Revolución en el aula
No explico todavía cómo pudo suceder aquello en un colegio con tanta fama y tanta disciplina. Era alumno de aquel afamado colegio de religiosos desde que era pequeñito. Nunca había puesto nada en duda, ningún resorte de aquella dictadura que nos martirizaba seis horas y media al día. Ahora estaba en el bachillerato. Empezábamos a ser hombrecitos y nuestra mentalidad empezaba a cambiar.
Teníamos una media de 18 años, aunque había algunos con diecisiete, y Fernández, que tenía diecinueve. La inclusión de Fernández en el aula fue una revolución. Un chico respondón al que no le importaba recibir un guantazo detrás de otro. Un chico que nos sacaba a todos la cabeza y al que nunca le vimos bajar la mirada ante ningún profesor, ya fuera religioso o seglar.
Fernández nos contagió poco a poco de un espíritu inconformista y rebelde que hizo temer a los propietarios del colegio, y en especial a su director, el Padre Ciberio, que las cosas se les irían pronto de las manos, así que él y el Jefe de Estudios, el Padre Fliberto, empezaron a visitar la clase y a repartir «bendiciones» a diestro y siniestro. Ambos sentían una especial «predilección» hacia Fernández.
Al principio, los compañeros reaccionamos de manera divergente, unos nos culpábamos a otros por la nueva dosis de disciplina que teníamos que soportar. Pero luego, la injusticia y el gusto de los docentes por imponer castigos y dar tortazos era tan evidente, que todos nos unimos como una piña y nos propusimos denunciar al colegio en cuanto recibiéramos un nuevo maltrato. Llegó el momento, y todos estábamos dispuestos a actuar, pero Fernández nos paró, diciendo que no serviría más que para que nos dieran bofetadas en el colegio y en la casa.
No podía creerlo el día que la sobrina del Jefe de Estudios, la Señorita Josefa apareció por la puerta de la clase para sustituir al profesor de francés, que estaba de baja por una depresión. (Fernández decía que tenía delirium tremens, porque daba la clase siempre bebido).
Doña Josefa era una mujer de veintiséis años. Una mujer madura, en comparación de sus jóvenes alumnos. Pronto se granjeó en el colegio una fama de dura y antipática que ni su propio tío había conseguido en los cerca de treinta años de antigüedad en el colegio.
Doña Josefa era una mujer morena que nos sacaba cabeza y media. Era seria, antipática. Tenía el pelo largo, pero lo ataba tras de sí en una coleta con la que se hacía un moño en la nuca. Vestía con unas botas de tacón que le llegaban por debajo de la rodilla. Solía vestir una falda oscura que le cubría hasta lo que ya tapaba la ropa y arriba llevaba una blusa de mangas largas, generalmente larga, y encima una rebeca cuyos colores variaban del azul oscuro al rojo según su estado de ánimo. Tenía las cejas finas y los ojos almendrados. Su boca era larga y de labios gordos, su nariz era corta y respingona y su barbilla redondeada. Hubiera sido guapa de no ser por aquellas horribles gafas y su expresión siempre cabreada.
No os puedo describir nada de su físico, pues ni el más salido de nosotros podría atribuirle a semejante aprendiz de bruja el más mínimo contenido erótico. Tenía, diremos, buen tipo.
Doña Josefa, desde el primer momento, la tomó con Fernández, seguramente aleccionada por su tío. Fernández aguantaba los ataques y contraatacaba como él solía hacer, con comentarios sarcásticos, hirientes, pero que siempre tenían un incuestionable fondo de verdad.
Estábamos en una edad difícil, y las revistas porno circulaban cautelosa y clandestinamente. Nos empapábamos de todo y leíamos, y nos enterábamos de las cosas de la vida. Recibimos una nueva amenaza de la dirección. Al próximo que cogieran con material de ese tipo, lo expulsarían.
Nos cortamos mucho, pero Fernández tenía otra pasta. Un día Doña Josefa le pidió los deberes a Fernández. Fernández los sacó de la cartera, con tan mala suerte que, junto al block, sacó una revista porno, que rápidamente divisó la profesora. Por primera vez vimos a Fernández colorado. La profesora la requisó y amenazó a Fernández.
-¡Te vamos a expulsar por esto!.- decía la profesora agitando la revista en su mano. Fernández callaba.- ¿Qué tienes que decir? ¡Machito!.- Fernández respondió tranquilamente.- No me van a expulsar, porque si me expulsan ahora, el colegio va a perder ciento cincuenta mil pesetas de mis recibos de aquí a final de año.- Todos comenzamos a reírnos.
Doña Josefa montó en cólera -Tú te crees un hombrecito y en el fondo eres una mierda.- … señorita…- Sí, una mierda, no vales para nada.-… señorita…- ¡Siéntate ya !, ¡mamarracho!, ¡niñato! ¡Seguro que esto – (refiriéndose a la revista porno) – lo usas para limpiarte el culo! ¡No creo que sirvas para otra cosa!- Fernández cayó y pareció ofendido por primera vez, pero al fin respondió.- señorita… cuando quiera se lo demuestro.-
Se hizo un silencio sepulcral en el aula. Doña Josefa se dirigió a Fernández y le pegó un bofetón de esos de película. Fernández cayó lleno de orgullo y salió de la clase dando un sonoro portazo.
Doña Josefa, la «Pan duro» como le llamábamos, se fue de la clase tras una de las horas de clase más tensa que he vivido. Luego apareció Fernández. Al empezar la clase, El Jefe de Estudios, tío de la profesora, apareció por la puerta. Llamó a Fernández y pudimos escuchar una discusión en el pasillo. Una discusión que nos puso el corazón en la garganta a todos. Fernández estaba recibiendo y bien. – ¡Ya te dijimos..(Zasss)… lo que ocurriría….(Zasss)…si traías esto aquí!.- Fernández respondía.- La mochila es mía y llevo dentro lo que quiero.- ¡Calla ya! ¡Coño!…(Zasss)…- La discusión iba difuminándose con el ruido ambiental , al alejarse los dos por el pasillo, seguramente en dirección a la sala del director.
Fernández no apareció por clase aquella mañana ni por la tarde. Empezamos a conjeturar. Nos enteramos por Gómez, un chico de otra clase, hijo de un profesor, que le habían echado del colegio. Entre todos se produjo un gran malestar, una rabia contenida. Estábamos dispuestos a armar un cisco aunque nos castigaran.
La primera hora del día siguiente la dábamos con Doña Josefa, que se mostraba feliz y triunfante y más chula que nunca. A cosa de las nueve y cuarto apareció Fernández, que parecía hundido, acompañado por el conserje. Fernández pasó pidiendo permiso educadamente. La gilipollas de la «Pan duro», como le habíamos puesto de mote, casi ni le miró, concediéndole permiso con un gesto despreciativo. Fernández comenzó a recoger las cosas de su cajón. Algunos compañeros le llamaban.- ¡Fernández!…¡Fernández!.- Comenzó a llorar. Uno de mis compañeros, sin pensar a dónde nos llevarían a todos sus actos, comenzó a levantar la tapa del pupitre y chocarla contra el cajón del mismo. Todos comenzamos a acompañarle.
-¡Silencio ya!- Gritaba la «Pan duro», pero era un chillido inútil. El conserje, un hombre viejo y ligeramente encorvado, se asustó y fue a pedir ayuda. -¡Silencio ya! – La Pan duro le pegó una leche a uno de los chicos, luego se dirigió a Fernández para abofetearle, pero Fernández ya no era un alumno del colegio y esquivó el golpe. Entonces Doña Josefa se dirigió hacia la puerta con movimientos airados. Uno de mis compañeros se levantó y se interpuso en el pasillo ofreciéndole una resistencia pasiva que fue contestada con un empujón. Otro compañero gritó. -¡Cerrad la puerta! ¡Que no escape!.-
El compañero de la esquina puso rápidamente la mesa delante de la puerta y antes de que la «Pan duro» llegara a la puerta, una barrera de varias mesas y varios chicos se interponían en la salida.
¡Qué gesto más erótico cuando contrariada buscó otra posible salida! Le adivinamos el pensamiento y las salidas laterales, que comunicaban con otras clases, pronto estaban en iguales circunstancias que la salida al pasillo.
Doña Josefa iba repartiendo tortazos y arañazos a diestro y siniestro, como una loca, pero pronto, los alumnos que días antes la mirábamos como a una bruja la mirábamos ahora como una presa fácil a la que someteríamos sin gran esfuerzo. Un alumno gritó.- ¡Cogedla! ¡Será nuestro rehén!.- ¡Dejádme!.- gritaba ella al verse rodeada.
Pronto un montón de bazos la agarraban, hasta reducirla. -¡Soltadme! ¡Os ordeno que me soltéis! ¡Se os va a caer el pelo!.- Fernández sonrió sombríamente y le contestó. -Eso ya lo sabemos…!
-¿Qué hacemos con ella?.- Dijo uno de mis compañeros.- ¡Atémosla!.- Uno de mis compañeros se quitó los cordones de los zapatos y pronto las manos de Doña Josefa fueron a parar, atadas, a su espalda. Había perdido sus gafotas y aquella expresión de miedo, que hacían que sus ojos brillaran intensamente, y había conseguido que su cara abandonara la expresión de «estar oliendo mierda», le daba el aspecto de una mujer preciosa, casi como la de aquellas chicas que veíamos en las revistas prohibidas. Su moño medio desecho contribuía a darle un aspecto que despertaba nuestro instinto sexual salvajemente.
Algunos botones de su camisa habían saltado y veíamos un sujetador blanquísimo y la carne delicada de su torso. Pronto se escucharon voces al otro lado de la puerta. -¿Qué pasa?… ¡Abrid!.- ¡Una Mierda! ¡Para que nos infléis a hostias!.- Era el Director, el jefe de Estudios, el conserje y un grupo de profesores, algunos con negras sotanas y otros con grises pantalones.
Intentaban forzar la puerta, pero Benítez hizo valer nuestras ventajas. -¡Alto ahí si queréis que la profesora no sufra daños!.- Volvieron a intentar forzar la puerta, entonces, Benítez, un chico delgado y regular estudiante, pero con mucho genio, cogió a la «Pan duro» del pelo y le estiró de él hacia abajo. La maestra echó su cabeza hacia detrás y pudimos percibir su cuello largo y delgado y cómo la camisa entreabierta dejaba adivinar un pecho generoso. La maestra chilló y pidió a su tío que parara. Su tío obedeció. -¡Os doy media hora para deponer vuestra actitud!. ¡Si no, llamo a la policía!.- Gritó enfurecido el director.
¡Media hora! ¿Qué se puede decidir en media hora? Álvarez sacó la vena política de su padre y nos movió a formar una asamblea. ¿Qué debíamos hacer? ¿Rendirnos o luchar?. Hubo divisiones, pero la mayoría optó por luchar. De todas maneras, decidimos que los que no quisieran permanecer en el aula atrincherados, que salieran. Lo siguiente era elegir un consejo revolucionario, para decidir qué se debía hacer. Fueron elegidos Fernández, Benítez, Álvarez y un tal López, un chico que escribía historias eróticas en el block de ejercicios, engañando a sus padres que creían que estudiaba.
Estaba discutiendo el Comité lo que se debía hacer cuando llegó el Director, con el Jefe de estudios y el tutor. Venían un poco más calmados. -¡¿Salís?! ¡¿Sí o No?!. Fernández dijo: -¡Sí!.- Abrimos las puertas y comenzaron a salir los chicos que no querían permanecer en el aula. De repente, el bando docente se llevó una sorpresa, pues no hubieron salido más de veinte chicos, cuando la puerta se cerró bruscamente y atrancamos de nuevo la puerta.
Oímos maldiciones y amenazas, pero al final, los tres profesores se alejaron de la puerta. Al poco rato, un chico nos avisó que nuestros compañeros desertores estaban en el patio formados, el director pasaba frente a ellos y les daba «la bendición», uno por uno. Si salíamos, ya sabíamos lo que nos esperaba.
Quedamos como doce chicos en la clase, una clase de la segunda planta desde donde no se puede saltar al patio. El comité decidió lo que debíamos hacer:
1.- Fortalecer las defensas de la clase. Movimos la tarima contra una de las puertas laterales y pusimos la pizarra en la otra. Era seguro que los curas estarían atrincherados en ambas clases. Pusimos la pesada y anticuada mesa del profesor contra la puerta principal.
2.- Castigar a la «Pan duro». Ella recibiría el castigo que todos y cada uno de los profesores de aquel colegio deberían haber recibido, los que nos habían amargado la vida desde niños, los que aun tendrían que amargárnosla más. ¿Qué tipo de castigo? López propuso un doble castigo físico y moral. Un castigo que la humillara y que le bajara los humos… Benítez lanzó al aire su oferta, tan deslumbrado por la belleza de Doña Josefa como el resto de sus compañeros.- ¿Y si la desnudamos ?.- ¡Vale!.- ¡Nooo!.- Fernández era el más cabal.
Formamos las sillas en medio círculo alrededor de la «Pan duro». Elegimos a Juárez, un chico pecoso y pelirrojo de gruesas gafas y labios carnosos para que ejerciera de alguacil. Juárez puso a la chica y le obligó a separarle las piernas..- ¡Por orden del comité, la pérfida maestra Doña Josefa, alias la Pan duro, debe ser castigada públicamente, y resarcir todo el daño que ha hecho a los alumnos de esta clase, y en especial a Fernández!.- Un montón de aplausos salieron de nuestras manos. Doña Josefa miró hacia abajo no creyendo lo que estaba escuchando.
El director y el jefe de estudios discutían en su despacho. El padre Filiberto pedía la rápida actuación de la policía para rescatar a su sobrina, mientras Don Ciberio miraba más por el colegio. No, no llamarían a la policía. No consentiría un escándalo que perjudicara la imagen del colegio. Lo resolverían ellos mismos con mucha mano izquierda. Mientras, el resto de los alumnos del colegio se divertían en el salón de actos en una improvisada sesión de cine. Pero un rumor empezó a correr. Los de segundo se han sublevado y tienen a la «Pan duro» secuestrada.
Benítez se abalanzó sobre la «Pan duro», y cogió la rebeca por la solapa, bajándosela hasta la altura de los codos, inmovilizando aún más sus brazos atados, entonces comenzó a desabrochar los botones de la Señorita, que se intentaba rebelar contra él. Juárez y otro chico la cogieron de los brazos y la «Pan duro» intentaba cocear a diestro y siniestro. Benítez se llevó más de una patada hasta desabrochar totalmente la camisa.
La «Pan duro» se concentraba en mantener una pelea física, hasta que atinó a gritarnos.-¡Dejadme ya! ¡Dejadme ya!.- Benítez tiró de la camisa para abajo y el torso de la mujer, en sujetador solamente, apareció ante nosotros. Era el primer busto real de mujer que muchos de nosotros veíamos. Un sostén blanco sostenía unos pechos que se contenían en sus copas y formaban una raja en la canal del pecho, que parecía la raja del culo.
-¡Sigue! ¡Sigue!.- Voceábamos a Benítez, que enardecido bajó un tirante del sostén de la mujer que intentó morderlo y nos miró a todos con una expresión salvaje y furiosa. El otro tirante siguió la misma trayectoria. Juárez, que sostenía uno de sus brazos a un lado tuvo una «ocurrencia» y desabrochó el sostén de la espalda. Benítez debió percatarse de la pérdida de presión de la prenda y arrancó de golpe el sostén, poniéndoselo a la altura del ombligo.
Una exclamación unánime partió del público juvenil, mientras la «Pan duro se dedicaba a insultarnos. -¡Cerdos! ¡Cobardes!.- Dos pechos que nos parecieron enormes quedaron sueltos como botando, agarrados a su cuerpo. Cada vez que se movía violentamente, los senos se movían a un lado y a otro. Benítez estaba lanzado y con una mirada llena de lujuria agarró uno de aquellos senos en su mano, apretándolo. Una expresión de cierto dolor se reflejó en la cara de nuestra profesora.- ¡Aaoohhuu!
Benítez aflojó la intensidad de su mano para captar en la palma de su mano la inmensidad de aquella teta que había permanecida oculta bajo la triste ropa de la «Pan duro», que se movía intentando zafarse, pero que sólo conseguía restregar su pecho contra la mano del chico.
Álvarez intervino. -¡A ver! ¡Sentadla sobre una mesa! ¡Vamos a comernos todos las tetas de esta cerda!.- Una expresión de miedo apareció en la cara de la Josefa y una gran algarabía recorrió la clase. Obedecimos a Álvarez, remolcando a la mujer, que se resistía, pero al colocarla sobre la punta de los tacones de sus botas, se desequilibró y cayó sobre la mesa. Agarramos sus piernas a las patas de la mesa y, poniendo un cinturón alrededor de su cintura, la agarramos a la mesa, uniendo el cinturón con otro cinturón que salía, agarrado de su correa, por la espalda, a una pata de la mesa. La «Pan duro», con las manos atrás no se podía ni mover. Álvarez comenzó a lamer uno de los pechos de la ninfa, enseguida, otro chico comenzó a lamer del otro seno. Una expresión de asco apareció en la cara.
Cuando Benítez y el otro llevaban un rato, el resto de los compañeros empezaron a cabrearse con ellos y a pedirles su turno. Pronto, dos nuevos chicos empezaron a mamar. La «Pan duro», en un alarde de fortaleza, arqueó la espalda y sacó pecho. Su expresión de asco comenzó a cambiar y miraba la cara de nuestros compañeros fríamente. Los turnos cambiaban y al cuarto turno le tocó teta a Fernández, que tuvo la ocurrencia de poner una mano sobre el muslo cubierto por la falda. Fernández en lugar de chupar los ya abultados pezones de la hembra, le se dedicó a rozarlos con su lengua.
La expresión de resignación de la Josefa cambiaba por una más tierna. Se veía que el trasiego de lenguas había conseguido provocar en ella cierta excitación y ahora, de nuevo, intentaba zafarse de las bocas, pero ya no era por proteger su honor, sino porque se le hacía insoportable el roce de los pezones, cuyo color se había oscurecido y su tamaño había aumentado considerablemente. Todos acabaron su turno de amamantamiento.
Pero este castigo, en lugar de calmar nuestra sed de venganza, contribuyó a despertar nuestra hambre de hembra. Una hembra que nos esperaba aún sobre la mesa, con la cabeza agachada y con su melena morena, y ligeramente ondulada, cubriéndole la cara.
Decidimos quitarle esas botas que le daban un aspecto tan fiero. Le soltamos una pierna y nos propinó varias patadas, pero entre todos le tiramos de ella y descubrimos una pierna bien contorneada, cubierta con unas medias o pantys negros. En la lucha, la falda se le había subido por la mitad del muslo, o tal vez, uno de los chicos contribuyó a subirla. Era un muslo que, contenido por la malla, daba la sensación de ser exquisito. Volvimos a atar la pierna y descalzamos el otro pié.
Desde cierto ángulo, se veía lo que había dentro de la falda de la chica. La tela finalizaba al acabar sus muslos y un triángulo blanco aparecía en lo hondo. Nos peleamos por verla. Fernández puso una de las botas entre sus piernas. Nos había fastidiado la visión, pero la Josefa debió pensar que aquella bota constituía una insinuación de penetración, pues comenzó a revolverse atada a la banca, intentando quitar la bota de entre los muslos. Un chico comenzó a jugar con la bota como si se tratara de un coche de juguete, que maniobraba estrechamente entre los muslos de la Josefa.
Rápidamente, a López se le ocurrió la idea de quitar las medias de la chica. Introdujo las manos, primero, dentro de la falda de la chica, a uno y otro la da del muslo y fue liando la media, sintiendo la suavidad de la piel de la mujer, la tersura de sus muslos y el calor de la proximidad de su sexo. Poco a poco la prenda salió y se la arrancaron a López, como si se tratara de un trofeo. Más tarde, López hizo lo mismo en la otra pierna.
Los chicos empezaron a llamar enchufado a López de broma, pues era cierto que mientras él la tocó, la Josefa no hizo el menos gesto de rebeldía. Se fiaba de él. Soltaron las piernas de la chica momentáneamente, pero sólo fue para atarlas juntas con una de las medias y ponerla de pié, obligándola a moverse dando saltitos. Luego, nuestra venganza nos llevó un poco más lejos.
Yuste era un chico acomplejado que no había abierto la boca. Todos nos quedamos perplejos cuando le ordenó a la señorita que se pusiera de rodillas. Luego reaccionamos y la ayudamos a arrodillarse. La señorita estaba cubierta por aquella falda negra. Yuste se sentó en el suelo y cogió de los pelos a la mujer hasta que consiguió que su cabeza, fuera resbalando por su hombro hasta el hueco que dejaban sus piernas y su vientre. Yuste comenzó a tocarle las tetas. Todos teníamos los ojos como platos.
Yuste entonces se abrió la bragueta y se sacó la picha empalmada. Se empeñaba en que la «Pan duro» le lamiera el pito. La cogía de los pelos con las dos manos, olvidándose de su pecho, y mantenía una lucha desventajosa, pues era muy difícil atinar. Pero parece ser que, el roce de la caballera y la cara con el pito, y de vez en cuando, los labios en el glande, fue suficiente para que el chico comenzara a soltar una tibia eyaculación.
Yuste paró, dejando la cabeza de la chica cerca de su sexo. La Josefa hizo un movimiento de gata salvaje y estirando su cuello, dio un bocado a Yuste, que si no llega a reaccionar a tiempo se queda sin pito, como «Tichula Cuellar», aquel personaje de Mario Vargas. Se levantó y allí quedó la hembra, arrodillada y postrada, mirándonos a todos desafiantemente y gritándonos-.¡Cabrones!.-
Benítez ordenó.-¡Cogedla y ponedla aquí de espaldas!.- Señaló la mesa. La chica estaba ya sobre la mesa, mostrando un buen trasero cubierto por la falda. Benítez le levantó la falda y pudimos ver por vez primera, muchos un trasero de mujer. Los muslos le rebosaban graciosamente. Las bragas eran de esas que sólo cubren la mitad de las nalgas. Y dejaban ver un culo que nos parecía enorme, pero muy hermoso. Benítez agarró una de las correas que habíamos utilizado antes y comenzó a fustigar el trasero de la maestra. -¿Vas a portarte bien?.- La maestra callaba.- ¿Te vas a portar bien?.- Al tercer correazo, que dejaba una marca colorada, que rápidamente desaparecía, la maestra respondió.-Siiii…Siiii.-
Benítez dijo -¡Ahora lo veremos!.- Y se acercó a la mujer por detrás. Colocó su vientre rozando el trasero desnudo de la chica y puso sus manos sobre sus hombros. La chica tenía las manos a la altura de la barriga de Benítez. Benítez comenzó a rozarse. Se bajó los pantalones y se sacó el pito de los calzoncillos. La cara de Benítez era un poema de felicidad, pero la de la Josefa delataba una nueva expresión de ira contenida. Sus tetas rozaban contra la dura tabla de la mesa y debía de sentir el calor y la dureza de la verga de Benítez deslizarse entre sus nalgas cubiertas por las bragas.
Benítez puso de pronto una cara de inmensa felicidad y dejó de restregarse contra el trasero de la Josefa. Puso su pecho contra la espalda de la mujer cuando, de repente, lanzó un alarido de dolor.- ¡Pero qué puta! ¡Si me ha clavado las uñas en el pito!.- Unas marcas rojas aparecían en el glande de Benítez que iban tomando un aspecto amoratado.
Benítez, ni corto ni perezoso, agarró las bragas, mojadas por su semen, y las introdujo entre las nalgas de la mujer, que volvía la cabeza esperando lo peor. Le pegó un bocado en el culo que hizo que la chica gritara, con las lágrimas salidas. Los dientes quedaron marcados en su nalga. Descubrimos en la parte baja de una de las nalgas, y casi en la parte interior, algo interesante. Era un tatuaje, una rosita de pétalos rojos que nos sorprendía en una mujer como aquella. Sin duda, la «Pan duro» tenía una historia que contar.
La voz de jefe de estudios se oyó al otro lado de la puerta. Nos invitaba a abrir la puerta y aquí ni ha pasado nada. No le creímos y rechazamos amablemente su acuerdo. Luego nos amenazó. Juárez cogió a la chica y la puso, obligándola a dar saltitos, delante de la ventanita que tenía la puerta de entrada. El Filiberto vio a su sobrina, indignado, golpeando la puerta. Juárez empujó a la chica contra la puerta, de manera que la cara de la mujer quedaba estampada en el cristal de la ventanilla.
Juárez se puso detrás de la chica, de rodillas y la agarró de la cintura. Comenzó a hacer una cosa que él sabía, no sabemos por qué, que excitaba a las chicas; se puso a besar y morder ligeramente las nalgas de la maestra, por donde tenía el tatuaje, mientras empujaba la espalda de la chica contra la puerta. Juárez lamía y mordía como un cochinillo. No sabemos la cara que pondría la hembra, pero el tío abandonó nuestra presencia desquiciado y expresando votos en tonos muy desagradables.
A Juárez no le importó que el Padre Filiberto no pudiera ver la cara de cochina retozona de su sobrina, siguió lamiendo. Ahora había colocado su cara justo entre las nalgas, intentando llegar con la lengua más allá, tropezándose con la tela blanca de las bragas que cubrían el sexo y el ano de la chica. La Josefa le agarró del pelo, pero no podía estirarle, pues Juárez le agarraba de las manos, inmovilizándolas.
Se revolvía. Creo que estuvo a punto de correrse, pero Juárez se paró de repente. Nos extrañó al principio, pero después empezó a aparecer una mancha cerca de la cremallera de su pantalón que nos dio la explicación que buscábamos.
Un chico, Gómez, tapó los ojos de la mujer con su otra media. Gómez le bajó las bragas y pudimos ver su conejo lleno de pelos. Gómez decía que iba a masturbar a la maestra. Sí, a ella se lo había enseñado una criada en su casa. Él sabía cómo hacerlo. Entre todos la ayudamos a subirse a la mesa y a ponerse de rodillas encima de ella. Estaba así, con las piernas dobladas y atadas a los tobillos y completamente desnuda, pues la camisa y la rebeca se la habíamos quitado de los brazos, los ojos tapados y las manos atadas a la espalda. Su coño pertenecía ahora a Gómez.
-¡Uhmmm!. Está húmeda.- Nos comentó, sin saber la mayoría de nosotros aún lo que aquello significaba. Gómez posó la palma de su mano sobre su triángulo amoroso, lleno de vello fuerte y moreno. Veíamos sus dedos medio cubiertos de pelos desaparecer entre las piernas, el bueno de Gómez repetía la operación una y otra vez.
La Josefa puso su cara sobre el cuello de Gómez, que se asustó porque pensaba que le iba a dar un mordisco o algo, pero la maestra parecía que ya no estaba dispuesta a seguir peleando y poco a poco parecía que aquellos rozamientos iban haciendo mella. La vimos morderse los labios, queriendo reprimirse, mientras Gómez le soltaba airadas obscenidades.- ¡Venga! ¡Puta! ¡Córrete ya!.
Fue para nada, porque Gómez, que combinaba los rozamientos en el sexo de la mujer con la fricción con la otra mano de la zona de la bragueta del pantalón, no tardó en gritar.-¡Coooño! ¡Que me he corrido yoooo!.
Estábamos un poco contrariados por no conseguir que la maestra se corriera, cuando Álvarez dijo que él había visto cómo se lo hacían unas primas suyas. Sentamos a la «Pan duro» encima de la mesa y atamos las piernas a la banca, como cuando todos le comimos las tetas. Su coño quedaba indefenso con las piernas abiertas. Nos arremolinamos delante de ella. -¡A ver! ¡A ver!.- todos queríamos ver si era igual a los de las revistas. Era mejor.
Álvarez puso su cara entre los muslos. La mujer comenzó a moverse de un lado a otro, intentando evitar que la cara del chico culminara su trayectoria inútilmente. Vimos a Álvarez entre los muslos y el vientre de la Josefa, que comenzó a poner una carita de pena, casi a llorar. De pronto, el movimiento sin rumbo de su rebelión empezó a convertirse en un rítmico balanceo. Su espalda se arqueó y todos la escuchamos gemir, unos gemidos que no podíamos pensar que pudiera emitir una mujer. Unos gemidos roncos, profundos, sin dolor.
La Josefa se inclinó sobre la espalda de Álvarez y le vimos besarle encima de la cabeza. Álvarez se masturbaba cogiéndose la picha con la mano, y no quitó su cara de entre las piernas de la mujer hasta que no vimos el caño de semen salir precipitado de su polla.
Le dimos descanso a la mujer, que ahora ya no nos parecía nada terrible. Hasta la habíamos cogido cariño. Sentimos unos golpecitos en la ventana. Nos asomamos para descubrir a nuestros compañeros esquiroles, que nos pedían que echáramos una cuerda por la ventana para alcanzarnos una bolsa con bocadillos y bebidas que nos habían comprado con el dinero de una colecta popular.
Porque era ya la hora de comer. Pensamos equivocados que dentro de nada, en nuestras casas nos echarían de menos y nos enviarían a buscar. Bueno, eso significaba zafarse de las bofetadas de los curas, pero lo que nos esperaría en casa sería peor. Pero el director, el Padre Ciberio, no estaba dispuesto a que nadie supiera nada de aquel escándalo, así que llamó a nuestros padres para decirles que esa mañana habíamos ido a visitar una empresa como actividad, y que nos habían invitado a comer.
Nuestros compañeros no habían preparado bocadillo para la rehén, así que nos entretuvimos en darla de comer. Se sentaba desnuda en nuestras piernas y le acercábamos los bocadillos para que comiera, mientras le cogíamos las tetas. Le dábamos de beber de la botella de cerveza y disfrutábamos viéndola chupar y viendo la cerveza derramarse de su boca y deslizarse por su cuerpo.
Rodríguez, como todos, incluso la «Pan duro» había bebido demasiado, se quedaba extasiado mirando los pechos de la maestra. Pidió turno y se lo concedimos. Nos pidió que tumbáramos a la mujer en el suelo. La pusimos de rodillas y luego tumbada, pero Rodríguez pidió que le diéramos la vuelta. Rodríguez se echó sobre la maestra. Ella abrió sus piernas.
Rodríguez estuvo un buen rato cogiéndole el pecho y lamiéndole los pezones, mientras la «Pan duro » volvía a mostrar un gesto asqueado. Entonces, cuando ya Hernández reclamaba su tiempo, Rodríguez avanzó a cuatro patas y se sacó la picha de los pantalones. Flexionó las piernas hasta que sintió los calientes senos en la punta de su glande. Rodríguez comenzó a moverse de arriba abajo y de izquierda a derecha, hasta que vimos que el chico ya sólo realizaba el movimiento de arriba abajo. La señorita cambió de cara al sentir que un líquido viscoso y caliente le mojaba entre los pechos. Rodríguez lanzó una especie de alarido como para hacer más fuerte su eyaculación.- ¡Agggghhh!.-
Hernández, al verla así tumbada, se quitó los zapatos y los calcetines y comenzó a rozar a la Josefa con sus pies. Le sobó la cintura y luego las costillas y luego, al fin, los pechos. Hernández le movía los pechos con su pie y vimos que la mujer volvía a emitir un ronco gemido de placer, yo diría que se estaba corriendo, pero nos extrañó a todos, pues no le habíamos tocado el conejo para nada.
Hernández puso su pié en la cara, obligando primero a la señorita a besarle la planta de los pies y luego a comerse cada uno de los deditos. Al final pudimos ver que Hernández sonreía cuando la «Pan duro» le lamía la planta de los pies.
Hernández, entonces, colocó su pié en el sexo de la mujer y comenzó a sobarla. La mujer volvía a revolverse de rabia e impotencia. -¿Quieres que te deje en paz?.- Dijo Hernández.- ¿Te dejo de tocar?.- ¡Sssiii!.- Dijo al fin la mujer. .- Pues házmelo con el pie.-
Hernández se sentó en el suelo y se sacó la picha y los huevos. La chica siguió tumbada y se puso a magrearle los huevos con los pies. Eran unos pies preciosos, largos, sensuales y con unos deditos muy estilizados. La picha de Hernández se iba poniendo cada vez más estirada.
Hernández debió de sentir la proximidad de su orgasmo porque agarró el pié de la Josefa y comenzó a manejarlo él a su antojo. Estiró una de las piernas hasta colocar toda la planta de uno de sus pies en el coño de la «Pan duro». El chico entonces trató de introducir un poco su pie en el coño de la mujer, pero ésta comenzó a encabritarse de nuevo. Con esto, lo único que conseguía era excitar aún más a Hernández, al verla resistirse y recibir un estímulo mayor en sus huevos. De pronto, el semen salió disparado del cipote de Hernández.
Sonó un fuerte golpe en la puerta. Miramos por la ventanilla. Eran al menos seis sotanas negras empujando. Los chicos nos tiramos contra la puerta. Empezaron a sonar golpes en las otras puertas. Rápidamente acudimos a defenderlas. Los atacantes se dejaban los codos intentando abrir la puerta sin conseguir nada. Luego utilizaron un banco a modo de ariete, pero el director paró el ataque al ver que la puerta se estaba destrozando sin conseguir nada, para la desesperación del jefe de estudios, que reclamaba una acción contundente para librar a su sobrina. – No te apures, Filiberto, que ya se me ha ocurrido algo.-
La situación nos había excitado mucho y la victoria nos había dado un motivo extra para celebrarlo. Nos quedaban unos cuantos litros de cerveza que bebimos y dimos, sobre todo, de beber a Doña Josefa.
La mujer estaba bebida, así que la soltamos y formamos un corrillo. La empujábamos de un lado a otro, tocándole las tetas y el culo. Al fin se abalanzó agotada sobre Jiménez, que cedió y dieron los dos en el suelo, el chico tumbado y la mujer, a cuatro patas. La profesora intentó escapar, pero todos la retuvimos. Jiménez tenía las tetas justo a la altura de su boca. No tenía más que abrir la boca y mamar.
La «Pan duro» emitió un gesto de dolor, porque Jiménez metía los pezones en su boca y todo el pecho que podía. Mientras, González se había puesto de rodillas por detrás, y sacándose el cipote, empezó a restregarlo por el culo y el sexo desnudo de la mujer. González parecía quererle introducir la picha dentro de la raja, pero parecía que no atinaba.
Teníamos agarrada a la mujer por las manos y las piernas. Jiménez magreaba y se comía las tetas de la mujer con una glotonería que provocaba en la mujer expresiones de gozo y dolor. González cogió su pene con una mano, poniendo la otra mano en la espalda de la mujer y así, al final, atinó a introducir su pichita en el agujero, lo que pudimos apreciar por una cara de satisfacción compartidas en el chico y en la mujer.
González tuvo que repetir la operación varias veces, pues la pichita se le salía fácilmente, ya que además, el cuerpo de la Josefa estaba de manera que sus senos llegaran a la cara de Jiménez, que enloquecía al devorar aquel pecho. Jiménez se puso a masturbarse y se corrió.
Entonces la chica se concentró en González, levantándose y aguantando las embestidas que le daba. La picha del chico ahora no se escapaba pronto, los dos, al unísono comenzaron a moverse uno contra el otro. La «Pan duro» daba pequeños chillidos y González apretaba los dientes mientras se vaciaba dentro de la profesora, que tenía una expresión salvaje en su cara, pero esta vez de gata en celo insatisfecha. Jodida, pero insatisfecha. La chica parecía ya desatada. López la cogió y la sentó en una silla. Le acarició la cabeza. Ella le miró agradecida. López entonces se bajó los pantalones y sacó su minga de los calzoncillos y le invitó a que cogiera su mano y le acariciara. La maestra metió la mano en los calzoncillos y le cogió los huevos. Luego le empezó a sobar la picha, de arriba abajo. Le agarraba todo el cipote y se lo meneaba.
La Josefa estaba a punto de llevar su boca al glande de López cuando se presentó Ramírez con el cipote en la mano. Entonces, la maestra agarró el otro cipote y comenzó a menearlo, y se puso a chupar y lamer alternativamente el cipote de uno y otro chico. Se cruzaron apuestas de cuál se correría antes. López y Ramírez agarraban a la mujer de los pechos. López se corrió, lógicamente el primero. La señorita hizo un gesto instintivo y apartó su boca. Siguió manoseando a López, que se retorcía de placer, pero su boca ya fue de Ramírez, que sentía electrizado cómo la mujer pasaba la punta de la lengua por la parte más sensible de su glande.
Pero la eyaculación le sorprendió a la señorita con la picha en su boca y aunque intentó zafarse, no lo consiguió y se tuvo que conformar con escupir el semen de Ramírez.
Volvimos a sentir piedras en la ventana. Eran las seis. Hora de salir. No teníamos ni nosotros ni los curas otra solución que negociar. Pero allí estaba esa bolsa con aquellos deliciosos bocadillos y ese refresco. Riquísimo todo. Pero…No tardamos en sentirnos mal, en sentir que el estómago se nos llenaba de retortijones. Empezaron las cagaleras, la histeria colectiva. No sé a quién se le ocurrió gritar que nos habían envenenado.
Nos pusimos serios, tristes, nos imaginamos todos tumbados en el suelo con los ojos y la boca abierta y unos grises pantalones, cubiertos con una negra sotana, pasar por encima de nosotros riéndose a carcajada limpia.
Fernández montó en cólera. -¡Yo, antes de morir, me voy a aprovechar de mis últimos momentos!.- Agarró a la «Pan duro» que le intentaba convencer de que lo del envenenamiento era una tontería, pero podía más aquella histeria colectiva que todos los argumentos racionales del mundo. Nunca había visto a Fernández tan fuera de sí. Agarró a la profesora y la tiró sobre la mesa. La profesora le miró asustada. Fernández se bajó los pantalones y los calzoncillos, enseñándonos a todos su culo de color marfil.
Fernández agarró a la mujer de las manos y se puso entre las piernas. La Pan duro se revolvía, pero Fernández atinó a introducir la picha en el conejo en movimiento, y de un tirón introdujo su miembro en el conejo ya súper lubricado de la maestra. Álvarez estaba entusiasmado.-¡Toma ya , zorra!.- La «Pan duro» hizo un gesto de placer y de repente toda su rebeldía desapareció. Fernández se percató enseguida del cambio de «tercio» que acababa de producirse en su taurina «faena».
Fernández comenzó a moverse para que su picha entrara y saliera de la fémina, que comenzaba a mostrar, de una manera salvaje y descontrolada, su incipiente goce. La maestra echaba la cabeza hacia atrás, arqueaba su espalda y movía su cintura al ritmo que Fernández le imponía. ¡Vaya una manera de follar!.
La maestra cruzó sus piernas por detrás de la espalda de Fernández, para luego, abrirlas lo indecible y colocar sus pies sobre las nalgas del chico, como queriendo apretar las nalgas de su follador. En un gesto de heroísmo, Fernández empezó a eyacular dentro de la Josefa, exprimiéndose hasta la última gota de su semen, mientras la maestra, al sentirse salpicada por el elixir de la vida, comenzó a correrse alocadamente, chillando de manera que nos asustó a todos los chicos.
Gómez, ignorante le recriminó al follador.- ¡Coño, Fernández! ¡Déjala ya que la estás haciendo daño!.- Pero no era de sufrimiento de lo que tenía cara la maestra. Fernández intentó y consiguió mantener la posición y mantener alto el «pabellón» hasta que la mujer se hubo desahogado completamente. -¡Vístase ya!.- Álvarez le ordenó a la maestra.
Los estragos de las pócimas en la merienda eran cada vez más grandes. De repente, se oyó al ejército enemigo intentar forzar la puerta. Ninguno de nosotros estaba dispuesto a ofrecer una seria resistencia. Los «sotanas negras» forzaron la puerta con una facilidad sorprendente para unos y otros y entraron.
Allí estábamos, todos sentados en el suelo, apoyados sobre la pared en una habitación totalmente desordenada. El jefe de estudios, como el resto de los asaltantes, entró y divisó a los estudiantes de un lado a otros de la clase. De repente soltó un ¡¡¡NNOO!! Enfurecido.
Efectivamente, en un lado de la clase intentaba ocultarse, detrás de González, su sobrina, que aún desnuda y mancillada, se avergonzaba de que aquella docena de asaltantes nuevos la vieran en esas circunstancias
Se pusieron los curas en la salida de la clase y nos fueron dando de tortas mientras cruzábamos por el pasillo formado por ellos. Pero cuando llegó Fernández.- ¡A mí ni se os ocurra tocarme! ¡Qué yo ya no soy un alumno del centro! . Un cura le pegó una bofetada, entonces Fernández, se la devolvió. Todos, alumnos y profesores nos quedamos de piedra, pero Fernández, miró al frente y atravesó el pasillo sin volver a ser molestado.
Los curas les explicaron a nuestros padres, que la comida que nos habían servido en nuestra visita estaba en malas condiciones. Se inventaron hasta un teléfono donde los padres podían llamar para enterarse y protestar por lo ocurrido. Naturalmente, tuvimos que ponernos en conveniencia con ellos.
No recibimos, aparte de lo ya expuesto, ningún golpe más, aunque sí un soterrado castigo consistente en copiar un montón de temas del libro. No nos expulsaron. Al colegio no le interesaba que hubiera chicos por ahí contando historias raras. La forma de impartir la disciplina cambió y a partir de entonces, sabíamos que si hacíamos algo malo, a la tercera, nos íbamos del colegio, pero por lo menos, no recibíamos leches por no saber la lección.
Fernández dejó los estudios al acabar el bachiller. Puso un videoclub y ahora tiene una red de franquicias de videoclubs y otros negocios. Nosotros, el resto, a unos nos ha ido peor y a otros mejor. La «Pan duro» dejó la enseñanza y se puso a trabajar en un night club haciendo strip tease. Dicen que es una mujer simpática y feliz.
El Padre Filiberto escribió al Director General de la Orden que vino a visitar el colegio con un acentillo extranjero y un aspecto angelical. A las dos semanas, el director se retiró a descansar a un convento, cerca de Lugo u Orense. No me acuerdo.