Sin medir las consecuencias II

Los días pasaban con el normal ajetreo de trabajo. Había mucho movimiento en la planta y las mercancías entraban y salían sin cesar. Sin embargo había una cierta alarma en la dirección por las denuncias que se habían presentado a causa de ciertos robos en varias naves del polígono industrial. La decisión de los empresarios fué unánime y se contrató un servicio de seguridad que vigilara las veinticuatro horas del día.

La imagen de los hombres y mujeres uniformados haciendo la ronda con sus vehículos 4×4 y sus radiotransmisores se hizo familiar. Lo que ella no advirtió fué la instalación de pequeñas cámaras de vídeo en circuito cerrado con sistema de infrarrojos y activación por detección de movimiento. En realidad eran de pequeño tamaño y la idea era justamente que pasaran inadvertidas.

Ella continuaba con su rutina de trabajo durante el día y navegación por la red a la caída de la tarde. Entraba el verano y el calor se iba haciendo agobiante. Esas tardes tórridas cambiaron ligeramente sus hábitos. Ahora volvía a casa, tomaba algo ligero y volvía a última hora de la tarde después de una siesta reparadora. Aunque algunas veces era solo una preparación para su desahogo erótico solitario.

Ya lo decían aquellos señores de negro uniforme y oficio supuestamente religioso: las siestas, después de una copiosa comida, son un peligro para la castidad. Efectivamente el cuerpo se sume en un suave sopor y los sentidos languidecen y se dejan arrastrar por lo más puramente instintivo. Ella solía desnudarse, darse una ducha y deambular por casa con una camiseta de baloncesto, su favorita, y unas braguitas. Y a veces su parte más morbosa le decía que era mejor quitárselas y ella accedía con un ronroneo de gatito. Aunque las ventanas estaban cubiertas por unas persianas de esterilla de bambú y por tanto nadie podía verla desde el exterior, pasearse medio desnuda, con su culito y su sexo al aire, provocaba en ella una cierta vena exhibicionista.

Cuando se quitaba las bragas lo hacía como en una ceremonia, como en un streep-tease ritual. Sus pezones empezaban a marcarse en la tela de la camiseta y el pelo de su nuca se erizaba ligeramente. Sentirse desnuda de cintura para abajo, el pelo del pubis húmedo y ensortijado tras la ducha, todos sus poros abiertos, hacía que su cuerpo respondiera con otra humedad muy distinta. Andar así por la casa, sentarse a tomar el cafe en el salón, ver un rato la tele medio tumbada en el sofa, con los muslos entreabiertos, le producía la sensación de que estaba abierta, de que su sexo era accesible, como si estuviera esperando la llegada de un amante. Se acariciaba el pelo distraidamente en un gesto reminiscente de su infancia. Hacía círculos alrededor de su ombligo mientras pensaba, «que aburrimiento de programas de verano…», mientras era consciente de la proximidad y calidez facilmente percibible, de su sexo.

Así la atmósfera sensual de la sobremesa operaba sobre sus hormonas. Y cuando llevaba la taza de cafe al fregadero hasta se paraba en el pasillo, en la puerta de la cocina, y sacaba un poco el culito en pompa para verlo reflejado en el espejo del fondo. Acariciaba sus muslos y pasaba un dedo de abajo hacia arriba por entre sus nalgas, remedando la forma en que lo haría un hombre. La imagen reflejada sonreía con cierta lascivia y ella se ponía hasta colorada al ver a esa mujer en la penumbra del pasillo, que levantaba una camiseta como la suya hasta mostrar unos pechos, como los suyos, ligeramente perlados de sudor y que lentamente introducía los dedos por el elástico de las braguitas si aun las llevaba y se masturbaba ante ella sin ningún decoro. Hasta los gemidos le parecían de otra persona cuando llegaba al orgasmo, y terminaba sentada en el suelo, agradablemente frio, acariciando suavemente sus húmedos y ahora extremadamente sensibles labios y su clítoris.

Luego se iba a la cama y conciliaba un sueño reparador.

Hacia las siete de la tarde se levantaba, empapada de sudor, con todo el pelo revuelto y sintiendose pegajosa por todos los sitios. Se daba una rápida ducha y escuchaba música hasta las nueve tomando un té frio. Se vestía y conducía en su coche hasta llegar al polígono industrial donde se encontraba su empresa. Al doblar la última esquina pasó junto a uno de los jeep del servicio de vigilancia. Dos hombres uniformados siguieron con la mirada el paso de su coche y uno de ellos anotó la matrícula y el modelo en su cuaderno de notas.

– Base, aquí móvil 2. Vehículo Volkswagen Polo, azul metalizado, matrícula… Comprueba y dame confirmación de si pertenece a alguien que trabaje aquí y de qué empresa es. Lo conduce una mujer y no se ve nadie más con ella.

– Roger, voy a consultar el ordenador.

Aún lucía el sol y la temperatura era muy alta, pero podía poner el aire acondicionado y tomar un refresco de las máquinas automáticas. Subió hasta la segunda planta donde se encontraba la oficina. Entró en el despacho y encendió el ordenador. Mientras colgaba el bolso en el perchero y sacaba unas monedas para la máquina del pasillo echó un rápido vistazo por las cristaleras hacia la nave de almacenaje. Todo parecía tranquilo, ni un ruido, solo una tenue luminosidad entrando por las claraboyas del techo. A la distancia en que se encontraba no podía percibir el movimiento de la pequeña cámara, semioculta en un angulo de una vigueta metálica, que estaba dirigiendo su ojo de cristal hacia ella y conectando el zoom…

continuará…