Mi mejor realidad

Vero, mi primera novia en serio, tenía mi misma edad, 17, cuando comenzamos lo nuestro.

Fué una época genial de mi vida.

Si bien estudiábamos en colegios diferentes, concurríamos en el mismo horario, por lo que todos los días la pasaba a buscar y teníamos excusa para besuquearnos un buen rato hasta el almuerzo.

A eso de las 17, yo invariablemente iba a su casa, donde compartíamos nuestro tiempo, ya sea estudiando materias comunes o simplemente disfrutando de nuestra mutua compañía.

Ella tenia una hermana once meses menor y ambas vivían solo con su madre, Silvia, que en aquel entonces estaba separada y tendría unas 36 primaveras.

Vero, que era muy linda, solo había heredado una parte de la belleza de su madre. Porque entre ambas había diferencias notorias.

Para empezar, Vero era «rellenita» con una gran tendencia a engordar a la primer galleta de mas en que solo posara sus ojos.

Tenía un hermoso culo, pero también había que tener en cuenta que era un culo de adolescente y que las probabilidades de que se desmoronara a corto plazo eran bastante altas.

Su rostro era lindo, pero del 1 al 10 yo le daba un 6. Todo eso lo compensaba con un compañerismo irresistible que daba color a mis horas con ella.

Su madre Silvia, en cambio, era un espléndida beldad de 1, 75 de estatura (con tacos, de los que jamás se desprendía). Pelo lacio y castaño hasta la media espalda, rostro de 8, 50 puntos, senos del 95, culo del 100 y cintura del 65.

Yo me deleitaba («amateurmente» se entiende)mirando sus cortas falditas y sus piernas siempre enfundadas en medias de nylon que resaltaban su forma.

Silvia estaba tan sola!.

Su marido la había dejado por la juerga y las putas cuando las niñas eran muy jóvenes y ella había remontado la situación con gran estoicismo.

A mi me quería. Lo mostraba en sus actitudes. A veces me parecía que me quería demasiado. Pero estaba claro que mas allá de cierto punto todas eran fantasías locas.

Lo cierto es que yo era el único hombre que frecuentaba la casa y muchas veces me vi en el papel que desempeñaría un hipotético padre que allí tuviera su hogar: arreglaba canillas rotas, movía muebles, reparaba la instalación eléctrica, en fin, esos quehaceres típicos de padre de familia en ejercicio.

Con Vero me inicie en la vida sexual, con toda la torpeza del principiante. Tuve mis fracasos en la cama y me sentí morir en esos momentos.

Trataba de no herir a Vero, tratándola con dulzura, aunque años después comprendí que a pesar de mi buena voluntad solo había hecho un muy mediocre papel como amante.

Por otra parte, en la soledad de mi cuarto, Silvia era el objeto de mi deseo. Y muchas veces el coño de Vero terminó lleno de semen que no le pertenecía a ella sino a su hermosísima madre.

De todas las cosas que sucedieron esos 3 años les relataré dos, que me parecieron determinantes.

La primera fue que por casualidad cayo en mis manos un libro de texto que hablaba de cierta situación que se daba en las parejas jóvenes cuando la madre de ella, tal vez por celos o por simple competencia (el libro debatía sobre ambas cuestiones sin dejarlas claras), se entablaban relaciones adulteras entre ella y el yerno a espaldas de la hija.

Yo leí el libro con avidez, pero cuando terminé concluí que eran de esas típicas situaciones que siempre le ocurren a otros, jamás a uno.

Sin embargo la lectura influenció mi comportamiento en forma concreta. Por ejemplo comencé a visitar la casa de Vero en momentos en que sabía que ella no estaba, tan solo para disfrutar desnudando a mi suegra con los ojos y charlar con ella de cualquier tema trivial.

Mientras hablábamos, mi cabeza era como una pantalla de cine donde se proyectaba una película en la que el protagonista (o sea yo) superaba sus temores y tabúes, tomaba a su suegra por la cintura, y comenzaba a besarla en el cuello ignorando sus quejas y hasta, por que no, usando algo de fuerza que le permitiera someterla y poseerla hasta el orgasmo fenomenal que definitivamente la domara y la hiciera aceptar el rol de amante secreta.

En la realidad, esas sesiones cinematográficas terminaban con pajas monumentales en el mismísimo baño de Silvia. Pajas que a veces se repitieron en tres ocasiones la misma tarde.

Es que si Uds estuvieran en mi lugar, entenderían que difícil es estar a solas con una mujer de bandera, que a cada palabra te hace parecer posible abordarla pero con la que te sientes atado de pies y de manos.

La segunda cosa que ocurrió es que Vero creció.

Con el tiempo me he dado cuenta que simplemente puedo explicar nuestra ruptura desde ese ángulo: Vero creció, y esa madurez se manifestó en el hecho de necesitar un hombre que la complaciera mas en la cama que el torpe novio adolescente que tenía.

Al menos no me puso los cuernos. Se sentó y me explicó que había conocido a alguien, un ayudante de la facultad cinco anos mayor, y que quería intentar algo con él, por lo que me dejaba.

En fin. Ante tanta sinceridad. . . ¿Qué podía yo decir?.

Tuve que aceptarlo frente a sus ojos con toda la dureza de carácter que pude encontrar dentro mío, para luego llorar como un bebe a solas en mi cuarto.

Tantos años de rutina concurriendo a su casa por las tardes no era algo fácil de cortar de raíz.

La inercia me llevaba a su casa, donde Silvia me recibía indignada por la actitud de Vero hacia mí. Lejos estaba yo de comprender que esas actitudes son normales en los asuntos del corazón: cuando la cosa no va más, pues no va más y se acabó. Así de simple.

Pero Silvia, mujer ya madura, que debía comprenderlo por experiencia, lejos de hacerlo me potenciaba en mi pena.

Un buen día Vero apareció en mi casa con su nuevo novio. Estaban indignados porque al no cesar yo mis visitas a su hogar, Silvia se negaba a dejar entrar a Mario (así se llamaba el desgraciado cabrón) y me intimaban a dejar de frecuentar la casa.

Para mí eso fue el detonador. Mi única respuesta fue poner KO a Mario con un golpe afortunado directo al mentón.

Y luego, dirigirme a Vero que lloraba intentando despertarlo en plena calle en estos términos:

«Vete a la mierda tu y tu maldito novio. No quiero saber nada de ti», tras lo cual cerré la puerta para olvidarme del asunto en la intimidad.

Solo con mi dolor, los días empezaron a transcurrir. No fui mas a la casa de Vero y de a poco empecé a reencaminar mi vida con muchísimo esfuerzo y sin que cupiera en el otra mujer. No tenía fuerzas para eso.

Así llego el día de mi cumpleaños 21.

Siempre cae alguien en casa a saludarme, aunque yo no invite jamás a nadie.

Ese día esperaba a unos buenos amigos míos y el plan era jugar a las cartas hasta tarde y platicar bobadas.

Cual seria mi sorpresa, cuando a la tardecita mi madre, con cara de extrañeza, me dice que Silvia había llegado para saludarme y que me esperaba en el living.

Me apure a salir a recibirla. Mi familia, prudentemente se hizo a un lado. Ellos habían sufrido conmigo la ruptura y respetaban el gesto de Silvia sin olvidar que era algo personal mío.

Silvia estaba espléndida. Me había comprado un cuchillo de monte como regalo.

Yo la hice sentar, le ofrecí una copa y mientras hablábamos bobadas me sumergí como en los viejos tiempos no tan lejanos, en la película que proyectaban sus piernas, monumentalmente coronadas con sus zapatos de fino taco aguja.

No pasó mucho tiempo hasta que el tema Vero salió a luz. Ella me dijo, casi pidiéndome disculpas, que había cedido a la entrada de Mario a su casa, que en el fondo era de su hija Vero de quien se trataba y que. . . . bla bla bla.

Yo asentí y le pedí cordialmente que no hablara mas del tema, que estaba bien su conducta y que este no era el mejor momento ni el lugar para hablarlo.

Ella comprendió y después de cambiar una palabras más se levantó para irse.

Cuando estábamos ya en la puerta, mirándome a los ojos me dijo:

«No quiero que te pierdas, al margen de Vero, quiero que sepas que soy amiga tuya y que quisiera que no pierdas el contacto».

De mas esta decir que su confesión me desarmo por completo. Claro que no la perdería.

Tres días mas tarde, el martes, la llamé por teléfono en un horario en que Vero estaba ausente.

Le agradecí nuevamente su saludo de cumpleaños y entre la charla pude meter, como quien no quiere la cosa, la idea de que quería verla para charlar un buen rato.

Ella se puso contenta. Después de todo era Ella quien lo había sugerido con eso de «No perder el contacto».

Pero claro, a su casa yo no podía ir, y Ella a la de mis padres tampoco, así que (Que cagada, no?), la invité a cenar el sábado.

Tuve que contener un grito de alegría cuando me dijo que la pasara a buscar a las 21 por la esquina de su casa.

LA HEMBRA DE MIS SUEÑOS HABIA ACEPTADO CENAR CONMIGO.

La planificación del sábado ocupó mi tiempo del resto de la semana.

Aseguré que mi padre me diera el auto. Conseguí dinero prestado y compre ropa nueva para la ocasión.

Hice una reserva en un restaurant lujoso y apartado de las vistas y algunas cositas mas.

A las 21 del sábado, la sola visión de la mujer que me esperaba me puso a cien.

Vestido negro ajustado de falda muy corta, altos zapatos de tacón, muy finos, con un detalle en dorado excitante, medias negras de nylon ajustadas, pelo suelto y rubio (Se había teñido para mi?).

Solo tardo un segundo en subir al auto y una vez dentro, al saludar su mejilla con un beso, pude inhalar un perfume muy seductor cuya fragancia aun recuerdo.

-«Que guapo estas hoy!», me dijo como primeras palabras.

-«A la medida de la mujer que me acompaña», le contesté rápidamente.

Ella sonrió sin asustarse.

-«Si no fuera porque sabemos la historia, todo este despliegue de encuentros a escondidas y vestimenta de gala me harían pensar que estoy en una verdadera cita».

Pensé un nanosegundo mi respuesta:

«Tal vez sería divertido si jugamos a que lo es». . .

Ella sonrió. «Si, tal vez» dijo sin agregar más.

El resto del camino hablamos de trivialidades. Mejor dicho, ella habló. Yo intentaba dominar mis manos que parecían tener vida propia y querer deslizarse bajo su falda.

La mesa que ocupamos estaba en un lugar apartado, escondida tras una columna y su mejor luz era la proporcionada por una solitaria vela central.

Corrí la silla de Silvia para ayudarla a sentarse y ella prudentemente no hizo comentarios acerca del glamour que todo el local parecía sugerir.

Era obvio que todo en ese lugar era como decirle al oído «Esta noche voy a follarte hasta que mueras».

En esas circunstancias, ella no podía decir nada más, solo aceptar o no aceptar cuando el momento llegara.

Cenamos con abundante champagne y nuestra conversación fue derivando desde la intrascendencia hasta temas en los que en cada palabra me jugaba el alma entre el cielo y el infierno.

Ella me contó de su separación, de lo duro que había sido para ella remontar esa cuesta sola y con las hijas a su cargo. De lo imposible que le había resultado comenzar otra relación sentimental, hasta el punto de haber desarrollado cierta repulsión por los hombres.

Yo le contaba que había superado lo de Vero, pero que tenerla como amiga era un premio que casi justificaba la ruptura.

«Solo casi?», me preguntó mirándome a los ojos y en un tono irresistible.

Antes de que pudiera articular una palabra, mientras escrutaba el fondo de sus ojos tratando de averiguar el verdadero sentido de sus palabras, sentí que la punta de su pie descalzo jugaba con la punta de mi polla en la entrepierna, bajo el mantel.

Yo no contesté.

Tomé su pie con mis dos manos y empecé a acariciarlos, deseando mas intimidad para poder chuparlos lentamente gozando de su tesura y de su olor.

Al fin dije:

«No, no casi. Te he deseado desde el primer minuto en que te ví. Pero siempre te creí inalcanzable»

Ella soltó una risita.

«Que estúpidas son algunas cosas. No sabés lo que he envidiado a mi hija cada minuto de su noviazgo contigo. De noche soñaba que me hacías el amor y muchas veces he tenido que masturbarme furiosamente para conciliar el sueno nuevamente. Pero nunca me animé a irrumpir en mi baño cuando sabía que tu estabas ahí pajeándote por mí».

No me hizo falta más. Pagué la cuenta y salimos discretamente del restaurante hasta el semioscuro parking, en donde la tomé de la cintura y nuestras lenguas chocaron con fuerza.

En el auto, ella se quitó los zapatos y con una mano empezó a magrear mi pija luego de liberarla de su

encierro. Mi polla estaba como un poste y en un stop ella se inclinó a pasar su lengua por mi glande.

Llegar a la habitación del hotel fue una proeza entre los manoseos y caricias descaradas y los efectos deshinibidores del alcohol que nos obligaban a más y más.

No sé si a Ustedes les habrá pasado alguna vez, pero para mí , que follar una mujer siempre requirió de una larga preparación, entrar a la habitación, levantar su falda y enterrarle la polla sin que mediasen mas que unos segundos entre hecho y hecho fue algo insólito.

Su coño era caliente, húmedo y grande. Mi polla, que tiene un respetable tamaño se movía ajustada pero contactando su cueva en todas las paredes.

De entrada nomás ya gritó su placer en mi oído.

Pero yo no me dejé llevar y la bombeaba rítmicamente y con mucha fuerza para prolongar un momento que no sabía a ciencia cierta si no sería un evento único.

Lamía su oído y su cuello, ella se dejaba llevar transportada a otra dimensión.

Cuando al fin la acabé con un estruendoso grito, ambos estábamos exhaustos.

Pero ella se incorporó y dejó caer su falda al suelo, quedando frente a mí solamente vestida con sus zapatos de tacón y una braga negra de hilo dental.

Pude apreciar la generosidad de sus curvas y sus pechos firmes. Y la visión me empaló de nuevo.

«Veo que te gusta lo que ves»

«Acércate, perra, y límpiame la polla con tu boca para que pueda follarte otra vez»

Ella, muy obediente se hincó ante mí y se tragó toda mi pija, bebiéndose los restos de leche que quedaban en ella.

«Vamos a jugar siempre así?», me decía mientras la penetraba

«Siempre», contesté yo pensando en que siempre no me alcanzaría.

Hicimos el amor hasta muy entrado el día. Y lo repetimos una vez más, completamente vestidos cuando nos preparábamos para salir.

Desde entonces, hace ya 10 años, lo hicimos con regularidad, aún cuando ella consiguió rehacer su vida con un hombre algo más cercano a su edad.

Ahora somos grandes amigos.