El despacho

Hoy no ha sido un día corriente.

La paz y la relajación del fin del semana han ido desapareciendo a lo largo de este lunes apático que me tiene desbordada de tantas llamadas, problemas y esta simple reunión de la que acabo de salir.

Solo quiero que termine la jornada, llegar a casa y tomar una ducha que haga desaparecer en mí esta tensión y este malestar que me embriaga.

Aún así, me quedo un rato en mi despacho, intentando dejar en él las malas vibraciones del día. No quiero llegar a casa malhumorada ni tensa.

Escribo estas letras y pretendo dejar en ellas esta sensación tan extraña que siento. Al estrés acumulado en estos días, se une hoy, creo que la melancolía.

Le añoro, le pienso continuamente y aunque ya son muchos años, no termino de acostumbrarme a sus viajes y a su vacío.

En días como el de hoy es cuando más le extraño.

Nada me gustaría más que llegar a casa y que con sus atenciones y sus mimos me devolviera la sonrisa.

Echo de menos sus labios en mi cuello, sus brazos rodeándome, sus manos, sus caricias… su cuerpo apretando el mío, y en la soledad de mi despacho le pienso.

Recuerdo ese día que vino a recogerme, era tarde, le pedí que me esperara un momento mientras recogía mis cosas e iba al baño a retocar mis pestañas con rímel y mis labios con un poco de brillo.

Siempre ha comentado y admirado mi discreción a la hora de maquillarme.

No le gusta que me adorne demasiado, dice que la sensualidad de mis labios solo necesitan un retoque.

A veces, y para resaltar el color de mis mejillas, las pellizco. No recuerdo dónde aprendí ese truco, pero a él le encanta verme natural…

Ya había recogido mis cosas y apagado las luces de la oficina cuando le llamé para que saliera del despacho.

No contestaba, y me acerqué hasta la puerta, pude contemplarle sentado en mi sillón tras la mesa.

Había encendido la lámpara de sobremesa y retirando los papeles, me pedía insinuante que me acercara a él.

Recordar su mirada sensual me produce una agradable sensación y rememoro cómo me excitó aquella tarde al agarrar mi cintura y situarme entre sus piernas, susurrándome lo estimulante que sería hacerme el amor sobre la mesa.

A la vez que se aproximaba a mí, apretaba mis nalgas con sus manos y lentamente me fué subiendo a la mesa hasta sentarme en ella con la falda recogida a la altura de mi cintura.

Al levantarse pude ver como su sexo hinchado abultaba sus pantalones.

Sentí el calor de su aliento en mi cuello que recorría a lengüetazos mientras acariciaba mis piernas pausadamente con la yema de sus dedos, recreándose, sintiendo la frescura de mis muslos…

La agitación era tal que no pude evitar empezar a desabrochar su camisa que casi quité a jirones llevada por tanta excitación.

Sus manos jugaban ahora en las curvas de mis senos y por encima de la camisa pellizcaba mis pezones que brotaban rígidos, los mordisqueaba, y apretaba mis pechos sacándolos por encima de mi ropa interior, dejando al descubierto mis pezones rosados que relamía con impaciencia, achuchando su vientre contra el mío.

Buscaba su lengua ardorosa con la mía, deseaba su boca y mis manos intentaban a la vez, desabrochar su cinto, abrir su bragueta y tomar su verga excitada y deseosa.

Entre los dos lo hicimos y cuando hubo emergido erecta y firme entre sus piernas, me bajó de la mesa y poniéndome de espaldas retiró mis bragas, levantó una de mis piernas y me penetró con brío, como hacia tiempo que no lo hacía, me follaba desesperadamente, metía y sacaba su polla una y otra vez, oprimía mis pechos pellizcándolos hasta casi producirme dolor, mordía mi cuello exhalando su aliento caliente estremeciéndome.

Me susurró al oído que imaginara que en ese momento podría entrar alguien en la oficina y vernos allí, follándonos, y esa situación creó en mí tal morbosidad que no pude aguantar más y abandonándome al placer me corrí entre gritos y gemidos que aumentaron su excitación.

Con delicadeza y sin perder esa mirada deseosa, terminó de quitarme las bragas y me volvió a subir a la mesa, me tumbó sobre ella, abrió mis piernas y empezó a explorarlas con su lengua.

Chupó mis pies dedo a dedo, mis tobillos, mis pantorrillas, mis rodillas y mis muslos hasta llegar a mi sexo que resplandecía húmedo.

Con la punta de su lengua lamió mis labios voluptuosos e hinchados aún por el placer, dibujó mi clítoris sonrosado y recorrió cada milímetro de mi vagina con su lengua y saboreó casi desesperado mi coño húmedo y ensoberbecido.

Mi cuerpo se encogía como si no pudiera resistir la intensidad de tanto placer.

Mis gemidos volvieron a excitarle y cogiéndome las manos me bajó de la mesa, se sentó en el sillón y abriendo sus piernas me regaló su miembro que empecé a lamer con mi lengua, alrededor de la punta, envolviéndolo con el calor de mis labios, metiéndolo en mi boca, llevándolo hasta mi paladar golpeándolo con mi lengua mientras acariciaba sus testículos con mis manos.

Le oía gemir y pedirme que no parara.

Aquello le excitaba, podía ver el deseo en sus ojos, en su boca que buscaba la mía….

Me atrajo hasta él, me besó lentamente y sentándome encima de su verga, me penetró nuevamente.

Sentí el ardor de su polla entrando y saliendo de mí, caliente, húmeda, alzada recta, olímpica.

Empezó a moverse levantándome en cada embestida, sacándola y metiéndola una y otra vez hasta volver a sentir un nuevo orgasmo tan disfrutado o más que el anterior.

El fuego de su semen me inundó.

Nuestros cuerpos volvieron a temblar y me pidió que no me moviera, que quería sentirme plena, sentir como los espasmos de mi vagina terminaban de presionar su pene que emanaba los últimos jugos.

Aquello no fué solo la excelencia de un polvo, habíamos vuelto a sentir, como tantas veces, que estábamos hechos el uno para el otro.

Después de aquello nos vestimos y nos fuimos a casa. Se duchó antes que yo y cuando llegué a la cama le encontré dormido, era como contemplar el descanso del guerrero tras una ardua batalla.

Termino de recordarle así, recojo mis cosas, apago las luces del despacho y me marcho a casa con otro ánimo.

Sólo pensar en él me ha devuelto la sonrisa por hoy.