Entregué a mi esposa por el juego

Me encanta jugar al póker y soy muy obstinado y me puedo poner ciego ante una partida. Es un vicio que adquirí de muy joven y a pesar de los ruegos de mi mujer no puedo abandonar.

Me ha ido bien y mal. Gané muchas veces buenas sumas de dinero que despilfarré pronto en otros juegos.

Mi mujer se enoja mucho conmigo por ello porque no solo gasto mucho dinero que podríamos utilizar en otros menesteres sino que también la dejo mucho tiempo sola cuando me prendo en esas partidas que, a veces, resultan interminables y me ocupan casi toda la noche.

Últimamente optó por acompañarme aunque se aburre mucho porque generalmente las mujeres de los otros hombres no concurren.

El póker para mí es una pasión incontrolable. La adrenalina fluye aceleradamente al momento de que cada jugador baja su juego. Es cuando tenemos una gran alegría o una fuerte angustia.

Hasta que llegué al límite.

Fue en una partida en casa de un empresario amigo, a quien yo no le tenía mucha simpatía porque sabía que deseaba mucho a mi mujer y no disimulaba para nada sus pretensiones.

Era un play boy que como pensaba que tenía mucho dinero podía poseer a la mujer que quisiera sin importarle si esta estaba comprometida o no con otro hombre.

Cuando se la decía a mi mujer ella siempre me decía que era mi mente enfermiza y celosa la que pensaba esas cosas, ya que el empresario –que además de tener mucha plata era buen mozo- era una persona simpática y que le gustaba halagar a las mujeres, nada más.

Por ello, entre otras cosas, era que quería ganarle esa partida y es más, estaba seguro que lo humillaría con mi juego. Sería para mí una satisfacción.

El no era un buen jugador y solo lo hacía para divertirse y no le importaba mucho ganar o perder importantes sumas de dinero. Eso me alentaba más.

Jugamos primero por el efectivo que había llevado e insólitamente, perdí. No lo podía creer.

Mi mujer, que estaba junto a mí quiso que nos retiráramos pero yo quería la revancha.

Máxime que por mi cabeza rondaba la idea de verlo al desgraciado que quería birlarme la mujer, quebrado y pidiéndome por favor otra oportunidad.

Lo miré a los ojos, era el momento de decidir qué hacía: me levantaba y dejaba ese juego ahí, declarándome perdedor, o me jugaba entero y lo humillaba.

Opté por lo último, pensando en tirarle sus restos a mi mujer a sus pies, demostrándole que ese adulador era un fraude.

La apuesta era fuerte. Jugué nuestra casa contra dos de las suyas.

La partida fue prolongada y por fin llegó la última mano, era a todo o nada.

Cuando tiré la primera carta se acercó mi mujer, la que desde que me había pedido que me retirara de la partida se había alejado enojada hacia otro lugar del cuarto.

No sabía nada de mi apuesta y fue cuando el muy desgraciado mientras tiraba su carta fuerte le dijo: «Hermosa, tu marido está por perder la casa» y ella con el rostro desencajado se dejó caer pesadamente en un sillón al tiempo que me gritaba que la casa no la jugara.

Intenté contestarle pero él se adelantó y le mostró el documento que yo le había firmado apostando nuestra casa.

En ese momento no se realmente qué me molestó más, si que el tipo le contara de mi apuesta o que le hubiera dicho «Hermosa» así, tan descaradamente, a mi mujer.

Las cartas volaron sobre la mesa y recién ahí me di cuenta del gran error que había cometido. Había perdido todo, incluso la casa y no sabía si a partir de ese momento también a mi mujer.

El cretino sonrió y mirándola a los ojos le dijo: «Te casaste con un perdedor, solo a mi lado tendrás el éxito y la buena vida».

No sabía qué decir. Me sentía avergonzado y muy humillado. No levantaba la vista para no verle el rostro a ella. Estaba descorazonado y me sentía culpable.

De pronto escucho la voz de mi mujer diciéndole que el juego no había terminado y no entendía nada.

La miro sorprendido mientras él le decía que no teníamos nada que apostar.

«Si» dijo ella y dándose vuelta se desabrochó su vestido y bajó el cierre hasta donde la espalda deja lugar a su cola. «Lo que está más abajo es lo que tengo» agregó.

Muy humillado quise interponerme pero ella no me dejó, estaba decidida a todo para recuperar nuestra casa. Me hizo callar diciéndome que ya había hecho demasiadas macanas y realmente tenía razón.

El entonces comentó socarronamente que aceptaba cambiar la casa por el cuerpo de mi mujer y tomó las cartas para iniciar una nueva partida.

«No, la casa por mi cuerpo no, es poco» dijo ella. «Te doy solamente mis manos y mi boca. Si sos un buen jugador aceptarás la propuesta, si sos un cobarde con suerte podés abandonar la partida y quedarte con nuestra casa».

El, nervioso, sacó el documento que yo le había firmado, lo puso sobre la mesa y pidió cartas.

Ella no sabía de póker casi nada así que me pidió que le indicara qué cartas jugar para luego decidir, en base a su intuición, qué hacer.

Se dieron cartas, el juego se enredó y al final llegó el momento de la verdad.

Mi mujer tenía poco juego y yo sabía que él generalmente no mentía así que le aconsejé no jugarse dado la carta que había tirado pero lo hizo y aceptó el juego. ¡Ganó!. Yo no podía entender cómo con esas cartas había ganado. Lo que había sucedido era que él mintió pensando que un perdedor como yo y una mujer inexperta no subirían la apuesta y perdió.

Nuestra casa volvió con nosotros.

El, ofuscado, dijo que no jugaba más y propuso tomar unos tragos antes que nos retiráramos.

Pero mi mujer quería seguir y ahora apostó contra una casa de fin de semana y se la ganó también. Teníamos ya dos casas.

El firmó los documentos respectivos, se enojó mucho y volvió a decirnos que la cortaba ahí pero ella, a esta altura insaciable, quería seguir y ofreció, para convencerlo, su cuerpo entero. Le apostó ser su esclava de placer por esa noche si perdía.

No me gustó para nada la idea pero como venía con racha ganadora (suerte de principiante pensé) la dejé hacerlo.

La partida duró y duró hasta que unas cartas muy buenas me cebaron. Le dije que se jugara…y perdió. Me quería morir.

Propuse de inmediato hacer otra mano pero ella me miró y me dijo «Ya está, perdí y pago».

No me gustó para nada la decisión tomada pero como buen perdedor acepté que el cretino –que a esta altura se estaba relamiendo- tuviera sexo con ella.

Mi mujer se desnudó ahí mismo y la ví más linda que nunca.

Sus hermosas y voluminosas tetas, su cintura angosta, sus sensuales caderas y su pubis de tenue vello sería ahora para ese odioso personaje.

Desesperado quise retirarme pero ella me lo impidió al tiempo que me decía: «Vos te quedás, llegamos a esto por tu vicio y ahora pagá las consecuencias».

Así desnuda como estaba corrió las cartas de la mesa de fino paño verde y se sentó arriba de ella. Se acurrucó tomando sus rodillas con fuerza hacia su pecho y al encoger las piernas su concha se mostró abierta, su tajo expuesto, en medio su vulva y un clítoris rosado, carnoso.

El clavó su mirada en esa zona, se acercó y acarició los pies de mi esposa. Temblaba, sudaba, parecía sentir una pasión incontrolable por ella.

Deslizó sus dedos por la fina piel de sus piernas y recorrió sus muslos. Lentamente se acercó hacia su entrepierna pero al llegar a su concha… cambió la dirección de sus manos deliberadamente, postergando el placer de tocar la vulva de mi mujer.

Sus manos apretaron su cintura y le pidió que se recostara sobre el paño.

Miró su cuerpo espléndido y acarició sus grandes senos al tiempo que dibujaba con sus dedos el contorno de sus pezones tiesos.

Luego con su lengua fue dejando una estela de saliva sobre la tersa piel. Jugueteó con las puntas rosadas y llegó otra vez hasta su pubis. Ahora sí, separó lentamente la vulva y su boca comió el clítoris de mi mujer. Al sentir sus jugos, su aroma a sexo, se descontroló.

Note como en su pantalón un bulto inmenso se erguía.

Se desabrochó el cierre de la bragueta y de su interior emergió un miembro enorme y rígido. El tenía una pija mucho más grande que la mía y se cogería con ella a mi mujer.

El cretino tomó la mano de ella sin dejar de chuparle la concha y la llevó hacia su verga. Ella la tocó.

Al hacerlo abrió los ojos hasta ese momento cerrados y la palpó. Ví cómo sus dedos se afirmaban a esa carne eréctil, cómo recorría su tersa venosidad, acariciando ese glande provocador, rojo de sangre.

Ella comenzó a arquear su espalda como tratando de entregar más profundamente su concha a esa boca intrusa que la devoraba al tiempo que le apretaba la pija. Y lo hacía con ganas…

En un momento él, con su rostro enrojecido y su boca chorreando flujo, se levantó y tomó las piernas de mi mujer, las separó bruscamente y la atrajo hacía sí de un tirón. Acomodó su pija entre los labios vaginales y aprovechando la dilatación le mandó hasta el fondo el miembro erecto.

Ella apretó sus labios, deseaba gemir pero se contenía. Una tras otra llegaron las embestidas. El cuerpo de mi esposa vibraba. Sus senos se movían sensualmente.

El sudor ganó su piel y su empeño por apagar el fuego que surgía de su interior fracasó bajo un estruendoso orgasmo que explotó en vibrantes gemidos.

Fue tal su pasión y fogosidad que entre mis piernas una dolorosa erección sorprendió mi dignidad.

Estaba excitándome verla caliente y lo más extraño era que otro la estaba cogiendo.

El se aferraba a sus tetas apretándolas con brutalidad y la embestía pasionalmente hasta que acabó furiosamente y comprimió sus gestos emitiendo un sonido ronco pero profundo.

La noche terminó a los minutos.

El se llevó el premio pero su angustia fue mayor ya que la deseaba profundamente.

Mi mujer, aun desnuda, se arrodilló frente a mí y me mamó la pija tratando de apagar el fuego que su actitud había encendido. Acabé rápidamente. Extenuado y tenso por lo vivido, me senté en el sillón de la sala.

Ella se paró y todavía chorreaba por sus piernas la leche del ganador del juego.

Puso su mano sobre su tajo conteniendo el semen y se fue a higienizar antes de marcharnos.

Me quedé pensando en el placer que ella había sentido al ser penetrada por otro y en el mío propio al verla en esa situación.

Sin duda, esa noche abandonaba un vicio pero…contraía otro.