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Lo del Aldunate

Lo del Aldunate

El del Aldunate era, sin ninguna duda, el mejor quilombo de todos los que conocí en Montevideo.

Seguramente los había más lujosos, con más mujeres, con más sofisticación pero del del Aldunate tenía cosas que ningún otro podía tener, cualquiera fuera el nivel de categoría.

Era único, en principio, porque se trataba de una empresa netamente familiar.

Lo manejaba Aldunate, un negro grandote que metía miedo de sólo verlo pero más buenazo que el pan, y trabajaban en él su mujer y las tres hijas de ambos.

La única persona ajena a la familia, pero la trataban como si lo fuera, era Jacinta, una chica que los Aldunate habían sacado de la calle, que hacía las veces de mucama y sólo atendía los fines de semana, cuando había mucho trabajo.

Consuelo, mujer de Aldunate y alma mater de la empresa, era una española preciosa, emprendedora y jovial que todavía conservaba muchos de sus encantos físicos, y también de los clientes más fieles, a pesar de sus cincuenta y pico de años.

Había venido de España escapando de la guerra y la miseria a trabajar como doméstica en lo de un pariente lejano.

Este terminó prendado de su belleza y convirtiéndola, luego de alguna insistencia, en su amante.

Le puso un departamento en la ciudad vieja y la visitaba tres a cuatro veces a la semana.

Atenderlo al viejo, era un señor bastante mayor que ella, no le insumía mucho tiempo ni le reportaba grandes placeres, de los que ella ansiaba tener. Suplía esa carencia con ocasionales amantes.

Con el tiempo los amantes fueron reemplazados por clientes y así, casi sin darse cuenta y sin sentir la menor culpa por lo que hacía, Consuelo se convirtió en una próspera profesional del sexo por elección propia.

Muerto su pariente y protector, con la independencia recuperada, y convencida que era un negocio como cualquiera pero más rentable, decidió instalar su propio prostíbulo.

En ese momento, buscando a quién se encargada de la vigilancia y mantenimiento del orden, conoció al negro Aldunate.

Era justo lo que necesitaba. Joven y grandote imponía autoridad con su sola presencia.

No era para nada un matón ni un pendenciero buscapleitos, estilo característico en ese trabajo, pero cosas que Consuelo no aceptaría en su casa.

Aldunate había incursionado en el boxeo sin mucha suerte. A pesar de su aspecto intimidante era un pacífico gigantón sin esa mínima cuota de violencia que necesita un profesional de los puños, y sólo ganó las peleas en las que el rival se asustaba de las apariencias.

Al poco tiempo, atraída por su forma de ser y por sus dotes masculinas que hacían honor a su raza, Consuelo lo convirtió en su amante, y con el tiempo, en marido y padre de sus hijas.

Estas habían salido grandotas como el padre. Eran preciosas como la madre pero con un tono de piel café con leche, una mezcla explosiva cuando de sexo se trata.

Otra de las cosas que se destacaba en ese prostíbulo, era la limpieza que había y la ausencia total de la sordidez que invariablemente flota en los quilombos.

Uno entraba y enseguida se sentía como en su propia casa y en muchos casos, como el mío por ejemplo, mejor que en ella. Allí no existían el clima de tensión ni las discusiones y peleas que normalmente se daban en la mía y que habían sido una de las causas importantes de mi exilio voluntario.

El Wilson me llevó un domingo. Fuimos a almorzar.

Esa era otra de las singularidades de la casa de los Aldunate.

Para un grupo selecto, del que él formaba parte, se convertía en un remedo de club privado donde se comía tan bien como se cogía y uno podía juntarse con amigos a jugar a las cartas, al ajedrez o al dominó.

Yo fui aceptado al poco tiempo como miembro y almorzaba todos los días allí ya que me convenía, ahorraba plata y la comida era estupenda. Me hacía recordar a la de mi vieja, que también era española y tan buena cocinera como Consuelo.

Después de las presentaciones nos sentamos a la mesa. No estaba toda la familia por que Amparo, la menor de las hijas, pasaba unos días en la casa de la abuela paterna en el Departamento de Durazno.

Estaban, además del matrimonio, Rosario, la hija mayor de unos 30 años, casada que les había dado el primer nieto al que adoraban pero no permitían que fuera de visita allí bajo ningún concepto, para preservarlo, y Esperanza de 26 que era la artista de la familia.

Pintaba con bastante talento y tomaba clases con un prestigioso pintor uruguayo, que cambiaba sus enseñanzas por sexo, y ambos estaban muy satisfechos con la transacción.

Durante la comida Wilson lo cargó a Aldunate, le decía que si Ferreyra* ganaba las elecciones, su casa se iba a convertir en el prostíbulo oficial del Uruguay.

Aldunate, simpatizante acérrimo del Frente Amplio, le contestaba:

–Antes prefiero cerrarlo, ¿no es cierto, vieja? –a lo que Consuelo, divertida, contestaba afirmativamente y replicaba a Wilson diciéndole que si no se convertía en homosexual nunca sería buen peluquero.

Terminado el almuerzo nos retiramos a descansar. Consuelo, que los domingos no trabajaba se fue con Aldunate, Rosario, jocosamente decía que ansiaba ser taladrada y se lo agarró al Wilson y yo me fui con Esperanza.

El cuarto de ella tenía un clima bohemio que me hizo sentir a gusto enseguida. Las paredes estaban cubiertas por cuadros de su autoría y había algunos realmente interesantes.

Sexualmente enseguida tomó la iniciativa y me hizo sentir que la que mandaba era ella. Para mi gusto era demasiado dominante pero realmente disfruté de los placeres que me brindaba esa bella mujer.

Luego, en plan confidente, me dijo que le gustaba el rol que desempeñaba en la cama. Esa era su especialidad. Porque cada una de las mujeres de la casa tenía la suya.

La sumisa era Jacinta, en el anal nadie superaba a Consuelo al punto de que sus servicios eran requeridos y valorados por muchos personajes importantes de Montevideo, la parlanchina Rosario se especializaba en mamadas y, según Esperanza, era tan experta en el manejo de la lengua y la boca que era capaz de hacer acabar a un tipo en cinco segundos.

Le dije que no le creía y me contestó que lo probara personalmente.

–¿Y cuál es la especialidad de Amparo? –pregunté.

–Ella no tiene ninguna, es perfecta en todo –me contestó con admiración y sentí que no había en sus palabras ese dejo de envidia que naturalmente tiene alguien cuando se refiere a otra persona que la supera.

Luego fui comprobando que esos sentimientos hacia Amparo eran compartidos por todos lo que motivo aún más mis ansias por conocerla.

Tuve que esperar dos semanas para que volviera pero sinceramente se me paso el tiempo volando porque disfruté de los servicios de las demás mujeres de la casa.

La sumisión de Jacinta me puso bastante nervioso y sólo la experimenté una vez, cosa que no pasó con el culo de Consuelo, realmente una maravilla.

Ese ojete realmente desmentía al dicho popular que tilda de cara de culo a la gente de mal humor.

Tener cara de culo de Consuelo era tener cara de ángel y como tal te llevaba al cielo cada vez que ponías la pija en él. No me extrañaba en lo más mínimo el éxito del que gozaba esa invalorable veterana.

Rosario, alertada de mi incredulidad por Esperanza, me demostró que su baquía era real batiendo su propio récord conmigo.

Ni bien se metió la pija en la boca, mezcló la presión de sus labios con movimientos estratégicos de la lengua y en tres segundos logró que acabara irremediablemente.

Después me hizo una mamada antológica y está aún hoy entre las diez mujeres que mejor me chuparon la pija.

Un día llegué a almorzar como todos los días, y Jacinta al abrirme me adelantó que la noche anterior había vuelto Amparo. Cuando entré al comedor ya estaban todos sentados a la mesa, pedí disculpas por mi tardanza y agradecí el que me hayan esperado.

Fue verla y quedar prendado de su belleza. Amparo era realmente divina, era la versión corregida y aumentada de sus hermanas. Comprobé que todo lo que había escuchado sobre ella era cierto y en algunos casos se quedaba corto.

Conversé con ella la mayor parte del almuerzo y a la hora de los postres, me di cuenta de que estaba perdidamente enamorado.

Era, alta, con un rostro angelical que coronaba la armonía de un cuerpo escultural, con abundancia de curvas y redondeces capaces de provocar la pasión del más reticente de los mortales.

Compartir la cama era sublime. Tierna y apasionada, era lo más lejano a una profesional que podía existir. Seguramente porque, conocedora de mis sentimientos hacía ella, los suyos pronto se hicieron recíprocos. Nos amábamos profundamente.

Teníamos prolongados y placenteros encuentros de los que terminábamos exhaustos y felizmente satisfechos.

En cualquier forma que lo hiciéramos nuestro acople era perfecto. Mi miembro parecía hecho a la medida de sus orificios placenteros.

Su boca, su vagina o su ano lo recibían pletóricamente. Y yo ansiaba no salir nunca de ellos. Como consecuencia de tanta alegría teníamos abundantes y prolongados orgasmos plenos de flujo y semen.

Todo era ideal. Pero….

Esa objeción que siempre aparece para joderte la vida.

Es voz popular que un hombre para morir tranquilo debe, durante su vida, plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo. A mi se me ocurrió agregar un hito más, redimir una puta.

Soñaba con sacar a Amparo de esa casa y convertirla en una honesta señora. Ella me decía que ya lo iba ha hacer cuando se recibiera de abogada, en unos años, pero yo insistía que fuera ya.

Por más que intentaba hacerlo, no podía soportar compartirla con otros hombres. Estaba tremendamente celoso y me avergonzaba toparme con alguno de sus clientes.

Amparo que no vivía con culpa, contrariamente a mi que fui criado y educado en ella, no comprendía mis razones.

Para ella era sólo un trabajo y de gran contenido social. Se comparaba con una enfermera que abnegadamente ayuda al necesitado.

–No te entiendo, ¿amás a la persona o a lo que ella es? ¿me querrías más si no trabajara de puta?

Nuestras charlas casi siempre terminaban igual.

Ella defendiendo su pensamiento y yo obcecado en sacarla de un estilo de vida que para mí, por mis prejuicios aprendidos, no era correcto socialmente.

–Yo siempre seré la misma. Siendo puta o abogada. Trabajo de puta y estoy orgullosa de mi trabajo. Lo hago todo lo bien que puedo y cuando deje de hacerlo no lo voy a añorar. Pero mientras tanto tengo que ser consecuente. Al menos eso es lo que me enseñaron mis padres. Y creo que no se equivocaron.

A pesar de mi amor, sinceramente no me imaginaba conviviendo con la doctora Aldunate, que orgullosamente había costeado sus estudios trabajando de prostituta en el quilombo de sus padres, y con sus hermanas de compañeras.

No me imaginaba tropezando con un antiguo cliente de ella sin que todo el pasado se me viniera encima.

Mi estrechez mental en esa época no me dejaba diferenciar el árbol del bosque. Sin las suficiente madurez y pelotas para bancarme las consecuencias de una relación atípica, me alejé, no sin dolor pero definitivamente, de Amparo.

Algunos de mis compañeros de trabajo aprobaron el proceder, Tomás no lo desaprobó totalmente. No veía con buena cara mi relación amorosa pero aceptaba que la tuviera de puta.

El Wilson sintetizó su pensamiento en dos palabras: –porteño boludo– no se explicaba como podía dejar a una chica como Amparo. Creo que nunca lo entendió. En su mentalidad no entraba anteponer el pensamiento al sentimiento.

Cuando las cosas en Uruguay se pusieron feas, económica y políticamente, los Aldunate cerraron la casa y se retiraron a Solimar para disfrutar más de los hijos de Rosario, en ese momento dos, y descansar merecidamente de todos los esfuerzos realizados durante sus vidas.

Esperanza se fué a Australia siguiendo a su profesor de pintura que tuvo que exilarse en ese país.

Amparo se recibió con honores y desde entonces tiene su estudio en la ciudad vieja, muy cerca de donde su madre comenzó el negocio familiar.

Como antaño sigue siendo consecuente y con la misma fervorosa dedicación defiende a sus clientes, sean médicos o prostitutas.

A la distancia, con melancolía, pienso como habría sido de diferente mi vida si hubiera tenido las bolas necesarias para seguir con Amparo.

Y me lamento, sinceramente, me lamento.

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