Laura entró al despacho, cerró la puerta y sintió el escalofrío que le recorría el coño hasta la nuca. Hoy era el día. Creía saberlo, pero sobre todo lo necesitaba. Desde el momento en que despertó al lado de su marido —ese pobre imbécil que aún creía tener una esposa decente—, quiso sentir que esa mañana sería diferente. Salió sin darle un beso, sin mirarlo a la cara. La boca que él creía suya estaba reservada para otro. Para el jefe. Para el hombre que había convertido a la novia mojigata de barrio en su secretaria tragona, su muñeca hinchable.

Mientras caminaba por la oficina con el café en la mano, sentía las miradas. Todos sabían. Las compañeras la miraban con asco o con envidia. Los compañeros, con las pollas duras. No había misterio. Laura era el cubo de leche del jefe, la puta de despacho, la esclava voluntaria. Pero lo que más la ponía era saber que su marido sospechaba. Lo veía en su mirada cuando se la follaba torpe por las noches y ella se corría pensando en otra cosa. Sabía que él había olido a otro hombre en sus braguitas al meterlas en el cesto. Sabía que se le encogían las pelotas al imaginarla de rodillas frente a alguien mejor. Y no hacía nada. Ese poder, esa humillación indirecta, la hacía sentir diosa y perra al mismo tiempo. La esposa sumisa y la puta alfa convivían en su coño cada mañana.

Cuando Martín sacó la polla, dura y gruesa, Laura dejó el bolso cerca de la puerta del despacho y cayó de rodillas sin que nadie tuviera que ordenarlo. Plaf. El sonido de su sumisión diaria. Boca abierta, garganta preparada. La lengua salió a recibirla como lengua de comunión. Slurp. Caliente, gruesa, palpitante. Directa al fondo. Sin juegos, sin besos.

La polla entraba hasta que su nariz chocaba con la piel caliente. Glorp. El olor a hombre que tanto la volvía loca. Salió, cubierta de baba, y volvió a entrar. Glugg, glugg. —Mmmmmmggggghhh—, gemía, como si tragarse esa carne fuera lo que la mantenía viva.

Martín le agarró la coleta. Rack, sonaba. El cuero tensándose entre sus dedos. Y empezó a follarle la boca de verdad. Plass, plass, plass. —Glrrrppp, glggggggggg, aaaaaaagggghhhh—. Laura sentía la polla golpeándole la garganta, entrando y saliendo como un pistón, desfigurándole los labios, borrándole la dignidad con cada embestida. La baba caía en cascada entre sus tetas. Plic, plic, plic. Se ahogaba y se corría al mismo tiempo. Se corrió la cuarta o quinta vez que ese capullo enorme se alojó violentamente en su garganta, sin cuidado ni límite, empujándola hasta el límite.

Eso la partía por dentro: la fantasía de que fuese una violación, una follada de cabeza no consentida. Ella era la puta más feliz del despacho, pero en su cabeza jugaba a ser la secretaria forzada, la esposa secuestrada en horario laboral, la niña bien convertida en esponja de leche ajena. El miedo falso y el placer real se mezclaban y le hacían temblar las piernas.

La polla salió de su boca con un chasquido. Plop. Laura tragó aire como si saliera de debajo del agua. Tenía la cara brillando de saliva, lágrimas y flujo ajeno.

Martín le cruzó la cara de una bofetada. Plassss. Le hizo crujir la mandíbula. Laura tembló de puro placer. —Aaaaaaaahhhhgggg—. Ni una queja. Solo ese ruido animal, ese rugido de perra que acaba de encontrar su sitio.

—Abre la blusa —ordenó. Laura arrancó los botones. Clac, clac. Tetas fuera, pezones en punta, mojados de baba. El frío del despacho le puso la piel de gallina. Martín escupió directo entre ellas. Splassh. Laura se frotó con ambas manos, embadurnándose como una zorra en celo. Le tendió el rotulador, que tenía en el bolso preparado para él, y con el que se había masturbado la noche anterior.

Sin mirarla, le escribió PUTA DEL JEFE, una vez en cada teta. Tinta negra sobre piel blanca como el nácar. Era su uniforme diario. Se lo quitaba por las mañanas en la ducha, pero iba a casa con él y se acostaba con su marido con él. Probablemente lo había visto fugazmente. Martín bajó la cabeza y le mordió un pezón hasta que sonó. Laura gimió —Aaaaaagggggghhhh— de dolor y placer, un rugido desde las entrañas, caliente y desesperado.

La levantó de la coleta, la empujó a través del despacho y la dobló sobre el escritorio. Paff. Cara contra el cristal frío. Le subió la falda y le reventó las bragas de un tirón. Crack. Plop.

Martín escupió directo en el ano rosado. Splassh. Dedo dentro. Plup. Otro dedo. Plup. Y sin advertirlo, la polla. Plasss. Ni un segundo de ternura. Laura abrió la boca contra el cristal, gimiendo sin poder contenerse. —Gggggghhhhhhaaaaaaaggghh—.

Mientras la reventaba el culo, Laura no pudo evitar pensar: a mi marido nunca le dejé ni olerme el culo, y ahora tengo la polla de mi jefe clavada hasta las entrañas. Recordó el segundo día que la folló en ese mismo despacho y le reventó el ojete. No hubo beso. Hubo escupitajo, dedo mojado, polla dura y cuello apretado. De pie, contra la mesa. Le hizo el culo suyo desde el principio, sin preguntar, sin pedir permiso. Y ella se mojó como nunca antes. Ese recuerdo le hizo empezar a correrse mientras el jefe le abría el culo de nuevo.

—Ghhhaaaaahhhhhh, aaaaaaahhhhhh—. Su gemido se estampaba contra el vidrio. Cada vez más guarra. Cada vez menos esposa.

La enculaba con violencia, y le dolía. Pero se hubiera cortado ella misma la lengua antes de protestar. Sus rugidos hacían saber que le dolía y ese esfuerzo la dignificaba como puta usable. Lo sabía. La cogió por un brazo con una mano y por la coleta con la otra, dejándola inestable mientras le seguía follando el culo.

De repente paró y le sacó la polla. Plop. La giró de golpa y la empujó contra el escritorio. Quedó con la espalda en la mesa, abierta de piernas, el coño palpitando y chorreando flujo. Antes de entrar, la azotó en el coño con fuerza. Plasss. Plasss. Y mientras lo hacía, con la otra mano le pellizcó las tetas. Le metió dos dedos en la boca. —Chúpalos, puta—. Laura obedeció sin dudar. Slurp, slurp. Se los chupó como una niña buena, mirándolo a los ojos.

Y entonces sintió cómo su útero se abría. Lo sabía desde hacía semanas. Cada vez que la humillaba así, cada vez que le daba cachetadas, azotes o le llenaba la boca de dedos, algo dentro de su cuerpo se abría más. Su coño se volvía esponja, su matriz pedía semen. Su cuerpo sulicaba ser preñada en medio de esa humillación.

Martín la agarró del cuello y la embistió sin freno. Plasss. Piel contra piel. La polla entrando en el coño que goteaba corrida de puta. Plass, plass, plass. Laura temblaba, su cuerpo era puro canal de carne para su jefe.

—¿De quién es este coño, puerca?—

—Sssssuuuuuyyyyyyoooo, jeeeefffffeeee—.

Martín le metió dos dedos en la boca. Sin palabras. Laura los chupó. Slurp. Los lamió como si fueran caramelo, con la lengua rodeándolos y succionando la piel hasta dejarla brillante. Mmmmm. Era puro instinto de perra que quiere agradar a su amo. Martín metio otros dos dedos y empezó a follarle la boca con la mano mientras le martilleaba el coño.

—ppfff bfffff Aaaaaaaaahhhhggggfff— gritaba con la boca invadida. Laura ni lo pensaba. Su cuerpo respondía como puta entrenada, un reflejo condicionado. Le dolía, y se mojaba más. Le sacó lamano de la boca y le cacheteó la teta derecha. Plas. Otra cachetada a la izquierda. Plasss. Los pezones se le endurecían como un botón de hielo.

Le escupió directamente al coño y ella sintió el ojo de su culo volver a abrirse, su propia corrida explotó mojando el escritorio, y la sintió alrededor de su culo.

Laura abrió más las piernas, sin hablar. Solo dejó escapar un gemido gutural, profundo. —Hhhhhhhhaaaaaggghhh—.

Y entonces, sin aviso, la clavó de un solo golpe, mucho más fuerte, tanto que movió su piel contra el cristal, haciéndole daño. Su coño atrapó la polla por dentro. Laura abrió la boca muda, el cuello arqueado hacia atrás, y su útero pulsó como si reconociera al dueño.

—¿De quién es este coño, puta de mierda?— gruñó Martín, inclinándose hacia ella con la polla en el fondo de su ser y cogiéndola por la garganta con violencia.

Laura jadeaba, pero respondió como quien firma un contrato mientras él bombeaba de nuevo, plas, plas, plas:

—Ssssoyy ssssuuuuuuyyyyyyaaaaa, jeeeeeeeffffeeee—.

—¿Y para qué sirves?—

—Ppppaaaaaaraaa ssssuuuuu llllllleeeecheeeee—.

Plass, plass, plass. Cada palabra era un golpe más profundo. Laura sentía la polla machacándole el cuello del útero, ese punto que su marido jamás tocó porque no sabía cómo. Hacía falta hacerla sentir carne utilizada, agujero exprimido y hembra violada.

Martín le soltó la garganta para darle otra bofetada, mucho más fuerte. Plasss. Laura se corrió al instante, explotando con el estímulo de esa bofetada que la hizo temblar como si la electrocutaran. —Aaaaaaagggggggghhhhhhh, siiihhhhiiiihhhhiiiii—.

El orgasmo le subió desde el vientre, explotando contra la polla de Martín y salpicándolos. Era un orgasmo de perra humillada, de hembra rota y sumisa al macho que la convirtió.

Martín la embistió aún más rápido. Plass, plass, plass. Respiraba fuerte, sudando sobre ella, agarrándole ahora las tetas con ambas manos hasta hacerle daño. Plass, plass.

Laura sentía que el coño se le abría más con cada empujón, con cada golpe. Su útero latía, abierto como boca hambrienta, esperando ese chorro caliente que ansiaba. Lo había soñado mil veces. Se masturbaba en casa pensando en ese momento exacto: su jefe preñándola con las manos en su cuello y las marcas en sus tetas.

Y entonces lo sintió. El ritmo cambió. La polla vibró dentro. Martín se hundió hasta la raíz. Plassss. Y se corrió. Plop, plop, plop. Chorros espesos disparados directo a su matriz. Sin sacarla. Sin avisar. Sin preguntar.

Laura quedó congelada, con los ojos abiertos y la boca formando una O muda. La sorpresa y el placer absoluto se juntaron y explotaron en un orgasmo salvaje, brutal, como si el coño quisiera tragarse la polla y la leche entera hasta el fondo. Y entonces gritó descontrolada —Aaaaaaaahhhhhh!!!, me preñaaaaa, me preñaaaaaaa!!!!— rugió, el cuerpo arqueado, las piernas temblando como gelatina, volviendo a explotar en un squirt escandaloso.

Su coño palpitaba, exprimiendo cada gota como esponja sedienta. Flush, fluush…. Sus tetas y su culo dolían, su garganta follada raspaba al hablar, y cada dolor aumentaba el nivel de su corrida. Era el orgasmo de su vida, y lo sabía.

Martín salió despacio, observando con orgullo al desastre. Plop. Semen mezclado con flujo resbalando entre los labios abiertos de Laura. Laura metió dos dedos, recogió esa mezcla blanca y caliente, y se la llevó a la boca. —Slurp! Mmmmmmmmmmm…—

—Recomponte, pero ve a la reunión así, sin secarte ni arreglarte el maquillaje. —ordenó Martín, guardándose la polla.

Laura recogió su blusa rota, se bajó la falda sin bragas y salió con la corrida goteando hasta los tacones. Caminaba abierta, marcada, sabiendo que todos olerían lo que acababa de pasar. Cada paso era una declaración. Hoy no fue un polvo. Hoy fue una siembra.

Y en unos meses, el despacho entero vería cómo la panza de la guarra de la secretaria crecía, rellena de leche de su jefe.