El viernes empieza a morir en la ventana de la oficina. Miguel aprieta el interruptor de la luz y el chasquido es el primer ladrillo de un muro que él mismo levanta entre su vida y él. El metro es una sauna de cuerpos cansados, de perfume barato y sudor ajeno. No los ve. Solo piensa en el peso del arcón, en el olor a talco clínico. En casa, Valeria ya ha empezado. No con una orden, sino con una taza de té humeante y el relato de una compañera de trabajo estúpida. Ríen. La risa de ella es una afilada que le roza los nervios. Cenamos queso y pan, los dedos se rozan al coger el último trozo. Es el último contacto de piel a piel que habrá en setenta y dos horas.
Terminan de guardar los platos. Ella se seca las manos en el delantal, se lo quita y lo deja sobre una silla. Le da una palmadita en el culo, no una caricia, una señal.
—Ya.
Miguel asiente. No hay nada más que decir. Se va al baño y la ducha lo golpea, caliente, casi dolorosa. Se afeita, no solo la cara, sino el cuello, el pecho, las ingles. La piel queda lisa, sensible, como la de un recién nacido. Se seca y sale, desnudo, hacia el salón. El arcón negro espera en el centro como un féretro de plástico brillante. Se arrodilla. El frío del mármol le sube por las rodillas. Cierra los ojos. Espera.
Oye sus pasos descalzos. Siente su sombra sobre él. Su mano se posa en su cabeza, no con cariño, con propiedad. Luego el chirrido de los goznes del arcón. El olor lo golpea: goma, polvo, a químico, a promesa sucia. Valeria saca el catsuit. Lo despliega sobre el suelo y Miguel se tumba encima, ofreciéndose a la segunda piel que lo devorará. Ella viste, con la concentración de un relojero. Tira del látex, lo estira, elimina las bolsas de aire. Sus pies desaparecen, luego sus piernas. La goma le aprieta las rodillas, los muslos, el pecho. Cada centímetro de Miguel que queda encerrado es un trozo de hombre que se muere.
La máscara es lo último. La cremallera sube por su nuca y el mundo se apaga. Solo queda el silbido rítmico de su propio aliento en el tubo de goma. Está ciego, sordo, encapsulado. Solo su erecto se rebela, un palo de carne tensa que rompe la perfección negra del traje.
Valeria lo mira. Se agacha y pasa la punta de un dedo por la punta húmeda. Un gesto casi científico. Luego saca la funda. No es un juguete, es un instrumento. Rígido, rojo, con la forma brutal y desprovista de ternura de un pene de perro. Lo unta de lubricante, un frío viscoso, y se lo desliza a Miguel. La goma se cierra, lo aprisiona, lo aísla. El reflejo de Miguel es una última contracción inútil, un espasmo de carne que ya no le pertenece.
—A partir de ahora, eres cosa mía —susurra, y la vibración viaja por el suelo hasta sus huesos.
Cierra el último broche. La transformación está completa.
Valeria no pierde el tiempo. Se quita el camisón, se sienta encima de él. No hay preliminares. La funda roja entra en ella, lisa, implacable. Él siente el peso de su cuerpo, el movimiento de su cadera, pero nada más. Es como si se estuvieran follando a través de un muro de cristal. Siente el calor de su sexo, pero no el roce. Siente su jadeo, pero no puede unirlo al suyo. Y en esa negación, en ese abismo entre lo que siente ella y lo que él no siente, encuentra un placer retorcido, un gozo que se alimenta de su propia anulación. Ella se corre, gimiendo, mojando el látex con su jugo, y él solo está ahí, un soporte, un útil.
Las horas se arrastran. Valeria ve una serie. Las risas enlatadas llenan el silencio del salón. De vez en cuando, sin mirarlo, patea con el dedo del pie la pierna del muñeco, como si comprobara que sigue ahí, que no se ha derretido. Es como tener una lámpara rara en un rincón, una que respira y que a las nueve en punto tienes que llevar al baño a que haga pis. Lo sienta en la taza, quita el tapón de la funda y espera. Es una función, como cambiarle el agua a un pez. Luego, de vuelta a su rincón. No es un esclavo, no tiene que fregar ni darle masajes. Un esclavo tiene voluntad que quebrantar. Él no tiene nada. Es un artefacto. Un mueble con una función muy específica.
El domingo por la noche, el mantenimiento. Lo arrastra al baño, al suelo de baldosas frías.
—Hay que vaciar el depósito —dice, con la misma voz con que anuncia que se ha acabado el pan.
Saca el vibrador de un cajón. Lo enciende y el zumbido eléctrico llena el cuarto. Se lo aplica a la base de la funda roja. No hay ritmo, no hay ternura. Son pulsos mecánicos, fríos, que estimulan el nervio pero no la carne. El cuerpo del muñeco se arquea en una convulsión seca. Un espasmo que lo recorre de arriba abajo. El orgasmo lo arranca, un acto violento y clínico. El semen brota y se queda atrapado dentro de la funda, un calor inútil, un desecho sellado. Él tiembla, no de placer, de descarga. Como si le hubieran drenado un absceso.
Luego, el desmontaje. La cremallera de la máscara baja y la luz lo ataca. Miguel parpadea, cegado. El aire del piso le parece frío, lleno de polvo. Está agotado, vacío. Valeria lo mira desde arriba, sin una sonrisa. Le pasa una mano por el pelo sudado.
—Vamos a duchar.
No hay beso. No hay «bienvenido de vuelta». Solo la necesidad de lavar los restos del ritual. Miguel se levanta con dificultad y se encamina a la ducha, a lavar el látex, a lavarse a sí mismo, a intentar encontrar a la persona que se escondió debajo del muñeco durante todo el fin de semana.
Mañana es lunes. Y el arcón seguirá ahí, cerrado, esperando.