Capítulo 1
Capítulo 1. Tragedia
El teléfono sonó a las tres y veinticinco de la madrugada. A veces creo que fue porque me quedé dormida. Es absurdo, lo sé. Es ridículo pensar que mi vigilia pudiera evitar un accidente a doscientos kilómetros de distancia. Pero la culpa necesita una explicación.
La sensación había empezado ese jueves. No era la primera vez que Alberto se llevaba a Gabriel de campamento, pero ese día yo tenía el estómago cerrado. Tal vez si hubiera dicho algo. Si no me hubiera quedado callada mientras el Toyota Camry de mi ex marido se alejaba de East Hampton.
A las tres y veinticinco, una voz impersonal me informó del accidente. No hubo detalles. Estos vinieron después, en el hospital, bajo luces fluorescentes que hacían palidecer a un policía agotado. Me explicó que el auto estaba destrozado. Cuatro muertos. «Instantáneo», dijo.
Solo Gabriel seguía respirando cuando lo sacaron.
Cuando por fin lo vi, pensé que Dios lo mantenía vivo para que pudiera despedirme. Pero me equivocaba. No fue una despedida, fueron cuarenta. Cuarenta operaciones en cinco meses. Cuarenta veces esperando en esa sala, las manos de mi hermana Carmen apretando las mías.
Pasaron cuatro meses más. Nueve en total, el mismo tiempo que estuvo en mi vientre, cuando el doctor me llamó a su oficina.
—Su hijo está clínicamente recuperado —dijo, sin mirarme, ordenando unos papeles—. Los órganos funcionan, el electroencefalograma es perfecto.
—¿Pero?
—Pero no reacciona. El cerebro… —carraspeó, incómodo—. No sabemos. Puede ser un daño microscópico o un shock psicológico. Catatonia.
—¿Cuál es el tratamiento?
—Es lo que estoy tratando de explicar. Aquí no hay más que hacer. Llévelo a casa e intente una internación domiciliaria.
Me extendió la tarjeta de un instituto de neurobiología.
La leí y pregunté: —¿Y esto?
—Instituto Rottemberg. Son los mejores. Seguro la van a poder acompañar.
Dos días después, Gabriel estaba en la habitación de huéspedes de la planta baja. Había instalado una camilla especial, con monitores y todo lo que me pidieron. Mientras las enfermeras terminaban de acomodarlo, miré por el ventanal el parque, apenas mojado por una tenue llovizna. Más allá, el bosque cubierto por una densa bruma.
El nuevo doctor, el del instituto, dijo lo que ya sabía. “Paciencia”. “Plasticidad neuronal”. “Las enfermeras se encargarán de todo”.
—¿Qué se supone que haga? —pregunté.
—Usted es escritora, ¿no? —me dijo, apurando un café—. Háblele. Cuéntele historias. Reconéctelo.
Así empezó la rutina. Flor y Linda, las enfermeras, se movían por la casa como fantasmas. Profesionales y silenciosas. Les acomodé la casa de huéspedes para que tuvieran privacidad. O, mejor dicho, para tenerla yo.
Me costaba entrar a ese cuarto. Verlo así, con la mirada perdida. Un muerto en vida. Me encerraba en el estudio y escribía. Dejaba que ellas hicieran el trabajo. Bajaba a controlar, aguantaba la respiración y volvía a mi libro.
Una de esas tormentas que golpean la costa en el otoño inundó la carretera. Linda se había ido; Flor no pudo llegar. Estaba sola con él.
No había más remedio. Le di de comer, le tomé los signos. Luego, el baño. Le quité el pijama. Su cuerpo, siempre delgado, se había reducido. Era frágil. Recordaba cómo lo hacían ellas: esponja, agua jabonosa, secar. Me remangué.
—¿Sabes? —le dije, mientras pasaba la esponja por su pecho—, esto no es tan distinto a cuando eras chico. Solo que entonces chapoteabas para mojarme.
No me respondió. Estaba completamente inmóvil y flácido. O eso creía. Cuando la esponja rozó sus genitales, su miembro tuvo una leve erección.
Imposible. Eso era una respuesta y se suponía que su cuerpo era incapaz de dar ninguna señal de vida. Nunca lo había visto con las enfermeras. No sé por qué lo hice, fue un impulso. Saqué el teléfono y tomé una foto. Necesitaba pruebas de que no lo había imaginado. Más tarde llamé al doctor.
—Comprendo —dijo su voz pausada, casi aburrida, aplastando mi euforia—. Puede ser una nueva conexión. O solo un acto reflejo. ¿Le está hablando?
—Algo —mentí.
La culpa me quemó la garganta. La verdad era que apenas entraba en el cuarto.
Los días siguientes me convertí en una espía. Observaba a Flor y a Linda cuando lo bañaban, buscando el más mínimo movimiento. Nada. La quietud absoluta. Finalmente, descarté mis esperanzas. Asumí que el doctor tenía razón: había sido solo un reflejo. Una falsa esperanza.
Semanas después, otra tormenta aisló la casa. Flor no llegó. Otra vez sola con él. Al desnudarlo, ocurrió de nuevo. La misma leve e inconfundible erección. «Esto no es coincidencia” , pensé.
Terminé de bañarlo. Lo cambié. Pero esta vez, en lugar de huir a mi estudio, apagué la luz del techo. Encendí el velador, que bañó la habitación en una luz ámbar. Me senté en la silla junto a la cama. Era hora de cumplir con mi parte. No iba a dejar que ese médico volviera a hacerme sentir culpable con sus preguntas. El silencio de la habitación era pesado.
—¿Por dónde empezar? Ni siquiera sé si me estás escuchando, Gabriel. O si vale la pena. Me siento completamente ridícula. —Tomé aire—. Bueno, te propongo algo. Voy a hacer de cuenta que no eres consciente y voy a hablar para mí. Vas a ser mi confesionario. Vas a escuchar cosas que jamás le conté a nadie. Si te recuperas… espero que jamás te acuerdes. ¿Estás de acuerdo?
Callé. Esperaba una respuesta, un parpadeo, algo. Pero sus ojos seguían fijos en el infinito.
—Ya que hoy tuviste… ese episodio… tal vez convenga iniciar ahí. Probablemente nunca lo notaste, pero hace un tiempo, yo estaba… muy pendiente de tu cuerpo —tragué saliva, muerta de vergüenza—. Quizá tenía que ver con el libro que estaba escribiendo, o con que tu padre se había marchado hacía meses. Me sentía muy sola en esta casa gigante. No lo sé. El caso es que una tarde pasé por la puerta del baño y te vi. Estabas parado frente al espejo, desnudo, y tu… bueno, eso. Era una flecha apuntando al cielo. Y en ese momento me dio mucha gracia.
Me arrepentí en el acto. ¿Cómo se sentiría, si pudiera oírme, escuchar que a su madre le causaba gracia el miembro de su hijo? “Qué torpe soy”.
—Perdón, tengo que aclarar eso. No me dio gracia ver tus partes íntimas. Me dio gracia las monerías que hacías frente al espejo. Te paseabas por el baño, hacías muecas, bailabas, sacabas músculo… y todo con ese miembro rígido, como si fuera lo más natural del mundo. ¿Te incomoda lo que te estoy contando?
Hice otra pausa, buscaba cualquier reacción. Nada.
Continué: —Bueno, lo cierto es que desde entonces no perdía oportunidad de observarte a escondidas. Claramente ya no eras un chiquillo, y me preguntaba si te tocabas en privado. Lamentablemente, nunca hablábamos de estos temas.
“Por aquella época había alquilado la casa de huéspedes a esa pareja de alemanes, ¿te acuerdas? Frank y Elsa. Qué jóvenes eran. Se pasaban el día en la pileta. Yo estaba segura de que esa chica te había afectado y me causaba mucha curiosidad saber cuánto.
“Una noche entré a tu habitación, como siempre, para darte las buenas noches. Cuando me acerqué a darte un beso, noté que desde tu ventana se veía perfectamente la casa de huéspedes. Elsa se estaba desvistiendo sin haber cerrado la cortina. Comprendí al instante que te estabas haciendo el dormido. Probablemente deseabas que yo me fuera para seguir mirándola. Tal vez debería haber cerrado esa cortina, pero fue la única que no toqué. No iba a quitarte ese espectáculo. Te di el beso y me retiré, dejando la puerta apenas entornada. Me reprendí por no darte más intimidad, pero mi curiosidad fue más grande.
Hice una pausa. La confesión me dejó sin aire. Caminé hasta el ventanal, el cristal estaba frío contra mi frente. Afuera, una bandada de golondrinas cruzaba el cielo gris, emigrando, como cada otoño. Dudé. Estaba por contarle cosas que una madre no debería saber, y menos contar. Pero me volví hacia él, hacia esa quietud. Me convencí de que era imposible que me estuviera escuchando. Y aunque lo hiciera, yo necesitaba seguir.
Me senté de nuevo y, esta vez, le sostuve la mano.
—Esa noche no podía dormir. Estaba inquieta. Me preparé un té, intenté escribir, pero la página se quedó en blanco. Recorrí la casa a oscuras, descalza sobre el suelo frío, hasta que, casi sin darme cuenta, terminé frente a tu puerta.
“No me extrañó. Estabas sentado en la cama, con los binoculares apuntando directo a la casa de huéspedes. A Elsa, seguro. Tuve que morderme el labio para no reírme. Pude haberme ido. Debería haberme ido. Pero me quedé inmóvil en el pasillo, oculta en la sombra. Quería ver la escena completa.
“Entonces vi cómo te bajabas los pantalones del pijama. Y ahí estaba de nuevo, esa dureza que había descubierto en el baño. Mi respiración se cortó. Vi tu mano acercarse, agarrándote primero con torpeza.
“Te juro que estuve tentada de entrar. Un impulso absurdo, loco, de… no sé, de explicarte cómo se hacía. Pero la razón, o lo que quedaba de ella, me frenó. Me quedé ahí, en la oscuridad, observando. Sintiéndome cómplice de un secreto.
“Apretaste con fuerza. Al principio el movimiento era errático, casi violento. Pero entonces encontraste el ritmo. Tu mano empezó a subir y bajar con velocidad, constante, y tu respiración se hizo más profunda.
“Y era… no sé cómo decirlo… era hermoso verte. Ya no eras mi niño. Algunas madres se enorgullecen cuando sus hijos ganan una medalla o se reciben en la universidad. Yo estaba ahí, sola, siendo testigo de tu… madurez. Y era un momento mío. Absolutamente mío. Uno que jamás compartiría con nadie.
“Pasó un rato, aunque a mí se me hizo eterno. De golpe, todo tu cuerpo se tensó. Tus piernas se endurecieron contra el colchón. Y vi el líquido blanco salpicar el cubrecama.
“En ese instante me convencí de que había sido tu primera vez. Aunque ahora, pensándolo bien, estoy segura de que era imposible. Pero en ese momento, así lo sentí.
“Tengo que confesarte la verdad, Gabriel. —Acerqué mi boca a su oído, como si temiera que alguien pudiera oírme—. No sentí ni una pizca de vergüenza. Ni culpa. Lo único que sentí fue un orgullo profundo. Y una ternura… una ternura enorme. Quería entrar, abrazarte, besarte la frente y responder a todas las preguntas que jamás me habías hecho. Pero me contuve. Di media vuelta, despacio, y me encerré en mi cuarto.
“¿Qué clase de mujer le cuenta eso a su hijo?”, pensé angustiada, llevándome la mano a la boca. Me había descontrolado. ¿Cómo se suponía que lo miraría después de semejante indiscreción? Estaba levantándome para volver a mis libros, pero vi sus ojos. Un vacío tan profundo que parecía un agujero negro repleto de… nada. La distancia de su rostro me rompió el corazón y una creciente furia empezó a desplazar a la culpa. ¿Por qué tenía que estar así? No era justo semejante castigo. Me odié por no saber cómo ayudarlo y envalentonada le apreté la mano y continué:
—Cuando te dejé, estaba fuera de mí. No era la primera vez que veía un hombre haciendo lo que habías hecho. Más de una vez le pedía a tu padre, porque me encantaba su fragilidad bajo mi mirada atenta. Pero al recordar esa erupción blanca, manchando todo lo que estaba a su paso, me produjo una sensación indescriptible.
Un trueno hizo retumbó en toda la casa. Casi me caigo del susto. No sabía si mi corazón latía a tal velocidad por la tormenta o por la adrenalina que habían inyectado mis desvergonzadas palabras. Lo miré buscando alguna señal, pero seguía indiferente. Daba lo mismo que le contara una receta de cocina o cómo organizar una orgía. Respiré hondo. Ya era demasiado tarde para abandonar, y seguí:
—La imagen de tu cuarto me siguió hasta el mío. Yo… no podía quitármela de la cabeza. El calor no era de la casa, era otra cosa, una inquietud que me picaba bajo la piel.
“Me quité la ropa. La seda del camisón se deslizó por mi cuerpo y me tiré en la cama, desnuda sobre las sábanas frías. Mis manos empezaron a moverse solas. Primero los pechos, luego el vientre. Cuando bajaron más… me sorprendí. Yo, que siempre había necesitado de paciencia para humectar mi zona… esa noche no. Estaba lista. Hinchada, sensible al menor roce. Mis dedos encontraron el camino de inmediato.
“Con cada caricia, una corriente eléctrica subía desde mis muslos, me tensaba el estómago y hacía que mis pezones se endurecieran, como si buscaran algo en la oscuridad de la habitación. Empecé a temblar.
“Y la imagen que me había perseguido, la de tu mano moviéndose con ese ritmo torpe y nuevo, volvió. Fue eso. Recordar tu descubrimiento desató el mío. El placer me golpeó de golpe, un maremoto que subió sin pedir permiso, sin darme tiempo. Llegué al orgasmo más profundo, el más satisfactorio que había tenido en años.
“Cuando todo terminó, me quedé así, temblando, apretando los muslos con fuerza, intentando contener las últimas ondas de placer.
Terminé mi relato y busqué ansiosa algún signo en el rostro de Gabriel. Pero seguía igual. Me convencí de que había contado esa historia más para mí que para él, y disimuladamente metí la mano por debajo del pantalón para sentir cómo la humedad de mi vagina me había mojado completamente la bombacha.
Resignada me levanté y de pronto recordé ese deseo jamás cumplido de apoyar mi mano sobre su virginal miembro. No supe por qué, pero la necesidad fue más fuerte que la razón y puse la apoyé sobre el pijama de Gabriel. Grande fue mi sorpresa cuando lo noté hinchado y latiendo desesperado.
—¿Escuchaste mi historia? —susurré, casi eufórica.
Sabía que era inútil esperar una respuesta, pero no quité mi mano. Apreté levemente y de pronto, la culpa que me oprimía el pecho se disolvió, reemplazada por una ternura abrumadora. Era una necesidad de protegerlo, de acunarlo y prometerle que todo saldría bien, que yo lo iba a sacar de ahí.
Me quedé así, mirándolo, perdiendo la noción del tiempo. La reacción que había provocado mi confesión, la que había durado todo el relato, había desaparecido. Todo volvía a ser pequeño y flácido, tan inerte como el resto de su cuerpo.
Al día siguiente, dejé a Gabriel con Linda. Conduje hasta el Instituto con una extraña mezcla de vergüenza y esperanza. El doctor me recibió en su consultorio.
—Doctor… anoche le hablé —dije, sin andarme con rodeos—. Le conté una historia.
El médico se inclinó interesado: —¿Qué historia?
—Algo… íntimo. Sobre él. Y reaccionó. Tuvo una erección. Y esta vez yo no lo estaba bañando. Ni siquiera lo había tocado.
El doctor se reclinó en su silla, juntando los dedos. No parecía sorprendido, sino profundamente interesado.
—Vaya. Significa lo que suponíamos: su capacidad para oír y procesar el lenguaje está intacta. No es solo ruido. Está entendiendo —se acomodó las gafas—, indudablemente, su voz está provocando una respuesta.
—Y entonces, ¿qué se supone que haga? —Mi voz sonó más aguda de lo que pretendía.
—Mire… me imagino que esto no es cómodo para usted. Pero creo que hemos encontrado un camino. Por ahora, el único. Siga hablándole. Ayúdelo a volver. —Hizo una pausa—. Estoy seguro de que usted, siendo escritora, va a encontrar las palabras que necesita.
«¿Palabras?” , pensé mientras conducía de vuelta, apretando el volante. «¿Tengo que contarle cuentos eróticos a mi hijo para que se mejore?” .
La idea era demencial. Pero también había una puerta entreabierta. Había tantos secretos, tantos momentos inconfesables que jamás le había contado a nadie. ¿Sería ese el camino?
Esa noche, durante la cena, mi cerebro no se detuvo. Las ideas llegaban una tras otra, posibilidades, palabras, recuerdos que podría usar. Decidí hacer una lista, una especie de guion para la recuperación de Gabriel. Me llevé la notebook a la habitación, pero estaba demasiado alterada para escribir. La luz de la pantalla me lastimaba los ojos. La apagué.
Di mil vueltas en la cama. El silencio de la casa era opresivo. Cansada, bajé a la cocina a por un vaso de agua. Al volver, mis pies se detuvieron solos frente a la habitación de Gabriel. La puerta estaba entreabierta y pude oír su respiración acompasada. Estaba dormido.
Me quedé un rato largo en el umbral, mirándolo en la penumbra. Y recordé esa dureza inesperada bajo mi mano. La tensión que había tenido al contarle mi secreto.
Antes de darme cuenta, mi propio cuerpo estaba reaccionando. Apoyada contra el marco de la puerta, en la oscuridad del pasillo, la mano se deslizó por entre mis piernas.
No sé cómo pasó. En el momento más intenso del masaje, mientras mis dedos se hundían en mi propia humedad, mi mente fue más allá. Mi imaginación reescribió la historia. La de esa noche, la de los binoculares. Pero esta vez, me veía a mí entrando en su habitación, no para espiarlo, sino después. Para limpiar el desastre que había dejado sobre las sábanas.
Tuve que morderme la manga del pijama para contener un gemido. Visualicé la cara de Gabriel sorprendido al verse descubierto y pude escucharme tranquilizándolo, diciéndole que no tenía nada de qué avergonzarse.
Me imaginé sentándome en la cama y apoyando la mano en su pierna aún temblorosa, mientras lo convencía de que era algo normal y natural. Mi mente me mostró cómo tomaba una toalla para limpiar tanto su intimidad como su mano.
Al borde del colapso, mientras mis dedos exploraban ansiosos cada centímetro de la entrepierna, mi cabeza proyectaba una película en la que yo apretaba con manos expertas ese miembro con la excusa de limpiarlo completamente. Llegué a sentir en mi cabeza como caían en mis dedos unas gotitas del néctar blanco, y cómo me las llevaba disimuladamente a la boca.
Mis glúteos se fundieron apretados al tiempo que las piernas me empezaron a fallar. Con un exquisito calambre me dejé caer de rodillas por el abismo que conduce al clímax. El orgasmo me dejó sin aliento. Cuando hube acabado, tardé más de media hora en recuperar las fuerzas para levantarme. En mi cuarto, me tiré sobre la cama y agotada, me quedé, así como estaba, dormida sintiendo aún el imaginario gusto del semen de mi hijo.
Nota de la autora: Espero que hayas disfrutado de este capítulo. En breve iré subiendo más o puedes acceder al libro completo en la sección Premium. Déjame en comentarios sobre qué historias te gustaría que escriba.