Historias – La Felicidad – I
Las personas necesitan desahogarse, sacarse del pecho las penas, las preocupaciones, el stress de esta «vida loca», las pequeñas culpas y las culpas enormes que no le permiten dormir en paz.
Muchas veces lo único que necesitan es a alguien que tenga la inteligencia de escucharles, de prestarle atención, de no decir nada, de callarse los comentarios.
Me refiero a que lo que les hace falta en es esos momentos es solamente decir lo que tienen por dentro, no precisan de un consejo o de un reproche, ni siquiera buscan aliento. Sólo buscan quien los escuche, algo así como un cómplice silente, ni más, ni menos.
Me siento afortunado de tener ese don, el precioso don de saber escuchar. Por eso conozco muchas historias, infinidad de conflictos, miles de secretos.
Pero yo también necesito librarme de las cargas, por eso les contaré algunas de esas historias, respetando el anonimato de los participantes, por supuesto. Estoy seguro que muchos hubiesen querido contarlo por sí mismos, pero los prejuicios y el peso propio de las situaciones vividas se los impedía.
Sin más, la primera de las historias.
Soy un hombre común y corriente, uno más del montón, de esos que por las mañanas se apuran en llegar al trabajo para no tener problemas con los jefes, que cumple con su labor lo más eficientemente posible, y que el día del cobro entrega todo el salario a su esposa.
Físicamente no soy ni un Adonis, aunque tampoco me considere hermano menor de Frankenstein.
Mi cuerpo no es como el de Stallone en sus mejores tiempos. En fin, un hombre promedio, incluso mis atributos genitales no son enormes, como muchos pregonan y tal vez no poseen.
Tuve una infancia como la de cualquier otro niño, y como todos, me interesé por el sexo cuando tuve edad para ello. Perdí la virginidad a los 16 años con una chica a la que llamaban «la novia de tu amigo», porque siempre estaba noviando con alguno del grupo, hoy uno, otro mañana.
Así las cosas, en las escasas tres veces en que hicimos el amor, aprendí mucho más que en todas las secretas conversaciones que sosteníamos entre los amigos, casi todos tan inexpertos como yo, casi todos alardeando de conquistas y épicos combates sexuales que jamás habían sostenido.
Conocí a mi esposa en la universidad y después de finalizar los estudios nos casamos, y bien pronto tuvimos a nuestra hija, siendo muy jóvenes aún.
Con ella adquirimos responsabilidad y aprendimos lo dura que era la vida… y hasta hoy estoy aprendiendo las sorpresas que nos tiene preparadas y que no esperamos.
Carla, mi pequeña, tiene 12 años, pero ha desarrollado muy temprano. Casi se me ha convertido en una mujer de la noche al día. Y esto que me está sucediendo me ha demostrado que ya la vida no tiene el mismo ritmo de antes, que todo anda más deprisa y patas arriba.
Sonia, la amiguita de toda la vida de mi hija, viene casi todas las tarde a casa, a estudiar, y ambas se encierran en el cuarto durante 2 horas aproximadamente, según ellas para no ser molestadas mientras repasan lo estudiado en clase.
Esta situación jamás nos ha extrañado a mi esposa y a mí, pero hace unos días sucedió algo que me puso alerta. Un sábado mi esposa decidió visitar a mi suegra, pero como su mamá nunca me ha tratado bien, preferí quedarme en casa.
Ello generó una discusión de mediana intensidad y al final Clara se marchó con la niña, reprochándome antes que casi nunca la complacía, ni la ayudaba con las cosas de la casa, que no estaba al tanto de sus necesidades ni de las de la Carla, que no conocía sus deseos, sus sueños, y por tanto no los compartía, que mi hija estaba creciendo y yo ni siquiera lo notaba, que debía estar más tiempo con ellas y aprender a compartir la felicidad.
Muchas de estas cosas no las entendí, pero en algunas de ellas mi esposa tenía un poco de razón. Mi trabajo me tomaba mucho tiempo, llegaba cansado a casa y no la atendía lo suficiente.
Claro que hacíamos el amor, pero me di cuenta en ese momento que prácticamente lo hacíamos por rutina.
Así que me quedé solo en casa y, para demostrarle que yo sí la ayudaba, que la comprendía y que estaba dispuesto a que las cosas cambiaran, me dediqué a limpiar la casa a fondo. Comencé por la habitación de Carla, pues supuse que, por su edad, sería la más desordenada de todas.
Sin embargo, la niña lo tenía todo muy bien organizado, lo cual demostraba una madurez inusual para su edad, y que me hizo comprender cuán poco en realidad conocía de las cosas de la casa.
Mi esposa estaba en lo cierto. Por una razón desconocida comencé a hurgar entre sus cosas y, ¡sorpresa!, dentro de una gaveta, debajo de unos libros de la escuela, descubrí una revista pornográfica, sumamente explícita en fotos y textos.
Me senté en la cama desconcertado. ¿Cómo era posible que una niña de 12 años se dedicase a mirar esas cosas?, ¿cómo que posible que mi pequeña Carla conociese de sexo y se interesase por esas cuestiones si hasta ayer jugaba con muñecas? Me encontraba verdaderamente ante una situación que no sabía cómo resolver. ¿Debía castigarla o tratar de acercarme a ella y conversar sobre el tema?
Inconscientemente comencé a hojear la revista y lo que me miraba provocaba en mí sensaciones extremas y contradictorias.
Uno de los artículos estaba dedicado exclusivamente al sexo con menores, con fotos que mostraban a niñas afanosamente prendidas de enormes vergas totalmente erectas, en otras era posible observar como chicas muy, muy jóvenes, eran penetradas vaginal y analmente, sus tiernas piernitas completamente separadas, los labios de sus virginales conchitas estirados al máximo, permitiendo que gruesas pijas se enterrasen en sus entrañas.
No me explicaba cómo era posible que sus pequeñas vaginas, aún sin pelos, daban cabida a semejantes penes. Una foto en especial me llamó la atención poderosamente.
Una niña más o menos de la misma edad de mi hija, en cuatro patas, recibía en su concha la verga de un hombre maduro, mientras su lengua se enterraba en la vagina de otra niña, igual de joven, totalmente despatarrada ante ella. Las caras de ambas eran la viva estampa del placer.
La siguiente foto mostraba a ambas niñas, con las caras cubiertas de semen, lamiendo el pene que, aparentemente, acababa de penetrar a una de ellas.
¡Y ni hablar de los relatos que incluía!, en ellos el sexo con y entre menores se encontraba en todas sus variantes y, muy a mi pesar, no pude evitar la erección casi constante que mantuve todo el tiempo en que estuve hojeando la revista.
Al fin pude deshacerme de la extraña atracción que estaban ejerciendo sobre mí las imágenes de la revista. La coloqué nuevamente en su sitio y lo dejé todo como estaba. Las ganas de limpiar la casa se me habían quitado, la erección se había tornado incontrolable, me encontraba confundido, pero sin dudas muy excitado.
Como un zombi entré al baño y comencé a masturbarme con furia, con desesperación.
En mi mente, las fotos vistas instantes antes, se mezclaban con imágenes de Carla, de su amiguita Sonia, de las muchas veces que la había visto desnuda, la imaginaba como protagonista de las fotos y, a pesar de que trataba de apartar esos pensamientos, los mismos volvían una y otra vez.
Parado frente al espejo me apretaba el pene con fuerza, subía y bajaba mi mano con rapidez, descontroladamente, hasta que eyaculé como hacía mucho tiempo que no lo hacía.
Los chorros de semen golpearon contra la pared y comenzaron a rodar hacia el piso, al verlos sentí una vergüenza y una angustia desmesuradas, que me hundían en un abismo de dolor, de deseos lujuriosos y de asco, no por lo que acababa de hacer, sino por los pensamientos netamente incestuosos que me hicieron tener el orgasmo más potente que recordase.
Mi cabeza era un torbellino, me sentía el más miserable de los hombres.
Me bañé, limpié el desastre causado y salí disparado para la cocina. Sin respirar me tomé un vaso de agua y después, en el mismo vaso, me serví una más que generosa ración de whisky. Lo bebí de una sola vez y volví a servirme, y así tres veces más.
Ya más calmado me senté en la sala de la casa. Puse una película a la que no presté atención y allí mismo, después de terminar con el último trago servido, me dormí.
Cuando desperté ya habían pasado las 12 de la noche. Era evidente que mi esposa y mi hija habían llegado. Sobre la mesa del comedor se encontraba la cartera de Clara, mi esposa. Sin dudas continuaba molesta conmigo, ya que no me había despertado al llegar. Lentamente me dirigí hacia la habitación, pero al pasar frente a la de Carla, escuché ligeros ruidos, jadeos y gemidos a duras penas contenidos. ¿Sería posible que mi hija ya se masturbase?
En silencio, y sin saber a ciencia cierta lo que hacía, salí de la casa por la puerta de la cocina, di un rodeo y me detuve junto a su ventana abierta.
Ahora todo se escuchaba más nítidamente. Estaba claro que mi niña se estaba corriendo una paja antológica. Me di cuenta de que me encontraba en slips, así había salido del baño después de masturbarme, así me había sentado en la sala, y así me había dormido. Hacía esfuerzos por contenerme, pero mi verga, erecta y dura, pugnaba por salir del encierro. Una fuerza extraña, ajena a mi conciencia, me hizo mirar a través de la ventana.
Carla estaba acostada en la cama, desnuda, sus piernas abiertas, con una mano abría su conchita y con la otra se masturbaba desesperadamente.
Su núbil cuerpo de niña se estremecía, casi no tenía senos, comenzaban a crecerle y sólo mostraba unos pezones rozados, enormes y abultados.
A cada rato llevaba sus dedos a la boca, los chupaba y mojaba con su saliva, volvía a llevarlos a su clítoris y lo frotaba con fuerza.
De repente su cuerpo comenzó a estremecerse con más fuerza, preludio del orgasmo… y me sorprendí a mí mismo con la verga en la mano, haciéndome la paja mientras observaba a mi hija hacer lo mismo. Entonces sucedió lo que desató mi orgasmo.
Los dedos que abrían sus labios vaginales fueron bajando y se enterraron hasta los nudillos en su vagina, su cuerpo se arqueó, presa de un gigantesco orgasmo. No dejaba de acariciar su clítoris y movía los dedos dentro de su concha con las ansias y urgencias del placer, mientras decía «así papito, gózame así, con ganas, hazme tuya…»
Poco a poco nos fuimos calmando, ella en la cama, sus dedos aún dentro de la vagina, yo frente a la ventana, mi verga perdiendo su rigidez y el semen chorreando por la pared.
Las palabras pronunciadas por mi hija me habían dejado estupefacto, pero habían acelerado mi orgasmo, potenciando la eyaculación de una forma increíble. Supuse que al ellas llegar me encontraron dormido en la sala, casi desnudo, y seguramente con la verga erecta, producto de los sueños que había tenido.
En todos ellos me veía follando a Carla o a Sonia. Ahora, después de haber visto lo que había visto, después de correrme como lo había hecho, lo estaba recordando, y a pesar de que mis deseos eran otros, no podía evitar reconocer que era cierto.
La culpa volvió a embargarme y lentamente, sin hacer ningún ruido, entré en la casa. Casi al llegar al baño vi a mi hija salir del mismo, completamente desnuda, tal y como estaba mientras se masturbaba. Me mantuve en la oscuridad, en silencio, viéndola alejarse por el corredor, a la luz tenue de la luna que entraba por la ventana situada al final del mismo. Su cuerpo, el tierno cuerpo de una niña, se dibujaba a trasluz y por unos instantes dejé de verla como a mi hija, la vi como la mujer en la que se estaba convirtiendo.
Al entrar en su habitación pude apreciar su culito parado, herencia de su madre, y los abultados pezones que sobresalía en sus incipientes teticas, esos pezones que tanto llamaron mi atención y que provocaron que más de una vez me relamiese los labios mientras la veía y me pajeaba en su honor.
Sí, en su honor, porque era ella la que me había excitado, era su conchita en la que pensaba en esos instantes, eran sus pezones los que deseaba saborear, eran sus manos las que deseaba tener sobre mi verga, eran sus labios los que quería besar y era su boca la que deseaba que chupase mi pene erecto y duro como roca, y que se tragase mi semen caliente, abundante.
Después que cerró la puerta, entré al baño y me metí en la ducha, con el agua bien fría para calmar mis deseos. Cerré los ojos y dejé que el agua corriese por mi cuerpo, pensando inútilmente que la erección que increíblemente tenía, terminaría por ceder.
Pero todo era inútil, mi verga continuaba como el mástil de un velero, las venas hinchadas, enrojecida y dura.
Me sequé lentamente, frotando con suavidad mis testículos. Tenía unas ganas enormes de follar, de descargar el semen que todavía acumulaba, y con una mezcla de temor, rabia, vergüenza y lujuria, me dirigí hacia la habitación de Carla, desnudo como estaba.
Muy lentamente abrí la puerta, para evitar que hiciese algún ruido. Mi deseo era incontrolable, no sabía lo que hacía. Por una parte mi conciencia hacía todo lo posible por alejarme de allí, por otra, la vista de mi hija acostada en la cama, desnuda, con las piernas semiabiertas, se había convertido en una fuerza incontenible.
Me acerqué despacio y con mucho cuidado me senté en la cama.
Poco a poco me acosté a su lado y comencé a olerla, sin tocarla, aspirando su aroma, llenándome de él, mientras mi pene se estremecía y se movía como si tuviese vida propia.
Llenándome de valor besé uno de sus pezones y esperé a ver si se despertaba, pero no sucedió nada.
Aquello me dio la confianza suficiente para seguir adelante. Seguí besando sus teticas, mientras acariciaba su cuerpo con mucha delicadeza.
Mi mano se fue acercando a su entrepierna y rocé su pubis, donde una fina pelusa comenzaba a nacer.
De pronto Carla se movió y con rapidez me aparté, pero no había despertado. Sin embargo, al moverse sus piernitas se abrieron más, dejando expuesta su concha de labios gordezuelos y rozados.
Esperé unos instantes y sin pensarlo dos veces comencé a acariciar sus labios vaginales, mirando extasiado como mis dedos los recorrían arriba y abajo. Los sentí aún húmedos, no sé si por sus flujos o por orine, me los llevé a la boca y el sabor me supo a gloria, me sentí flotar mientras los saboreaba.
Nuevamente, y viendo que mi hija no se despertaba, volví a acariciarla, ahora con más confianza, buscando con uno de mis dedos la abertura por donde ella había introducido los suyos.
Pero al llegar allí me detuve. Comprendí de pronto que todo lo que estaba haciendo estaba muy mal, que era algo absurdo, inmoral, y decidí salir corriendo. Pero cuando iba a hacerlo, mi hija sujetó con su mano la mía, apretándola contra su chochito.
Me quedé paralizado y en ese instante deseé que me tragase la tierra, me sentí el más bajo de los hombres. La miré y la vi mirándome fijamente, sin pestañear apenas, los labios entreabiertos en una enigmática sonrisa. Y su mano comenzó a guiar a la mía, sin dejar de mirarme.
No te detengas, papi – me dijo en un susurro – Quiero sentirte y que me sientas.
No supe que decir. Mi dedo ya estaba entrando en su vagina y un gemido quedo salió de su boca. La humedad que rezumaba su conchita era abundante y facilitaba la penetración. Su mano me soltó y mirándome a los ojos, como si me pidiese permiso, se aferró a mi verga, que nuevamente estaba en plena erección.
La sentí suspirar al hacerlo, no sé si producto del contacto, o tal vez debido a que en eso momento mi dedo se había enterrado en lo más profundo de su vagina.
El calor de su interior se trasmitía hasta mi pene a través de mi mano, la humedad de su vagina era como un imán, y comencé a mover mi dedo con más y más rapidez, mientras ella me masturbaba como si en ello le fuese la vida.
No pude contenerme y me lancé como un loco hacia sus incipientes senos, me prendí de sus pezones y chupé desesperado.
Carla suspiraba y gemía, movía sus caderas buscando que la penetrase más profundamente con mi dedo. Mi boca iba de sus teticas a su boca, nos besábamos como amantes, con nuestras lenguas entrelazadas en una danza de locura y deseo.
Al dedo que inicialmente le había introducido se unió otro y al hacerlo su cuerpo pegó un brinco en la cama y comenzó a estremecerse, presa del orgasmo.
Sentí mi mano mojarse completamente con sus jugos, su olor llegando hasta mí, envolviéndonos por completo, y no pude aguantarme más. Mi semen salió disparado y mojó completamente su abdomen.
Mi hija seguía moviendo su mano arriba y abajo, con fuerza y pasión, exprimiéndome por completo, nuestra boca pegadas en un beso interminable, sus caderas elevadas, despegadas de la cama, mis dedos enterrados en su vagina.
Llevó una de sus manos hasta su vientre y tomó con sus dedos su semen, los llevó a su boca y los chupó con fruición, saboreando mi simiente.
De pronto volví a la realidad. Comprendí la locura que había cometido. Me imaginé a mi esposa sorprendiéndome, volviéndose loca por lo que yo acababa de hacer. Me sentí despreciable y me levanté para salir disparado, huyendo de una realidad de la que no podría esconderme jamás.
Soy tuya, papito – la voz de Carla me llegó lejana, mientras salía hacia mi habitación – Te esperaré siempre.
Cuando me acosté traté de hacerlo con mucho cuidado, para que Clara no se despertase. Hacía un calor de mil demonios y ella dormía desnuda, sobre su costado.
Su cuerpo continuaba siendo hermoso, incitante. Su culo desafiante se me mostraba tentador.
La imagen de mi hija desnuda, su olor en mis dedos, la sensación de su mano en mi pija y la de sus labios en los míos, me mantenía a tope, y aunque trataba de pensar en otra cosa no podía.
El cuerpo de Clara sudaba, brillaba a la luz de la luna. No pude soportar y acercándome a ella fui colocando mi verga dura y caliente entre sus piernas. Se movió como si se acomodase en la cama y ello me permitió enfilar mi pene hacia la entrada de la vagina.
Y la penetré de un solo golpe. En ese momento supuse que estaría soñando con algo de alto contenido erótico, porque su concha estaba totalmente lubricada. Gimió por la sorpresa, pero se pegó aún más a mí.
Más duro, amor, métela bien, hasta que no quede nada afuera – me dijo con un hilo de voz – Cógeme con fuerza, clávala toda…
Comencé a moverme desenfrenadamente, jamás se la había metido con tanta fuerza, y creo que jamás había tenido mi verga tan dura, con tantos deseos de enterrarse en una concha caliente y mojada.
Aaahh… así… gózame… destrózame… – casi grita ahora, moviendo sus caderas a ritmo de mis embestidas.
Con mis manos aferré sus senos y tomando sus pezones con mis dedos los apreté y estiré con fuerza. De su boca salían jadeos, gemidos, palabras inconexas. Con los ojos cerrados la penetraba una y otra vez, con violencia, casi como un animal.
Estaba gozando con Clara como nunca lo habíamos hecho, pero ahora sé que a quien me estaba follando, en mi mente, era a mi hija.
La imagen de su boca entreabierta mientras se corría, las violentas convulsiones de mi esposa, el calor de su concha, los sonidos incoherentes que flotaban en la habitación, me hicieron explotar en un tremendo orgasmo. Inundé su vagina con mi semen. No recuerdo que jamás hubiese podido venirme tantas veces, casi una detrás de la otra.
Ella también disfrutaba de su orgasmo y del mío. Mi verga fue al fin perdiendo su dureza, y a medida que ello ocurría, sentía fluir de la vagina de mi esposa la mezcla de sus jugos con los míos. Aún aferraba sus tetas con mis manos.
De pronto Clara tomó mi mano derecha, la misma con la que había penetrado a nuestra hija, y se llevó mis dedos a su boca. Los chupó y saboreó despacio, como si tratase de reconocer el sabor. La ví mirarme y no pude sostener su mirada, me sentí morir por dentro.
Creo que debes quedarte en casa más a menudo – me dijo sonriendo mientras saboreaba mis dedos – Estar más tiempo con nosotras te hará mucho bien… nos hará mucho bien.
Me besó y pegándose más a mí se quedó profundamente dormida. No dije ni una sola palabra. Evidentemente no había sospechado nada y temía que si decía algo mi voz podría delatarme. Al fin el cansancio se apoderó de mí y también me quedé dormido, pensando que mañana sería otro día.
Continuará…