Aquí les describo como es mi esposa, ella es fuego en cuerpo y alma. Su figura perfecta, con curvas de reloj de arena (90-60-90), invita a perderse en cada centímetro de su piel trigueña, suave como la seda. Su cabello castaño cae en cascada, enmarcando un rostro de mirada profunda, con esos ojos cafés que esconden secretos prohibidos y promesas de placer.
Su boca, carnosa y siempre lista para explorar, es capaz de encender deseos con un simple suspiro. Cada movimiento suyo es una invitación al pecado, una danza de seducción que no admite rechazos.
Ella no solo domina el arte de la entrega; es la dueña absoluta del juego, donde el placer y el poder se funden en una misma llama.
Les platico lo que paso en una cabaña, en un bosque, alejado de la ciudad y habiendo planeado con anterioridad lo que les describo.
La habitación olía a madera húmeda, a resina de pino y al leve aroma dulce que ella misma había dejado al pasar, minutos antes, con su bata de lino apenas amarrada a la cintura. La cabaña, escondida entre los árboles y envuelta por la noche espesa del bosque, parecía fuera del tiempo… y de cualquier regla.
Estaba de pie, en medio de la sala, con los ojos cubiertos por una venda de seda negra que contrastaba con su piel trigueña. Respiraba despacio, los labios entreabiertos, la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado. A su alrededor, el silencio se sentía cargado, espeso, como si algo estuviera por suceder.
Sabía que no estaba sola.
Yo la observaba desde la esquina, cámara en mano, conteniendo la respiración. Cada movimiento suyo —el roce de su muslo, el vaivén de su pecho al inhalar, el leve temblor en sus dedos— era como una corriente directa a mis sentidos.
Frente a ella, los dos hombres que habíamos elegido juntos —altos, seguros, vestidos de negro— se acercaban con paso lento. Uno de ellos se detuvo justo detrás de ella. El otro, a centímetros de su frente.
Ella no podía verlos, pero su cuerpo lo sentía.
Y ellos… ya estaban a punto de reclamar lo que les habíamos prometido.
La venda seguía en su lugar, y sus sentidos parecían afinarse con cada segundo. Sentía el calor de las miradas, el roce imperceptible del aire cuando uno de ellos se acercaba, la tensión como una cuerda tirante que amenazaba con romperse.
El primero en tocarla fue el que tenía frente a ella. Le deslizó los dedos por la clavícula, lentos, como si estuviera explorando un mapa que ya conocía. Ella se estremeció. El otro se acercó por detrás y apoyó las palmas abiertas en sus caderas, firme, dominando su centro de gravedad sin decir una sola palabra.
Yo grababa cada detalle, viendo su respiración acelerarse, cómo se mordía el labio inferior tratando de no soltar un gemido. Su bata se aflojó al primer tirón suave, dejando al descubierto la curva exacta de su cintura y la línea perfecta de sus senos, firmes, generosos, irresistibles. Los hombres se miraron un segundo, como si se entendieran sin hablar, y luego actuaron como una coreografía ensayada.
Uno de ellos bajó hasta sus rodillas, besando la parte interna de sus muslos, mientras el otro le sujetaba los brazos por detrás, guiándola hacia adelante, doblándola ligeramente. Ella no protestó. Al contrario: su cuerpo temblaba de deseo contenido, entregado, expectante.
—Estás lista —murmuré, casi sin voz—. Sabes lo que pediste esta noche.
Ella asintió. Lenta, profundamente.
El sonido de una cremallera bajando llenó el aire.
El que estaba de rodillas se tomó su tiempo. La sujetó por los muslos con fuerza, firme pero sin brusquedad, y hundió el rostro en su piel como si fuera a saborear un fruto maduro. Ella arqueó la espalda al sentir el calor de su lengua trazando un camino lento entre sus piernas, sus rodillas tambaleándose, el cuerpo completamente entregado.
Detrás, el otro hombre la sostenía por las muñecas, su pecho pegado a su espalda, sus labios rozando su oído.
—No hables. Solo siente —le susurró.
Ella jadeaba ya sin contención. Con cada movimiento, su cuerpo se volvía más dócil, más receptivo. La venda no solo le impedía ver, le quitaba el control… y eso la encendía. Cada caricia se volvía más profunda. Cada aliento sobre su piel, más urgente.
Me acerqué, con la cámara fija en sus labios entreabiertos, en la tensión de su vientre, en el modo en que su cuerpo se arqueaba como buscando más. Me mordí el labio. Nunca la había visto así: desarmada, encendida, dominada… feliz.
Uno de ellos se puso de pie, y sin decir nada, la hizo arrodillarse entre ambos. Ella obedeció.
Sus manos temblaban cuando buscó a tientas lo que ya sabía que tenía frente a ella. Sus dedos se cerraron alrededor de ambos penes, uno en cada mano, y entonces se escuchó el primer gemido ronco de uno de los hombres. Ellos no hablaban. Solo gemían, respiraban fuerte, gruñían como bestias contenidas demasiado tiempo.
Y ella… se dejó llevar.
Los labios de mi esposa se movían con devoción, alternando, entregada, guiada por sus manos y por el deseo que la consumía desde adentro. El ritmo creció. Las respiraciones se volvieron jadeos. Hasta que uno de ellos la sujetó por el cabello y gimió con fuerza, derramándose en su boca sin aviso.
Ella lo recibió sin dudar.
El otro no tardó mucho en venirse también en su boca.
Los dos hombres jadeaban mientras ella lamía con lentitud cada centímetro de sus penes, recogiendo cada resto de semen, con esa mezcla de hambre y sumisión que me dejaba sin aliento. Tenía el cabello revuelto, la respiración agitada, las mejillas encendidas. Y aunque no podía verlos, parecía sentirlos en cada centímetro de su piel.
Aún de rodillas, con la venda puesta, alzó la barbilla como esperando órdenes. No hacía falta hablar. Sabía que no había terminado.
Uno de ellos la tomó del brazo, la levantó sin delicadeza y la llevó contra la pared de troncos rústicos de la cabaña. El otro abrió su bata por completo, dejando al descubierto su figura perfecta, jadeante, desnuda y brillante de sudor. Su cuerpo, con sus curvas de reloj de arena, parecía esculpido para el pecado. Yo seguía grabando, fascinado, con el pulso acelerado y una mezcla de deseo, orgullo y lujuria imposible de describir.
La giraron. Uno frente a ella, el otro detrás. Ella ya no preguntaba. Solo obedecía. Se aferró a los hombros del primero mientras el otro la sujetaba de las caderas, guiándola, preparándola para penetrarla por el culo.
Su respiración se volvió un gemido al sentir cómo uno la penetraba desde atrás, lento, profundo, reclamando su espacio. Y justo cuando parecía que no podía más, el segundo la tomó también, llenándola por completo. Un gemido ahogado, cargado de fuego, se escapó de su garganta. Su cuerpo se tensó, como si se partiera en dos y, sin embargo, lo aceptó todo.
Era su deseo.
Era su entrega.
Y yo… no podía apartar la mirada.
La tomaron sin pausa, con fuerza, guiándola como si su cuerpo fuera un instrumento de placer. Ella no gritaba. Gemía bajo, ronco, entrecortado, como si el placer la desbordara por dentro. El sonido de sus cuerpos encontrándose llenaba el aire, acompasado, húmedo, real.
Hasta que ella explotó.
Se arqueó hacia atrás, temblando, dejando escapar un gemido que se escucho en toda la cabaña. Y aunque los ojos seguían vendados, se notaba que había llegado a ese punto donde ya no había marcha atrás.
Era completamente suya.
Completamente mía.
Y completamente de ellos.
Ella cayó de rodillas otra vez, exhausta, con el cuerpo temblando y el aliento entrecortado. Su pecho subía y bajaba como si acabara de correr por su vida. El sudor le resbalaba por la espalda y el interior de los muslos brillaba bajo la luz tenue de la chimenea. Aún tenía la venda puesta, húmeda, desplazada apenas por el movimiento brutal de los últimos minutos.
Los hombres se apartaron sin una palabra. Uno se subió el pantalón, el otro se limpió con una toalla y desapareció por el pasillo como si todo hubiera sido solo un trabajo bien hecho. Ningún gesto. Ningún beso.
Ella se quedó ahí, en el suelo de madera, con la bata abierta, los labios brillantes, el cuerpo marcado semen y por saliva, por lo que había sido una toma completa, sin restricciones.
Yo me acerqué. Apagué la cámara.
Y la miré desde arriba, un segundo largo.
—Qué puta más rica te volviste —le dije, sin dulzura, sin caricia.
Ella no respondió. Solo sonrió, satisfecha, con la boca apenas abierta, como si todavía pudiera saborearlos.