El comedor olía a guiso de ternera, especias dulces y un leve perfume a flores marchitas que llegaba desde el jarrón del aparador. Carmen sostenía la cuchara con delicadeza, casi temblorosa, mientras sus ojos huían del rostro de su marido. Antonio, con su porte impecable, el cabello gris planchado hacia atrás y la mirada helada, la observaba en un silencio que la oprimía como un dogal.
—Mañana… —se atrevió a decir Carmen, apartando un mechón de su flequillo rubio—, mañana veré a Soraya. Después de misa.
Antonio ladeó apenas la cabeza, sin interrumpir su manera metódica de masticar. Tragó, y entonces sus labios se curvaron apenas, en un gesto duro. —¿Para qué? —preguntó con una calma inquietante.
Carmen respiró hondo. —Para… para hablarle. Intentar que… que vuelva, Antonio.
Él dejó la cuchara sobre el plato con suavidad matemática, y su sonrisa fue apenas un destello cruel. —Eso no va a ser posible —respondió—. Pero inténtalo, si quieres.
No añadió nada más. El comedor quedó envuelto en un silencio glacial, apenas roto por el tic-tac del reloj de pared. Carmen forzó un bocado más, luchando por tragar, mientras Antonio se recostaba ligeramente, contemplándola con la misma indiferencia con la que evaluaría un objeto doméstico.
Tras recoger la mesa y fregar con pulcritud cada plato, Carmen se secó las manos con un paño blanco y lo colgó en su sitio. Antonio no había salido del salón; seguía hojeando unos papeles, en un mutismo inquietante. Al cabo de casi una hora, su voz retumbó desde el despacho: —¿Has acabado con tus deberes?
—Sí, Antonio —respondió ella al momento, con la voz dócil.
—Acércate.
Carmen entró despacio, ajustándose el sencillo vestido gris sobre su figura aún mantenida gracias a las operaciones estéticas, aunque su carne empezaba a mostrar los surcos de la edad. Bajo la tela, iba desnuda. Sin ropa interior, como él le había ordenado.
Antonio la miró con gesto evaluador. Le hizo una seña, ordenándole acercarse más. Carmen obedeció, conteniendo la respiración. Él deslizó la mano bajo el dobladillo del vestido, rozándole los muslos con frialdad, hasta encontrar el vello púbico suave. Sus dedos la exploraron con calma, apartando los labios íntimos, empapándolos de su humedad con gesto minucioso.
—En qué has estado pensando esta mañana —inquirió Antonio, sin apartar la mirada de sus ojos turbios.
Carmen tragó saliva, la vergüenza trepándole por el cuello. —En nada, Antonio… solo… en mis tareas… en ser una esposa ejemplar.
Él arqueó una ceja, y sin decir palabra, llevó dos de sus dedos, impregnados de su jugos, a la nariz. Aspiró con lentitud, como quien olfatea carne podrida.
—Mientes —dictaminó con un susurro cortante—. Hueles a ramera.
Carmen agachó la cabeza, incapaz de sostener su mirada. —No… por favor…
Antonio la obligó a arrodillarse con un simple gesto de la mano, sin elevar la voz. Ella obedeció, hundiéndose de rodillas sobre la alfombra del despacho.
—Dime lo que has hecho —ordenó él, cada sílaba fría como el filo de un cuchillo.
—No… puedo decirlo… —sollozó Carmen, las lágrimas asomando ya a sus pestañas—. Me da asco… asco de mí misma…
Antonio la abofeteó con un golpe seco, no brutal, pero suficiente para cortarle la respiración. Ella se estremeció, temblorosa.
—Habla.
Carmen gimió. —Estaba… en el excusado… y al limpiarme… algo me invadió… pensamientos sucios…
—¿Qué pensamientos? —inquirió Antonio, con una serenidad inhumana.
—No puedo… —murmuró, con la voz rota— no puedo decirlo…
Antonio se irguió, con gesto lento, amenazando con desabrocharse el cinturón de cuero. —¿Quieres que lo use?
Carmen se inclinó aún más, postrada, con la mejilla pegada al suelo. —No, Antonio… por favor… el cinturón no…
Él la empujó con rudeza para que quedara tumbada boca abajo, alzándole el vestido hasta la espalda, dejando expuestas las nalgas pálidas y temblorosas. Le propinó tres azotes, ni demasiado fuertes ni demasiado leves, lo suficiente para marcar su autoridad. Después se acuclilló a su lado y volvió a acariciar su sexo, notando la humedad.
—Eres… eres la perdición absoluta —murmuró con un desprecio gélido—. Ni siquiera los castigos apagan la obscenidad que llevas dentro.
Carmen se ahogó en su llanto. —Lo siento… soy… soy sucia…
—Dímelo —exigió él—. Con todas las letras.
Ella tragó saliva, la garganta seca como papel. —Pensé en… en Pedro —balbuceó—. En… nuestro hijo Pedro…
Antonio se quedó un instante en silencio, con la respiración contenida. Después sonrió apenas, con un brillo terrible en la mirada.
—Eres peor de lo que nunca imaginé —susurró.
Carmen, rota, siguió llorando contra la alfombra, mientras sentía los dedos de Antonio volver a explorarla, ahora con más lentitud, casi con un retorcido afecto dominador. En el fondo, supo que aquella confesión no haría sino encender más el fuego negro que reinaba en aquella casa.
Carmen alzó la vista con las mejillas enrojecidas, un hilo de lágrimas resbalándole desde los ojos azules. La respiración entrecortada, apenas pudo articular palabra:
—Pensaba… —balbuceó— pensaba en… que me apagara el fuego que me consume…
Antonio soltó una risita breve, áspera, llena de desprecio. Se dio la vuelta, abrió con parsimonia el cajón derecho de su escritorio —un mueble oscuro, macizo, donde guardaba las herramientas de su dominio— y sacó de su interior un arnés de cuero negro, del que pendía un falo artificial grotescamente grande, pulido y frío. Carmen contuvo un suspiro tembloroso al verlo.
Antonio lo sostuvo un momento en la mano, admirándolo, relamiéndose con un gesto casi obsceno. Bajo el pantalón bien planchado, su miembro ya no respondía, marchito, incapaz de alzarse desde hacía años. Aun así, la dureza y el poder que proyectaba con aquel arnés le devolvían la sensación de mando absoluto.
—Esto, Carmen, fue bendecido para purificar tu vientre de ramera. Cada vez que penetre en ti, recuerda que es la mano de Dios la que quiere redimir tu pecado.—masculló, ajustándose las correas con manos seguras—. Esto, ramera, será tu castigo… y tu redención.
Carmen tragó saliva, su cuerpo un torbellino de temor y ansia, mientras su esposo se colocaba tras ella, acomodando el falo de cuero contra la entrada de su sexo, húmedo y vulnerable.
Antonio no dudó ni un segundo, la penetró con violencia, de un solo empuje profundo que la hizo gritar, arañando la alfombra con desesperación.
—Ahora, puta —escupió él con la voz grave, arrastrando las palabras—, reza lo que sepas.
Carmen cerró los ojos, desgarrada entre el dolor y el placer, mientras sentía cómo el arnés la rellenaba, la invadía. Con voz temblorosa, quebrada, empezó a recitar:
—Padre… nuestro… que estás en el… cielo… santificado…
Antonio embistió con fiereza, haciendo chocar sus caderas contra sus nalgas pálidas, golpeándola con un ritmo despiadado que la sacudía hasta los huesos.
—Sigue rezando —le ordenó, jadeando, excitado como un animal—. Reza por tu alma pecadora.
—…venga a nosotros… tu reino… —gimió Carmen, apenas consciente, mientras las lágrimas le resbalaban mezcladas con saliva— hágase… tu voluntad…
Los golpes del arnés retumbaban en su interior, un latido brutal, humillante y liberador. Carmen sintió el vientre arder, la tensión recorrerle la espalda y supo que no podría contenerse más.
Antonio, con una risa seca, la sostuvo de la cadera y la empaló aún más fuerte. Su excitación era máxima, aún sin virilidad. —Así… reza, ramera. Reza mientras te poseo—masculló.
Ella estalló en un orgasmo abrasador, con un grito ahogado, pronunciando las últimas palabras de su plegaria a la vez que se convulsionaba:
—…así en la tierra… como en el cielo…
Su cuerpo tembló entero, estremecido, rendido, mientras Antonio, aún sujetándola, la forzaba a recibir cada embestida de aquel falo negro, hasta que se sació de verla destrozada y rota, completamente suya.
Por unos instantes solo quedó el sonido de su respiración desbocada y la luz mortecina del despacho.
Por un instante, Carmen creyó —en lo más hondo— que entre aquella humillación, acaso hallaría la redención que nunca había encontrado arrodillada ante el altar.