Un ramo de rosas rojas

Doce rosas.

De camino hacia la casa de Julia, se detuvo en un puesto de flores.

No entendía nada del tema, pero sí recordaba que una rosa roja simboliza el amor, así que pidió una docena.

El resto del trayecto se sintió un poco ridículo con el ramo envuelto en celofán, y atado con una cinta de color amarillo.

Y le pareció que los clientes de la cafetería no apartaban la vista de él y sus flores, durante los escasos minutos que tardó en llegar.

Julia estaba más hermosa que nunca aquel día.

Su relación duraba ya un año, que se cumplía precisamente en aquella fecha, y él había elegido la ocasión para proponerle que se casaran.

Y estaba razonablemente seguro de que la respuesta sería afirmativa.

A pesar de que ella hasta ahora no le había dejado pasar más allá de unas caricias por encima de la ropa, la mirada de sus ojos cuando la besaba, el brillo de su mirada y su encantadora sonrisa cuando se encontraban y, sobre todo, sus protestas de cariño, le hacían confiar en ello.

Intercambiaron un beso que se prolongó unos segundos, sin importarles las miradas que les dirigieron, reprobadoras unas, envidiosas las más.

– ¿Llevas esperando mucho rato? –le preguntó-.

– Apenas unos minutos –respondió él-.

Había puesto el ramo a su espalda, pero asomaba ligeramente por uno de sus costados. Ella reparó en las flores.

– Y eso, ¿a qué se debe?.

El se lo entregó, ligeramente avergonzado.

– Se me ocurrió que… Bueno, no sé si recuerdas que hoy hace un año que salimos juntos por primera vez, y yo…

Ella le besó sonoramente en una mejilla.

– Eres un romántico incorregible.

Tenía la boca seca, y no sabía como empezar.

– Yo… Julia, es que quería decirte algo. –Reparó entonces en que eran el blanco de la curiosidad de los otros clientes-. Bueno, pero no aquí. Si te parece, vamos a alguna otra parte.

Salieron. Ella le miraba expectante.

Pero no se le ocurría ningún sitio donde pudieran hablar con tranquilidad.

Apenas pasaba nadie por la calle, así es que decidió que aquel era un lugar tan bueno como otro cualquiera.

– Julia, yo te quiero, y he pensado que… bueno, creo que tú también me quieres, y entonces…

Ella le miraba divertida; de seguro que se imaginaba el resto, pero no parecía dispuesta a aliviarle de alguna manera el “trago”.

– Tú me quieres, y yo te quiero. ¿Y bien?.

– Bueno, pues he pensado que, ya que tú y yo nos queremos, pues entonces…

Sólo había una manera de continuar, si no quería seguir balbuceando toda la tarde.

– Julia, quiero casarme contigo.

Ella le miró profundamente. Pero no respondió a su proposición.

– Mis padres han ido al teatro, y no hay nadie en casa. Sube, que no es cosa de seguir hablando de ello aquí en la calle.

«¿Eso era un sí o un no? –pensó confundido-».

Una vez traspasada la puerta, no le quedó ninguna duda.

Ella se abrazó a su cuello, y le besó largamente.

Se separó ligeramente de él, mirándole con los ojos muy brillantes, pero sólo por unos segundos, para después volver a besarle.

Aprovechó un instante en que ella se apartó para tomar aliento:

– No me has respondido…

– ¿Quieres que te lo ponga por escrito?. Sí, sí, sí, ¡siiiiiiiiii!. Yo también quiero ser tu mujer.

Y de nuevo juntó sus labios con los suyos.

No fue intencionado, pero sus manos resbalaron de la cintura, posándose en las nalgas de Julia.

En alguna ocasión anterior ella se las había apartado con un gesto de cómica reconvención. Pero aquella vez no hubo ninguna reacción.

Un momento después, ella deshizo el abrazo, y le condujo tomado de la mano al salón.

Le empujó ligeramente, obligándole a sentarse sobre el sofá, para después despojarse de los zapatos, y acurrucarse en sus brazos.

Al hacerlo, la falda quedó arrugada en torno a su cintura, mostrando la totalidad de sus preciosas piernas.

Él sintió la boca aún más seca si cabe. Su deseo de ella, largamente reprimido, le dolía en el pecho.

Volvieron a besarse, sin pronunciar una palabra.

Segundos, minutos, u horas después –el tiempo parecía detenido- ella se separó, con un ligero gesto de incomodidad.

Retorcida por la postura, se encontraba envarada, así que decidió adoptar otra más placentera.

Remangándose la falda, pasó una de sus piernas a cada lado del cuerpo de él, sentándose sobre sus muslos, cara a cara.

Y no reparó en que él pudo admirar durante unos instantes sus braguitas blancas –o no le importó lo más mínimo-.

Ni en que al hacerlo, su sexo quedó en contacto con el bulto que se había formado en la entrepierna del hombre.

Otra vez las manos de él, como dotadas de vida propia, fueron a acariciar la redondez de sus glúteos, sólo que ahora por debajo de la falda.

Y nuevamente ella, no sólo no hizo nada para impedirlo, sino que se apretó aún más contra su cuerpo, si ello era posible.

Y su respiración fue haciéndose cada vez más agitada.

Al fin, se atrevió a introducir las manos entre la prenda interior y su cuerpo, acariciando su piel de seda sin el estorbo de ropa alguna.

Ella tiró de la parte posterior de su camisa, hasta sacarla del pantalón, y recorrió suavemente con la yema de sus dedos la espalda masculina.

El beso se convirtió ahora en hambriento; las dos lenguas se encontraron en el interior de la boca de ella, y sus alientos se entremezclaron entre los labios abiertos.

Un poco más tarde, ella se levantó y salió de la habitación, no sin antes dirigirle una mirada cargada de promesas, que se hicieron maravillosa realidad cuando, al entrar él en su dormitorio, pudo contemplar como el vestido de Julia se deslizaba hacia sus pies, mientras las manos pasaban a su espalda, buscando el broche del sujetador.

Y unos instantes después, estaba completamente desnuda, con los ojos bajos, pero sin hurtar nada de su cuerpo a las miradas de él, que se despojó a su vez rápidamente de su ropa, permitiéndola también contemplarle.

Ella se tendió en la cama, y tampoco ahora quiso sustraer nada a su vista, mostrando su sexo entre las piernas abiertas, con las rodillas ligeramente levantadas, aunque sus ojos estaban cerrados, y sus mejillas encendidas.

El se puso a horcajadas sobre las caderas de la chica.

Sus dedos recorrieron lenta, morosamente, los párpados de ella, las aletas de su nariz, sus pómulos, y luego resiguieron el borde de sus labios, bajando por la barbilla a acariciar su cuello.

Después, contornearon sus pechos, acariciando levemente la suave piel. Y, tras una leve vacilación, se posaron en los pezones, totalmente erectos a la sazón.

Luego, su boca siguió los caminos marcados por sus dedos en la piel femenina.

Pero no se detuvieron en los senos, sino que siguieron por el terso vientre, cubierto por un ligero bozo, como piel de melocotón maduro, mientras las caderas estremecidas de la chica empezaron a dar cuenta de la excitación progresiva que la embargaba.

Cuando los labios de él llegaron al borde de su vello púbico, sus manos le obligaron a tenderse sobre su cuerpo, y volvieron a unir sus labios en un beso, ahora de pasión desbordada.

Ayudándose con la mano, él introdujo poco a poco su virilidad en el interior de Julia.

Hubo unos momentos en que ambos se movieron lentamente, como queriendo disfrutar de las irrepetibles sensaciones de su primera unión.

Paulatinamente, los movimientos de ambos se hicieron espasmódicos, hasta culminar en el placer compartido de un clímax simultáneo.

Mucho tiempo después, seguían estrechamente abrazados en la cama, mientras las manos de ambos se esforzaban en recuperar el tiempo en que no habían gozado de la piel del otro. En un momento determinado, ella se levantó sobresaltada:

– ¡Por Dios, falta apenas media hora para que vuelvan mis padres!. Por favor, vete ahora, y mañana nos veremos de nuevo.

El se levantó renuentemente, y se vistió muy despacio, mientras seguía contemplando el maravilloso cuerpo recién descubierto por sus ojos.

Se inclinó un momento a besarla, y salió de espaldas de la habitación, para que su vista pudiera recrearse durante más tiempo.

Ella le alcanzó, completamente desnuda, cuando él empezaba a tentar la cerradura de la puerta:

– Por favor, llévate el ramo de rosas. Me ha encantado que me lo trajeras, de verdad, pero no quiero responder a las preguntas de mi padre, si lo ve a su llegada.

– ¿Aún no le has dicho nada de lo nuestro? –preguntó él, y su voz mostraba un ligero resentimiento-.

– No. Por favor, déjame tiempo. Ya te he dicho que mi padre es un hombre muy conservador, chapado a la antigua, y hay que buscar el momento adecuado…

Sonrió dulcemente, como queriendo con aquella sonrisa disipar el incipiente enfado que percibía en él:

– Además, ahora no tendré más remedio que decírselo…

Se besaron de nuevo. Luego ella accionó el pestillo, se apartó ligeramente y le empujó fuera.

Parado en el portal, miraba estúpidamente el ramo. No sabía qué hacer con él. Y, por alguna razón, no podía decidirse a arrojarlo a una papelera. Separó una de las rosas, cortándola de su tallo. Luego, depositó el resto del ramo en el quicio, y salió.

Once rosas.

Mientras caminaba presuroso, iba maldiciendo internamente a su jefe, que le había retrasado con una reunión de última hora, haciéndole salir después de que hubieran cerrado todas las tiendas.

Y al autobús que había esperado eternamente, y al tráfico, que había hecho reptar cansinamente al vehículo durante el todo el trayecto.

Y aquel día habría querido llegar cuanto antes a su casa.

Y había deseado comprarle a Mercedes el más hermoso regalo que hubiera podido encontrar, para testimoniarle de alguna forma su amor, y manifestar su alegría por la noticia que ella le había dado a primera hora de la tarde: ¡por fin, después de dos años de matrimonio, ella esperaba un hijo!.

Pero, finalmente, iba con las manos vacías.

Apresuró aún más el paso, doblando la última esquina.

De repente, llamó su atención una nota de color en un portal. Se detuvo extrañado.

Un ramo de rosas rojas, aparentemente recién cortadas, parecía esperar a que alguien las tomara.

Miró a un lado y otro de la calle: estaba desierta.

Pensó en que algún vecino podría haberlas olvidado allí, después de dejarlas para abrir la cerradura, y en que posiblemente en algún momento lo recordaría, y bajaría a buscarlas. Pero, por otra parte, era como un milagro que se le ofrecía.

Dudó unos instantes.

Finalmente, tomó el ramo y, sintiéndose como un ladrón, cubrió casi corriendo la manzana que faltaba para su casa, y se introdujo rápidamente en el interior, subiendo los escalones de dos en dos hasta el primer piso.

Tuvo que apartar rápidamente las rosas, porque ella le esperaba tras la puerta, y se echó en sus brazos llorando.

Pero era de alegría.

Se besaron interminablemente.

Luego, él deslizó la mano por debajo del liviano camisón, única prenda que llevaba ella, y acarició su vientre liso como siempre, en el que aún no se apreciaba señal alguna de la pequeña vida que crecía en su interior. Finalmente, se separaron.

– Has tardado mucho. Había preparado una cena especial, pero ya estará fría…

– No tengo apetito. Bueno, sí, pero de ti –respondió él-.

La tomó en sus brazos, y se dirigió al dormitorio. Ella reía, feliz.

– ¡Estás loco!, déjame.

De repente, reparó en las flores. Le forzó a dejarla en pie de nuevo.

– ¡Qué bonitas!. Nunca me habías regalado rosas. Pero se estropearán, si las dejamos en cualquier parte.

Tomó el ramo de su mano, y después cogió un jarrón que había en el aparador, frente a la ventana, y puso las rosas dentro, depositándolo otra vez en el lugar que había ocupado antes.

Se quedó mirándolas durante unos instantes.

Luego cortó una de las flores, que guardó en un cajón. Ya pondría las restantes en agua, para que se conservaran más tiempo. Pero eso ahora podía esperar…

Después, se dirigió de nuevo al dormitorio.

El la esperaba en pie, ya completamente desnudo.

Admiró unos segundos sus brazos y pecho musculosos, sus fuertes piernas, su vientre, y el pene que sobresalía, erecto, entre la espesa mata de vello de su entrepierna. Se quitó rápidamente el camisón, y se abrazó estrechamente a su cuerpo.

Las manos del hombre acariciaron largamente la espalda de ella.

Luego se puso detrás, y tomó los pechos en sus manos, mientras sus dedos pulgares jugueteaban con los oscuros pezones, y besaba su nuca, y la parte posterior de su cuello.

Las de ella se introdujeron a su espalda entre los dos cuerpos, y estrecharon el falo, alojado entre las medias lunas redondas de sus nalgas.

Luego, él la levantó de nuevo entre sus brazos, y la depositó suavemente sobre la cama, parándose a admirar una vez más aquel cuerpo, como si fuera la primera vez, mientras ella le miraba expectante y estremecida de deseo.

Luego se arrodilló a su lado, y empezó a recorrer lentamente con su lengua el cuerpo de la mujer.

Sabía que a ella le encantaba sentir sus besos por todo el cuerpo, y anticipar el momento en que su boca llegaría a su sexo…

Pero en esta ocasión, ella le obligó a poner la cara junto a la suya, mientras le decía roncamente al oído:

– Por favor, no puedo esperar más. ¡Házmelo ahora!.

El hizo intención de tenderse sobre su cuerpo, pero finalmente se incorporó de nuevo:

– No debo hacerlo encima de ti. Podría dañar a… -todavía le era extraña la palabra- …a nuestro hijo.

Ella rió dulcemente:

– Aún falta mucho para eso. Pero, si te sientes más tranquilo…

Se acercó a la figura arrodillada ante ella, pasando cada una de sus piernas en torno a sus muslos.

Luego, apoyándose en la espalda arqueó las caderas, acercando su vulva al miembro masculino.

Aquella era una postura inhabitual para ambos, pero él comprendió rápidamente su intención.

La sujetó fuertemente por las nalgas, manteniéndolas en alto entre sus manos, y la penetró de un solo envite. Inclinó el cuerpo ligeramente hacia delante, para facilitar sus movimientos de vaivén, mientras ella empezaba a gemir, incorporada sobre sus antebrazos.

Finalmente, con los primeros estremecimientos de su orgasmo, los brazos cedieron, y su espalda volvió de nuevo a posarse en la cama.

Entonces, como en una explosión, llegó la culminación de ambos.

En el comedor, una ráfaga de viento ondeó los visillos, que volcaron el jarrón en el que ella había depositado las rosas.

Por unos centímetros, éste no fue a parar al exterior, aunque el ramo, aún envuelto en el papel de celofán, resbaló hasta el mismo borde de la ventana.

Un nuevo vaivén de la tela, lo hizo caer a la calle.

Diez rosas.

Se detuvo bajo la luz de una farola a consultar la hora en el reloj de pulsera.

Era ya muy tarde, pero necesitaban hasta el último céntimo del dinero que las horas extra les aportaban todos los meses.

A pesar de que Amparo, su mujer, era consciente de ello, sabía que le recibiría con quejas, como de costumbre: “Siempre estás fuera, y yo aquí sola todo el día”.

Pero en el fondo, los reproches no iban dirigidos a él, sino a los sueños no realizados, las esperanzas no siempre cumplidas, la juventud que empezaba a quedar atrás… y a la ausencia de los hijos, que habían volado lejos, a vivir sus propias vidas.

A pesar de todo, la quería. No con la pasión de sus primeros tiempos juntos, sino con el cariño tranquilo de la madurez, la familiaridad, las muchas cosas buenas y malas que habían vivido juntos…

El sexo… bueno, también eso como todo, había ido acomodándose poco a poco, hasta convertirse en un acto en el que buscaban más la seguridad de no estar solos, que la satisfacción de unos instintos, cada vez más atenuados con el paso del tiempo.

Con una sonrisa, rememoró aquella vez en las fiestas del pueblo, al principio de su noviazgo, en la que el vino peleón les había desinhibido lo suficiente como para bailar muy apretados, sin importarles para nada las murmuraciones que aquello iba a provocar, ni el posible enfado de los padres de ella…

Y cómo, en un momento determinado, se habían escapado a la alameda, junto al río, y el cuerpo blanco de ella desnudo sobre la hierba…

Y el deseo de ambos, y la urgencia de su unión, y el infinito placer que les había embargado cuando, al fin, se estremecieron con la delicia que acompañó a la pérdida de la virginidad de los dos… no, no perdida, sino entregada en un acto de amor sin límites.

Sacudió la cabeza, y reanudó la marcha.

Casi tropezó con un ramo de flores abandonado sobre la acera. Se quedó mirándolo fijamente, pensando en aquellas otras flores tejidas en una corona, que había puesto sobre la cabeza de ella.

Pero eran margaritas, no rosas. Se agachó a cogerlo, sin advertir que una de las flores, casi tronchada, caía del celofán y quedaba en la calzada, junto al bordillo.

Se las daría a ella, y quizá, podría volver a ver una sonrisa en su rostro, que empezaba a estar constelado de arrugas.

Sólo cuando ya había introducido la llave en la cerradura recordó que era alérgica al perfume de algunas flores.

Dudó, pensando en retroceder a dejarlo donde estaba, sobre la acera. Pero Amparo ya le habría oído y…

Depositó el ramo un poco más allá, en el pasillo en penumbra, y abrió la puerta.

Ella empezó a decir, tal y como esperaba:

– ¿Dónde has estado hasta ahora…?.

Pero no pudo continuar.

Los labios de él le cerraron la boca. Los ojos de la mujer, primero sorprendidos, se humedecieron.

Y sus manos se pusieron sobre la espalda de su marido, mientras su cuerpo se relajaba, y se entregaba al beso.

Antonia, la portera, descendía con paso cansino la escalera.

Eran ya 69 años, y sus piernas no estaban todo lo fuertes que antes.

Y los cuatro pisos que tenía que bajar desde el apartamento cedido por los propietarios hasta el pequeño mostrador de la entrada, la mataban; aunque la subida sería peor, pero no quería pensar en ello.

Eso, si no la llamaba Montserrat, la del segundo segunda, o Dolors la del ático, para cualquier tontería, que parecía que lo hacían sólo por verla sufrir.

Al llegar al primero, vio un ramo de rosas apoyado en la pared. Estaba cerca de la puerta de Amparo y Lluis, pero no podía ser de ellos.

Eran un matrimonio ya maduro, y no veía a él regalándole flores a su mujer. Además, si se las hubiera traído, no estarían en la escalera.

Se paró, rascándose la cabeza. Al final, basura. Muy fina, pero basura al fin y al cabo. Tomó el ramo, y terminó de bajar moviendo la cabeza con reprobación.

Mientras se dirigía al contenedor de la esquina, pensó en que a ella no le habían regalado nunca flores.

Su Mateo, que en paz descansara, era un hombre bueno, pero habría considerado aquello propio de señoritos ricos, que no estaba la vida como para gastar el dinero en tonterías, y bastante tenían con la subida continua de la compra.

¡Muy hombre había sido su Mateo!. Aunque no hubiera tenido nunca un detalle como aquel. Recordó, sin saber por qué, la noche de su boda.

Su madre le había prevenido de que aquello sería doloroso, pero era derecho del hombre, y a ella sólo le quedaba resignarse, que para ello se había casado.

Lo que nunca imaginó fue que aquel hombre tan rudo la tratara como lo hizo, con suavidad y delicadeza, hasta que pudo sentir por primera vez en su vida el amor de su marido dentro de ella.

Y su madre no la había preparado para el increíble estremecimiento de placer que sintió poco después, ni para el deseo que sentía todas las noches, cuando él regresaba de la fábrica.

Al fin tuvo que decírselo al confesor, porque a ella le parecía que debía ser pecado, que todas sus amigas le hablaban de lo desagradable que les resultaba el débito.

Pero Mosén Albert, así Dios le tuviera en su gloria, le había explicado que aquello no era sino el premio de Dios por seguir su mandato.

Pero nunca se lo dijo a nadie, que todos pensaban que aquello sólo era propio de mujeres perdidas…

Se secó una lágrima con el pañuelo, y luego abrió la tapa del depósito de basura. Lo pensó unos instantes, y luego la cerró sin arrojar dentro el ramo.

Aunque estaban algo mustias, aquellas flores quedarían muy bien en un jarrón, delante del retrato de su Mateo, sobre el aparador. Reemprendió la vuelta a casa.

Al doblar la esquina, vio una parejita de no más de 17 años, que andaban delante de ella cogidos de la mano.

Se paró a contemplarles con un sentimiento de nostalgia. ¡Ay si su Mateo y ella volvieran a tener esa edad, y lo pasado, pasado!.

La chica entró en la panadería, mientras el chico se quedó fuera, agachado para atarse los cordones de un zapato.

En un impulso, eligió la rosa más lozana, y se la entregó al sorprendido muchacho:

– Dásela a ella, a cambio de un beso.

Y se dirigió con paso cansino de vuelta a su casa.

Un poco más tarde, los vio pasar frente al portal.

La muchacha tenía la rosa contra su pecho de adolescente, y él la llevaba tomada de la cintura.

Ocho rosas para el recuerdo, una rosa para la esperanza.