Un nuevo goce

Un día una amiga me comentó que en una casa discreta del residencial barrio de Palermo Chico hacían unos masajes «muy especiales» y se jactaba de haber hecho experiencias fantásticas allí.

Más por curiosidad que por necesidad fui.

Me atendió un mayordomo chino, que me hizo pasar a una habitación donde las persianas dejaban apenas atravesar el sol.

Era invierno, pero en aquella habitación el ambiente era tibio.

Me recomendó que me desvistiera y cubriera con una toalla que dejó dispuesta sobre la camilla.

En realidad, más que camilla parecía una cama por lo baja y ancha.

Soy un poquito gordita y bastante tímida, en serio, y cuando adolescente me daba hasta vergüenza ir al médico porque no sabía en qué pensar cuando me tocara.

Siempre me gustó masturbarme, pero en la intimidad más absoluta.

Mi marido es un hombre normal, sus deseos son esporádicos, pero a mí me va bien y me alcanza perfectamente.

Por eso digo que fui por curiosidad, venciendo mi timidez quizá por el anonimato y la seriedad que mi amiga ponderó.

La puerta se abrió cuando ya estaba desnuda y envuelta en la toalla. Estaba sentada en la camilla y ví entrar un hombre alto, calvo y de unos cincuenta años.

Se acercó a mí y me saludó besándome la mano e inclinándose ligeramente.

Eso me devolvió un poco de tranquilidad porque, al verlo entrar, con el torso desnudo y vestido solo con un pantalón negro, me había intimidado.

Me sugirió que me tendiera de bruces y le obedecí.

Abrió un maletín y empezó a sacar aceites aromáticos y ungüentos.

Delicadamente abrió mi toalla quedando mi cola y mi espalda al aire.

Pensé que podía ser una situación transitoria ya que con mi espalda debería alcanzarle pero no fue así.

El hombre comenzó a frotarme toda la espalda, nalgas y muslos incluidos, con sus manos vigorosas, bien untadas en sustancias olorosas y agradables.

Lo que no esperaba era que sus dedos se deslizaran entre mis nalgas. Pegué un respingo cuando los sentí, pero no dije nada.

En la práctica, su masaje comprendía toda la superficie expuesta, y mi piel no me transmitía ninguna sensación de rechazo, aunque la situación fuera atípica.

Llevada por alguna fantasía y una dulce modorra me dispuse a disfrutar de la cosa.

Si, era un placer, un placer nuevo, raro, diferente.

Tanto me dejé estar que, cuando sentí que uno de sus grandes dedos se introducía en mi ano, aparte del estremecimiento que me produjo la excesiva intimidad del gesto, no reaccioné en términos de evitarlo.

El dedo iba y venía, despacio al principio y con insistencia enseguida.

Sentí ese cosquilleo inconfundible en mi clítoris, que preanunciaba un delicioso orgasmo.

Recuerdo que pensé que era una vergüenza que ello me sucediera.

En realidad me fascinaba estar allí y que un desconocido cuyo nombre ignoraba y que no había observado más de treinta segundos, me estuviera haciendo acabar con una caricia casi inocente.

En un momento dado, ya muy próxima al orgasmo, proximidad que imprimía un pequeño ritmo a mi respiración, llevándola casi al jadeo, sentí que cambiaba de dedo.

No fue desagradable.

El nuevo dedo era mucho más grueso que el anterior. Pensé que sería el pulgar. Tuve ganas de abrir los ojos, para ver, pero me daba vergüenza.

Lo que me extrañó fue que su pulgar parecía mucho más largo que el dedo anterior, porque sentí que lo deslizaba mucho más lejos.

Pero ahí, donde estaba llegando ese dedo, y donde nunca había llegado nadie, tenía yo una reserva de sensaciones tan brutales y exquisitas que no me atreví a protestar.

Tomé conciencia que estaba gritando de placer, mientras acababa.

Ahí percibí el aliento del masajista, junto a mi rostro, y sus manos que me agarraban las tetas con un gesto decidido.

Sentí un líquido caliente que me invadía el recto y, en la confusión, llegué a preguntarme cómo había hecho para agarrarme las tetas y meterme un dedo en el culo, todo junto.

Me di vuelta y ví que se estaba levantando los pantalones. No tenía ropa interior y lo que guardaba era una hermosa vega, mucho más larga y gruesa que la de mi marido .

Había sido mi debut sexual por detrás y la había pasado muy bien. Había sido un nuevo placer el que había experimentado.

Me besó la mano y partió.

Cuando me vestí y salí, el mayordomo chino me presentó la cuenta: 100 dólares.