada del equipo de administración de la empresa que tenía sus instalaciones en uno de los extremos del polígono.

– Vaya, una enamorada del trabajo, de las que piensan que la compañía es suya… iQué vendrá a hacer a estas horas con el calor que hace…?

En la ficha comprobó que sus ingresos no eran muy altos, así como su nivel de privilegios dentro del organigrama no correspondía a alguien que tenga especiales preocupaciones empresariales. Llevaba unos dos años trabajando allí. Mientras cavilaba sobre estos datos se echó hacia atrás acariciando con los dedos pulgares la hebilla metálica del cinturón en un movimiento mecánico. La camisa mojada levemente de sudor por el asfixiante calor del verano se pegó a su pecho. Abrió un par de botones, ahuecó la camisa y sopló hacia el interior para refrescarse.

– Maldito aire acondicionado, estropearse precisamente hoy sábado…

Llevaba un bonito sujetador gris claro a juego con la braguita, un capricho cazado al vuelo en las rebajas de julio de una marca que normalmente tenía precios que no se podía permitir. Realzaba los pechos a la manera que había puesto de moda el Wonderbra pero las copas eran más pequeñas de lo habitual, de manera permitía una esplendida visión si llevaba un vestido o camiseta escotados o una blusa un poco abierta. La piel entre ellos estaba perlada de sudor. Volvió a soplar para aliviarse y cerró un botón de la camisa.

Echó una ojeada a la dirección de la mujer, – cerca de mi casa-, pensó, formando en su mente la imagen del barrio. Y por fin fijó los ojos en la fotografía. Vió un rostro que le pareció anodino a primera vista. Pero luego le llamó la atención la boca de la chica y sus labios carnosos. La foto era de estudio no de cabina automática, con un buen control de luces. Los ojos eran de un tono verdoso, grandes y claros. Si, era una muchacha bonita…

Cerró la base de datos y giró de nuevo hacia las pantallas de vigilancia. Algunas de las cámaras situadas en el interior de los locales estaban provistas de detectores de movimiento que conectaban automáticamente la cámara y situaban la imagen en los monitores.

Se veía el interior de una nave de almacenamiento donde debía encontrarse en ese momento la chica, con una tenue luz de atardecer entrando por las claraboyas. Al fondo, en el segundo nivel una cristalera corrida que daba a las oficinas. Acertó a ver a la muchacha inclinarse sobre el ordenador y conectarlo. Colgó el bolso en un perchero y salió al pasillo. Volvió poco después con algo en la mano que se llevó a la boca. – Quizá una lata de refresco -, pensó.

Llevaba un vestido estampado, largo y de mucho vuelo. Lo ahuecó por detrás para sentarse y se abanicó con unos papeles. – iTampoco tiene aire acondicionado…?. Como el asiento sea de piel sintética se te van a quedar pegados los muslos, rió para sí.

Decidió enfocar mejor la imagen y activar el zoom de la cámara. A casi un kilómetro de alli el objetivo empezo a girar sobre su eje hasta rendir el máximo de su longitud focal. Ahora la chica llenaba totalmente la pantalla del monitor de vigilancia.

Parecía teclear y mirar la pantalla, o sea que no estaba escribiendo ningún documento porque hubiera tenido fija la vista en la mesa. La mano derecha se cerró sobre el ratón y se veía como lo desplazaba.

– Quizá está conectada a la red…, rumió para sí, empezando a sentir curiosidad.

Pasaron diez minutos y el panorama no había cambiado. Atendió un par de llamadas por la emisora, observó el cuadrante de servicios, anotando un cambio de posición de uno de los coches y volvió a los monitores.

Y ahí comenzó la sorpresa, porque la chica había dejado caer por los hombros el vestido de tirantas, había puesto sus manos en forma de cuenco debajo de sus pechos y estaba pellizcándose los pezones. Se quedó petrificada. Inclinó su cuerpo hacia delante mirando con atención la pantalla y de pronto volvió a ser consciente del sudor corriendo por su cuello y por su espalda.

La chica seguía allí, mirando la pantalla y acariciando sus pechos. De pronto su mano izquierda empezó a descender y salió de plano. Ella echó el zoom un poco atrás y alcanzó a ver como la mujer levantaba el borde del vestido hasta la mitad de los muslos, separaba las piernas e introducía una mano entre ellas. iY empezaba a masturbarse!. iAhí mismo, delante del ordenador en una oficina vacía!.

La vigilante sintió un hormigueo recorrerle todo el cuerpo. Era aficionada a las películas porno aunque habitualmente no alquilara ninguna en el vídeo club, pero muchas noches de viernes o sábado veía la del vídeo comunitario o del Canal Plus durante el tiempo en que estuvo suscrita. Las más de las veces se encendía tanto que terminaba masturbándose en el salón, desnuda en el sofá, usando sus propios dedos, introduciéndolos en su coñito, frotándo su clítoris. A veces incluso usaba un consolador que guardaba en un cajón del armario. Lo lamía en toda su extensión como si fuera una polla, remedando las felaciones en la pantalla del televisor. Lo pasaba lentamente por su sexo entreabierto, llenando el látex con su flujo. Accionaba el mecanismo a pilas y dejaba ronronear la enorme polla de plástico sobre su clítoris. Respiraba profundamente y dejaba el aparato en posición y con sus manos estrujaba sus pechos, describía círculos sobre sus pezones.

Después lo ponía de pie sobre un cojín en el sofá. Lo enfilaba a su coñito, separaba los labios con ambas manos y se dejaba descender encima de él hasta clavárselo en su totalidad. Sus caderas se movían levemente al principio pero cuando la excitación llegaba a un punto determinado se disparaban por si solas, sin control ninguno por su parte. Metía un dedo en su boca y lo chupaba, lo humedecía con su saliva para masturbar furiosamente su clítoris a continuación. Sentía la textura de la tapicería en su culo cuando se sentaba abriendo las piernas al máximo, y a veces llegaba a introducirse un dedo por el ano, solo un par de centímetros, notando una sensación entre dolorosa y agradable, aunque en ocasiones sintiera una infantil e injustificada vergüenza por estar gozando de esa zona erógena que algunos consideraban “sucia”. Ella, sin embargo, se confesaba a si misma que deseaba ser penetrada también analmente, aunque nunca había probado con un hombre de verdad, solo con ese remedo de polla sintética en un día de especial calentura y normalmente con sus dedos.

Y lo que tenía en este momento ante sus ojos era prácticamente una película porno, amateur, pero con el morbo de lo improvisado, sin cuerpos esculturales ni silicona a mansalva. Una chica de pechos muy apetecibles estaba metiendo una mano por sus bragas y se estaba masturbando ante el ordenador de su oficina. El vestido estaba ya caido hasta la cintura y había puesto ambas manos en su entrepierna. Seguramente estaba metiendo sus dedos en forma de cuña en su coñito. Pero cuando ya sintió que empezaba de verdad a humedecerse, y no de sudor, fue cuando vio a la chica, en el monitor de vigilancia, tomar un abrecartas del cubilete de bolígrafos e introducirse el mango en el coño. Toda una sensación la que debió experimentar al tocar su interior las cachas de madera y frio metal. Casi podía imaginar, por empatía y por experiencia de masturbación con diversos objetos, como estaría de caliente la chica de la oficina, como debía estar resbalando en su coñito el pesado mango, el morbo de empujarlo por la hoja, entrando hasta sentir que llegaba al fondo, resbaladizo, cubierto de flujo, las piernas abiertas y temblorosas.

Ella misma deseo masturbarse y apretó instintivamente los muslos percibiendo la respuesta lujuriosa que llegaba de entre sus piernas.

La chica de la oficina tenía la cabeza echada atrás y ya no miraba la pantalla. Había subido un pie sobre la mesa para abrir mejor sus piernas y se notaba que respiraba entrecortadamente. De pronto una serie de rápidos espasmos le hicieron saltar casi en la silla. Pareció hundirse más profundamente el abrecartas y de pronto se quedo inmóvil, como si hubiera hecho un suicidio ritual japonés.

Unos intantes después se sacó el objeto y lo tiró encima de la mesa, pero falló y cayó al suelo. Dejo deslizarse un brazo por sus piernas y se acarició los pechos con indolencia, disfrutando de la laxitud que le invadía después del orgasmo…

– Base, aquí móvil 3, iqué pasa que no contestas?, bramó el altavoz de la emisora.

– Oprimió el botón del micro sin dejar de mirar la pantalla e intentando que su respiración y su voz no delataran su agitación interior.

– Móvil 3, Base. Estaba comprobando los monitores, ihay alguna novedad?

Y continuó el parloteo del altavoz contando un par de chistes e iniciando una conversación intrascendente.

Y la vigilante empezó a formarse una idea en la cabeza minetras desconectaba la cámara… Continuará…

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