Burbujas de amor

El calor era intenso y Lola llevaba una túnica de color butano, muy ligera.

Al pasar cerca de la ventana que daba al balcón, la tela, con el aire, se ceñía a su cuerpo, entonces tenía que apartar los ojos para ocultar la turbación que sentía.

La veía desnuda, marcado su pecho bien formado, con los pezones erectos, la veo muy excitada, pensé.

Su cintura era pequeña, ombligo redondo, algo prominente, parecía indicar el principio del fin con aquella protuberancia de color negro rizado haciendo un triángulo perfecto que venía a indicar el camino de unas bien contorneadas piernas calzadas por unas sandalias de tacón de no más de cuatro centímetros, no le hacían falta, era muy esbelta, demasiado delgada para el gusto de mi padre, eso seguro.

No llevaba bragas.

A ratos la miraba sintiendo que no era conveniente levantarme del asiento.

De alguna forma estaba protegido por los brazos del sillón de mimbre donde me encontraba.

Cuando Lola se movía levantaba una pierna, como si yo no estuviera allí mismo, cruzándola sobre la otra en postura de flor de loto sobre una butaca de verano adornada con un tapiz de tonalidades ocres y teja que la cobijaban ampliando el espacio donde se encontraba.

La miré sin prisas, su pelo de leona cordobesa, ojos que ni pintados por Julio Romero de Torres; me atreví a soñar que la acariciaba.

Sentí mi propia respiración, asustándome por si ella se había dado cuenta.

Avergonzado me levanté del sillón de mimbre y, como si fuese a colocar el libro en la biblioteca, me aproximé a verla más de cerca.

– ¿Qué estás leyendo, Lola?.

– ¿Dónde pongo «La Romana», de Alberto Moravia?. Me ha gustado bastante, una construcción muy estudiada que mantiene la intriga durante toda la trama. Gracias por dejármelo leer.

Lola levantó sus ojos color aceituna, sonrió con su boca de labios carnosos, perfectos, a juego con su piel de melocotón.

Hizo un gesto de contrariedad, y me dijo que lo pusiera en la estantería segunda de la derecha.

En aquel momento eché de menos la canon, estaba viendo un instante irrepetible, expresión de belleza sin igual en aquellas facciones de muchacha-. Su escote tan pronunciado me estaba poniendo nervioso. Sentí calor.

– ¿Te queda mucho?- Podíamos acercarnos al río.

– ¿Qué te parece?

– Buena idea. Dame unos minutos me pongo algo apropiado.

Así estás muy guapa. Coge tu bolso y marchémonos¡.

Manu, por favor, sólo son las cinco. Enseguida estoy contigo.

Mientras se alejaba hacia el dormitorio comentó en voz alta la puesta de sol para dentro de unas horas.

Hacía una tarde de verano apacible, pero demasiado calor y humedad.

Sólo una brisa de viento, algo a destacar en aquella ciudad cubierta de hojas secas, papeles, botellas de plástico,.. el viento no parecía distinguir la afluencia ni la procedencia de tanta basura por las calles.

No había terminado con mis divagaciones cuando apareció por la puerta una Lola que no sabía si era un sueño o era real.

Se había colocado un collar de piedrecitas de distintos tamaños, color madera, sobre su fino cuello, muy delgado y alto, para hacer las veces de botonadura de una camisa apenas sujeta con unos frunces sobre su pronunciado pecho, dejándose caer, totalmente suelta, sobre una minúscula falda de tela vaquera abierta a los lados por dos rajas descaradas que le llegaban demasiado arriba para ese naciente deseo encubierto.

Como quien le molesta algo, me saqué de un manotazo la camisa de entre el pantalón vaquero, tengo calor, dije, así estaré más fresquito, y cubrí un pudor desconocido, aunque bastante molesto, que parecía querer salir de mi pantalón ajustado.

Sentí su mirada. Se detuvo en mí lo suficiente como para ruborizarme.

– Anda, vamos, o no veremos la puesta de sol. Dios mío, pensé, si apenas le cubre la falda las bragas. –¡qué falda tan corta!-. No me atreví a decirla nada. Bajamos a la calle. La brisa movió la camisa de Lola. Nadie en la desierta calzada, ni debajo de su blusa. No llevaba nada. Mil aromas me vinieron, vainilla, giré la cabeza, mistela, no.. la más fuerte, canela. Me estaba mareando.

Subimos al auto.

De camino hacía el río no paré de contarle los proyectos que tenía para el mes de octubre. La concesión de una beca me permitiría concluir los estudios de Bellas Artes en Venecia y quería compartirlo con ella, que parecía querer escucharme con atención.

Era una buena oportunidad para dar el gran salto hacia algo más que unas exposiciones en las salas de arte de las Cajas de Ahorros. Algo más para darse a conocer internacionalmente.

Lola sabía perfectamente que Manu pintaba mejor que muchísimos de los chicos de su ciudad.

Incluso, dicho por los críticos de arte de los periódicos, con mucho más estilo y clase que la mayoría, muchos más experimentados y mayores que él. Sus cuadros sabían expresar aquello que la palabra no podía.

«Tengo un corazón
mutilado de esperanza y de razón
tengo un corazón
que madruga adonde quiera
¡ayayayay!»

Con el movimiento del auto, debajo de su blusa sus senos se movían libremente pues ella nunca usó sostén alguno.

De su cuello escurrían gotas de sudor que rodaban hacia abajo siguiendo el surco de piel entre sus pechos redondos y duros. Llegaron a la desembocadura del río.

Al bajar mi mirada se encontró con la suya; un solo movimiento rítmico y sensual, una sola respiración agitada y un mismo deseo.

Lentamente, como un sujeto que es siempre suyo, un verbo que le pertenece y un predicado que anticipa el tiempo, fue despojándose de sus ropas para sentir los rayos del sol, el aire y la brisa sobre su piel morena.

Necesitaba ese calor sobre sus huesos y de forma natural, como un tango bailado por una mujer hermosa, pelo muy largo, siempre moreno, ondulado, boca perfecta y ojos que llevan el ritmo con tanta gracia, se sentó en la cálida arena, sin toalla, decía que así sentía una caricia especial que fluía por su sangre hacia la cintura.

Mirarla era sufrir en silencio, pero callé.

– Lola. ¿Nos bañamos?. Le propuse mojar la piel, sentir la fría corriente del río. Pero ella no quiso apuntarse. No le molestaba ese rayo de sol que a mí me picaba hasta la garganta.

«Y ese corazón
se desnuda de impaciencia ante tu voz
pobre corazón
que no atrapa su cordura»

Me alejé hacia la orilla. La dejé absorta oyendo la canción de Juan Guerra a todo volumen.

Le apasionaba y no pareció importarle mi huida de ella, de su olor, su piel suave, su mirada de niña, su pecho orgulloso…

El agua estaba bastante fría para ser una tarde de tanto calor, pero la necesitaba. Me ayudaría a solventar lo que me empeñaba en esconder entre las piernas sin ningún éxito.

Nadé, floté más bien, oliendo las algas marinas que habían sido arrastradas hacia la desembocadura del río, olía a pescadito frito del chiringuito «Los Cortes».

Me entró hambre y decidí volver a su lado… Allí seguía Lola, tumbada boca abajo, con un brillo especial en la piel.

Las piernas más bonitas que había visto nunca, una espalda de simetría perfecta, culo algo respingón… pensé en volver al agua cuando Lola me dijo que me acercara y por favor, le untara la espalda con crema hidratante.

– ¿No puedes tú sola? (dios mío, pensé, no se da cuenta de que si la toco no podré contenerme… la deseo con mucha fuerza, la quiero para mí).

«Quisiera ser un pez
para tocar mi nariz
en tu pecera
y hacer burbujas de amor
por donde quiera
¡oh! pasar la noche en vela
mojado en ti»

No tenía excusas ante tanta insistencia inocente.

Me acerqué, tomé la crema y empecé a darle ligeros masajes por los hombros, la espalda, bajé hacia la cintura… mi respiración me delataría, cada vez la notaba más agitada de la emoción que me estaba embriagando, y no precisamente del aroma a plátano de la crema.

Bueno. -Ya está-. -Ahora sigue tú sola por las piernas o te quemarás. Lola me miró como quien no sabe nada del deseo que hace que dos cuerpos quieran estar juntos y me dijo:-Manu, por favor, no te hagas de rogar. Me senté mirando hacia el sur, encima de su culo, como formando parte de un juego improvisado.

A Lola pareció gustarle la idea porque empezó a reírse y me comentó que si es que me quería vengar del trabajo que me había encargado aplastándola.

Le dije que se callara y me dejara terminar cuanto antes.

Seguí como si no la oyera reír untándole las ingles, los muslos de sus piernas, las corvas, hasta los tobillos una y otra vez…La excitación ya no se podía disimular.

De pronto Lola me pide que la deje darse la vuelta, lo hago como un autómata de forma que ahora quedo encima de sus caderas.

Sigue por esta parte, me dijo, y yo seguí con la crema.

Abrió las piernas tanto que le podía ver la línea que separa las ingles del comienzo de su pubis, pelo negro, piel morena…

«Un pez
para bordar de corales tu cintura
y hacer siluetas de amor
bajo la luna
¡oh! saciar esta locura
mojado en ti»

Ya no pude más. La tomé por los pies y empecé a darle besos uno a uno, después por los tobillos, las piernas, una y otra vez hasta llegar a las ingles.

Allí me recreé sin brusquedad, le desaté el tanga por los lacitos de los lados.

Lola ya no reía, sólo estaba pendiente de lo que hacía. Su piel me decía que quería más, sus piernas abiertas, sus labios rojos.

Le tomé el cáliz que me ofrecía, comí y bebí todo el jugo hasta hacerla gritar ¡basta!.

Con unas manos temblonas me quitó el bañador y a su vez empezó a acariciarme con ansiedad dándome pequeños mordiscos por todas partes…

¿Quieres que te folle?. Pídemelo. Dime. ¿Quieres, Lola?. Lola me tomó la boca, cerró mis labios con un beso que me quemaba.

Abrazada a mí con fuerza me dijo al oído que la amara.

¡Ámame!. ¡Fóllame!.

Rodamos por la arena, besos fundidos en más besos. Saliva de mi boca en su boca. La tomé por la cintura penetrándola con fuerza.

Gritó de placer. Jadeábamos los dos. Gritos de amor que se llevó el viento del sur.

No estábamos solos.

Las gaviotas vinieron a ver lo que estábamos haciendo.

Querían saber. Nada importaba.

La seguí besando mucho rato.

Mis manos sujetaban su cabeza, pelo suelto, larga melena.

Le besé la nariz y le dije muy quedo:¡¡Te quiero Lola!!.

«Y este corazón
se desnuda de impaciencia ante tu voz
pobre corazón
que no atrapa su cordura»