Al límite

Salva se despertó sobresaltado; sin embargo se quedó inmóvil, con los ojos desorbitadamente abiertos contra la espantosa oscuridad. Su gélida mano buscó el corazón. Parecían los latidos de un conejillo que huye de un fiero cazador. Sólo que él no sabía quién era ese cazador. Ya no lo recordaba.

De tanto intentarlo, había conseguido olvidar lo que le hacía daño y, precisamente, en esos momentos, era esa incertidumbre lo que le ahogaba, lo que le llevaba a tener la trágica certeza de que su corazón seguiría latiendo aún cuando ya él no quisiese continuar.

Inesperadamente, se desató un remolino de sábanas blancas y emergió la desnudez de un cuerpo delgado y sudoroso. Bajo las tenues luces del tráfico de la calle Intenciones, buscó en la geografía de su anatomía las señales de la última noche. Encontró un arañazo en el hombro y otros en las caderas; pequeñas flagelaciones sobre su culo; restos de semen por todo su cuerpo…

Eso es lo único que le quedaba tras una noche de sexo desenfrenado… nada. Pero se había acostumbrado a esa nada y no podía dejarlo. Por eso sabía, cuando se apartó de la ventana, antes incluso de que las primeras gotas de agua de la ducha empezaran a borrar las eyaculaciones de su piel, que volvería a por más.

Solía ir a locales de ambiente. Una manida sensación de seguridad le embargaba bajo sus lúgubres luces. Se movía con cautela y el paso de los años le había vuelto poco exigente. Ya no se trataba de una cara atractiva o de un cuerpo bonito, sino más bien de una expresión inocente, un gesto de debilidad.. o todo lo contrario. Cada noche era distinta porque jamás se volvían a repetir. No conocía sus propias reglas, no estaban escritas en ningún libro, tan sólo las intuía.

– ¡Sabes por qué vuelves cada noche a esos antros? – en la ducha volvió a escuchar esa voz, un eco del pasado que no aceptaba su destierro -. ¿No lo sabes?

Apartó la mirada del desagüe de la ducha y abrió la boca. Durante unos instantes, dejó que se le inundara de agua. Entonces tragó y le quedó el agridulce sabor del champú.

– ¡¡No es verdad!! – gruñó mientras se envolvía con la toalla -. Eso no es verdad, jodido imbécil.

La frialdad de la cerveza corriendo por su garganta, distrajo su atención por unos momentos. Y, en cuestión de minutos, las pastillas que había diluido en ella, harían el resto. Sólo tenía veinticuatro años, pero ya no conseguía empezar el día de otro modo.

El amanecer lo encontró apoyado contra el marco de la ventana, sujetando con la mano las persianas. Había desdén en su mirada… tal vez porque no miraba fuera, sino dentro.

Se veía a sí mismo, a los diecisiete, tumbado en la consulta del psicólogo al que sus padres le enviaron por estar preocupados por las costumbres sexuales de su primogénito.

– ¿Te consideras promiscuo? – le preguntaba el psicólogo, recostado en su carísimo asiento de cuero.

– ¿Promiscuo? ¿Cuántos polvos se ha de echar para ser promiscuo, doctor?

– ¿Cuántos? – sonrió desde su trono -. No sé. ¿Cuántos crees tú?

– Cien, cincuenta, veinte… – abrió los muslos y se frotó el paquete -… puede incluso que cuatro.

El psicólogo entrecerró los ojos y mordisqueó el bolígrafo con el que anotaba en sus cuadernos. Entonces, dijo:

– No, es más complejo que todo eso. Una persona promiscua puede realizar el acto sexual con un compañero de colegio en la residencia familiar y, ese mismo día, insinuarse a su psicólogo…

El estrepitoso sonido de un frenazo, poco antes del paso de peatones, devolvió a Salva al presente y se dejó caer en el sillón. Pero, en cuanto sus párpados se hubieron cerrado de nuevo, volvió a comtemplar la cara del psicólogo, pero ahora desencajada por el placer que le producía azotar su enorme polla, sudorosa y gruesa, contra la inocente carita de su joven paciente. La pasaba lentamente por sus labios y, después, con mayor dureza, la golpeaba contra sus mejillas. No se la metió hasta que se lo suplicó.

– Más… por favor

Y le dio más, cuando se cansó de sentir la humedad de su lengua lamiéndole el capullo. Fue la primera vez que le penetraron la boca como si el resto del cuerpo dejase de existir. Le agarraba fuertemente su cabeza, y, con dureza, lo empujaba arriba y abajo por todo su mástil, hasta que los labios, llevados a su máxima expresión, se estrellaban contra los huevos.

Al poco rato, se la sacó, chorreante de saliva y más colorada que nunca…

– Deme por culo, por favor…

Pero cuando trató de darse la vuelta para que le desvirgase su trasero, el psicólogo le sujetó la carita y se le corrió encima…

De pronto, sonó el timbre. Andando hacia la puerta se percató de la notable erección que llevaba. Como pudo, se acomodó el paquete y abrió mientras, en algún lugar, aún le parecía, entre jadeos, escucharlo decir:

– Este será nuestro pequeño secreto…

El semblante serio de su madre se materializó tras la puerta.

– Hola, querido.

– Madre…

Se dieron un incómodo abrazo y cerraron la puerta tras ellos.

– ¿Quieres tomar algo?¿Qué haces tú por aquí?

Dio unos pasos y se sentó en el sofá, sin quitarse las gafas.

– No me quedaba otra opción. Hace meses que no vas por casa y llevas casi una semana entera sin ir al trabajo. Tú padre está… Además sales todas las noches y duermes el día entero… ¿Qué te pasa, hijo?

La misma gélida impaciencia con la que se envolvía a los diecisiete, volvió a aparecer.

– Nada, no me pasa nada…

La pelirroja cabeza de su madre se inclinó sobre los restos de cerveza que quedaban en el vaso. Una mueca cruzó su boca y un manto de arrugas pobló su cara.

– ¿De veras? – se llevó una anillada mano hasta sus trémulos labios -. ¡Cómo has cambiado, hijo! Echamos de menos a nuestro hijo…

El sordo golpear de una mano contra la mesa de mármol, la interrumpió.

– ¡No me vengas con esas ahora! – bramó -. ¡Nunca he estado a vuestra puta altura!¿Recuerdas?…

– ¿Qué es lo que te pasa? – se levantó y fue hasta la puerta -. Hijo, tu padre y yo queremos ayudarte… y no sabemos…

Un olor a tabaco y Chanel se quedó flotando en el salón durante bastante tiempo después de que su madre hubiese cerrado la puerta, llevándose consigo las mismas dudas que traía.

Tumbado en el sofá, viendo como el sol se deslizaba por el contaminado cielo de la ciudad, voces del pasado desfilaban al ritmo de locos acordes.

– Este será nuestro pequeño secreto… – repetía una y otra vez, en su cabeza.

Se llevó sus crispadas manos a las sienes y gritó:

– ¡¡¡Basta!!!

Parecía que el tiempo se hubiese convertido en una noria. Iba de atrás hacia adelante y vuelta a empezar, sin nada que lo aliviase.

– ¡Sabes por qué vuelves cada noche a esos antros? – de nuevo, esa voz -. ¿¿¿No lo sabes???

– ¡¡¡Basta, basta, basta¡¡¡

Se levantó y, tambaleante, fue hasta la mesilla de noche. Cogió dos pastillas, se las tragó y se dejó caer en el desvencijado colchón, esperando que el sueño le arrancase todo cuanto sucedía en su interior y no lograba entender.

Y tuvo un sueño largo, tan largo que le impidió despedirse del sol; pero, al despertar, todo seguía igual. Allí estaban las pastillas, allí estaba también la noche que, susurrante, le invitaba:

– Ven conmigo, amor, déjate llevar, déjame mentirte…

Con un trago de cerveza, bajó las pastillas y abrazó las sombras de la calle Intenciones.