En el puerto

Hacía una noche fría, pero la soledad de su casa le pesaba demasiado.

Se acercó a una de las ventanas y desde ella, pudo contemplar el puerto y sentir como algo la llamaba.

Cubrió su delgado cuerpo con un abrigo de paño fino y envolvió su cabeza con un pañuelo de cuello, al más puro estilo Grace Kelly.

Cerró la puerta de casa tras de sí, dejando la soledad de su cuarto para abandonarse a la de la noche.

Sintió la brisa en su cara y caminando despacio se dirigió al muelle por la calle catorce.

No sintió miedo, solo una fuerza que la atraía y la llamaba desde el mar. Siguió caminando, envuelta en el halo misterioso de su sonrisa que a penas se reflejaba en la luz de la única farola situada al final del muelle. Una vez allí, pensó que si tal vez alguien la observaba pudiera pensar que esperaba ofuscada, oyendo las olas, o tal vez recordara a alguien, añorándolo….

En el silencio de la noche, los ruidos del puerto son únicos…. las olas chocando contra el dique, el crujir de la madera de los barcos, las tenues sirenas de los buques…

Aún así, pudo oír como a lo largo del muelle, alguien se acercaba… pero, quién?…. un arribador del muelle? un sátiro? un elfo?…..

El miedo ante lo desconocido la envolvió e hizo que su corazón se acelerara.

No esperaba a nadie en concreto, pero tal vez sintió la llamada de lo desconocido, provocando en ella la curiosidad y en ese momento, toda esa sensación la invadía, acelerando los latidos de su corazón, oprimiendo su pecho, no dejándola pensar con claridad.

En cuestión de segundos fué como si tejiera una tela de araña en la que atrapar la voluntad del paseante, dudando entre hacerlo o acceder a sus deshonestas proposiciones, cualquier cosa menos dejar al descubierto el secreto de su misterio.

Volviendo en sí y motivada por la curiosidad, observó al perverso épico, digno de una epopeya y presintió que no se dejaría envolver por la tela de araña fácilmente. Se había situado junto a ella, casi sin mediar palabra, pero sus ojos lo decían todo.

En el fondo de su alma, creía saber lo que él buscaba en ella pero sintió miedo a precipitarse, a dejarse llevar y volver a caer en la desesperación y la frustración.

Con valentía alzó la cara y le miró a los ojos que le transmitieron tranquilidad, sosiego… el color gris azulado de su mirada la conmovió provocándole paz, sintiendo como su corazón volvía a latir pausado…

Sintió el deseo y la necesidad de confiar en él y dejarse llevar hasta donde él quisiera llevarla… A su cueva, así lo llamó. Era un lugar pequeño, estrecho pero a la vez acogedor.

Había una luz tenue y una vieja y molesta silla en la que se situó colocando un cojín sobre ella intentando hacerla más cómoda.

Lentamente, se despojó de su abrigo de paño y de sus ropas hasta dejar su esbelto cuerpo solo vestido por un dos piezas que parecía haber sido escogido para la ocasión.

La lycra de la tela envolvía sus formas y sus curvas.

Aproximándose a él, se sentó sobre sus piernas mirándolo, mientras rozó sus muslos con los de él que ya estaban también desnudos.

Su atlético cuerpo solo estaba cubierto por una camiseta blanca y un bóxer negro.

Ambos estaban descalzos y situados uno frente al otro, muy cerca, lo que provocó que ella mordiera sus propios labios llevada tal vez por la excitación que volvió a sentir atrapada entre sus labios que no pudieron resistir besarla, temblando, deseándola intensamente.

Ella empezó a quitarle la camiseta, metiendo sus manos por dentro, acariciando su pecho levemente y él no pudo por menos que buscar su cuello con su boca, recorrerlo hacia arriba hasta la base de su oreja y volver despacio hacia abajo hasta llegar a su hombro.

Acariciando su pelo llegó hasta su nuca y agarrándola con dulzura atrajo la cabeza de ella a su regazo buscando con su boca la de ella.

Respiraba profundamente, acelerado.

El calor del beso le había enardecido tanto que sintió la necesidad de separarse de ella, arrancársela de encima, buscando aire, lo que provocó en ella una excitación increíble y el deseo de buscar su boca, de dibujar sus labios con su lengua para besarlos y mordisquearlos después, despacio, suavemente, primero el de arriba, y luego el de abajo, recreándose en ese beso lascivo y puro.

Él y sus manos buscaban de nuevo su nuca, sintiendo la necesidad de volver a atraerla hacia sí, de sentir sus pechos vivos apretados al suyo y lo hizo acariciando y recorriendo su espalda, cabalgándola, deteniéndose en la curva de su cintura, mostrándose todo un hombre loco de deseo por ella que, llevada por el placer y subiendo sus brazos le pidió que la despojase de ese top de lycra que ya la atosigaba apretando sus pezones excitados.

Al subir los brazos extendió su cuerpo y como en un sin querer, dejó sus pechos a la altura de los labios de él.

Sus pechos redondos, firmes, bien proporcionados, la aureola de sus pezones excitados bien dibujada y que pedía a gritos ser besada, suave, tiernamente.

Él la observaba, atreviéndose solo a tocar sus brazos, a llevarlos sobre su cabeza antes de abandonarse a disfrutar de sus senos, pellizcando levemente sus pezones y retirándose para contemplar su vientre y su ombligo que describió adorable.

Ambos respiraban acelerados con los músculos de sus vientres encogidos, el más leve roce de sus cuerpos les hacía estremecer y gemir, entregándose, dejando fluir su voluntad, ansiando el encuentro, percibiendo el calor de sus cuerpos en su aliento.

Sus lenguas se buscaban y mientras él acariciaba sus pechos, ella buscaba meter sus manos entre su bóxer, sin llegar a tocar aún su sexo.

Él se dejó caer apoyándose en la mesa que había frente a la silla y la emplazaba a ella a sentarse, pero ella no podía mas que buscar de nuevo su pecho y seguir con sus manos en su bóxer mientras se lanzaba a provocarlo buscando su cuello, mordisqueándolo y exhalando su aliento caliente junto a su oreja, recorriendo su cuello hasta sus hombros, rozándole la barbilla con su nariz, y lamiendo el camino que iba desde su nuez al centro de su pecho, soplando y produciendo en él un escalofrío que recorrió todo su cuerpo.

Se detuvo en sus tetillas, primero en la derecha, chupándola y luego en la izquierda, atrapando el pezón entre sus dientes y golpeándolo con su lengua mientras sus manos no abandonaban el interior de su bóxer.

Sentía como él se estremecía, como sus manos se aferraban agarrando la mesa, pugnado por no violentar sus sentidos, conteniéndose casi al borde del éxtasis, ofreciéndose a ella desarmado, pero sin dejar de acariciarla mientras se retorcía, intentando descubrir ese algo que se escondía tras esa aparente dulzura, el resorte que la convertiría en toda una devoradora de ese hombre que la deseaba y la buscaba desesperadamente.

Dulcemente, y con un pequeño gesto, la volteó poniéndola de espaldas a él… mordiendo su nuca, apretándose contra ella, su pecho contra su espalda, empujando su sexo contra sus nalgas mientras ella se contoneaba.

Aunque no había tocado su sexo directamente, ella podía sentirlo excitado, sentir como los músculos de sus piernas se tensaban al acariciar sus muslos, su vientre y su cintura. Se volvió de nuevo para tomar entre sus manos la verga que él le ofreció, gruesa, suave, caliente.

La acarició con mimo, arrastrando con sus dedos el prepucio y dejando al descubierto el glande que rozaba con su dedo pulgar mientras no dejaba de moverla despacio mientras él se estremecía y la miraba con desafío.

Ella respondió a esa mirada pidiéndole que la dejara sentir la plenitud de su falo no solo entre sus manos y en ese preciso momento fué él quien la cogió con su mano, cubriéndola, haciendo que su punta a penas rozara su sexo, ahondando entre su vello, buscando su clítoris, su mano abandonaba su sexo deslizándose hasta llegar al de ella, recorriendo cada pliegue de sus labios, su monte de venus, y sus dedos largos en unas manos proporcionadas y raudas encontraron un tesoro, pequeño, ya no tan oculto, algo tímido y asustadizo pero palpitante y ardiente.

Tras sus dedos y sus manos, fué su boca que no pudo evitar besar sus labios, recorrer su vagina, sorber la humedad de su clítoris hinchado mientras ella gemía y se estremecía, su lengua recorría su ano, volviendo a su sexo penetrándolo dulcemente, abriendo el camino para acto seguido penetrarla con su sexo, despacio, pero sin detenerse un segundo.

Un rápido abandono para detenerse en la misma profundidad alcanzada de una nueva acometida fué abriendo lentamente su carne mientras su boca la buscaba desesperada, hallando sus labios, sus ojos, sus manos, mordiendo suavemente sus pezones y cuando sus dientes se cerraron sobre ellos metió su verga durante unos segundos hasta el fondo de su sexo, una y otra vez.

Ella le pidió casi suplicante que la dejara abandonarse al sabor de su sexo, quería comérselo, lamérselo, saber a que sabía, quería sentir su calor entre sus labios, mojarlo de saliva y recorrerlo con su lengua, succionarlo, meterlo y sacarlo de su boca presionándolo con sus labios sintiendo el grosor de su verga.

Quería enloquecerle, hacerle gemir, que gritara pidiéndole que no parara, quería verlo y sentirlo estremecer pidiéndole más, y así, se mantuvo entregada a dar placer al amado hasta que sintió como los músculos de su vientre se tensaron, como se encogieron sus testículos llegando hasta casi el mismísimo orgasmo y entonces, fué ella la que pidió suplicante que la penetrara, hasta el fondo, de una sola embestida, que la llenara de su ser y de su esencia, que la hiciera vibrar, que la desbordada con el fuego de su semen en sus entrañas, ante eso, él se rompió contra su sexo, haciendo explotar su espuma alcanzando al unísono el más esperado y deseado de los orgasmos.

Permanecieron uno dentro del otro, inmóviles pero aún temblorosos.

El diminuto cuarto se había llenado de toda la esencia de sus cuerpos, entremezclándose en él el olor de sus cuerpos sudorosos, la pasión y el deseo, y entre palabras, él intentó seducirla de nuevo.

Aunque había descubierto el misterio de la mujer del muelle, no por eso había dejado de volver a desearla, quizás ahora más que antes.

Ella se sintió dichosa de provocar en él ese deseo nuevamente, pero debía marcharse, volver a la soledad de su casa desde la que cada noche volvería a contemplar el puerto, anhelando y recordando muchas veces al perverso desconocido que la poseyó amándola de aquella manera.