“El Juego de los Deseos”

Prólogo: “Sobre los deseos y las libertades”

Las historias que siguen están impregnadas de verdad, aunque los nombres, los rostros y los lugares se hayan transformado en un juego de sombras para proteger lo que debe mantenerse en la penumbra. Porque los cuerpos que se entrelazan en estas páginas no son solo los de los protagonistas, sino los de todos aquellos que alguna vez han sentido un anhelo profundo y casi incontrolable, que han querido desatar sus deseos sin que el juicio ajeno los encadene.

Escribo desde la sombra, no por vergüenza, sino por la libertad que da el anonimato. He sido testigo y partícipe, cómplice y protagonista de encuentros donde las barreras entre el deseo y la acción se desmoronaron. Mi intención no es simplemente narrar, sino invitarte a explorar, a liberar tus propios límites, a comprender que todo lo que buscas puede estar más cerca de lo que imaginas, si te permites verlo.

Lo que importa no es mi identidad ni la de aquellos que compartieron conmigo estas experiencias. Lo que importa es lo que sucedió, el vértigo del instante y el eco que dejó. Espero que estas líneas te animen a ser libre, a escuchar a tu cuerpo y a disfrutar sin miedo de la vida. Porque si algo aprendí de estos momentos, es que el único límite real está en nuestra mente.

Capítulo 1: “La música y las miradas”

Era una noche de primavera, de esas que parecen hechas para ser disfrutadas al aire libre, con el cuerpo ligero y el alma despierta. La temperatura era perfecta: manga corta, pantalón fresco, nada que agobie ni que enfríe. Y aunque era lunes, no parecía un día para quedarse en casa.

Un amigo muy querido había decidido que su cumpleaños merecía algo especial, incluso en un inicio de semana. Por eso eligió ese bar, nuestro lugar favorito, donde la música electrónica fluía en todas sus formas, de los bajos profundos a los ritmos más etéreos, dependiendo de quién estuviera mezclando esa noche. Era un espacio único, casi mágico, donde el DJ no era solo un músico, sino un creador de atmósferas.

Él quería compartir ese rincón especial con todos sus afectos, incluso con aquellos que no eran asiduos al género ni al ambiente. Su idea era simple pero ambiciosa: que en algún momento de la noche, todos entráramos, bailáramos y dejáramos que la música nos tocara. “Aunque sea por curiosidad”, me dijo con esa sonrisa suya que no admite un no por respuesta.

Yo, por supuesto, me ofrecí a ayudar. Me dediqué a convencer a mi pequeño grupo de amigos, mientras él hacía lo propio con el resto de los invitados. Y, para ser honestos, lo logramos: en algún punto de la noche, todos terminamos adentro.

Mi grupo fue de los primeros en cruzar la puerta hacia esa burbuja sonora donde la música no solo se escuchaba, sino que se sentía. Nos acompañaron dos chicas que, desde el primer momento, captaron mi atención. No puedo evitar describirlas porque sería injusto con la historia no hacerlo.

En cuanto entramos al bar, la atmósfera nos envolvió. La música nos daba la bienvenida con sus notas pulsantes, como un latido que resonaba en el pecho. Y allí estaban ellas, Lenna y Calla, moviéndose con una gracia que parecía ajena al mundo, pero profundamente conectada con el ritmo que nos envolvía a todos.

Ambas llevaban lentes, como una suerte de velo que añadía misterio a la intensidad de sus miradas. Era imposible no reparar en esos ojos atrapados tras las vidrieras que, más que esconder, parecían resaltar su belleza. Sencillas pero sofisticadas, elegantes sin esfuerzo, y con una presencia magnética que despertaba comentarios, susurros y miradas dentro de nuestro grupo.

Incluso una amiga nuestra, cuya ambigüedad en sus preferencias sexuales nunca había sido tema de discusión, se mostró fascinada por ellas. Y no se molestó en ocultarlo: sus ojos las seguían con una mezcla de curiosidad y deseo que, en más de una ocasión, me sacó una sonrisa.

Lenna, cuyo nombre evocaba la fuerza y el carácter de un león, irradiaba confianza. Calla, en cambio, parecía encarnar la serenidad que su nombre prometía, esa belleza simple y auténtica que no necesita adornos para brillar. Juntas, eran un contraste perfecto, un equilibrio entre lo feroz y lo delicado, entre la fuerza y la gracia.

Capítulo 2: “El juego de las miradas”

Había algo en Calla que iba más allá de su belleza, algo que se sentía en el aire entre nosotros. Era como una corriente sutil, un magnetismo que no podía ignorar. Esa conexión, o quizás solo la intuición, me empujaba a acercarme. No lo hice sin esfuerzo: vencer la timidez, ese pequeño nudo en el estómago que aparece cuando decides cruzar la línea de lo conocido hacia lo incierto, no fue fácil. Pero lo hice, despojado de cualquier pretensión más allá de querer conocerla.

Me acerqué a ella y a Lenna, dejando atrás a mi grupo. Lo hice con la intención clara de conectar, de descubrir si esa energía que sentía era mutua. Sin embargo, la noche tenía otros planes. Cada intento de hablar con Calla, cada momento en que parecía que la conversación podría tomar un rumbo más íntimo, se vio interrumpido. No eran interrupciones desagradables, ni siquiera inoportunas. Eran parte de esa energía magnética que parecía envolvernos, atrayendo a otros hacia nuestra órbita.

Primero fue mi amiga, la misma que ya había mostrado un interés evidente en las chicas. Su presencia era cálida, pero innegable. Después, otros amigos se acercaron, y también el amigo que acompañaba a Lenna y Calla, alguien cercano al cumpleañero. Todos se integraban con naturalidad, sin romper la fluidez de nuestras breves interacciones, pero dejando siempre pendiente esa charla que yo ansiaba tener con Calla.

Aun así, hubo un momento que guardo con especial claridad. Fue un gesto pequeño, casi insignificante, pero cargado de significado para mí. Calla se acercó y me preguntó si un paquete de tabaco que había quedado sobre la barra era mío. Me llevé la mano al bolsillo donde había guardado el mío minutos antes, y confirmé que no lo era. Pero ese instante me bastó para entender algo: ella había estado mirándome. Había notado lo que hacía, lo suficiente como para pensar que el tabaco olvidado podría ser mío.

Aproveché la ocasión para ofrecerle un cigarrillo armado, y ella aceptó, pero con una propuesta que me tomó por sorpresa. Me pidió que se lo armara mientras ella iba a rellenar una pequeña botella de agua que estábamos compartiendo. Fue un intercambio simple, casi mundano, pero cargado de gestos sutiles que decían más de lo que parecía. Ella me ofrecía algo mientras yo le daba algo a cambio, como si en ese pequeño acto se tejiera un puente entre nosotros.

La noche seguía su curso, los cuerpos seguían moviéndose al ritmo de la música, y yo no podía dejar de pensar en esos breves instantes de cercanía que, aunque esquivos, parecían prometer algo más.

Capítulo 3: “El cigarro que no compartimos”

Ese cigarro que le armé no era un gesto vacío. Más allá de la costumbre o la cortesía, tenía la intención silenciosa de compartirlo con ella. Era una excusa, sí, pero también una invitación a la intimidad, aunque fuera mínima: el humo flotando entre los dos, el espacio reducido, una conversación que pudiera abrirse mientras las caladas marcaban el ritmo.

Pero, fiel al espíritu esquivo de la noche, no ocurrió así.

Por razones tan sutiles como todo lo que había pasado hasta ese momento —alguien que se interpuso sin querer, un movimiento dentro del grupo, una distracción, un cambio de canción—, ese pucho terminó en sus labios… pero no en los míos. Ella se alejó unos metros y se lo fumó sola, mientras yo, sin decir nada, me quedé en ese punto medio entre la resignación y la esperanza de que todavía quedara noche por delante.

Después de eso, no hubo un nuevo acercamiento. No porque no quisiera, sino porque la dinámica fluida del grupo, de la música, de los cuerpos en constante desplazamiento, no lo permitió. Y tampoco quise forzar nada. Algo en mí entendía que el deseo también sabe esperar. Que hay veces en que se planta una semilla y no se la puede sacar a fuerza de tirones. Hay que regarla con tiempo, dejarla latir un poco bajo tierra.

La noche siguió su curso. Risas, bailes, tragos compartidos, charlas cruzadas. Ella se fue diluyendo en el paisaje, sin desaparecer del todo. Seguía ahí, pero no al alcance. Y el último contacto, casi simbólico, fue un simple saludo cuando se iba. Nos despedimos con ese gesto que se da a los conocidos recientes, sin promesas ni certezas. Un «chau» con una sonrisa suave. Nada más.

Pero hubo algo más.

En un momento de la noche, sacamos una foto con el cumpleañero. Una imagen casual, entre muchas otras que se toman en esas celebraciones. En esa foto estábamos los tres: ella, su amiga y yo. No parecía mucho, pero fue suficiente. Porque más tarde, cuando esa imagen apareció en las redes sociales del festejo, esa pequeña coincidencia me regaló una pista, un hilo del que tirar.

No tenía su número, ni su Instagram, ni siquiera sabía bien cómo se escribía su nombre. Pero esa foto me permitió hacer el cruce. Investigar, seguir rastros. Con algo de intuición y algo de paciencia, encontré una vía de contacto.

El deseo, cuando es genuino, encuentra formas.

Y yo, claramente, no estaba listo para dejar esa historia ahí.

Capítulo 4: “Primeros encuentros”

Después de esa noche, no pasaron muchos días hasta que empecé a seguirla en Instagram. Y para mi sorpresa —grata sorpresa—, ella me devolvió el follow casi de inmediato. Ese gesto simple, hoy casi automático, para mí fue una confirmación silenciosa de que también algo le había quedado resonando. No mucho después, esa misma intuición que me había empujado a acercarme en la fiesta me llevó a buscar cierta validación, una especie de permiso o por lo menos contexto. Le pregunté al cumpleañero, nuestro amigo en común, si sabía algo más de ella: si estaba en pareja, si había algo que debería tener en cuenta antes de avanzar.

La respuesta fue alentadora: no sabía si estaba con alguien, pero me dijo que era una persona súper copada, buena onda, que no había problema alguno en que le hablara, que nos íbamos a llevar bien. Me quedé con eso, con esa autorización tácita, y con un poco más de expectativa de la que tenía antes.

Pero no llegué a dar el primer paso.

Me ganó de mano.

Ella fue quien me escribió primero. Un mensaje en Instagram, sencillo, pero que rompía con todas las dudas, con la timidez, con las vueltas. Empezamos a charlar, y la conversación fluyó con una naturalidad que no siempre se da. No hubo necesidad de buscar temas, ni de remar silencios. Era como si hubiéramos estado esperando ese espacio para hablar.

Y no tardamos en concretar un encuentro.

Le propuse tomar unos mates en un parque cerca de casa. Un lugar tranquilo, con verde, árboles, y suficiente espacio para que la charla encontrara su propio ritmo. Aceptó sin dudarlo. Y eso me entusiasmó mucho más de lo que esperaba. Esa tarde fue hermosa. El clima acompañaba, pero más que eso, la energía del encuentro era serena, cómoda. Nos conocíamos poco, pero no había rigidez, ni máscaras. Hablamos de muchas cosas, pero no cualquier cosa.

Me contó que estaba por recibirse de psicóloga, que solo le quedaba presentar la tesis. Eso nos llevó a hablar de educación, de cómo pensaba su trabajo, de filosofía, de vínculos, de todo un universo que me interesaba mucho más por cómo ella lo abordaba que por los temas en sí. Descubrí que también daba clases, que era docente, y ahí sí la conversación se volvió más profunda, más rica, más divertida.

En algún momento me di cuenta de que vivía bastante lejos de ese parque. Sentí culpa. Lo había elegido yo, claro, pensando en mi comodidad, sin considerar cuánto le implicaba a ella. Y cuando me dijo que se tenía que ir porque pasaba el último tren, me salió sin pensarlo: «¿Querés que te lleve a tu casa?»

Era una mezcla de deseo y compensación. Quería acompañarla, quería estirar un poco más ese encuentro. Me dijo que sí. Le propuse entonces ir primero a casa a buscar el auto. Así lo hicimos. Nos quedamos un rato más en el parque, viendo cómo el sol bajaba y el cielo se teñía de naranja. Y cuando la noche trajo su primer soplo de fresco, caminamos hacia casa.

En el camino, mientras seguíamos hablando, surgió la idea de comer algo. Teníamos hambre, pero no demasiada. Las opciones eran parar en algún lugar o improvisar algo en casa. Al final, decidimos comprar unos snacks, unas cervezas, y quedarnos en casa.

Nada complicado. Nada grandilocuente.

Pero todo con esa vibra de estar donde queríamos estar.

Capítulo 5: “La noche que no se terminó”

Fuimos a mi casa, todavía con la calidez del atardecer guardada en la piel, y nos instalamos en el sillón del living, frente a la tele que no encendimos nunca. Pusimos música. O mejor dicho, comenzamos a turnarnos para compartirla. Uno ponía una canción, y el otro respondía con otra. Así se fue armando una especie de diálogo melódico, como una playlist construida a cuatro manos.

Me hizo escuchar temas que no conocía y que me volaron la cabeza. Sonidos que me sorprendieron, letras que me atraparon al instante. Y lo mismo pareció pasarle a ella. Escuchaba con atención cada canción que yo elegía, y a veces me miraba con una mezcla de asombro y entusiasmo. Se notaba cuando algo le gustaba mucho: lo decía con el cuerpo, con los gestos, con la mirada.

Comimos, bebimos cerveza del pico, reímos, nos miramos mucho, y también hablamos… de todo y de nada. Pero en algún momento, como si la conversación se hubiera completado y ya no hiciera falta seguir hablando, hubo un silencio. Uno de esos silencios que no incomodan, sino que invitan.

Y ahí, sin calcularlo demasiado, le pregunté:

—¿Te puedo dar un beso?

No suelo hacer eso. Siempre me dijeron que los besos no se piden, que se dan, que se roban. Pero con ella sentí que el gesto era importante. Que era una forma de respetar esa energía que habíamos construido entre los dos. Y fue lo correcto.

Porque me dijo que sí. Con una sonrisa suave, con la mirada llena de algo que ya estaba latiendo desde antes.

El primer beso fue tranquilo, lento, casi ceremonial. Como si nos estuviéramos leyendo con la boca. Fue un beso largo, con pausas, con suspiros. Un beso que no buscaba llegar a ningún lado, pero que lo abría todo.

Después, como una especie de juego que se fue encendiendo de a poco, me preguntó si me podía sacar la remera. Asentí. Le pregunté si podía sacarle la suya. Asintió también. Y así fuimos quitándonos la ropa, como quien abre un regalo despacio, sabiendo que no hay apuro. Cuando quisimos acordar, casi no quedaba nada entre nosotros.

Me preguntó si tenía preservativos. Claro que tenía. Siempre guardaba una caja, por las dudas. Esa noche usamos los tres.

El sillón se volvió el centro del universo. En él sucedió todo. Cada beso, cada caricia, cada susurro. Comenzamos con suavidad, reconociéndonos piel a piel, sintiendo el calor del otro como si fuera la primera vez que tocábamos a alguien en serio. Ella me exploraba con las manos como quien intenta memorizar un mapa; yo la recorría con una devoción callada, buscando entender su lenguaje sin palabras.

La primera vez fue una especie de danza lenta, un ir y venir de cuerpos que se descubrían, que se sorprendían con cada movimiento, con cada gemido compartido. Después vino el juego. Nos reímos, nos probamos en distintas posiciones, nos empujamos al borde del sillón, nos volvimos a acomodar entre almohadones y mantas. Cada tanto, parábamos a besarnos con ternura, como si no quisiéramos que se nos olvidara que, en el fondo, eso era lo que más importaba.

Ella arriba, yo de espaldas, de costado, de frente. Su cabello cayendo sobre mi pecho, mi boca buscándola en todos lados. Las manos no se cansaban de explorar. Cada vez que nos fundíamos, era distinto. Más urgente, más entregado, más profundo.

Y aunque la intensidad crecía, nunca se rompió esa dinámica de preguntarnos, de pedir permiso, de responder con deseo.

—¿Puedo hacerte esto?

—Sí.

—¿Querés que lo hagamos así?

—Dale.

No hubo un solo “no” esa noche. Solo afirmaciones, consentimiento mutuo, y placer compartido.

La noche se nos fue entre cuerpos entrelazados y respiraciones agitadas. En algún momento, cuando ya no sabíamos cuántas veces habíamos vuelto a empezar, nos quedamos abrazados, cubiertos apenas por una manta, con la piel transpirada y las miradas llenas de fuego y ternura.

Cuando amanecía, decidimos ir a ducharnos. El agua tibia fue como un cierre suave, una manera de sellar todo lo vivido. Nos lavamos sin apuro, riendo, volviendo a besarnos, dejando que la espuma nos hiciera más livianos.

Y después de eso, cumplí con mi promesa: la llevé a su casa.

Pero dentro mío, algo me decía que ella ya se había quedado a vivir en otro lado.

Capítulo 6: “Papas con la mano”

Después de ese primer encuentro mágico, con Calla compartimos algunos momentos más. Hubo uno en particular que todavía recuerdo con mucha ternura: un paseo en moto por rutas hermosas, sin rumbo fijo pero con dirección al disfrute. Terminamos en la orilla de un arroyo, tomando mate y comiendo unos sanguchitos que ella había preparado con pan casero integral hecho por sus propias manos. Se notaba que había mucho amor en cada bocado. Esos detalles —pequeños para algunos— a mí me llenaban.

Pero el encuentro más trascendente vino por una invitación suya. Me propuso volver al bar donde nos habíamos conocido. Me preguntó si me molestaba que fuera su amiga también, la misma con la que había estado aquella vez. Le dije que no, que no tenía problema. Después me pidió que sumara a un amigo, así quedábamos en una especie de “dos y dos”. Me puso en aprietos. De todos mis amigos, solo uno me parecía ideal para esa dinámica: sensible, abierto, divertido. Dudé que se quisiera prender, pero sorprendentemente, me respondió que sí, sin vueltas.

Esa noche llegamos primero con mi amigo. Mientras esperábamos, tomamos una cerveza. Cuando llegaron las chicas, pedimos otra ronda y unas papas para compartir. Charlamos mucho. Charlas muy parecidas a las que solía tener con Calla: profundas, divertidas, con ritmo. Pero esta vez compartidas entre los cuatro. La conexión grupal era casi tan mágica como la que tenía con ella.

Las papas eran un manjar: con cheddar, panceta, huevo, cebollita de verdeo. Nos trajeron cubiertos, pero yo tenía unas ganas bárbaras de comerlas con la mano. Pregunté si a alguien le molestaba. Todos me dijeron que no. Y sin quererlo, eso generó algo hermoso: una especie de código tácito entre nosotros cuatro. Una dinámica de preguntar si algo molestaba, para poder actuar con libertad pero con cuidado. Para sentirnos cómodos sin invadir al otro. Un acuerdo tácito de respeto, placer y espontaneidad.

El patio del bar estaba a pleno y queríamos entrar a bailar, pero no había lugar. Se me ocurrió pedirles a las chicas que usaran sus encantos para negociar el ingreso. Un par de palabras con el seguridad y listo, al minuto nos hacían señas para entrar. Nos consiguieron una mesita al fondo, en un lugarcito con mejor vibra, más espacio para bailar y la música en su punto justo.

Seguimos bebiendo, bailando un poco alrededor de la mesa, riéndonos. Y cuando todo parecía estar fluyendo para quedarnos ahí toda la noche, Lenna, la amiga de Calla, dijo que quería irse. No sola: quería que todos nos fuéramos. Sentía que necesitaba aire fresco, caminar un poco. El lugar la había abrumado.

Quisimos terminar nuestras cervezas antes de salir, pero la urgencia fue más fuerte. Así que pedimos vasos plásticos para llevarlas y salimos a caminar. Nos encontramos un banquito cerca y nos sentamos a decidir cómo seguir la noche. Mi amigo, que estaba parando en un Airbnb por unos días, sugirió ir hasta ahí. Era cerca, cómodo, tranquilo. Podíamos seguir con la música, las charlas y tal vez… algo más.

Y así fue como el plan viró hacia lo inesperado. Lo que sucedió después en ese departamento sería difícil de olvidar. Pero eso… eso merece su propio capítulo.

Capítulo 7: “El centro del fuego”

Nos fuimos caminando los cuatro, con los vasos de cerveza aún en mano, riéndonos, cruzando miradas cómplices. En el trayecto no hubo una formación definida: a veces caminaba al lado de Calla, a veces con Lenna, a veces los dos hombres quedábamos hablando atrás mientras las chicas iban adelante. El aire fresco de la noche, la tibieza en los cuerpos y la liviandad de los pensamientos dibujaban un escenario perfecto. Las palabras fluían, las sonrisas también. Todo era suave, como si lleváramos años esperando esa caminata.

Cuando llegamos al monoambiente, noté enseguida su intimidad. Un escritorio con una lámpara cálida, una cama enorme que ocupaba el centro, una pequeña cocina mínima, casi de hotel. No había puertas que separaran nada, salvo la del baño. Una sola cama. Pensé en la falta de intimidad… pero era obvio que esa noche no iba a necesitarla.

La música volvió a llenar el aire. Algunos se sentaron, otros se estiraron. Cuando Lenna, más relajada, preguntó si podía acostarse un rato, todos dijimos que sí. La cama era un imán y, uno a uno, nos fuimos sumando. Yo quedé junto a Calla, y al poco rato, ya nos estábamos besando. Un beso que vino sin apuro, pero con hambre. Un beso de cuerpos que ya se habían leído.

Me giré un momento para ver qué pasaba con los otros, y noté que seguían conversando, aunque los cuerpos estaban más cerca. Entonces hice lo mismo que con las papas. Pregunté si a alguien le molestaba que me sacara la remera. Todos dijeron que no. Me la saqué, respiré hondo y aclaré:

—A partir de ahora voy a seguir mis deseos. Pero si algo incomoda, por favor diganmelo sin dudar.

Asentimientos. Miradas. Silencios cargados. La electricidad ya estaba instalada.

Le quité la remera a Kala. Sus senos quedaron desnudos bajo la luz tenue y no pude evitar quedarme un momento mirándolos antes de volver a besarla. Su piel tenía un calor que me llenaba las palmas. Mientras nuestras lenguas se cruzaban, nuestras caderas ya empezaban a moverse en un ritmo compartido, instintivo.

Cuando volví a mirar a los otros dos, me sorprendió la escena: Elena tenía sólo el corpiño puesto, las piernas abiertas, y mi amigo estaba entre ellas, concentrado, lamiendo con devoción. El cuerpo de ella se arqueaba suavemente. Me tensé aún más.

Mirar eso me excitó al punto de querer compartir ese fuego. Le pregunté a Calla si le molestaría que tocara a su amiga. Me dijo que no, y luego le pregunté a Lenna. Ella también asintió, con los ojos entrecerrados de placer. Pasé una mano por sus muslos, por su vientre. Lenna se estremeció, y al momento me acerqué a besarla. Al principio tímidamente, luego con más hambre. Fue como un puente tendido entre los dos mundos que se estaban incendiando en esa cama.

Mientras mi amigo le daba placer con la boca, yo la besaba con intensidad. Sus manos me sujetaban la nuca, tiraban de mi pelo. Luego volví junto a Calla, bajé por su cuerpo besando cada curva hasta llegar a su centro, tibio, húmedo, palpitante. Me acomodé entre sus piernas y comencé a lamerla. A mi lado, los sonidos de Lenna gemían como un eco de los suyos. Calla me arqueaba el cuerpo, me pedía más. La sujeté de las caderas y me concentré en hacerla vibrar.

Después de un rato, me puse encima de ella, y nos fundimos. Mis caderas la buscaban con fuerza, con ganas de entrar hondo, de habitarla entera. Mientras la penetraba, ella me miraba fijo, con una sonrisa abierta de puro goce. Su boca me besaba el cuello, me mordía el hombro. Sentía que el tiempo se doblaba. La cama era un mar en el que estábamos todos flotando.

Vi cómo Lenna nos miraba. Sus ojos brillaban de deseo. Mi amigo seguía besándola, pero su mirada también pasaba por nosotros. Fue entonces cuando alguien —no sé si fui yo o él— lanzó la pregunta inevitable:

—¿Quieren cambiar un rato?

Ellas se miraron, sonrieron y dijeron que sí. No había dudas. No había pudor.

Me acerqué a Lenna, y la besé con una intensidad distinta. Nos recostamos y me monté sobre ella. Era suave y provocadora. Su cuerpo se movía distinto al de Kala, pero con la misma entrega. Me guiaba, me ofrecía. La penetré despacio, sintiendo cómo se adaptaba a mí. Ella me tomaba de la cintura, me pedía que siguiera. Y mientras la hacía mía, estiraba una mano y acariciaba el cuerpo de Calla, que ahora estaba con mi amigo, también montada, también gimiendo.

Era un ballet de cuerpos cruzados. Besaba a una, tocaba a la otra. Escuchaba los gemidos, los jadeos, los nombres murmurados. La habitación entera era sexo.

En un momento, volví a Calla. Le pedí que se pusiera boca abajo. Se tendió con esa cola redonda y perfecta alzada como una ofrenda. Me acomodé detrás y la penetré con fuerza, sujetándola de la cintura. Mi pelvis golpeaba sus nalgas con ritmo y decisión. Me incliné sobre su espalda, le lamí la nuca, le mordí los hombros. Ella se aferraba a las sábanas. El sonido de nuestros cuerpos chocando era puro fuego.

Fue ahí que me di cuenta de que los otros dos nos miraban. Estaban sentados, abrazados, contemplándonos. Sus ojos brillaban como si estuvieran viendo la mejor película porno de sus vidas. Eso me encendió aún más.

Cogí con fuerza. La penetré con todo lo que tenía, y cuando sentí que ya no podía más, exploté dentro de ella con un gemido ronco, largo, visceral. Me dejé caer a su lado, temblando.

Después… todo fue neblina. El alcohol, el cansancio, el cuerpo rendido. Me dormí entre ellos, entre pieles aún tibias, entre olores mezclados.

Cuando desperté, el sol ya acariciaba la habitación. Las chicas estaban vistiéndose. Se movían con ternura, con cuidado de no despertar del todo el sueño hermoso que habíamos vivido. Se pidieron un auto. Nos abrazamos, nos despedimos como si nos conociéramos de siempre.

Quedamos solos con mi amigo, en silencio. Nos miramos como dos tipos que saben que esa noche quedará grabada en algún lugar especial de la memoria. Nos prendimos un cigarro y dejamos que el humo nos ayudara a aterrizar. Afuera, los primeros rayos de sol caían sobre nuestras caras.

Y adentro, todavía olía a sexo, a libertad… a fuego.

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