Desde hace algunos meses había notado que las cosas no andaban bien entre ellos. A decir verdad, no me molestaba en absoluto la situación, claro que no. Obviamente nunca estuve de acuerdo con el hecho que mi padre se separara de mi madre, y mucho menos que a los pocos meses metiera en la casa a otra mujer. Es cierto, yo preferí quedarme a vivir con él, pero eso fue básicamente porque pensé en mí y en mi libertad, libertad que nunca podría tener con mi madre vigilándome y sobreprotegiéndome todo el tiempo; claro está, también es importante decir que mi madre jamás habría podido solventar mis gastos con la holgura y desprendimiento con que lo haría mi padre. En fin, yo escogí esto, lo admito, por pura conveniencia; además, esto jamás significó desligarme por completo de mi madre, a quien adoro y adoraré por siempre.

Mi padre tenía en ese entonces 43 años, siempre ha sido muy cuidadoso de su apariencia y de su físico, pero tenía un gran problema -bueno, según yo era un problema- su prioridad siempre fue trabajar y hacer dinero para que no le falte nada a su familia. Bueno, digamos que siempre cumplió con su meta, pero sólo en lo que respecta a lo que se puede comprar. En realidad yo siempre crecí apegado a mi madre y viéndolo llegar muy tarde -cuando llegaba- o muy cansado. No recuerdo de mi padre un saludo muy cariñoso, un abrazo prolongado o simplemente una conversación de padre a hijo; sin embargo, de vez en cuando me sorprendía con regalos impresionantes que, según yo, significaban que me quería mucho y que por consiguiente, hacían que yo también lo quisiera mucho también a él. Por eso es que si bien lo del divorcio me afectó, en realidad no fue lo que debía ser. No se me derrumbó el mundo ni mucho menos; simplemente comprendí que a mis 17 años, mi familia pasaría a formar parte de la estadística de cientos de miles de hogares destruidos.

Cuando mi padre me presentó a Verónica le sonreí de mala gana. Jamás me fijé en ella ni mucho menos le comenté a él qué me parecía. En mi rol de adolescente rebelde sólo me correspondía ignorarla y rechazarla por pretender ocupar el lugar de mi madre. Sin embargo, más tarde comenzaría a ver a aquella mujer de otra manera.

Mi habitación resultaba estar muy cerca de la que ocupaban mi padre y Verónica, demasiado cerca, diría yo. En más de una oportunidad pude escuchar discusiones y reclamos, pero otras veces llegué a escuchar los más excitantes sonidos, gemidos y gritos de placer provenientes de ambos. Muchas pajas me eché escuchándolos así y muchas otras imaginando el cuerpo desnudo de mi madrastra que a partir de dicho maravilloso descubrimiento me empezó a interesar sobremanera.

Verónica era una mujer de 36 años. No voy a decirles que era una mujer hermosa ni mucho menos. Su rostro era más bien tosco, pero sus enormes ojos color café y los labios gruesos que coronaban su boca algo grande le hacían tener esa típica apariencia de la mujer que «sabe y le gusta»; ciertamente muy inquietante. De otro lado, su extremada dedicación por el cuidado de su cuerpo había dado sus frutos. Aunque no acostumbraba mostrarse en casa en prendas sugestivas, de vez en cuando podía verla en sus atuendos deportivos de esos que, aun cuando la cubrieran casi por completo, iban muy pegados al cuerpo dibujando su trabajada firmeza muscular.

Sus senos no eran grandes, pero sí muy redonditos y firmes, sin embargo, el verdadero espectáculo eran sus glúteos. Aun cuando usara pantalones sueltos o vestidos volados, uno podía notar lo duro que estaba su culo, y siempre, siempre, bien parado. No tenía las caderas muy amplias, pero verla tan quebradita de perfil era más que suficiente para que mi imaginación -y mi pene- volara al viento. De vez en cuando me sentía terrible por desear de esa manera a la mujer de mi padre, pero se me pasaba rápido.

Pese a que habían pasado un par de años desde que Verónica se instaló en casa, yo mantenía la misma actitud de rechazo frente a ella, una actitud que ciertamente sólo pretendía disimular lo caliente que me traía mi madrastra y, por qué no decirlo, evitar que mi sentimiento de culpa aflorara por negarme a asumir que dicha mujer era «la querida esposa de mi papá».

Como dije al iniciar este relato, entre calenturas y bajas pasiones por la mujer de mi padre, había logrado percibir que las cosas no marchaban bien entre ellos, lo cual sólo tenía una explicación posible: la prioridad en la vida de mi padre no había cambiado en absoluto y su mujer actual estaba padeciendo lo mismo que mi propia madre. En más de una oportunidad escuché a Verónica reclamarle mayor atención a mi padre, incluso en el campo sexual y, aunque me queda claro que ella siempre se esforzó por evitar que la mujer del servicio o yo mismo escucháramos algo, las reacciones violentas de mi padre traían por los suelos las aspiraciones de mi madrastra de un «reclamo discreto». Lágrimas van, lágrimas vienen, pero al amanecer siempre estaba fresca y con una sonrisa, según yo, fingida.

A Verónica el día se le pasaba entre quehaceres de la casa y sus severas rutinas de ejercicios. Inclusive, para ese tiempo había logrado instalar un regularmente equipado gimnasio en uno de los ambientes de la casa en el que pasaba muchas horas bajo el ritmo contagiante de la música aeróbica. Por mi parte, ya con 17 años, siempre regresaba de la academia como a las 2 de la tarde y en alguna oportunidad pude verla salir toda sudorosa rumbo a su habitación. Como podrán imaginar, la visión de su cabello húmedo y las gotas de sudor rodando por su rostro me ponían realmente a mil. Sin embargo, sólo un «hola» escapaba de mis labios, obteniendo como respuesta otro «hola», pero bastante más cordial, con una sonrisa. Pareciera que a pesar del tiempo transcurrido, Verónica no había renunciado a la posibilidad de «conquistar mi afecto» y siempre se dirigía a mí con mucho aprecio y una sonrisa. Si ella hubiera sabido el gran «afecto» que en ese entonces ya sentía hacía ella…

Era una tarde de verano cuando me decidí a «escudriñar el territorio» sin consultarle nada, de pronto me aparecí en su gimnasio vistiendo ropa de deporte (zapatillas, shorts y camiseta). Toqué la puerta y nadie me abrió. Quizá la música estaba demasiado fuerte y por eso no escuchó, por eso insistí pero esta vez más fuerte. Al cabo de unos pocos segundos se apareció ella bañada en sudor y jadeante; sin poder ocultar su asombro mi miró y me dijo: «Rodrigo… qué sorpresa… dime… ¿te puedo ayudar en algo?». Yo, con el mismo gesto indiferente sólo atiné a decirle: «no sé… quería saber si me permitirías utilizar tus aparatos de gimnasio… me gustaría desarrollar un poco mi cuerpo…». Ella abrió sus ojazos y me dijo: «pero claro, hijo… son tuyos… puedes utilizarlos cuando quieras…», coronando siempre sus palabras con esa deliciosa sonrisa. Pasé a la sala y le dije:

– Pero no te molestará que esté aquí mientras tú haces tus rutinas de ejercicios.- No, para nada, olvídate… pero si a quien le incomoda es a ti, por favor olvídate de que estoy aquí y haz lo tuyo.

«Olvidarme de que estás aquí… ja!», me dije para mis adentros.

Insisto: no puedo decir que era una mujer hermosa, pero por todos los cielos ¡qué buena que estaba!. En efecto procuré que ella creyera que ni la miraba, pero a cada vuelta que se daba, mis ojos se clavaban irremediablemente en su maravilloso culo. Yo me senté en la máquina de pesas como quien se sienta en una butaca de cine a ver la película ganadora de 15 «Óscares». En verdad estaba disfrutando el espectáculo, pero hubo un detalle que no tomé en cuenta.

Como podrán imaginar, durante todo el rato que permanecí admirando disimuladamente a mi madrastra mantuve una erección realmente brutal. Sentía mi pene como una estaca, pero por el hecho de estar sentado en la máquina de pesas podía disimularlo más o menos bien. Sin embargo, de un momento a otro Verónica dejó de hacer ejercicios y dijo casi gritando: «¡¡¡ ¿Pero qué haces Rodrigo?!!!» mientras se acercaba rápidamente. Yo me quedé helado sin saber a lo que se refería y sólo atiné a pronunciar un infantil «¿yo?… ¡nada!»… mientras mi erección permanecía intacta, impávida e imperturbable, a pesar del susto.

Cuando estuvo lo suficientemente cerca, Verónica empezó a decir: «si vas a hacer ejercicios tienes que tener mucho cuidado de cómo lo haces. Si sigues haciéndolo así, con la espalda toda torcida, lo más probable es que te lastimarás algún disco», todo esto mientras con sus manos corregía la postura de mi espalda, echando hacia atrás mis hombros y pasando la palma de una de sus manos a lo largo de mi espalda. «esta postura -continuó- es la adecuada…». Como es obvio, el contacto de mi cuerpo con las manos de la mujer que quería poseer con locura hizo que mi erección alcanzara niveles inimaginables. No supe dónde meterme cuando vi que en determinado momento Verónica se percató de mi erección. Fue sólo medio segundo en que su mirada se detuvo en mi entrepierna y se dirigió rápidamente a mis ojos. Simplemente quería que la tierra me tragara, pero obviamente eso no ocurriría.

Como para disimular, ella continuó hablando: «ehhhh… mira, me parece adecuado que para empezar una rutina utilices un peso mediano… además esto de los ejercicios hay que tomarlo con calma…».

Como nunca la había tenido tan cerca sentí su olor, admiré sus labios y me deleité con el subir y bajar de sus senos al ritmo de su respiración. Hubiera querido decirle que era una mujer deliciosa, que me parecía la hembra más excitante que había visto y que daría cualquier cosa por hacer el amor con ella. Creo que ella lo intuyó, ya que se apresuró en mirar el reloj y salir a ducharse, no sin antes insistir en que «tenía que tomar eso de los ejercicios con mucha calma». Yo, de la pura vergüenza decidí no volver a intentar nada en el gimnasio; decidí que no me volvería a acercar a ese salón.

Esa noche papá llegó tarde, como siempre, no dijo nada y se acostó a dormir. No se oyeron reclamos ni ruidos de amor; simplemente nada se oyó. La situación entre ellos se tornaba cada vez peor. En determinado momento hasta dejaron de hablarse y yo no me llegaba a explicar cómo es que dos personas podían dormir en la misma cama en esas condiciones.

Como no había vuelto al gimnasio luego de mi vergonzosa primera experiencia, al cabo de unos días, luego de salir de sus ejercicios Verónica me preguntó lo que había ocurrido. Incluso me llegó a decir que si me incomodaba su presencia podríamos coordinar una especie de horarios, porque al fin y al cabo ella tiene todo el día libre para hacer ejercicios. Insistió en que le había parecido genial que yo me decidiera a trabajar mi cuerpo y que sólo había querido ayudar porque le interesaba que todo me vaya muy bien. En ese instante se me pasó por la cabeza la idea de tumbarla en el piso ahí mismo y abalanzarme sobre ella, pero mis barreras inhibitorias -afortunadamente- pudieron más.

Yo le agradecí profusamente su preocupación y que me parecía un lindo detalle de su parte… y arriesgándome medianamente le comenté que en verdad me parecía un poco difícil la situación.

– «¿La situación?», me dijo sorprendida. Me quedé en silencio con la miraba baja.- «¿Qué situación, Rodrigo?», insistió. Yo aspiré mucho aire y le dije:- Lo que pasa es que para un joven como yo resulta sumamente inquietante estar frente a una mujer tan hermosa como tú, Verónica. Es eso… y encima así… moviéndote al ritmo de la música… no sé…. estás demasiado buena, pues…

– ¡Ya está! Yo esperaba la reacción más volcánica de la tierra y ya me sentía desheredado y arrojado a la vía pública. Por mi mente pasaron mil excusas para poder explicarles a mi padre y a mi madre tamaño comentario, pero la reacción de Verónica me sorprendió tremendamente.

– ¿Hermosa?… ¿estoy demasiado buena?… ¿te parezco todo eso, Rodrigo?…

– Lo que menos esperaba era una pregunta, y asumí que cualquier respuesta no haría sino empeorarlo todo. Pero bueno, como imaginé que ya no podría decir nada peor, continué con mi osada confesión.

– – La verdad sí, Verónica. Y estoy seguro que tú sabes perfectamente que es así. Es imposible que no seas consciente de tu atractivo físico. Eres una mujer realmente…

– «¿Realmente…?» pidió que complete la frase.

– EXCITANTE. Concluí.

– «Vaya, vaya… no puedo creerlo… todo lo que hago para ver si mi marido se fija en mí… y es su hijo quien lo aprecia. Y no, por favor, no creas que me siento decepcionada, Rodrigo. Para nada. Por el contrario, es un tremendo halago el que me digas todas esas cosas. Tú, a tus años y con tu porte tan apuesto podrías fijarte en chicas jóvenes y preciosas… sin embargo yo te parezco hermosa… y «demasiado buena»… uuffffff…»

– Sólo es la pura verdad, Verónica… la pura verdad. Y mi papá es un tremendo afortunado por tener a una mujer como tú… debe ser muy feliz contigo y yo lo envidio mucho (me lancé de lleno a la piscina, con o sin agua).

– «Ay Rodrigo… las cosas entre tu papá y yo no van muy bien que digamos… tú lo conoces… creo que me está haciendo lo mismo que le hizo a tu madre. Sé que nunca te caí bien por eso, pero te juro que yo estoy enamorada de tu padre… pero al parecer él no tanto de mí… en fin».

– Para mis adentros me dije que tampoco se trataba de llevar las cosas al plano afectivo, así que traté de retomar la conversación para llevarla a un plano más «interesante»:

– – Pero bueno, sabes perfectamente que la del problema no eres tú… estoy seguro que con ese cuerpazo hasta podrías levantar a un muerto.

– «Bueno, bueno… ya dejemos eso… está bien que me sienta halagada por las cosas que me dices, pero no pienso permitir que mi hijastro me corteje. Que eso quede claro, ¿me entendiste, pequeño?».

– ¡Ouch!… ese «pequeño» me dolió en el alma y la verdad fue un freno de poder increíble. La cosa quedó ahí.

– Los días pasaban y fui notando algo extraño en Verónica. No volvimos a tocar el tema y en efecto fijamos un horario para utilizar la sala de ejercicios. Casi nunca coincidíamos al entrar o salir, pero ahora las tenidas caseras de ella comenzaron a cambiar en forma paulatina.

– Si bien en verano siempre había utilizado vestidos un poco cortos, éstos nunca habían llegado más arriba de la rodilla y siempre habían tenido un escote bastante discreto. Ahora, sin embargo, sus vestidos eran bastante más cortos y con tiras muy delgaditas en los hombros. La respuesta sólo podía ser una: La muy bribona de mi madrastra disfrutaba de la idea de que un jovenzuelo de 17 años la deseara y me estaba provocando, pero yo no estaba dispuesto a darle ese gusto. No señor.

– Aunque me moría de la excitación, en todo momento me mostré indiferente a su presencia, incluso cuando pasaba delante de mí yo no quitaba la vista de la revista o libro que estuviera leyendo (pero el cielo sabe cómo deseaba mirarla). Cuando salía me limitaba a gritar desde la puerta: «ya regreso»… y cuando regresaba sólo un: «buenas»… Mi estrategia dio resultado.

– Una noche de tantas en la que cenaría en mi habitación estaba esperando a que la señora del servicio me subiera mi comida. Tocaron a la puerta y dije: «pase».

– Yo seguía atento viendo una página web de letras de canciones que me habían recomendado y no me di cuenta de quien en realidad me había traído mi comida. Era ella.

– ¿Qué ves?… me preguntó. Yo di un respingo y dije: ¡Ve-verónica!- «Sí, soy yo. ¿Qué pasa?», dijo ella.- No nada, sólo que me sorprendiste… como tú nunca me traes la comida…. respondí.- «Bueno pues… siempre hay una primera vez, ¿no?… la señora del servicio me pidió salir esta noche porque tiene a su hermana enferma… además se supone que soy el ama de casa aquí, ¿no?… se supone que soy tu mamita… jajaja….» decía mientras caminaba mirando todo a su alrededor.

– Tomando aire y continuando con mi actitud de indiferencia, le dije:

– Bueno, muchas gracias. Te lo agradezco en verdad

– Y seguí mirando el monitor de mi PC como asumiendo que se iría. Ella no se fue.

– «¿Qué te pasa, Rodrigo?», preguntó muy seriamente.- ¿Qué me pasa de qué o qué?, repliqué yo.- Hace algunas semanas te morías de excitación y deseo por mí pero de pronto parece que yo no existiera para ti…

– Mi alma esbozó una sonrisa de éxito y satisfacción mientras ella seguía hablando…

– Dime, ¿acaso no te has dado cuenta de mi nueva ropa?… ¿de mi nuevo color de cabello?…- –

Lo de la ropa, claro que me había dado cuenta, pero con lo del cabello sí que me dejó extrañado. En verdad no me había dado cuenta. Pero al final de cuenta, ¿alguna vez me fijé en su cabello?

– Asumiendo mi postura de niño correcto, le dije:

– Sabes perfectamente que lo del deseo y la excitación siempre fue cierto… sé que viste mi erección y creo que hasta la disfrutaste, sólo que aquella vez tú fuiste muy clara y terminante. Tú no ibas a permitir que tu «pequeño» hijastro te corteje. Eso me quedó muy claro.

– «¡Uuuuyyyy!… ¡se enojó el muchachote! -dijo ella en son de burla- ya veo que no sabes aquello de que el «no» de una mujer quiere decir ´quizá`, ¿eh?»…

– Yo no podía creer lo que estaba escuchando. La mujer por la cual me había hecho cientos de pajas se me estaba regalando en mi propia habitación; era algo realmente increíble, y lejos de pensar en que se trataba de la mujer de mi padre, lo único que se me ocurrió pensar fue: «¡qué rica que está esta perra!».

– Me puse de pie y de un empujón la tumbé en la cama sin dejarle opción a reaccionar. Al caer se elevó su vestido y pude apreciar su fina tanguita blanca que luego quedó nuevamente oculta por la tela del vestido. Al parecer mi reacción la excitó sobremanera porque se quedó ahí quieta, tal como había caído, pero respirando muy fuerte dejándome ver como sus pechos subían y bajaban. Como estaba ahí, mirándome con una cara de arrechura total, me paré delante de ella y de un solo movimiento me quité la camiseta blanca que llevaba puesta y la arrojé lejos de ahí.

– Me arrodillé muy cerca de la cama y recostando mi cara en el filo del colchón comencé a acariciar sus pantorrillas muy lentamente… suaves y firmes. Ella estaba de lado y poco a poco la fui girando hasta que quedó hacia arriba. Con mis manos seguí subiendo por sus rodillas… pasé a sus muslos y a partir de ellos mis manos se perdieron dentro de su vestido… subía y bajaba mis manos con energía pero con sensualidad. Comenzó a soltar quejidos muy suavecitos cuando en el sube y baja por sus muslos, mis dedos comenzaron a rozar su vagina delicadamente cubierta por la fina tanguita blanca. Lentamente me fui deslizando entre sus piernas de manera que pudiera quedar con la cara frente a su sexo. Instintivamente ella abrió sus piernas para que su vestido se subiera más…yo la ayudé.

– Me incorporé y me puse de rodillas… mientras me aflojaba el short para quitármelo la miraba… la muy perra estaba jadeante, con los ojos entrecerrados y la boca abierta… yo le decía: «Puta… eres una puta… y así te voy a coger… como a una puta».

– Ni bien dije eso se incorporó como una posesa y, sin esperar a que me quitara el short se me abalanzó encima… me hizo caer de espaldas y en un movimiento felino se metió toda mi verga en la boca. Mamó de una forma que hasta hoy no puedo olvidar. Con un frenesí indescriptible… gimiendo, llorando… susurrando, gritando…. En un momento llegó a suplicarme que le llenara la boca con mi semen y, ante tal súplica, no pude soportar más. Descargué sobre su boca toda la leche que había estado guardando durante meses para ella.

– Un primer chorro fue directo a su garganta entre sus gritos ahogados y su tos. Otro chorro cayó directo sobre sus ojos salpicando su cabello. Cuando iba a echar el tercer chorro volvió a coger mi verga y se la volvió a meter a la boca recibiendo más leche dentro. Luego de recibir el tercer chorro abrió la boca llena de mi semen y un cuarto chorro cayó en su cara mientras que con su lengua recorría todo mi aparato para recoger hasta el menor resquicio de semen. Me dejó completamente limpia la verga, y por el efecto de las lamidas y las chupadas la puso tiesa otra vez.

– Así, con la cara y la boca llenas de mi leche murmuró: «cógeme»… yo le pregunté: «¿qué dices?»… «¿cómo dices?»… ella estaba desesperada… comenzó a decir más fuerte: «cógeme»… «cógeme»… y yo la calentaba más diciéndole: «no te escucho, perra… tienes que suplicarme que te coja…»…- –

Se puso como una loca y abalanzándome sobre mí empezó a gritar que me la cogiera… yo estaba realmente alucinado por el comportamiento de aquella mujer y, a decir verdad, también me puso medio loco.

– La tumbé nuevamente y empecé a arrancarle el vestido… le hacía daño, la forcejeaba mientras ella ayudaba a desvestirla… Su vestido rojo de flores quedó hecho añicos y allí estaba ella, con brasier y tanguita divinos, entregada a mí por completo. En un movimiento rápido le quité la tanguita mientras ella misma hizo lo propio con el brasier. La tenía desnuda… la mujer de mis sueños y mis pajas estaban desnuda ante mí, lista para ser cogida como un animal.

– Me abalancé sobre ella y con lujuria indescriptible me prendí de sus senos… duros, hermosos… con unos pezones completamente erectos… duros… deliciosos. Mientras eso, mis manos acariciaban sus muslos y siguiendo sus movimientos fui separando sus piernas hasta que las tuvo recogidas sobre su abdomen. En ese momento me volví a arrodillar dirigiendo mi verga dura hacia su vagina que se encontraba totalmente mojada. Faltaba poco para verla llorar de placer… suplicaba entre sollozos que se la metiera hasta el fondo, pero yo quería hacerla sufrir un poco… quería que en verdad suplicara y tratarla como a una verdadera perra.

– En esa postura apoyé mi glande en la entrada de su vagina, sin meterlo… sólo me limité a darle un leve empujoncito para que lo sienta ahí… para luego empezar a recorrer toda la extensión de la entrada de su vagina… de arriba hacia abajo… lentamente. Su respiración se hizo más agitada y pude percibir convulsiones en su cuerpo… comenzó a gritar como loca, al punto de que me llegó a preocupar que alguien pudiera escucharla… pero la suerte estaba echada. Aquella noche me tiraría a mi madrastra y la gozaría hasta el final.

– A esas alturas, el vocabulario de Verónica se había reducido a una sola palabra: «Métemela… métemela», y la repetía con desesperación, cada vez más fuerte. Yo, que no era ningún amante consagrado, comencé a sentirme algo afectado por la experiencia, al punto de sentir las sensaciones propias de la inminencia del orgasmo sin siquiera haberla penetrado. Fue así que me decidí a distraer un poco mi atención hacia una actitud algo más calculada, lo cual me permitiría disfrutar mucho más de la situación y al mismo tiempo hacer que ella lo disfrutara más.

– Como mi glande en la entrada de su vagina levanté una de sus piernas hasta tenerlas al alcance de mi boca. Así empecé a lamer y mordisquear su pantorrilla, cuidando de no penetrarla aún. Sus gemidos se hicieron más profundos y su respiración se tornó más agitada. Ahora tenía sus dos pies a la altura de mi pecho con la humedad de su sexo empapando mi instrumento. Ya no pude soportar más. La penetré con toda mi fuerza clavándole la verga hasta el fondo. Su respuesta fue un grito animal y ahogado que la llevó a la gloria mientras yo empezaba con el mete y saca del placer.

– Nunca antes imaginé lo importante que eran todos los sentidos para el acto sexual, desde el tacto de la piel mojada de la amante ocasional, hasta el sabor de su sudor, su olor, sus sonidos y sobre todo, su imagen. Para mí era alucinante ver cómo sus pechos duros y parados se agitaban al ritmo de mis embestidas y escuchar la sincronización de mis embestidas con sus gemidos era un placer inconmensurable. Definitivamente, esa era toda una mujer; se movía de una forma incomparable, jadeando y suspirando, siempre pidiendo más y atrayéndome hacia ella con sus firmes y hermosas piernas.

– Cuando sentí la inminencia de mi orgasmo empecé a bombear con total salvajismo… «toma puta… puta… puta… puta… eres una puta… toma… toma toda mi verga… toma… puta… puta… ¡¡¡putaaaaaaaa…!!!»… fueron mis últimas palabras antes de inundar su concha con mi semen y empezar con alaridos de imposible entendimiento. Ella me acompañó en el orgasmo y me apretó fuertemente con sus piernas mientras balbuceaba: «siiii… tu leche caliente… dentro de mí… siiii… mmmm… qué rica tu leche… mmmm». Caí rendido a su costado y aún jadeante, ella se metía dos dedos en su concha y sacaba rastros de mi semen para llevárselos a la boca. Obviamente, dentro de mi estado post orgásmico, no podía dejar de sorprenderme de las actitudes y costumbres sexuales de Verónica, pero, ¡por todos los diablos!, la conclusión a todo siempre fue: ¡qué afortunado que soy!

– Me giré un poco y busqué su cuerpo, busqué sus labios para besarla, nos besamos, con ternura apasionada. «Me encantas», alcancé a decirle, y ella me sonrió mientras acariciaba mi rostro. De un momento a otro su gesto cambió a uno de seriedad o tristeza y bajando la mirada me preguntó si en verdad la consideraba una puta. Yo, asumiendo una postura correcta sólo atiné a abrazarla muy fuerte y a decirle que no, que claro que no; que para mí era una mujer extraordinaria que no recibía la atención debida de su esposo. Dicho esto busqué sus labios otra vez y ella volvió a sonreír y a responder mi beso.

– Mientras nos besábamos, ella muy lentamente se fue colocando sobre mí… empezó a besar mi cuello, mi pecho, mi abdomen, mientras yo jugaba con su cabello y lo desordenaba. Verónica continuó bajando y bajando hasta que llegó a mi verga que ya estaba nuevamente dura y palpitante. La contempló casi con devoción… la acarició… le dio de besos… la lamió suavemente y por último se la tragó entera. Empezó una mamada de antología, muy distinta a la del principio. Esta vez no hubo movimientos bruscos ni desesperación, sino todo lo contrario. Metía y sacaba lentamente mi tranca de su boca y por momentos hacía que su lengua recorriera toda la extensión de mi glande… lo succionaba. Yo estaba al borde de la locura con tal demostración de destreza en el arte de mamar verga y ella disfrutaba cada uno de mis gestos y mis quejidos de placer. Verónica empezó a masturbarme suavemente mientras seguía mamando… me miraba a los ojos y me hacía gestos de arrechura total… yo estaba a punto de estallar y me dijo: «¿te gusta, papi?… ¿te gusta cómo te lo chupa tu madrastra?… ¿quieres correrte en mi boca?… ¿o prefieres hacerlo en mi cara… o en mis tetas?… pídeme lo que quieras, amor… lo que tú quieras». No aguanté más.

– Quien esté leyendo esta historia verídica podrá darme la razón de que la palabra en un momento de lujuria puede tener el mismo efecto que la más hábil caricia… y para mí, en ese momento, las palabras de aquella increíble mujer me hicieron estallar. Chorros interminables de mi semen comenzaron a salpicar en todas direcciones hasta que Verónica optó por meterse mi verga a la boca muy rápidamente. Los últimos chorros de mi orgasmo fueron directos a su garganta, porque los anteriores mojaron su cabello, sus ojos y sus hombros. Yo gritaba y ella disfrutaba cada gota de mi esperma, lo saboreaba, lo paladeaba y sonreía con la mayor expresión de gusto que había visto jamás. Mientras mis músculos se distendían luego del orgasmo, ella recostó su cara en mi pubis jugando con mis vellos púbicos, luego levantó su cara hacia mí y me dijo: «quiero más».

– Afortunadamente, el vigor de mi juventud de ese entonces me permitía tener varias sesiones de sexo con regularidad, así que no me fue ningún problema complacerla. Aquella noche estuvimos más de tres horas en mi habitación y fue glorioso. Su experiencia y mi resistencia hicieron que cada encuentro fuera mejor, en el inicio de lo que se convertiría en la más audaz de mis aventuras de cama… disfrutando a la mujer de mi papá.