La verdad sobre perros y gatas
MAX
La culpa y la vergüenza son invenciones humanas de una composición tan compleja que mi cabeza no da para llevarlas a cabo de manera efectiva.
Supongo que eso me convierte en un sinvergüenza, sea lo que ello signifique.
Cuando lo pienso de esa forma, me pregunto si hay un alto porcentaje de animalidad en mi persona.
No creo en la zoofilia.
Ocasionalmente me he metido a sitios de Internet en los cuales se difunde material relativo a esta corriente y siempre termina por causarme risa.
El colmo fue una foto en la cual está una mujer en cuatro patas, con cara de muy drogada; detrás de ella, montándola, está un perro pastor alemán muy simpático que sólo de verlo uno puede imaginar lo juguetón que es en la vida real, desde luego, para jugar al juego que se observa en la foto tuvo que haber sido amaestrado, convencido o engañado de alguna forma.
Fantaseo una bolsa de croquetas que tuviera esta foto en la carátula seguida de la frase publicitaria «Con croquetas Champy!, tu perro hará lo que tu quieras» El perro fiel, pobre, con su mirada más allá del bien y el mal, pues observa fijamente a la cámara como diciendo «No me juzguen, uno se gana el pan como mejor puede».
Detrás de «Rin Tin Tin» (Nombre que en un arranque de invención creativa me da por imaginar que tiene) está un hombre dándole al can por el trasero.
Aquella cadena alimenticia no puede dar sino risa, ya sea por la fingida cara de placer del hombre, la incredulidad de Rinty de que le estén metiendo algo por el culo cuando lo acordado era que él sólo iba a montar una humana, y la humana que sabrá dios si sabe que lo es.
No encuentra uno de cual reírse más.
Los buenos ratos zoofílicos se resumen en eso, en alguna carcajada.
Me queda claro que para quienes realmente lo profesan, el asunto no tiene nada de cómico, pues seguro atiende necesidades emocionales que rebasen los límites y excitan por lo excesivo más que por la sensación misma; el morbo es así, una dama puede no atraernos hasta que sabemos que es esposa de un ministro, la actriz porno por la que no dábamos un centavo nos empieza a llamar la atención cuando nos enteramos que era menor de edad al filmar las cintas; el vídeo de aeróbicos de Tracy Lords nos da mucho jalón luego de enterarnos de su pasado; la cantante Yuri, ahora convertida al cristianismo, nos da morbo ahora que acepta la mea culpa de haber sido una pecadora adicta al sexo; la maestra nos deja de excitar luego que termina el curso, y los discos de Gloria Trevi los compra uno hasta que sabe que su formación artística era fruto de la dominación de su manager.
En fin. Amar a una mascota no es Zoofilia si ese cariño no te gratifica sexualmente, eso quiero creer.
Yo adoro a Ponchy, que es mi perro.
Es de raza Pit Bull cruzadón con Collie.
Es un perro muy cabrón, con la dulzura de Lassie pero con un corazón ennegrecido a gracia de bombear tanta sangre pendenciera.
Es blanco con manchitas de color café, de estatura media y complexión fuerte.
Su inteligencia es la de la raza collie, pero su actitud chingativa y malhumorada es característica de los pit bull.
Su hocico es fuerte y más alargado de lo normal.
No es bonito, definitivamente, pues más que un perro con garbo parece un diablo de Tasmania que se hubiese criado en una fábrica de esteroides.
Ponchy al verme se deshace moviendo la cola, echándome las garras sobre el pantalón.
Abre su hocico mostrando unos dientes que vuelven macabra su sonrisa, porque hay que aclararlo, Ponchy sí sonríe pese a los poemas egoístas y zalameros de la especie humana que se desviven por demostrar que la sonrisa es un gesto exclusivamente humano.
¿Qué hace reír a Ponchy?, Lo mismo que a los hombres: la desgracia ajena. Pero no sólo eso. Verme también le hace sonreír con una emoción diáfana, ajena a cualquier propósito.
Es como un chiquillo travieso, y mira con ese encanto que tenía Linda Blair cuando rodó «El Exorcista», y ya que lo digo, tiene el mismo carácter voluble de la mismísima Linda Blair en el mismo filme.
Cabe aclarar que la desgracia ajena de que hablo no es la del tipo que nos hace reír a nosotros, es decir, nosotros no sólo nos reímos de la desgracia real, sino de la posible, mientras que Ponchy sólo se ríe de la desgracia segura.
Un ejemplo es lo siguiente. Ponchy tiene demasiada energía y por lo tanto hay que sacarlo de paseo.
Los parques siempre están poblados de perros.
Algunos son silvestres, otros son perros de ficción, como los french poodle mini toy que son casi marmotas más que perros, otros son ratas disfrazadas de perro como los xoloscuintles.
Desde luego esto lo ve cada quien como mejor le acomoda, para muestra hay que contar que una vez vi a un sujeto que traía sujeto con un cordel mariconísimo un perro chihuahua y le llamaba «Ven Tormenta», y yo no pude más que pensar que se trataba de una tormenta muy jodida.
Pero bueno, nuestro tema era la desgracia ajena real.
Así como hay multitud de razas de perros, estos parecen atender a multitud de razas de dueños también.
En especial me había tocado ver que en el parque al que llevo a Ponchy, que es más bien una alameda, acostumbraban pasear perros de la policía.
La película de 101 Dalmatas no pudo ser más gráfica al exponer una realidad: Que los perros se parecen a sus dueños. En este caso, el corpulento policía veía retratada su figura voluminosa, que no por ello demasiado fuerte o musculosa, en su perro rottweiler.
El dueño torpe pero imponente, el perro también; el dueño un mamón, el perro también; pendenciero el dueño, irascible a cualquier provocación so pretexto de su autoridad, igual su mascota.
Más de una vez me había tocado ver que el policía le quitaba el seguro de la cadena a su mascota (que según entiendo se llamaba Goliat) para que el pinche perro fuese a amedrentar a algún perro ciudadano, en un acto que no puedo llamar de otra manera que abuso policial.
Goliat se acercaba haciendo valer su placa, en este caso la dental.
El perro interrogado primero avanza unos cuantos pasos, como si no hubiese visto al perro policía, voltea a todos lados, menos a aquel donde está el perro oficial, o oficial perro, como gusten, con ese mirar el perro transeúnte pretende dar a entender que la policía le tiene sin cuidado porque es un perro decente que no tiene líos con la Ley.
Muy a su pesar, el perro ciudadano escucha un gruñidito gentil, amable, que en cristiano significaría algo así como «Disculpe caballero, ¿Le puedo hacer unas preguntas?», pero con ese acento que sólo da la gentileza policial.
El perro ya voltea y su mirada lo inculpa.
Una de sus patas traseras se comprime como si le hubiese dado un ataque de beriberi instantáneo, quedando lisiado al momento, como si esa discapacidad le volviese inocente de lo que fuese.
Goliat le cuestiona acerca del origen del bocado que lleva en su hocico y el perro suda detrás de las orejas, no sabe qué contestar. Goliat sugiere al perro ciudadano que aquella travesura le vuelve un perro callejero y que su sitio debería ser la perrera municipal, aunque deja entrever que si cede su torta Goliat olvidaría todo.
El perro transeúnte sabe que ha robado muchas más tortas, hamburguesas, huesos y hasta pañales de los basureros, así que decide que lo mejor será darle a Goliat aquel botín.
Goliat se muestra comprensivo y a la vez que comienza a devorar la torta recién cedida le lanza un ladrido al perro ciudadano, como diciendo, «Anda ve. Pórtate bien… No vuelvas a pecar».
Eso cuando había botín, pues había días en que Goliat lo único que quería era demostrar su autoridad, su rudeza, su bruta superioridad.
Aquella tarde, había un ingrediente adicional en la situación: Había una perra en celo en el parque.
Lo que sea de cada quien, Ponchy es único para imponerse como el macho dominante que termina preñando a las perras.
En esta ocasión, mi Ponchy ya tenía controlada la situación a punta de gruñidos, ya que los contrincantes eran en su mayoría perros pequeños o muertos de hambre, cuando el policía decidió soltar a Goliat para que fuera éste quien desplazara a todos y follara a la perra.
El inmenso rottweiler llegó atropellando a dos pequeños perrillos que se atravesaron en su ruta.
El policía tenía el pecho erguido, satisfecho del estilo de su perro.
El tal Goliat subestimaba el poder de Ponchy cuando éste último estaba hipnotizado por el aroma a celo de alguna perra.
Los estrógenos eran a la nariz de Ponchie como una droga hiperconcentrada, vivificante, que hacían que su sangre se convirtiera en adrenalina pura. Yo me asusté porque el rottweiler era verdaderamente imponente.
Por un momento, Ponchy y Goliat quedaron frente a frente, como si fuesen dos vaqueros en un duelo.
Yo sabía que nada podía hacer por evitar aquel encuentro, y el policía se acercó corriendo y gritando una palabra que debo entender como una orden secreta de ataque: «Ushcátelo!».
Ante aquella orden, Goliat se abalanzó salvaje sobre Ponchy, quien aguardó paciente.
El rottweiler alzó las patas delanteras para caer sobre el pobre Ponchy como una tromba negra y café.
Ponchy se agachó un poco esperando que el perro se dejase caer sobre él, y en ese instante le dejó caer un mordisco en el pecho al pobre perro rottweiler.
Unas mandíbulas pequeñas de un pit bull no abarcarían tan bien un pecho de rottweiler, mientras que la fuerza de las mandíbulas de un Collie no podrían trozar los huesos de un tórax, sin embargo, la mezcla extraña de ambas razas daba un hocico grande como para abarcar un pecho y la fuerza para trozar los huesos.
Fue como si el pobre Goliat se suicidara dejándose caer en una estaca.
El impulso derribó a Ponchy, es cierto, pero al caer al suelo, Goliat estaba más muerto que vivo, y su expresión había dejado atrás toda ferocidad para convertirse en el rostro de un cachorro.
Ponchy soltó lo poco que quedaba de Goliat.
Fue una batalla tan breve que resultaba increíble. Los demás perros sonreían ante la tragedia real de Goliat, pues todos lo odiaban.
Ponchy también sonreía, la desgracia era absolutamente real, no mental ni futura, física y presente.
El guardia quiso desenfundar su arma, pero yo me interpuse entre Ponchy y el policía y le dije:
-Hasta sobra decir que tu perro se lo buscó.
– Ese perro es peligroso.
– No me digas. Mejor lleva a tu perro al veterinario si en algo te importa. Es pelea de perros y te tienes que aguantar.
El policía se tardó un poco.
La escena que siguió era estridente y por ello hilarante. Ponchy montándose a la perra casi sobre el cadáver de Goliat.
Yo miré al guardia como diciéndole «Te chingaste sin más».
Se acercó para levantar a su Goliat, el jadeo de Ponchy al montar a la perra le ha de haber carcomido la oreja.
Repito, no soy zoofílico, pero de alguna manera me gusta ver a Ponchy mientras folla.
No es el morbo de ver la penetración en sí, sino que siento algo de envidia sólo de mirarlo.
Cuando monta, sus patas están tan afianzadas de la cadera de la perra que hace vana la lucha de ésta por liberarse.
Follarla es además lo más justo que existe, pues si no vence a los demás no podría hacerlo.
Una vez trepado, su mirada apunta al infinito, su hocico se abre y su lengua cae a un lado; pompea con frenesí y no hay fuerza cósmica que lo mueva de su sitio.
Cuando copula, su única misión es esa, darle duro al asunto.
En veces sí quisiera ser él, vencer a los demás perros y adentrarme en el cálido cuerpo de la perra, sin ataduras morales, sin pensamiento alguno en la cabeza, dejando que mis caderas funcionasen por sí solas, con toda la virilidad que da el instinto, cegado de gozo, sin experiencia que me desprenda de mi oficio, para luego permanecer unido ya que la naturaleza, y no yo, hubiese hecho todo el trabajo.
Algo es algo.
Hoy por hoy no muestro falsa vergüenza al mirar a mi perro follando, pues lo observo con gusto, con interés, es falso si digo que me abochorna mirarlo.
Sé lo que pasa, sé porque lo hace, no hay mística ahí, ni sutilezas que sublimen este acto tan animal.
Si es bello u obsceno es algo que yo no voy a resolver, lo que sí, siento que tenemos mucho que aprender de nuestras mascotas que, al ser conscientes de qué va eso del sexo, no se dan a la tarea de complicarlo tanto con millones de versiones de lo mismo.
Dirán que ha de ser aburridísimo ser mi novia; craso error, si digo que el sexo debe sucumbir a las constantes, no quise decir que uno deba hacerlo siempre de la misma manera, sino conservar aquello que de él vale la pena, que es, la intensidad, la unión con una misión universal, la perdición.
Dios sabe que en esto de las relaciones personales he intentado buscarme novias bien perras, es decir nobles, fieles, con gusto por la carne; tal vez he obtenido lo que he merecido, novias empalagosas de miradas tiernas que me siguen a todos lados, que a la hora del sexo se tienden en la cama en cuatro patas y ponen cara de incrédulas cuando las follo.
Dios sabe que quiero gozar como Ponchy, aunque a veces creo que con estas novias que he tenido ello resulta imposible.
Sigo buscando mi perrita de vientre cálido que me lama, que se recueste a mi lado para que yo le toque el vientre, con su coñito alzadito, como un cono inverso o galleta china de la suerte ligeramente coqueta, que sea bravía, que me cuide, a la cual cuidar, que me haga jadear y que jadee encantadoramente.
KITTY
Miro la ventana hacia el tejado para ver si ya ha regresado.
Encuentro que sólo yacen las tejas del techo del patio cubiertas de hojas húmedas.
Hace frío y un mal tiempo en términos generales.
Hace más de un día que Milla no ha vuelto a casa, ni siquiera para comer.
Aparece de la nada toda despeinada, imposible saber de dónde viene, imposible no estar segura de qué hacía en ese lugar desconocida.
Viene maltrecha, algo lastimada.
Me ha visto, me clava la mirada un segundo reconociéndome claramente, sin embargo, no se dirige conmigo al instante, sino que va a su rincón de patio donde coloco sus «delicias rellenas» y su agua fresca.
Va a su arena Sani-sand y hace sus necesidades.
Se acicala un poco y es entonces que decide ir conmigo lanzando un quejidito que me encanta: Prrñiauu.
Camina con mucha elegancia, como si presumiera un abrigo de piel único en medio de una pasarela en cámara lenta.
No lleva prisa, no sabe lo que es eso.
Yo no me muevo porque sé que si hago gestos de ir tras ella, querrá hacerse la interesante y escapará para que yo la atrape.
Mejor así, me quedo sentada en el sillón de la sala desde donde he visto su regreso y la dejo decidir que quiere estar a mi lado.
Al llegar, se restriega el lomo en mi pierna y emite toda clase de ruiditos.
Por fin me agacho para tenerla entre mis manos y sentir la suavidad de su piel gris con vetas pardas que la hacen ver como un pequeño leopardo.
A mi tacto ella lanza un ruidito: Miiiich, y echa su culo hacia arriba, torciendo la cola hacia uno de sus costados. «Mira que golfa eres. ¿No tuviste con lo que te dieron tus amigos los gatos arrabaleros?». No es muy grande, de ser humana tendría mi edad.
Pensar esto me consterna.
Tiene mi edad y se monta unas orgías sin el más pequeño de los escrúpulos.
Mi gata Milla es la feminista perfecta.
Tiene una dignidad elevadísima, es muy propia, pero su sexualidad no le avergüenza de ninguna manera.
Tiene mi edad y se sale a vagar cuando su instinto así se lo pide, y va al mundo y busca lo que satisfaga su hambre.
Siempre es ella quien controla sus situaciones, ella la que se quiere a sí misma y ella quien se acerca a aquellos que le quieren.
El mundo que no le satisface es un mundo que no existe para ella, es un mundo del que huye, y se marcha de él sin mirar hacia atrás, trascendiéndolo al instante.
Si no me abandona a mí es porque le quiero, pero no hay compromiso de quedarse más allá que sentirse a gusto, el día que ella lo decida, ese día que ella se harte de mi, ese día se irá, sin avisar.
Se escucha cruel lo que he dicho, pero a la vez garantiza una cosa, que ella está aquí, a mi lado, porque es conmigo a lado de quien desea estar, sin hipocresías, cada día que pasa es un triunfo de nuestro cariño que se ha salvado de las vicisitudes del día anterior, construyendo un lazo en el que sólo impera la certeza de ser feliz.
Es dueña de su mundo.
En ocasiones me gustaría ser ella, estar así, chiquita, vivir en un palacio donde me dirigiera a mis anchas.
Tener el gusto de comer, el gusto de cazar, el gusto de jugar con aquello que yo quiera.
Tener a seres gigantescos que adoran tocarme y me hacen ronronear con el suave tacto de sus yemas, que masajean mi piel porque tocarla da placer y yo sentir placer de ser tocada.
Recostarme sobre los sillones, con las piernas bien abiertas o cerradas, según lo desee, con un sueño imperturbable y cálido, con esa elasticidad que me haga tenderme lánguida sobre cualquier lugar, y en días como estos, tener el celo consciente en el triangulito de mi pelvis.
Me es imposible comprender a Milla en este tipo de días en que tiene celo.
Nunca en la vida me he sentido tan caliente como imagino ella se encuentra ahora.
Es cierto, he tenido mis ratos, escasos por cierto, en que me gusta sentir que estoy a lado de un macho que haga todas sus gracias con mi cuerpo.
Supongo que mi sexualidad no ha de ser del todo normal, pues exijo que mis parejas tengan toda serie de habilidades que me hagan sentir tomada por un macho perfecto.
¿Qué pensar de ello? No estoy dispuesta a entregarme poco ni dispuesta a que se me entreguen con desgana o con lucro.
Soy muy complaciente y exijo lo mismo, y sobre todo, no dudo en exigir.
Es decir, soy como Milla cuando está en casa, que exige sólo lo mejor, sólo lo que la hace sentir a gusto, sólo lo que le da placer, pues de eso estoy convencida, que ella vive para el placer, que el placer es un alimento más, el cariño.
Aunque por irónico que parezca, el rubro en que Milla parece no ser muy exigente es en el terreno sexual, pero ello no parece ser problema para ella, pues se dejaría montar por cualquier gato que pudiese trepársele encima luego de una pequeña riña ritual.
Y si éste no le llena dejaría, sin remordimiento alguno, que la montara otro, y otro, y otro, y los que fueran necesarios para calmarle su ardor.
Eso es más difícil en el plano humano, no porque no sea fácil ser ninfómana y dejarse follar por quien sea, sino porque hay convencionalismos sociales, y fuera de ellos, cada hombre que se acercara se resistiría a solamente follar, querrían encontrar algún sentido a sus actos, querrían significar algo en tu vida, se mueren por ser objetos sexuales pero luego que se convencen de ello no lo soportan.
Total que una nunca está conforme con lo que tiene, y menos con los novios.
Yo los busco gatunos, pero he tenido la mala suerte de estar a lado de chicos que sólo lo hacen para satisfacerse ellos y tienen un rendimiento pobre, o los que creen que estoy enferma de sexo.
Gatos veniales.
El sentido erótico va más allá en Milla.
Ella está sobre mi regazo, se mueve de arriba abajo, rascando su cuerpo con las telas de mi ropa, alza sus garras como si estuviese jugando con una medusa etérea, y mientras tanto no deja de hacer toda serie de ruidos.
No sé de qué forma las únicas partes de mi cuerpo que le llenan son aquellas con las cuales pueda dirigir mi voluntad hacia ella.
Le susurro con un gritito «Michita. Michita» y ella siente la voluntad de mis palabras como si fuesen una mano invisible que recorre toda su espina dorsal, y alza su cadera, exhibiendo su sexo, torciendo su cola, y si la toco con mi mano o con mi pie, ella se retuerce y alza su culo con mayor insistencia, como diciéndome, «Vamos, todos los caminos conducen hacia allá.
No evadas nuestro trato, la única parte que me importa que toques es ese conito que hay entre mis piernas».
Me consterna que la voz o el tacto la pongan en ese estado de lujuria.
La toco más y alza de nuevo sus caderas, se da la vuelta como si quisiera aclarar aquello que es tan obvio, que sólo quiere que la follen, que hay un instinto que la emputece y que ello lejos de envilecerla la enaltece.
Yo miro hacia todos los rincones de la sala, más por costumbre que por otra cosa, pues sé que mi madre está en la terraza leyendo un libro de astrología, y al saberme a solas con Milla siento una intención que sólo puedo describir como compasión universal, de manera que llevo mi mano hasta su vientre, y sonrío de ver que estira sus piernas como si estuviese andando sobre un monociclo invisible, con sus patitas del frente dobladas y las de atrás completamente estiradas. «meeech, meeech» dice ella, convenciéndome, hasta que dirijo las yemas de mis dedos a su sexo, y ella se altera completamente, chillando con fuerza, afilándose las uñas de las garras delanteras, sobre la tela de mi falda.
Ahí, siento que dejamos de ser humana y gata y pasamos a ser una especie de lesbianas amorfas, flamas de un altar de Lesbos, o algo parecido.
Poco importa que la zoofilia siempre me haya parecido una idiotez, pues no puedo articular pensamiento alguno al respecto porque ni siquiera sé si soy humano y ella animal.
Lo único que prevalece es su deseo desmedido, el furor de su pelvis, y mi mano que lo sana.
La toco por un buen rato.
Yo no estoy excitada, ni caliente, pero emocionada sí.
Le toco su coñito con una mano y con la otra la sujeto de sus omóplatos.
La boca de Milla se abre y le tiemblan las quijadas.
«Pero que puta eres» le digo, y ella parece entenderme y me mira, como diciendo, «Somos».
Sus garras delanteras, que no han dejado de afilarse en mis piernas, me hacen sentir un dolor que me gusta, siento los pinchazos y sin pensamiento alguno se erizan los poros de mis brazos.
La idea de que aquello pudiese ser placer y que este placer fuese sexual, me hizo dejar de tocarle sus partes a Milla, quien con aparente entendimiento saltó de mi regazo y se fue al patio a seguirse acicalando.
Yo me paré de aquel sillón y me fui al baño para darme un retoque en el maquillaje.
Si bien me resistí a pensar que aquel intercambio de furor entre Milla y yo había sido un trance sexual, algo de su celo había pasado a mi cuerpo, y quería acallarlo de alguna manera.
Estaba de alguna manera, excitada de mi excitación, feliz de saberme con un rasgo similar que nunca había sentido.
La lección de Milla había sido muy interesante, pues no deseaba estar con mi novio específicamente, sino que deseaba estar con quien fuese, estaba caliente a gracia de mi propio calor, no pensando en el trozo de mi novio, sino en cualquier verga que pudiese satisfacerme.
Había un problema.
Mi novio había ido a un torneo de baloncesto y no regresaba, según me dijo, hasta el día de mañana.
No quería empezar a ser puta, pero tampoco quería masturbarme.
Mi mente habría de estar algo desubicada porque pensé de inmediato en mi amiga Adela.
Nunca en toda mi vida había pensado de ella en esa forma, pues repentinamente notaba que me gustaba como tocaban sus manos al saludarme, recordaba con precisión matemática la temperatura de sus pechos cuando inocentemente los ponía alrededor de mis brazos, o cuando los ponía sobre mi espalda, con esa confianza de que yo no la desearía, aunque por lo visto tal vez se equivocaba.
Toda esa confianza me tendió una emboscada y, al segundo, traje a mi memoria cómo me tocaba cuando me ayudaba a sacarme las cejas, o alguna espinilla inaccesible, o cuando me peinaba.
Fue nuevo para mí pensar en cómo besaba ella a su novio y hacerlo con ese morbo de querer ser él. Inocente ella de esta amiga suya que estaba comenzando a desear ser su Milla.
Supongo que iba por la calle echando humo, pues nunca en mi vida había levantado tantos piropos, detenido el tráfico como lo hice, o haciendo a los chicos voltear a verme. Adela vivía en unos departamentos que quedaban cerca de mi casa, acaso a unas diez calles.
Ella vivía sola desde hacía algún tiempo, pues es estudiante foránea.
Por alguna causa yo olvidé, por una parte, que me había dicho que saldría a ver a sus padres el día de hoy, y por otra, recordé que ella tenía en el buró de su recámara una verga de látex que tenía una textura deliciosa (cosa que sé porque me la dio a tocar algún día).
Ambos detalles descansaban en mi mente sin recordarlos realmente, pues ambas ideas eran avasalladas por otra idea que era más fuerte: Que ella estaría ahí, que le pediría su verga de goma para darme una jodienda yo sola, que ella se acercaría por curiosidad y que acabaríamos dándonos una consentida como dos buenas amigas que todo se comparten.
Llegué a su casa y crucé la puerta con una copia de mi llave que ella me regaló.
Caminé de puntillas para darle una sorpresa.
Las puntillas se convirtieron en un paso felino y sigiloso.
Mi culo se alzaba cielo arriba y mi rabo invisible se torcía hacia un lado.
Camino a su dormitorio, escuché los gemidos de mi amiguita.
Al igual que Milla, ese sonido absolutamente animal fue como una mano invisible que recorría con un dedo índice y frío cada vértebra de mi columna, erizando mis poros, abriendo mis piernas, hinchando mis pechos, afilando mis pezones.
Mi mandíbula comenzó a temblar, de manera que el miedo a hacer ruido me llevó a apretar los dientes, causándome dolor en los músculos de la quijada.
Imaginé yo a mi amiguita tendida sobre su cama, abierta de piernas y metiéndose aquel juguete en la vagina, pues se escuchaba el «Trrrrrrrrrrrrrr» del motorcillo histérico que estaba en su máxima velocidad, que según el catálogo de velocidades obedecería a la categoría «Jodienda endemoniada y frenética», dejando atrás las velocidades «Nomás lo que es», «Rico y sabrosito», «Macho latino» y «Viagrazo 15 grados en la escala de Richter».
Mi respiración estaba agitadísima.
Estaba en celo como Milla.
Pero pese a este estado de calentura, descubrí que seguía siendo demasiado humana para meterme con cualquiera y también para compartir.
Sobre la cama de la traidora de Adelita estaba ella, abierta de piernas, totalmente empalada por Gerardo, mi novio, quien a su vez estaba bien clavadito con el aparatito en su velocidad «Jodienda endemoniada y frenética».
Se movían con un ritmo tan desenfrenado que parecían un par de gatos al momento de la cópula.
Tal vez en otras condiciones, vaya, si hubiese sido otro el que follara a Adela, me hubiera dado mucho morbo ver cómo se dejaba encular mi amiga, sus caras de gozo, sus uñas detrás de la espalda de aquel que le deja ir hacia adentro toda su tranca, y ya no vería nunca más con la misma inocencia la cara de esta amiga, pues su risa me llevaría a la mueca del placer.
Se supondría que mi instinto me haría unírmeles y gozar de toda aquella carne, pero no fue así.
Entré a la habitación, más enfadada con Adela que con Gerardo, quien yo intuía que era un cabrón infiel aunque no estaba segura, pero ella, mi amiga del alma que podía llevarse a la cama a toda la escuela si quisiera, ella tenía que llevarse a la verga que me pertenecía.
Mi celo se apagó.
Ambos me miraron. Gerardo con algún tipo de culpa se sacó del culo la verga de goma, como si ello lo dignificara del todo, con la cara de Adán cuando es descubierto desnudo por Dios. Dijo algo pero nadie le prestó atención. La cosa era entre Adela y yo.
Lo siento amiga. Somos gatos, no podemos evitarlo.- Dijo Adela.
Tu y yo lo somos. Él no.
Él también. Sé comprensiva y perdóname. Ven con nosotros, anda, no seas malita.
Si quieres déjalo a él, pero nuestra amistad no puede acabar por es… to. – tartamudeó porque un embiste de Gerardo le había dado algún golpe en las costillas, pero por dentro.
No sean así, perdóname a mí también.
Tú cállate.
Bueno, basta de juegos – Dijo Adela – La culpa también es tuya, siempre eliges novios felinos que te son infieles.
Me voy.
Y me fui. Pensando mil cosas y aturdida por ello. Llego a la casa y corre hacia mí mi gatita Milla. La hago a un lado con el pie. Ella ni se inmuta, creyó que la acariciaba, se va al patio, segura de que sea lo que sea que yo traiga, se me pasará. Y más me vale.
MAX
El muy cabrón de Ponchy no deja en paz a una cosa peluda que yace debajo de un camión de transporte urbano.
El camión se encuentra aparcado de una manera muy deficiente, y eso es lo que salva al pequeño animal que está debajo, pues el acomodo del coche y la forma de la acera vuelven imposible que Ponchy se clave debajo y le deje ir los colmillos al animalillo que más bien parece una zarigüeya.
Y es que en eso de la cacería mi perro sí es brutal.
Me da risa que el autobús de transporte urbano tenga un error de ortografía increíble.
En su parabrisas tiene escrito con alguna tinta fácil de borrar algo que debo entender como que el camión cruza una colonia que se llama «Casa del Niño», sin embargo está escrito «Caza del Niño», lo que me hace pensar en un nuevo deporte extremo donde haya cazadores que persigan una presa humana.
Sentir risa de ello me deprime al instante, pues siento por momentos que los valores como el respeto a la vida ya son otros en nuestros tiempos.
Es esta sensación la que me lleva a hacer un acto de inusitada humanidad: me da por sentir compasión de aquel animalillo.
Para colmo, el buen Ponchy ha descifrado el enigma de cómo llegar a la frágil carne de aquella infortunada cosa peluda.
Justo cuando la va a colocar en su hocico le grito: – Deja ahí cabrón. ¡Vete de aquí! – Me mira con cara de «No me jodas sólo sigo mi instinto» y acerca de nuevo su trompa al animalejo pero lo hace sin romper el contacto visual con mis ojos, como si su cuerpo le ordenara masticar aquella bola de pelo pero su moral estuviese atenta a mis indicaciones.
«No te hagas pendejo, deja ahí» le digo, y él de una u otra forma entiende que siempre que le llamo pendejo es porque está haciendo algo malo.
Desiste de su empeño y yo, ensuciando mi camisa blanca, me tiendo al suelo para sacar aquella cosa.
Es un gato. Bueno, una gata, pues está muy gorda, probablemente y hasta esté preñada. ¿Cómo dejarla ahí? Y justo ahora que me encontraba en mi momento de compasión del año.
Me la llevo en mis manos, cuidando de no dañarla, aunque una de las patas parece estar hecha añicos.
La gata me parece muy bella de cara, cosa que me resulta extraordinaria, no porque esté linda, sino porque me lo parezca a mí así.
Por lo general detesto los gatos.
Sin embargo, esta gata me mira con algo que, pese a su soberbia felina, interpreto como un agradecimiento sincero.
Considero peligroso estar sintiendo simpatía por una gata, pues puede estar ahí el principio de mi perdición existencial.
Ponchy parece estar de acuerdo con aquello de que no debo dejarme engañar por una gata, así que me sigue por un costado, dando saltos de felicidad, suponiendo que tomé la gata en mis manos para írsela a freír en una sartén.
Llevo la gata con el veterinario. Hago que le abran un expediente, doy mis datos. El médico me pregunta algo en lo que ni siquiera había pensado:
¿Cómo se llama la gatita?
Mmmmm. Carmela.- Improvisé.
Bien. Nuestra Carmela está por reventar. Tendrá un parto muy numeroso, por lo que se ve. ¿Es su segundo parto?
Este… si.
¿Cómo está tu muchachón?
Bien. Hambriento y feliz. Por cierto, ya le toca su desparasitada.
Lo hubieras traido.
Imposible cargar a Carmela y a Ponchy a la vez.
Es cierto. En veces me da la impresión de que es difícil cargarlo a él sólo. ¿Cómo ha tomado el hecho de que haya gatos en casa? No me da la impresión de que sea muy tolerante con los mininos.
No lo es, pero sabe que si se mete con esta gata se las verá conmigo.
¡Te atrapé! Vamos, no le mientas a un veterinario respecto de tus mascotas. Esta gata la acabas de encontrar, ¿No es cierto? Tiene su pata rota. ¿Estás seguro de que cambiarías tus costumbres más básicas por otro ser?
Explíquese.
Si, hombre. Siempre has tenido perros. Tener gatos es distinto, y encima está preñada.
Si Ponchy ha podido con ello, yo también. En todo caso se los puedo traer para regalarlos, ¿No es así?
Es muy posible. Si para cuando estos gatitos estén destetados tengo espacio, yo los regalo fácil.
Los gatitos nacieron.
Siete en total.
Uno negro lo llamé Zuulda, otro café con blanco Macario porque pelea todos los pechos como si quisiera devorarlos él solo, una gris, rayada como su madre, la llamé Sara, otra que está atigrada se llama Atenea, una que tiene cabello naranja, negro, blanco y café, como si estuviera hecha de retazos de otros gatos, la llamé Decolores, una pinta la llamé Canaima y la última la nombré Nahomi, porque es negra y elegante.
Los gatillos comenzaron a crecer y con ello a apoderarse de la casa. De rato estaban en todos lados.
El veterinario me dijo en medio de una gran sonrisa que mi peor error era haberles puesto nombre a los gatos, pues ese era el primer paso para no dejarles ir.
Ponchy estaba completamente corrompido luego de un tiempo, dejándose subir gatitos al lomo, dejando que jugaran con la cola, lamiéndoles sus culillos para limpiarles, supongo, el jocoque café claro que cagaban.
Yo me reía mucho más, y Ponchy también. No cabía duda, la llegada de los gatos era una tragedia bastante real.
Sin embargo, aquel día tocaron a la puerta.
Yo me acababa de vestir porque iría a una fiesta. Hasta eso no vestía muy elegante. Ponchy olfateaba debajo de la puerta antes de que se escucharan los azotes.
Cuando se escuchó el toc toc, Ponchy ladró con esos cojones que le han hecho famoso.
Detrás de la puerta se escuchó un grito de una chica. No era para menos, el cabrón Ponchy había ladrado como si fuese un oso tuberculoso.
Avisado de que lo que había detrás de mi puerta era una mujer, le di una instrucción a Ponchy, aunque una instrucción demasiado fina para que me la entendiera, siendo que estaba acostumbrado a las majaderías.
«A ver Ponchy. Vete para allá canijo». ¡Canijo! Esa puta palabra está en desuso desde hace mucho, y además Ponchy no me la entendía ya que seguía pelándole sus dientes a la puerta. Así que me incliné y le dije al oído «Mira puto Ponchy, lárgate a chingar a tu perra madre. Órale cabrón!» Me entendió y se fue a parar muy lejos.
Abro la puerta y estaba ahí parada una chica preciosa.
Algo bajita, es cierto, pero con unos pechos tan lindos, seguidos de una cintura tan exquisita, que el colmo ya era el culazo que se traía encima de dos piernones de ensueño.
Enmudecí. Ni siquiera enmudecí por su cuerpo.
Sus ojos me atraparon por completo, ya que eran diferentes a todos los que había yo visto en mi vida, agudos, lánguidos, narcotizados.
Su boca era tan pequeña y tan afilada que supuse que debajo de aquellos labios tan finos albergaba exclusivamente colmillos, ningún molar o diente de otra clase.
¿En qué puedo servirte?
Tienes algo que me pertenece.
Salvo mi corazón, no sé a qué te refieras.
Ja. Ja. – dijo cortante.
Mi chiste no le causó gracia. Por el contrario, me miró con tanta violencia que me volví niño en segundos, aunque luego desperté el perro interior que tengo y me dije que estar tan buena no le daba autoridad para venir a hablarme así a domicilio.
No veo qué cosa tuya pueda tener, por eso bromeo.
Tienes una gata, gris con pardo. Se llama Milla y es mía.
Tengo una gata, pero no es Milla. Es decir, si es Milla, o quiero decir, mía.
Exijo verla.
No fue preciso que fuera yo por Carmela, ya que la gata emergió como en un desfile, seguida de un séquito de cachorros, y todos se fueron a recostar bajo las faldas de Ponchy, quien los miraba con sed y con paternalismo a la vez. Carmela parecía que había sido amaestrada para hacer el numerito de «Los gatos aman a los perros», y así, se rascaba en el cuerpo de Ponchy, quien se sintió tan pero tan cómodo, que empezó a dejar que su pene se saliera del pellejo, dejando a la vista esa cuña que tiene parecida a un chile de arbol rojísimo.
Todo era abochornante. La gata ofrecida, el perro caliente, el mal comediante, la tirana desubicada.
Nada bueno podría pasar ahí.
KITTY
Luego de perder a mi mejor amiga y a mi novio pasó otra tragedia.
Era bastante malo que perdiera a Adela porque éramos muy buenas amigas.
Era malo haber perdido a Gerardo porque estaba muy bien dotado, aunque no tan malo porque era un infiel, aunque sí porque me había nacido en el cuerpo un nuevo celo que no hallaba como calmar sin volverme una puta de primera.
La siguiente tragedia había sido que se extravió Milla.
Con los gatos pasa así, un día salen por la noche y no vuelven.
Quedan muertos en algún lugar y tu ni te enteras. Buscarlos es también una cuestión muy estereotipada, ya se sabe, buscar alguna foto de la mascota, pegarla en lugares públicos, en las veterinarias.
Llevaba ya un mes desde que se había perdido Milla.
Estaba encinta, peor aun.
La foto no le hacía justicia alguna.
Fue entonces que llegué a una veterinaria que se llama «Mondo Cane» cuyo dueño seguramente no sabe que hay unas películas de realismo sangriento que llevan ese nombre, o tal vez por ello se llama así su consultorio.
El médico me intentó ligar, como si le costara mucho esfuerzo dejarme pegar mi volante en su consultorio. Cuando vio la foto de Milla me dijo:
¿Hace como cuanto perdiste a tu gata?
Hace un mes. Me preocupa que esté pasándola mal, pues estaba embarazada.
Me parece saber dónde está…
Dígamelo pronto.
Si. La trajo un tipo que adora a los perros. No dudaría que criara a la gata para darle a su perro los gatitos, de merienda.
No se haga el chistoso.
Si es un tipo con un perro que se llama Ponchy.
No me interesa. Dígame de una buena vez dónde la encuentro.
Te lo diré. Aunque no debiera… tu manera de pedir es muy altanera.
Con un coño, dígamelo.
Tú has dado la respuesta. Si quieres que te lo diga estarás a favor de hacerme un pequeño detalle, ¿No es así?.
¿Qué quiere decir?
Simple. Que me des una mamadita.
¿Pero qué te has creído pedazo de imbécil?.
Piénsalo, te costará más trabajo ir perdiendo el tiempo por ahí por la ciudad, pues el chico del que te hablo no vive cerca.
Además acostúmbrate, posiblemente él te pida lo mismo si quieres a tu gatita de vuelta.
Bueno. Ve sacándola.
El veterinario, si es que lo era, cerró su consultorio con una aldaba y se bajó los pantalones.
Le colgaba una verga de buen tamaño.
El muy cabrón se recostó sobre la mesilla metálica de operaciones y pareció no darle frío.
Su tranca estaba ahí, erguida y lista para mi boca.
Le dije que tenía necesidad de pasar a su baño antes de ganarme el secreto.
Él se puso como muy confianzudo y me dijo, «cruza esa puerta, por ahí está el baño.
Pero no tardes. Tengo una cita dentro de una hora». En realidad fui al baño porque en ellos una encuentra muchas salidas. Y yo encontré una.
Ahí detrás tenía una especie de guardería de perros.
Había de varias razas y tamaños, unos heridos, otros en celo, y así.
De manera que acomodé una varilla a manera de poder abrir todas las jaulas a la vez.
Lo hice. Los perros dudaron en salirse, pues estaban acostumbrados a luchar sin éxito.
Yo salí corriendo de ahí y dejé abierta la puerta.
Al tronar de ésta, los perros escaparon y empezaron a pelearse de inmediato.
El veterinario tardó en reaccionar, así que cuando buscó sus pantalones ya me los había llevado yo del perchero en donde los había colgado y había agarrado una especie de agenda de rotafolio donde anotaba él los datos de sus clientes.
Salí deprisa del consultorio riéndome como una loca sólo de imaginarme al cabrón veterinario sin pantalones, lidiando con la jauría de aproximadamente trece perros, unos matándose, uno follándose a una perra, otro follándole una pierna.
Encontré al tal Ponchy. Su dueño era un tal Max Arévalo. ¿Max? Hasta nombre de perro tenía.
Llegué a su departamento y lo primero que hice fue sobresaltarme por unos ladridos de un perro que imaginé monstruoso.
Él abrió y no estaba del todo mal.
Empezó a contar algunos chistes que no me hicieron gracia, por el contrario, con los buenos antecedentes que de él me había dado el veterinario sentía odiarlo a él y todas sus caninas costumbres.
Le pregunté por Milla y él me dijo que se llamaba Carmela. ¡Por Dios! Llamarla Carmela era un crimen.
Ella apareció y me quedé atónita al ver que se magreaba con un perro, ella, Milla, refocilándose en el vientre de aquel perro.
Y el pinche perro con cara de tortura por no poder comérsela pero dejando que se le ponga tieso y roja la verga.
El tal Max volteó a ver a su perro y su cara me dio mucha risa, pues sus ojos claramente decían «Pero Ponchy, ten algo de dignidad, por favor».
Tal vez mi intuición no había funcionado como debe y yo me había dejado llevar por mi ira. Decidí recapitular.
Bueno. No he venido aquí a pelear.
Yo tampoco…
Empecemos de nuevo, pues parece que todo va saliendo mal hasta ahora.
Mi gata se llama ahora Carmela y tu perro no te hace caso, sobre todo de la cintura para abajo.
Sin embargo ella está viva, que es lo que me importa.
Luego de que intenté atraer a Milla sin éxito, cosa que me molestó muchísmo le grité: «Condenada, eres la gata de Judas».
Max me miró como diciendo «Yo no soy Judas».
Luego de esto, Max me comenzó a contar cómo la había encontrado, que su pata estaba rota, que la habían tenido que enyesar.
Para todo hablaba de su Ponchy. Explicaba que aquello de tener gatos era un proceso para ambos.
Me mostró los hijos de Milla y yo caí rendida de saber que era abuela. Max me pareció agradable, hasta que tocamos el tema principal.
¿Tendrás una caja?
Claro que sí, ¿Como para qué?
Para llevarme a los michitos.
Vas muy rápido. Ellos no se irán de esta casa.
Pero milla es mía y sus hijos también.
Nacieron en esta casa, ella hubiera muerto si no la hubiese salvado yo, además Ponchy los quiere como a sus hermanos…
Seguro.
Llegamos a un acuerdo.
Permanecería en casa de él pero yo podría llevármela durante una semana del mes.
Me sentía como si fuésemos una pareja de divorciados que pelean por los hijos.
Claro, me las ingenié para que ese traslado fuese con todo y cachorros. El asintió que sí, pero nunca se irían todos a la vez. «¿Por qué?» le pregunté. «¿Por qué no?», contestó él.
Era obvio.
Si yo me llevaba todos los gatos corría peligro de que no regresara jamás o que le negara la puerta de mi casa aun para preguntar por mi.
Max es perruno, pero a la vez es un encanto. Mis sentimientos hacia él fueron encontrados.
Su casa pasó a ser algo así como mi casa de estar.
MAX
Sabía que ese día vendría Kitty a ver a nuestra hija Carmela, aunque ella insiste en llamarle Milla.
Como detalle, había preparado un emparedado de carnes frías, ya que siento que a ella le vienen muy bien esos detalles.
Siento que cada vez se siente mejor en mi casa, situación que me emociona en demasía, pues cada vez descubro que es más bella de lo que pensaba.
Me le hubiera lanzado encima si no me preocupara demasiado que me acepte. Eso es raro. Muy raro. Mi temor.
Iba yo de salida a una cita de trabajo.
Me había vestido muy bien, aunque casi estaba seguro de que no me recibirían hoy, pues el jefe de la compañía regresaba de un viaje muy largo por el extranjero y seguro querría llegar primero a su casa.
Había hecho el emparedado para Kitty (vaya nombre), y le había dejado una nota que le explicaba que ese platillo era suyo y que yo regresaría rápido.
Antes de salir me fui a revisar los dientes para ver si estaban tan limpios como yo quería.
En el botiquín de mi baño estaba una sustancia que no sé si era formol.
Lo había comprado para dormir a Carmela si el dolor no la dejaba descansar cuando tenía la pierna rota.
Me preguntaba si ese químico me dormiría a mi también, o si ya su poder había menguado, así que tomé una gasa, la llené con el líquido y me lo puse en la nariz, seguro de que nada ocurriría. «No pasa naaaaazzzzz».
Me dormí preguntándome si me dormiría.
Desperté.
Escuche la voz de Kitty haciendo soniditos tipo gato.
Me dio risa.
Miré hacia la puerta, por alguna razón Kitty había echado todos los cerrojos de la casa.
Caminé de puntillas para ver qué provocaba aquel concierto de gemidos y lo que vi me causó gran extrañeza, aunque comprendía.
Sobre uno de mis sillones estaba Kitty casi recostada.
Tenía la blusa abierta y no llevaba sostén.
Con una de sus manos sostenía la espina dorsal de Carmela y con la otra mano le tocaba sus partes.
La gata, como estaba en celo, reaccionaba con toda la pasión animal que podría esperarse, y le encajaba las uñas en los pechos, cosa que a Kitty parecía excitarla mucho.
La cara de Kitty era la de un gato celestial, con su cuello dispuesto a recibir una daga, con la boca abierta, casi maullando. Sus ojos bien cerrados.
Creo que después de esto no existían secretos entre ambos.
Me acerqué silencioso y ayudé con mi mano izquierda a tocar el sexo de Carmela, cuidando de rozar los dedos de Kitty, para que supiera de mi presencia.
Ella abrió sus ojazos y me clavó una mirada felina, rechazándome a mi, que era perro. Pero ella distaba mucho de negarse a lo que fuera.
Tomó mi mano izquierda y la colocó debajo de su falda.
Sentí en mis yemas que no llevaba ropa interior.
Comencé a provocar a las dos gatas, la una animal, la otra humana.
Con mis manos fui dilatando aquel sexo de Kitty, que emanaba grandes cantidades de jugo.
Ella hacía toda serie de ruidos que resonaban en las profundidades de mi alma. Carmela era una especie de motor encendido que medía con su temblar la cantidad de orgasmos que Kitty contenía y guardaba para nadie hasta ahora.
Levanté su falda y comencé a lamer, a lamer con mi lengua de perro, cálida y larga, suave.
Más que lamer, estaba devorando todo aquel jugo y la técnica para hacerlo la había aprendido de Ponchy una vez que le puse a limpiar una vasija en la cual se me había reventado un huevo.
Esa vez él lamió y lamió hasta que no quedó ningún rastro de la clara o de la yema.
Así, yo realizaba un libar mamífero en que bebía la miel más dulce que hubiese probado.
Pasé de su sexo a besar su boca.
Ella comenzó a darme de mordiscos, saboreando su propio sabor, mientras me desnudaba con sus manos que de vez en vez me rasguñaban.
Me dejó desnudo mientras sus manos jugaban con mi cuerpo como si fuese el de un ratón que devorará si quiere. Sus rasguños me erotizaban sin límite.
Yo tenía mi pene de perro bien erguido y con la piel replegada a escasos tres centímetros de la punta.
Ella acercó su cara y comenzó a tocar mi glande con la punta de su lengua, que era inusual.
Gata al fin, la textura de su lengua era rasposa, como una lija divina que sana la sensibilidad de cualquiera.
Con esa lengua felina me hizo llegar a terrenos del placer que no había imaginado, al grado que cuando engulló en sus fauces mi miembro todo en el universo desapareció.
Sentía que a través de aquel hoyo negro que era su boca se consumía el cosmos como lo conocemos. Creí ver todo oscuro, sólo éramos ella y yo.
Yo le hablaba, le decía que era bella, que era una diosa, y ella se erizaba a cada palabra, como si éstas la tocaran.
Mis palabras la sujetaron como dos brazos y la pusieron en cuatro patas.
Le lamí nuevamente su sexo y enfilé mi miembro perruno y comencé a penetrarla con la vehemencia de un perro.
Nada existía más allá del deseo.
Ella con su boca mordía uno de los cojines del sillón y con sus manos arañaba el respaldo de éste.
Su culo estaba alzado de una manera deliciosa, así que la poseí con toda la fuerza que tenía.
Cuando me pongo tan caliente, mis testículos se retraen y pasan a formar parte de mi miembro, así que le metía la piel lisa de mi falo y parte de la piel arrugada de mis testículos.
Ella sentía orgasmos con mucha frecuencia y yo estaba sintiéndome en el borde en que no regarse dentro de la hembra es una misión más que imposible.
La sujetaba de las caderas y al momento que empujaba hacia delante mi tranca, jalaba hacia mí su culo, estrellándolo.
Ella gemía, yo inclinando mi espalda como un jorobado bañaba de sudor la espalda de ella que estaba empapada de sus propios líquidos.
Mi ser se desvaneció cuando comencé a verter toda mi leche dentro de su cuerpo, vaciándome, exhausto, me dolía respirar, no quería hacerlo, quería permanecer en aquel silencio misterioso.
Desde luego, como buen perro no saco mi miembro de su cuerpo luego de terminar la faena.
Ella, a distinción de mis anteriores novias, no rehuía a esto, no me pedía que me saliera de ella, no me apartaba de sí luego de terminar.
Por el contrario, ella tocaba la parte en que estarían mis testículos y la apretaba, como cerciorándose que no dejara ninguna gota por regar.
Trayendo hacia sí mi cadera, para que no me marchara nunca.
Volteó la cara y su cara era de gata, tan bella como la primera vez que vi los ojos de Carmela, a quien desde ahora llamaré también Milla.
Me lanza una sonrisa de gata.
Por poco y lloro sólo de pensar que los gatos son mejor de lo que creí, y que ojalá esta gata mía, no se marche nunca.
La realidad como tal, no existe.
Somos justo como los otros.
Me ha parecido excelente…Es el mejor relato erótico que he leído y desde luego con mucho el mejor de los publicados en estas páginas. Animo a su autor a incursionar en este terreno pues tiene capacidades y logra atrapar al lector….