Mi jefe me acaba persuadiendo para que me acueste con él
Ahora que tengo el título, supongo que no me libra nadie de seguir con un argumento medianamente perfecto.
Lo difícil será contar la historia para que parezca creíble.
¡Creíble!. La última semana no han dejado de pasarme cosas «sobrenaturales», por aquello de estar más cercanas a la irrealidad que a lo real.
Todo comenzó el día que empecé a trabajar en Correos.
Como lo oyes, carrito amarillo de ruedas negras, hasta los topes de cartas, revistas, cajitas, y todo aquello que no pese más de 500 gramos ni sea urgente, que para ese menester está mi compañero Ariel, con su vespa, también amarilla, cargando a una velocidad nada permitida en una ciudad como ésta.
El segundo día, mi compañero Ariel, ¿te dije ya que se llamaba así?.
Y eso que es de Pechina, imagínate si llega a nacer en Nueva York; su madre, que al parecer es muy moderna e internacional, estuvo enamorada antes de casarse, a todo prisa, con el padre de Ariel, y en recuerdo de su enamoramiento lo llamó así de por vida.
A veces las madres y los padres tenían que pensar lo que hacen con los nombres porque a su hijo le han venido gastando toda sarta de bromas pesadas, marcándole totalmente una infancia difícil de niño bastante consentido.
Como no deseaba destacar entre las demás chicas, por algo odiaba las discusiones, y menos cuando hay muchas mujeres de por medio.. dicen que somos muy envidiosas entre nosotras, no se si hay mucho rigor científico en esto, pero, como no quería entrar en discusiones nada más empezar con mi nuevo trabajo, cuando me llamó por el interfono interior mi jefe de sección, para que bajara al sótano, discutí lo suficiente, pero no insistí en el tema. Bajé sin más a ver qué quería.
Al llegar me dijo, señalando toda una montaña de cartas que llegaban al techo: «clasifícalas por localidades, luego por zonas y más tarde por códigos postales».
Observé atónita la pila, lo miré a él después y comenté, tímidamente, que para ese menester estaban los clasificadores de reparto; mi función era la de repartidora por la ciudad.
Además, insistí, soy alérgica al polvo (alargué las letras para que se diera por enterado de mi problema de salud, no deseaba darme de baja, ya saben, el trabajo, las obligaciones… ); estos sobres tienen cantidad de él encima. Mire, le señalé el primero que apareció de cualquier modo y pisoteado.
Se acercó a mí, demasiado, mirándome a los ojos me dijo que o hacía lo que me había encomendado o hablaría con el jefe de personal y me pondrían de patitas en la calle esa misma mañana.
No se porqué pero no tenía ganas de discutir y allí estaba yo, agachándome para ir haciendo grupos para agilizar el trabajo. Cada vez que me agachaba se me veían hasta las bragas.
Para colmo ese día me había dado por presumir de medias con pececitos de colores que se dirigían al mar, que en este caso era mi culo.
-¿No te vas?. Pregunté.
– Me quedo a ver el espectáculo, un poco más, sino te importa.
– Pues me importa, protesté yo.
– Vamos, no te hagas la remilgos ahora y sigue trabajando, sentenció.
A mala uva, para provocarle y ya que no se iba, me agachaba con más saña, enseñando ese comienzo que lleva a la cima de mi trasero. Si se ponía nervioso era su problema. Yo a lo mío.
De tanto agacharme y levantarme me estaba entrando un calor sofocante.
Además, allí la ventilación era bastante cutre porque partía de un aspa que colgaba del techo y la humedad propia de los sótanos del edificio, sin más ventilación que la puerta de acceso de los carros por el montacargas, que ahora, al no haber ninguno, se encontraban cerrados.
Desabroché mi camisa con parsimonia y la coloqué encima de un taquillón. Debajo llevaba una camiseta color ocre, a modo de top, pequeñísima, apenas me tapaba el sujetador dejando al aire todo mi ombligo.
Seguí con mi tarea, no sin antes comprobar que su respiración había aumentado de volumen y no paraba de fumar un cigarrillo tras otro.
Estaba de cuclillas agachada, cuando se me acercó con la excusa de darme unas cuantas esparramadas por los lados, condescendiente, como si quisiera ayudar, cuando me estaba dando cuenta de cómo miraba desde arriba mi escote, mis pechos, con tanto deseo provocador e insinuante que me ponía a mil… a pesar de sentir mi cuerpo cansado de tanto trajín.
Mi piel, de tanto ir de calle en calle, tirando del carro de correos, está muy morena, apenas se me distingue el blanco de los ojos, dicen mis amigos más íntimos, los que quieren bien. A la playa me gustaba ir a bañarme y nadar hasta quedar agotada y poco más.
Endurecer los músculos, disciplina, disciplina, decía mi profesor mientras me sujetaba de la cintura enseñándome a dar los primeros pasos en este mundo de la natación, aunque ahora que recuerdo, sus manos estaban más sobre mi culo respingón y su aliento sobre mi espalda mientras decía:
– ¡Así!. -¡Así!. -¡Sigue así, que vas muy bien!. Menudo elemento este profesor. Jajaja.
El caso es, como te decía, que estaba morena por todo el cuerpo y para compensar el moreno albañil de la calle, cuando iba a la piscina o la playa, me quedaba totalmente desnuda, así que tenía un moreno parejo, elegante, color miel de mil flores (porque es más oscura). Tengo que reconocer la belleza cuando la veo y yo estaba guapa.
-¡ Ufff, qué calor¡. Comenté. -¿No podían invertir en aire acondicionado?.
– Vamos, es una sugerencia.
Me miró de arriba abajo. Sentí su mirada profunda. Me estaba desnudando sin más. Seguro que veía hasta mis huesos.. Vaya como me miraba¡. Me tomó de la cintura apretándome con fuerza hacia su pecho y comentó:
-Yo te voy a dar a ti calor.. mucho calor.. vas a ver.
Tenía razón. La temperatura de la habitación subió a mil grados, o eso me pareció porque lo que siguió después fue abrasador.
Mi jefe tenía una figura obesa, pesada, apenas podía conmigo.
Sus gemidos de placer no paraban de sonar por toda la habitación, pero qué duda cabe que sabía dónde había que tocar, cómo moverse, besarme toda; llevar sus manos donde más falta hacía para lograr un placer que no sólo quería para él.
Sino que, como me comentaría después, necesitaba que yo participara activamente. Era muy inseguro y sabía que podía poseerme, destrozarme, pero interiormente necesitaba que yo chillara de placer compartido, que no me quedara pasiva..
Eso le sonaba a desamores de juventud y no lo soportaba.
No tenía que insistir mucho. Tanto jueguecito de miradas, de agachar y subir, me habían puesto lo suficientemente caprichosa, deseosa, que me excitaba. Me gustaba enormemente que aquél hombretón sufriera tanto por mis huesos.
Las cartas sirvieron para un amor sin prisas. Me rogó que me subiera encima de su pecho para lamerme de cerca toda, abriéndome para él..
Poco a poco me fue provocando pequeños y muy extensos espasmos de placer. Su lengua, glotona, sabedora de tactos y placeres, trabajaba con gran maestría haciéndome disfrutar como hacía mucho tiempo.
En agradecimiento a tanto placer colaboré sin esfuerzo en aumentar el suyo besándole, acariciándole y metiéndome hasta donde podía su miembro dentro de mi boca, estaba muy duro, a punto de estallar.
Le acaricié una y otra vez, chupándole cada vez más fuerte ese compendio de virtudes que quería ahora para mí. Cuando ya estaba que no podía más me pidió que subiera encima de él y me la metiera toda hasta dentro.
-Muévete deprisa, sin pausa, no pares, por favor. Estaba preparado para cumplir su misión y yo quería llegar a un orgasmo a su vez. Sentía su fuerza minándome por dentro, su calor frotándome las paredes de mi vagina haciéndome estallar de tanto placer. Jugué con mis caderas apretándole con fuerza y aceleré mi movimiento. Gritó de placer.
A lo lejos, creí oír el «Aleluya». ¿Sería verdad?. Al terminar me preguntó con la mirada cómo me había ido. Me desarmó ese interés. Lo besé en la boca. Perfecto jefe.. Perfecto.