Sin medir las consecuencias I

Era una suerte tener un trabajo así. Llevaba dos años en una empresa subsidiaria de una multinacional. Sus tareas se relacionaban siempre con ordenadores. Aparte de lo cansado que resultaba pasar un montón de horas diarias sentada delante de una máquina, luego tenía sus compensaciones.

La primera era acceso libre a Internet. Podía pasar el día entero conectada a la red mientras en otras ventanas continuaba con tareas de correo, contabilidad, etc. Siempre mantenía un par de navegadores en marcha, buscando información, leyendo páginas interesantes, etc.

Así llegó a una cierta página con buenos contenidos eróticos. Habia cientos de relatos para leer, para todos los gustos y apetencias. Se hizo asidua visitante. Cada día leía seis o siete y guardaba algunos para repasarlos después. Al terminar la jornada laboral era frecuente que tuviera que quedarse cuadrando cifras y repasando listados de almacén. Pero a veces exageraba en la tarea cuando se marchaba el gerente, hasta que este terminó por darle una llave de la oficina, tal confianza tenía en ella y estaba satisfecho con su trabajo y entrega a la empresa que ni siquiera mencionaba el cobrar esas horas de más.

Era cierto que hacía esos trabajos, pero también aprovechaba para leer los relatos que había salvado durante el día y de paso, navegar por páginas más explícitas, con fotografías tan descriptivas que, entre la calentura que le subía con los relatos y la visión de las páginas se ponía muy caliente y terminaba apagando y marchándose a casa dando un paseo para aliviar la tensión.

Pero un día estaba leyendo un relato especialmente provocativo, casi difícil de creer por el argumento pero en cualquier caso muy efectivo a la hora de provocar una verdadera riada de flujo que estaba arruinando sus bragas.

Tal era el calor y la humedad que sentía que terminó por ir al servicio, quitarse las bragas y limpiarse con papel higiénico. Pero ya no pudo ponerselas otra vez, estaban completamente empapadas. Hizo con ellas una pelotita y las guardó en el bolso. Aprovechó para peinarse ante el espejo del baño y luego volvió a su mesa.

La oficina estaba en completo silencio, solo se percibía levemente el ronroneo de los ordenadores. Desde su despacho se veía la planta de almacenamiento, con las tenues luces de señalización nocturna encendidas. Lo justo para no tropezar con las cajas apiladas en los pallet.

Se asomó a los ventanales para cerciorarse de que no había ningún trabajador rezagado trayendo una entrega de última hora o una vuelta inesperada del gerente. Todo estaba tranquilo. Menos su entrepierna que seguía hirviendo. Las descripciones de un fantástico polvo que había leído unos momentos antes seguían bailando en la pantalla de su imaginación.

Volvió a sentarse ante la pantalla y releyó los párrafos más sugerentes. Las piernas levemente abiertas, la respiración agitada y un calor que subía por su cuello, directamente desde el vientre. Percibía incluso el aroma de su femineidad como un tenue perfume y notaba como el flujo amenzaba con desbordar los aterciopelados labios de su coñito.

Fue inevitable llevar una mano hacia abajo y topar con la falda. Y también el que esa mano fuera remangando poco a poco la tela hasta dejar paso libre a sus dedos que se enredaron con el vello de su pubis. Dio un leve tirón de su mata oscura. Desde pequeña, cuando empezó a explorar su propio cuerpo y aprendió donde estaban los puntos de placer que le hacían volverse loca de gusto, esos tironcitos al pelo eran el preludio de una masturbación, frotando su clítoris, introduciendo sus dedos y casi cualquier cosa que tuviera a mano, una vez que el deseo de una penetración en determinados momentos iba superando con creces a su miedo a introducir cuerpos extraños en su vagina.

Su dedo medio fue explorando entre el pelo hasta llegar a la protuberancia carnosa que cubría su clítoris. Sus dedos índice y corazón tiraron hacia atras y hacia los lados descubriendolo… mojó la yema del dedo central en su propio flujo, curvándolo y metiéndolo levemente entre los labios y volvió a su parte más sensible, comenzando un movimiento circular, siempre de izquierda a derecha, por algún motivo así se excitaba más.

De pronto un gemido fue creciendo en su garganta. Un escalofrio conectó su clitoris con algún lugar en su cabeza donde estaba componiendo las sensaciones que debería experimentar la mujer del relato, que estaba siendo llevada al éxtasis por un hombre especialmente hábil, que se tomaba su tiempo y que estaba decidido a rendirla de placer antes de irse él mismo.

La mano entre sus muslos fue cogiendo ritmo y velocidad crecientes. Sus piernas, abiertas hasta donde podía permitírselo, comenzaron a temblar. Notaba los pechos duros y los pezones eran muy conscientes de la tela del sujetador que los contenía. Deseaba tener una lengua que los chupara o unos dedos que los pellizcaran cada vez más fuerte, retorciéndolos y haciéndolos doler y sentir placer a un tiempo.

Pero no podía permitirse el lujo de sacar sus pechos fuera de su blusa. El miedo a ser descubierta en esa situación era demasiado como para olvidarse de las consecuencias que podía traer. Sin embargo no podía parar de masturbarse…

Ya ni siquiera leía, las imágenes trenzadas en su imaginación eran muy vivas, e imprimían firmeza a los dedos que se movían sin parar por sus labios, su clítoris, penetrando en forma de cuña en su parte más humeda, mojando su pelo y arrancando un jadeo intermitente de su boca entreabierta.

Su cabeza se inclinó hacia delante. La dejo caer sobre el brazo apoyado junto al teclado del ordenador. Una delgada capa de sudor en su frente, un calor avivando sus miembros, sus poros abiertos y rezumando deseo.

Sus piernas se tensaron de pronto y su culito se levantó de la silla, los pechos plastados contra la mesa, como ofreciéndose a una penetración por detrás. Pero lo único que se introducía en ella eran sus propios dedos que habían alcanzado su punto más sensible en el interior de su coñito y le hacían perder todo control. Su orgasmo creció como una oleada sorda de sensaciones que se extrellaron en su interior, mezclándose sin concierto y haciendole gemir roncamente, en voz muy alta, demasiado alta, y dejando su cuerpo sin peso, como sacudido por una descarga eléctrica.

Sus piernas se aflojaron y se encontró sentada de nuevo, casi volviendo de un atisbo de semiinconsciencia provocado por un orgasmo tan fuerte que hacía meses que no sentía así. Su respiración fue acompasándose mientras percibía los latidos furiosos de sus corazón y unas gotitas de sudor en sus labios.

Abrió los ojos, miró hacia la pantalla y en torno suyo, por la habitación. Se incorporó y se sentó apoyada en el respaldo. Buscó el bolso que estaba en el suelo al lado de la silla y saco un paquete de pañuelos de papel. No tenía fuerzas ni ganas para volver al servicio. Limpió sus dedos, perlados de flujo y con un delicioso olor femenino y volvió la falda a su lugar.

Apagó el ordenador y cerró la puerta con llave al salir camino de su casa, las piernas muy conscientes del esfuerzo de andar, todo su cuerpo perezoso anhelando caricias.