Mi papá

Dormí mal.

Un inusitado sueño erótico me mantuvo inquieta toda la noche.

No llegué a masturbarme, pero mi entrepierna estaba mojada cuando desperté.

Era temprano.

Me revolví en la cama un tanto perezosa, todavía inquieta.

Mis pezones estaban duros y mi aliento caliente.

Estaba sorprendida; no era habitual que tuviera ese tipo de sueños e inquietudes.

No soy mojigata; por el contrario, soy partidaria de la libre práctica de la sexualidad sin tener reticencias en torno a las supuestas aberraciones o perversiones sexuales.

Y sin embargo, nunca he tenido el temperamento ardiente, tampoco me he lanzado al ejercicio de mi sexualidad; incluso, soy virgen.

Mi virginidad se debe a que no he encontrado el sujeto para que sea mi desvirgador.

No es que sea muy delicada en cuanto a los tipos o las características que deberá tener el que se encargue de retirar mi sello – aberrante, por supuesto – de garantía.

En ocasiones me he cuestionado si no será que prefiera la actividad lésbica y que, en el fondo, no me atreva a dar salida a este tipo de preferencia; pero he encontrado que no es eso, que las mujeres me son, en todo caso, tan atractivas como los hombres.

Con aquellas no he llegado a tener acercamientos, y sí con varios galanes que se me han acercado. No pocas veces he permitido que me toquen todo, incluido mi sexo.

Varias veces he tenido orgasmo provocados por bocas masculinas, y sin embargo nunca he considerado a estos que han lamido mi pucha, como los ideales para que me posean.

Creo que en este concepto es donde estriba mi negativa a permitir la penetración de nadie.

Es decir: no deseo que nadie me posea, y menos que esa posesión se establezca por el simple hecho de haber permitido la introducción de una verga en mi vagina.

Y no me arrepiento.

Por el contrario, estoy satisfecha de conservar mi libertad, aún a costa de continuar siendo virgen.

Por lo demás, me considero atractiva, tal vez hasta bella. Soy esbelta, morena clara, con ojos de un color insólito, parecido al de las cerezas; mi pelo me gusta mucho.

Es largo, ondulado, castaño claro que va muy bien con el color de mis ojos; mis senos son soberbios, creo que esculturales; es decir, ni grandes ni chicos, sino de una proporción escultural, con pezones sonrosados así como las areolas que los rodean, verdaderamente hermosos mis pechos.

Mis caderas son amplias, sin llegar a la exageración, y me precio de tener los muslos y las piernas más lindos que he visto, considerando incluso los de muchas de las modelos y artistas cinematográficas.

Pero lo que realmente me subyuga, en mi tremenda vanidad narcisista, es la configuración del triángulo piloso que adorna y recubre de manera extraordinariamente bella, mi vagina.

Así que, vista desnuda, de frente o de perfil, soy hermosa.

Y por esto es que tengo el montón de pretendientes y un sin número de propuestas para establecer relaciones amorosas, o de noviazgo formal.

Todas las propuestas y pretendientes son rechazados con cierta rapidez. (nota: como ves, he cambiado; mi tendencia narcisista casi la he eliminado, lo mismo mis criterios en torno al hermoso ejercicio de la sexualidad y, debo decírtelo, gracias a la prestancia y acuciosidad amorosa de mis padre, los dos por igual)

Hice este recuento, ante la sorpresa de haber tenido el sueño mencionado, y la inquietud, francamente sexual, que provocó.

¿Será que estoy eludiendo tener la práctica sexual, escudada en tonterías como las dichas?, me dije ese día, y me contesté: no lo sé, pero en éste preciso momento y con toda sinceridad para conmigo misma, siento que no eludo nada, que mis apreciaciones y tendencias son claras, y que mi decisión de tener relaciones sexuales sólo con aquel que me atraiga y yo piense que dejará a salvo mi libertad y mi integridad individual, es correcta y que no existen razones para cambiar esta decisión.

¡Ya vendrá el tiempo y el sujeto!, fue la conclusión a la que llegué la mañana siguiente a mi sorprendente sueño erótico. Ese día…

Escuché ruidos en la cocina.

Debía ser papá; siempre se levanta temprano, aún estando de vacaciones. Me fui al baño para vaciar mi vejiga, y peinar un poco mi largo pelo antes de bajar. Mientras estaba sentada en la taza, me sentí contenta.

Como que la inquietud tenida se estaba yendo. Lo atribuí al sentimiento de plenitud que invadió al pensar en la singular familia que conformábamos mi padre, mi madre y yo.

No es que fuera nada especial, solamente era que nos llevábamos muy bien y que siempre y en todos momento éramos alegres, divertidos, muy unidos y complacientes con los otros.

Como hija única, al crecer y hacerme adulta con padres muy jóvenes – mi padre tiene 39 y la misma edad tiene mi madre.

Se casaron a muy temprana edad porque en el pueblo donde nacieron y se criaron, no había ninguna posibilidad de tener sexo sin estar casados, vamos, ni siquiera putas había en el pueblo serrano – me sentí como un adulto más que se integraba a los otros dos; es decir: dejé de sentirme hija, para pasar a la categoría de la tercera persona del grupo.

Creo que ese mismo sentimiento mantenían mis padres.

Año con año, durante el período de vacaciones de papá, salíamos a diferentes lugares para disfrutar ese magnífico tiempo conviviendo y gozando de todo. En esta ocasión fuimos a la costa de Quintana Roo; nos alojamos en una cabaña situada en la playa, propiedad de uno de los jefes de mamá que se la prestó.

El precioso mar del caribe, la frondosa selva aledaña y el cielo azulísimo, nos hacían regodearnos en el placer del dulce far niente admirando la naturaleza y permaneciendo en traje de baño el día entero.

En muchos kilómetros a la redonda, no había nada, excepto el mar, la vegetación, el calor y el hermosísimo cielo azul. Por supuesto, la playa y los alrededores, desiertos. Es decir, no había nadie más que nosotros en varios kilómetros a la redonda.

Con ese estado de ánimo bajé. Papá frente a la estufa, tal vez preparando algo para desayunar. Mi madre era la última en levantarse, casi siempre a medio día.

Decía que sólo en este tiempo le era posible hacerlo, puesto que, debido a su trabajo, tenía que levantarse muy temprano para poder dejar preparada la comida, a más de tener todo listo para cuando nosotros bajábamos a desayunar.

Y por eso nosotros, en vacaciones, la dejábamos estar en la cama hasta que le diera su regalada gana. Mi papá estaba sin camisa, descalzo, y con un delgado short. Sin hacer ruido me fui acercando. Él me sintió, volteó, sonrió y dijo: «Buenos días, hija. ¿Qué tal dormiste? Lo besé en la mejilla y me situé a su lado. «Más o menos.

Estuve algo inquieta. ¿Y tú?» «Pues muy bien. Ya sabes que duermo a pata tirante». «¿Qué haces», le dije, al tiempo que con mi mano lo tomaba de la cintura desnuda. «Vigilo los frijoles para que no se quemen. Freí unos pocos, ya sabes que a mamá le encanta desayunar sus frijolitos.

Ya piqué la fruta y el café está listo. Solo faltabas tú para que desayunemos», y entonces su mano me tomó de la cintura.

Yo bajé con una blusita casi transparente, sin sostén y sin calzones, pero con un delgado short, parecido al de papá. Ambos teníamos la vista fija en la cazuela de los frijoles y las manos del otro en nuestras respectivas cinturas. Me sentí tierna, y recliné mi cabeza sobre el hombro desnudo de papá.

Entonces él me besó en la frente con un beso muy tierno, que sentí húmedo.

Suspiré y cerré los ojos.

Mi relajamiento tenía mucho que ver con esa sensación de seguridad y cariño que emanaba del calorcito del cuerpo de mi padre, y también detecté el olor que se desprendía de su piel.

Ya conocía ese olor, y sin embargo esa mañana, lo sentí especial, como si fuera un perfume que alertaba mis sentidos. Volteé a verlo sin despegar mi cabeza de su hombro.

El perfil tan conocido, me pareció soberbio y muy bello. Usaba barba y bigote; la tenía revuelta, así como su pelo que también usaba un tanto largo.

Me estremecí sin saber, al principio, a que era debido ese inusual estremecimiento.

Unos segundos después, comprendí que me estremecí al considerar sumamente guapo y atractivo a mi padre, al hombre que estaba a mi lado en cuyo hombro descansaba mi cabeza.

Y volví a suspirar, sintiendo que mi sonrisa se ampliaba por la satisfacción que sentía al estar al lado de un hombre como aquél.

Y, sin pensar en nada, tomé la mano que estaba en mi cintura e hice que adelantara su posición para sentirla más en mi plano vientre.

Los dedos se removieron haciendo una caricia, caricia que aumentó mi estremecimiento y mis suspiros. Papá volvió a besar mi frente, pero esta vez el beso se prolongó.

El beso hizo que mi sensibilidad aumentara para las sensaciones que el beso despertaba y, al mismo tiempo, me hacía abandonar cualquier otra percepción.

Mi mano que estaba en la cintura de papá, apretó su cuerpo contra el mío, y la mano libre fue a acariciar el pecho robusto y con largos pelos de papá.

Yo no pensaba, solo sentía. La mano de papá que estaba en mi estómago, aumentó el movimiento acariciador de los dedos y la otra acarició mi rostro con mucha suavidad y ternura, sin que el beso cesara.

Sentí que mi aliento estaba más caliente y que mi respiración aumentaba de frecuencia. Se escuchaba el suave frote de las manos acariciando la piel del otro, y el tenue hervor de los frijoles.

Mi mano en el pecho velludo, empezó a jalar de esos pelos, y la mano de dedos ágiles hizo que uno de los dedos se metiera en mi ombligo, caricia que casi me hace saltar, pero que sí me hizo sonreír muy complacida, disfrutando la intimidad de las caricias mutuas. Sentí que el aliento y la respiración de papá se solidarizaran con los míos aumentando su calidez y la frecuencia de las respiraciones.

La mano en mi rostro se apartó, lo que hizo que mis ojos se abrieran como para reclamar, con la vista, el abandono. Pero la mano sólo iba a apagar la estufa.

Cuando regresó esa mano, me tomó de la barbilla y obligó a mi rostro a levantarse, aunque continuaba con los ojos cerrados.

Luego, la mano permitió que mi cara descendiera para volver a la calidez del hombro y al olor que anhelaban mis sentidos.

Entonces mi mano ascendió para acariciar el rostro barbado, lo que me produjo nuevas y mas sentidas sensaciones.

Sensaciones que se incrementaron, cuando mis dedos delinearon el contorno de la boca y los labios sensuales de mi padre, y se estremecían al sentir las asperezas de barba y bigote.

Mi mente continuaba ausente, y mis sensaciones en ascenso. Mis suspiros eran jadeos y mis manos se humedecían.

Mis ojos continuaban cerrados, como no queriendo participar de nada para no impedir que el acercamiento tan hermoso e íntimo continuara.

Sentí la punta de la lengua de papá saliendo de su boca fusionada a mi frente. Y quise sentir su boca en mi boca.

Giré mi cabeza. La boca se fue, pero la mía fue en su busca.

Mi boca la encontró apenas un poco más allá, y se prendió a los labios sentidos por mis dedos.

Papá suspiró fuerte, e hizo un movimiento para que nuestros cuerpos quedaran frente a frente, sin que su boca se retirara de la mía.

Y sus fuertes brazos me rodearon, y yo hice lo mismo con los míos apretándolo para sentir su torso con mis senos, senos que sentí enhiestos, con pezones duros, calientes.

Fue entonces cuando la lengua de papá salió de su madriguera para ir a internarse en mi boca. Y yo apreté los labios abiertos de papá como para impedir que su suave y cálida lengua se fuera a arrepentir de sus intentos exploratorios y acariciantes.

Mi lengua ya sentía la otra, sentía esa suavidad, esa humedad tan exquisita, y el filo de los dientes, y el dulzor de su saliva, y el aliento cálido que se mezclaba con el mío.

Sus manos se metieron bajo mi largo pelo, y acariciaron mi espalda de una manera sensual, tenue, como no queriendo que las suaves yemas de los dedos fueran a dañar la tan delicada, sensible y tibia piel.

Mis uñas, inexplicablemente, se clavaron en la espalda enorme de mi padre, y mis palmas se estremecieron cuando sintieron los pelos de la cintura paterna.

Y como los pelos bajaban más allá del límite de los calzones, mis manos se metieron hasta apresar las nalgas, nalgas que se contrajeron al sentir el contacto de mis manos como diciéndoles que estaba gozando, disfrutando la caricia.

Mis dedos apretaron el preciado botín recién descubierto y atrajeron el cuerpo hasta pegarlo totalmente al mío.

Entonces sentí algo duro que presionaba mi vientre; estuve segura que no era una mano, tampoco un dedo, puesto que las manos andaban por mi espalda buscando la manera de llegar hasta la piel oculta por la blusa.

Y por eso hice que mi lengua danzara frenética contra la otra y que mis dientes mordieran levemente los labios de la boca portadora de una lengua que tanto estaba excitando a mi propia lengua, todo mientras mi boca se frotaba contra la otra boca.

Entonces las manos ajenas pudieron separar la blusa de la piel y recorrieron mi espalda, haciendo que el periplo de esas manos prodigiosas llegara hasta mis nalgas y las aprisionaran como las mías hacían con las otras nalgas.

Y esas manos me apretaron.

Por esto la dureza que presionaba mi vientre, se hizo más evidente y más estremecedora.

Las manos de papá, empezaron a acariciar con mucha dulzura mis nalgas, como no queriendo que esa caricia fuera a lastimar, sino que tuviera la intensidad suficiente para que las sensaciones que en oleadas de calor me recorrían de la raíz de mi pelo hasta las uñas de mis pies, se hicieran más intensas y más sensuales, y que al mismo tiempo me hicieran sentir el cariño, el amor que esa caricia implicaba.

Pero yo ansiaba más y más sensaciones como las que hasta ese momento sentía, y por eso sentí la necesidad de frotar mis senos contra el potente tórax de papá. Y lo sentí espléndido, sabroso, excitante.

Pero insuficiente. Insuficiente porque la tela de mi blusa impedía que el contacto de las pieles fuera eso precisamente, contacto de pieles.

Y por primera vez mi cuerpo se separó un tanto y mis manos abandonaron sus tesoros, sólo para hacer saltar los botones que mantenían cerrada la blusa y luego, sin interrupción de los movimientos, lanzar la blusa al infinito.

Y entonces sí, mis senos se regodearon frotándose contra ese tórax y contra los pelos que lo poblaban.

Mis pezones casi estallan de placer, placer que se vio incrementado por los fuertes jadeos que la garganta de papá dejaba escapar casi sin interrupción.

Entonces las manos apretaron con fuerza, hasta producir dolor exquisito a mis nalgas.

Y fueron estas las más audaces porque estiraron el elástico de la cintura para iniciar un rápido retiro de tan estorbosa prenda, retiro que mis piernas, autónomas, ayudaron a que se diera levantándose una primero y luego la otra.

Y mis manos, imitadoras, hicieron lo mismo con el elástico del otro calzón.

Y las piernas ajenas y peludas hicieron los mismos movimientos que las mías para que el short fuera expulsado.

Y entonces, ¡lo sublime! Sentí en toda su extensión y dureza, la gran erección galopante que se apretaba contra mi terso vientre. Y al mismo tiempo sentí las contracciones de mi vagina, contracciones que llevaron a mi conciencia la presencia ya sentida, aunque no asumida, de mi enorme humedad, humedad que ya bañaba mis muslos haciéndolos viscosos y muy sensibles a los movimientos de uno contra el otro.

Aterrada, sentí que la boca soldada a la mía, me abandonaba, de allí mi pavor, pavor a que esa bendita boca se fuera para siempre.

Pero no fue así, solo fue a lamer mis senos, a llenarlos de saliva, y luego a morder levemente mis pezones para después engullirlos hasta que la boca entera mamaba como si fuera la de un lactante.

Yo no dejaba de jadear y gemir desde hacía eones, y cuando la boca mamaba entusiasmada, sentí un estremecimiento fantástico que mi mente ausente pudo interpretar como un enorme orgasmo, orgasmo que se acompañó de la expulsión de líquidos abundantes desde mi virginal vagina.

Y la boca se aplicó en la mamada, mientras las manos que andaban por mis nalgas las abandonaron para ir a hurgar entre mis pelos púbicos.

Yo tuve que echar hacia atrás mi cabeza, sacudida por un nuevo orgasmo de potencia inusitada, y tanto que casi hace que mis piernas se negaran a continuar sosteniéndome.

Al hacer el que mi cabeza diera libre salida a mis gemidos orgásmicos, propicié que la erección me hiciera sentir su propia humedad. Por eso mis manos anhelaron sentir esa verga enhiesta.

Autónomas, se dirigieron a la potente erección y ambas la tomaron con cierta fuerza, para después empezar a moverse con dulzura, con mucha ternura, sobre la larga extensión del grueso palo.

Papá suspiraba más y mejor, pero no podía, aún, igualar mis gemidos ni mis jadeos, ni mis suspiros, ni mis lágrimas de placer, ni mis sollozos atronadores.

Y ya los dedos que antes se enredaban con mis pelos, incursionaban entre mis delicados labios verticales.

Un fuerte orgasmo me sacudió cuando, sin saber porqué, vi cómo mi padre sacaba los dedos de mi raja y luego los chupaba con pasión, con enorme deleite.

Y mis manos iban de delate atrás, haciendo que el suave prepucio se deslizara dejándome ver la brillante y enorme cabeza ciclópea.

La boca de papá continuaba mamando mis chichis, y yo me retorcía de placer sintiéndolas en su atronador esplendor, y por la superficie de mis perfectas, calientes y hermosas chichis, en este momento más que sensibles.

Entonces, para mi sorpresa, papá me levantó en vilo, para depositarme sobre la cubierta de la mesa sin importarle tirar lo que había sobre ella.

Quedé boca arriba y con las piernas muy abiertas. Vi y sentí con enorme placer, cómo papá se extasiaba contemplando mis belleza más íntima.

Luego percibí sus manos acariciando con gran ternura la piel de mis muslos, la del vientre, la de las piernas, para luego jalar levemente mis pelos, y con sus dedos recorres tanto la piel como la raja que rezumaba más y más jugos.

Tuve otro poderoso orgasmo, orgasmo que se prolongó al infinito cuando su boca fue a anidarse dentro de mi raja.

Pero se anidó no para permanecer pasiva, sino para poner la lengua a lamer, a sus labios a chupar los finos labios y las delicadas ninfas, y a sus dientes a morder con infinita ternura lo mordible que se encuentra en mi pucha, en mi raja prodigiosa y por primera vez mamada por una boca sabia, tierna, cariñosa.

Volé por las galaxias y por los dulces confines del universo con la soberbia, tremenda y amorosa mamada que papá me daba.

Fui y vine de un orgasmo a otro, de un lado del universo al opuesto en medio de grandes gritos de placer, de ese desmedido placer que la lengua, los labios y los dientes me estaban dando.

Yo creo que mis gritos, sumados a las caricias que mis manos hacían sobre la verga hicieron que papá se encogiera al tener su primera eyaculación y sus primeros gritos francos, abiertos, plenos de placer.

Yo sentía que me derretía, que casi moría a cada nuevo lengüetazo, a cada nueva chupada, a cada nueva andanada de mamadas que la incansable lengua y boca de papá me daban.

La verga apenas si perdió momentáneamente algo de su rigidez, porque mis manos continuaron acariciándola con ternura, con mucho amor.

En segundos, la verga estaba tan dura como antes de la eyaculación, eyaculación que en ese momento sentí bañaba la piel del frente de mi cuerpo, desde mi rostro, hasta mis muslos, pasando por mis chichis, mis pelos y mi raja.

Durante ese tiempo y el sinnúmero de orgasmos tenidos, permanecimos sin decir palabras, solo nuestros gemidos y ayes de placer atronaban el espacio.

Ni siquiera pensábamos en que mamá se podría despertar con tantas manifestaciones ruidosas de nuestra pasión y nuestro placer.

Sin que mi último orgasmo se acallara, sentí que la verga abandonaba mis manos y era tomada por las manos de papá. Intrigada abrí los ojos para ver lo que pasaba.

Entonces vi, con enorme gusto y placer, que la verga se dirigía a mi pucha y, de inmediato, sentí la cabeza brillante y aún con una gota de semen asomando por el ojo único, apoyada en la entrada de mi vagina.

Me estremecí, pero no de dolor o miedo, sino del enorme placer que sentía porque supe en ese preciado momento, que esa verga se iba a enterrar muy dentro de mi sagrada cueva.

Suspiré, gimiendo, para abrir la boca, sacar mi lengua y llamar con ella a la otra boca que estaba entreabierta y con la lengua lamiendo sus labios a falta de mis propios labios verticales.

Y vino la boca mamadora para besarme con ternura, para hacer entrar su lengua que lamió con cariño, suavemente, mi lengua, al tiempo que las nalgas de papá empujaban lo que estaba adelante, a la verga tremenda que empezó a luchar por adentrarse profundamente en la gruta del placer que con tantas ganas se le ofrecía y que con tanto placer la esperaba para aprisionarla con los pliegues de mi vagina y darle así todo el amor de que era merecedor.

La verga se fue metiendo, yo sentía cómo avanzaba poco a poco, queriendo evitar el dolor, dolor que no se presentó en ningún momento.

Fui sintiendo esos avances con pasión creciente y con el maravilloso orgasmo infinito incrementado.

Era una tranca enorme, pero la pude alojar completa dentro de mi vagina, muy adentro de mi sagrada caverna.

Cuando sus huevos chocaron con mis nalgas y mis labios verticales, el empuje se suspendió y la verga permaneció estática, sin moverse, como queriendo disfrutar al máximo el placer de haber entrado a mi pucha que rezumaba jugos en abundancia.

Y yo la sentía gruesa, plena, dura, tierna. Sensaciones que hacían que mi orgasmo se hiciera más patente, de mayor potencia, inacabable, inconmensurable.

Luego, poco a poco, como no queriendo apresurarse, inició el movimiento de sus nalgas que se acompañaba con un entrar y salir de la verga en mi vagina. Y fue el paraíso. El Nirvana del placer. La Gloria de la gloria de la cogida plena de amor y pasión.

No sé cuanto duró ese ir y venir de tan prodigiosa verga.

Sí sentí varias veces que mi pucha se llenaba de la leche que en potentes eyaculaciones vertía la verga dentro de mi vagina.

Estaba enervada, totalmente fusionada a la verga y al placer.

Ocasionalmente escuchaba los gritos de papá como tratando de acallar los míos.

Cuando la cara de papá se derrumbó sobre mi tórax y su boca encontró una de mis chichis, mi orgasmo ininterrumpido dio un último salto al paraíso ganado.

Mi padre estaba exhausto.

Mi vagina se contraía llena de placer, casi con desesperación placentera.

Y sentía la verga que se iba encogiendo al mismo tiempo la abundante leche derramada dentro de mí, salía de la cueva formando una cascada, catarata que tenía también la virtud de provocarme más placer, otro gran orgasmo.

Y la sagrada boca de papá mamaba mi chichi, cosa que hacía que mi orgasmo continuara presente, permanente. Por fin mis nalgas se pararon sin estar cansadas de moverse, y todo movimiento cesó.

No sé cuánto tiempo pasó, para que nuestras respiraciones se calmaran y para que los gemidos dejaran de emitirse.

Lo último que se apaciguó, fue la salida de la leche cálida que escurrió constante de mi pucha peluda desde que la verga, exhausta, salió de su guante amoroso.

Mis manos acariciaban el torso liso y fuerte, y la boca de él no dejó la chichi ni un solo instante, como si quisiera conservarla para la eternidad.

Papá fue el primero que dio señales de vida. Levantó su rostro aún sudoroso, respiró profundo, con una de sus manos retiró el mechón de pelo que cubría en parte sus ojos, me miró con amor infinito, y dijo:

– ¡Me diste el paraíso!

– Y tú me llevaste al Nirvana pasando por tu propio paraíso, padre.

– Fue… ¡divino!

– Estuve en la Gloria, por la gloria de tu amor.

– ¿No te arrepientes?

– ¿Se puede alguien arrepentir de gozar de y con Dios?

– ¡Eres mi diosa!

– Y tú, padre, ¿te arrepientes?

– Nunca me había pasado nada celestial, ¿puedo arrepentirme de haber estado en el cielo teniendo y disfrutando el placer con la más bella de las diosas?

– ¿Tuviste placer?

– Nada se puede comparar con el gozo, con el placer que me has dado.

– ¿Sorprendido?

– Sorprendido y feliz.

– ¿Me culpas?

– ¿De qué puedes ser culpable? Dar amor, no es culpa; el amor es lo más maravilloso de la vida. Y tú, ¿me culpas?

– ¿Cómo puedo culparte por darme lo más sublime de mi vida? No conocía el sexo, padre. Hoy, gracias a ti, lo conozco. Ahora entiendo el desperdicio que es la vida sin el amor que se expresa con el sexo.

– ¿No importa que sea… tu padre?

– ¿Te importa que sea tu hija? Además, eres hombre, y soy mujer. Lo demás, son estupideces.

– ¡Me haces enormemente feliz!

– No tanto cómo tú me has hecho. ¿Sabes papá?, era virgen. Creo que no hay mujer mortal que pueda tener el orgullo, y el placer, de haber sido desvirgada por su amantísimo padre, ni que sea tan feliz por haberle entregado la virginidad, como yo lo soy.

– Lo supe cuando… me permitiste introducirme en tu virginal recinto. ¡Nunca había sentido tanto amor!. Amor recibido, y amor dado. Ambos manifiestos en tu apertura plena y placentera y en mi progresivo ingreso al Paraíso de tus entrañas.

– ¡Soy feliz, padre!, y lo soy, porque tú estás aquí, y porque me diste infinito placer y amor.

– ¿Y tú madre?

– Se perdió la Gloria.

– ¿No sientes que la marginamos, que la traicionamos?

– No. Primero, no existe traición en este bello amor. En todo caso existe la incomprensión y la intolerancia; a más del egoísmo y la absurda posesión de las personas por otras personas. Segundo, fue un accidente que no haya estado; ¡ya estará compartiendo y compartiéndonos!. Esto lo puedo asegurar, así lo siento y así será; me lo dice tu amor, y el amor que siento en ella y que, por desgracia, no se ha manifestado como tu amor y mi amor. Pero ella es todo amor… y todo sexo, así lo creo, así lo siento. Mi alma me dice que nos dará, y le daremos, inmenso amor y placer con su sexo, con su cuerpo, con su espíritu.

– ¿De dónde tu seguridad?

– Soy mujer, padre. La entiendo, como quizás tú no la entiendas. Tampoco conozco su cuerpo, como no conocía el tuyo; pero lo intuyo pleno, cálido, dispuesto al placer del sexo y el amor. Estoy segura que tú lo sabes, solo que nunca te has puesto a investigar el portentoso potencial amatorio que tiene mi madre en cuerpo y alma.

– ¿Qué harías de presentarse ella en este momento?

– La invitaría a sumarse a nuestro amor. Iría a besarla con toda la ternura de los besos que tú me enseñaste. La desnudaría con el mismo cariño que tú pusiste al desnudarme. Besaría sus senos hermosos, y mordería sus pezones. En fin, repetiría el repertorio de ternuras que tú me enseñaste hace solo unos minutos y que tanto placer me han dado, y que tanto me han hecho sentir tu amor.

– Y ella, ¿aceptaría?

– No solo aceptaría, se prodigaría en dar y recibir caricias, sexo y amor.

– ¿Estás dispuesta a… repetir la experiencia?

– Pero padre, no se trata de repetir, se trata de continuar. Nuestro amor será perdurable hasta la muerte de cualquiera.

– ¡Eres hermosa, inteligente y espléndida en el amor… y en el sexo!.

– ¿Vamos por mamá?

– Tengo temor.

– No temas, padre. Ella es toda amor. ¿Te gustaría que yo… la convenciera?

– Me harías enormemente feliz.

– Entonces, padre, espera un poco, pronto estará con nosotros sintiendo el placer de amarnos con su alma y con su cuerpo.

Estilando jugos por entre mis pelos, me levanté. Él me besó con toda la pasión de que es capaz puesta en ese beso. Yo, le entregué de nuevo mi cuerpo y mi alma en el beso recíproco.

Luego, con tristeza, me puse el precario short, y recogí mi destrozada blusa. Después, me fui en busca de mi madre.